Muy cierto, mis valedores: yo no me voy a morir. Tal frase síntesis, troquelada en mi conciencia, marca los rumbos de mi conducta desde que la aprendí de Unamuno. La muerte se anida en mi reloj biológico y un día cualquiera, a mansalva tal vez, me va a propinar el hachazo definitivo. De esa manera habrá de cumplir con su deber. Pero lo que es yo, lo reitero, no me voy a morir. Yo no me voy a jubilar del oficio agridulce del diario vivir. Yo vivo y seguiré viviendo a todo existir hasta el último día. Como si fuera el primero de mi existencia. Como si fuera el último. Vivir.
En llegando a este punto vale la distinción: a escala de mediocridad e idealismo existen jóvenes viejos como también viejos jóvenes. Yo no me voy a morir. Conmigo no vale el ejercicio de los viejos en que simbólicamente se adopta la posición fetal y, de espaldas a la vida, se aplica a recordar, lamentando a lo estéril y memorioso lo que no ha de volver. Y aquellos suspiros. Yo no. Yo vivo el cogollo del minuto, que dijo el poeta. Pues sí, pero entonces…
¿Por qué una noche de miércoles, el de la semana anterior, se me vino encima el manso ejercicio del recordar? Sucedió que en la duermevela, yo a oscuras en el camastro, la mente se me fugó por regiones que carretadas de ayeres dejé muy atrás, y a lo subrepticio me llevó de la mano a recordar antañones amores, esos entrañables fantasmas que en su momento nos fueron inolvidables (contrasentido), y que hemos olvidado para nunca más. Soñemos, alma, soñemos…
Los amores que se fueron para nunca más. Tú, la de las garzas pupilas, ¿dónde estarás? Tú, ¿cuál es tu nombre, que grabé en aquel arboluco del parquecillo provinciano? Usted, que conmigo juró los «siempre, siempre» los “nunca, nunca” y los “por siempre jamás”, ¿qué rumbos anda pisando? Sombras nada más, y un retrato desleído, un mechón de cabellos, una rosa marchita entre dos poemas de amor. Alguna de aquellas mis inolvidables ya olvidadas habrá dicho de mí: “Aquel esperpentillo que con su labia embustera logró ilusionarme, ¿vivirá o ya habrá reventado?» Y el vocablo vituperoso, tal vez, Ah, la tristura de cierto anochecer memorioso…
Esa noche de miércoles mi mente corrió desalada y recorrió paisajes, tiempos, espacios. Caí entonces a recordar el vetusto salón de cine de mis citas tempranas con la fantasía, y añoré la antañona película, y entre indefinidas tristuras se me vino encima mi propia niñez sentada a dos nalgas en la gradería de gayola del cine Morelos, en Aguascalientes, bebiéndome la ruda estampa del héroe hazañoso.
Raúl de Anda, mis valedores, ¿lo recuerda alguno? En oyendo ese nombre, aquellos de ustedes que rebasaron todo el Mar de las Tormentas y doblan ya el Cabo de Buena Esperanza dirán conmigo: ¡El Charro Negro! Qué tiempos. No lloro, nomás…
El Charro Negro, apolillado héroe popular; todo de oscuro hasta los pies vestido y las fragorosas 38 especial en ambas manos, a galope tendido del alazán cruza de lado a lado la pantalla del cine para rayar el penco en los meros hocicos del hacendado sobrón, el jefe político avorazado y los cuicos que en el clímax de la película queman las chozas de los lugareños mientras el hijo del patrón, su endemoniado corazón convertido en policía del difunto político García Luna, intenta violar la pureza de la aldeanita inocente. Ah, pero en tal punto, rayando el penco, ahí se nos aparece, vozarrón gargajoso y en cada mano la 38:
– ¡Alto ái! ¡Quietos todos! ¡Arriba las manos!
(A lo que intento llegar, mañana.)