¿Cruzada anti…qué?

La corrupción en México, santo y seña de un país achacoso y plagado de laceraciones por cuestión de esa lacra que es la segunda naturaleza del mexicano, la astrosa vestimenta con la que se presenta ante la comunidad internacional. Y a propósito, mis valedores: ¿que en las noventa y cinco propuestas del Pacto por México se proyecta un plan anticorrupción, con su parafernalia de presupuesto y su burocracia correspondiente, y todo a pagarlo todos nosotros?

Pero Peña Nieto se dispone  a combatir la corrupción. Perfecto. Para cumplir con su buena intención no tiene que caminar muy lejos. Ahí nomás, casi pudiésemos decir que de dintel adentro, tiene el acabado modelo de corrupción lucrativa e impune. ¿Que no? ¿Y luego la honorable familia de su pariente «político» Arturo Montiel, al que el propio Peña Nieto sirvió de manera fiel cuando el frustrado aspirante a la presidencia del país fue gobernador del Estado de México?

Corrupción lucrativa e impune. Una y otra vez, año con año, México resulta reprobado en las mediciones de Transparencia Internacional, donde hemos venido perdiendo docenas de puntos por culpa de ese potaje envenenado que cocinamos entre todos, por más que las masas sociales sólo miramos la mugre en el ojo ajeno, sin querer reconocer que semejante suciedad la generamos todos, mientras que a todas horas exigimos justicia y a los raterillos linchamos y matamos a golpes o quemándolos vivos. Y a eso le apodamos «Justicia».

Justicia, corrupción. Corrupción y justicia son términos antitéticos. Agua y aceite, que dice el lugar común. Donde existe la justicia no hay corrupción, y ahí donde hay corrupción no existe la justicia. Sin más. Elemento esencial en la vida armónica de cada comunidad, la aplicación de la justicia recae directamente en el Estado o, en las palabras del jurista, y qué claridad de conceptos, qué contundencia, justeza y exactitud:

La realización de la justicia es atribución primaria del Estado. La honesta, objetiva y fecunda actuación de este valor es la mejor garantía que puede otorgarse a los derechos fundamentales de la persona humana y de las comunidades naturales. Es, además, condición necesaria de la armonía social y del bien común.

Justicia, injusticia, corrupción. El analista asegura que la acción de la justicia en las masas, por escasa o inexistente,  resulta muy difícil de rastrear, pero que para nosotros, en cambio, existe un elemento clarísimo, familiar para todos, que todos conocemos: la injusticia. Todos, o casi todos, podemos hablar de la injusticia porque de ella siempre hay un testigo, que es precisamente la víctima. De la justicia, supremo valor, aquí el señalamiento del jurista:

«Es importante la aplicación justa de la ley por los tribunales, pero un verdadero Estado de Derecho exige, además, la colaboración de normas auténticamente jurídicas y un esfuerzo concurrente de la totalidad de los órganos del Estado, precedido por la justicia e inspirado en ella».

Y qué sonoros vocablos, tanto más sonoros cuanto más vacíos:

El anhelo de una recta, ordenada y generosa administración de justicia, y la necesidad de que los encargados de la magistratura llenen las cualidades irremplazables de elevada actitud de conciencia, ilustrado criterio, limpieza de juicio y honradez ejemplar, no por constituir un problema cotidiano dejan de tener una significación que toca la esencia misma de la función del Estado.

Pues sí, pero más allá de las bellas palabras, ¿qué hay de la realidad objetiva?

(Esa, después.)

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