Vengativo dios

Desentrañar los símbolos, mis valedores. Tal es la forma en que podemos entender y aprovechar al máximo las lecciones que nos brindan los mitos. Prometeo y Epimeteo en la mitología griega. ¿Conocen ustedes el mito?

En la más conocida de sus versiones Prometeo roba el fuego del Olimpo y lo obsequia a la humana ralea, que con ese elemento en las manos inicia una civilización que iba a culminar con la atómica sobre  Hiroshima y Nagasaki. La humana condición.

Para castigar la hybris (desmesura) que contra el Olimpo perpetró Prometeo Zeus manda modelar en barro una figura de mujer a la que Atenea infundió la vida con un soplo en la nariz. Pandora la nombran y, venganza divina, Zeus le da la  famosa caja que debía entregar a Prometeo y que sólo él debe abrir. Pero de un enemigo nada bueno puede esperarse.  Prometeo desecha el obsequio, qué bien.

Qué mal, porque deslumbrado por la frutal sota moza se entromete Epimeteo: «Caja y mujer yo sí las recibo». Qué mal, porque la curiosidad vence a esos insensatos, que desobedecen el mandato de Zeus (aquí yo  advierto su paralelismo con la prohibición de Dios a Eva y Adán).  Epimeteo abre la caja, de la que escapan todos los males que chicotean a la humanidad, sólo quedando en el fondo la esperanza. Y así hasta hoy. Mis valedores:

Aquí yo imagino el complemento del mito: «No pude vengarme de «Prometeo. Es un idealista y, como tal, invencible. Epimeteo, por contras,  es un mediocre vil, y los mediocres son vulnerables».

Pues sí, pero por mediocres no valen una venganza divina, por lo que Zeus lo decide: «Ahora habré de vengarme no contra la calidad, sino contra la cantidad que representa esa humana ralea que de forma inmerecida recibió el fuego divino, y que  va a hacer mal  uso del  nuevo don».

Y horror, el castigo. Esa misma caja, que el azorado mediocre Epimeteo aún sostenía en sus manos, el dios la transforma en… (hasta dónde puede llegar la maldad de los dioses.)

– Pero Zeus, que eso significa otorgarles una nueva versión del fuego divino. Hasta el Olimpo  los descendientes de Prometeo elevarán su civilización.

– Pocos son sus descendientes. La de Epimeteo será la ralea que maneje el don, y a lo desastrado.  ¡Ahí va, refuerzo de la TV.,  mi venganza contra los humanos!

Y ándenle con el prodigio. ¿Pues no transformó en computadora la caja de Pandora? Y con celular integrado, internet, I-Pod,  juegos electrónicos, pornografía y demás.

Cumplida venganza de Zeus. Contra los pocos que sacan provecho del prodigio electrónico lo malgastan los muchos, y derrochan y desperdician.  Esa caja de Pandora fue en un principio exclusividad de mediocres adinerados, y de mediocres de medio pelo después, hasta llegar a los  jóvenes ni-nis, a los jóvenes estudiantes y a jóvenes de todo carentes y ávidos de todo. Jóvenes viejos. De espíritu.

Ustedes, mis valedores, los que viajan en el metro y demás  transporte público de aquí y de todo el  país, ¿han observado la metamorfosis de un joven cualquiera? Animoso, vital hace algunos ayeres; platicador, audaz, enamoriscado, el viaje se pasaba observando faldas y minifaldas, y observándolas se pasaba tres, cuatro,  estaciones. ¿Hoy cómo invierte su tiempo de vida? Audífonos en las orejas, jorobado  sobre celular, I-Pod, nintendo. Obsérvenlo:  aislado del mundo, de la realidad, de su tiempo. ¿Qué quedó de aquel joven que absorbía vida por todos sus poros? ¿Dónde clava sus relumbrosos ojillos, si no en la pantalla que convirtió en opiáceo de una vida inútil? Ah, Zeus. (Lóbrego.)

Del esperpento

La cita reciente del columnista, que alude al viaje de  López Portillo a Madrid, me llevó a la efeméride y a la reflexión de que hoy, cuando menos, ya no ocurren tales excesos.

Fue en octubre de 1977. López Portillo anocheció en Los Pinos y fue a amanecer en España, siempre con Luz y Alegría, pero también con las arracadas de Carmen Romano, su piano de cola y su cola de cadetes, director orquestal, secretario particular, servidumbre y Uri Geler.

López Portillo visitaba España, pero no en plan  discreto, austero y decoroso como cuadra al representante de un país pobre y empobrecido; no al modo como Felipe o Juan Carlos visitan México, sino a lo barroco, tropical, subdesarrollado. Fue aquel un viaje cargado, recargado de pompa(s) y circunstancias, muestrario de lo pomposo y abigarrado, rumboso, rimbombante y esperpéntico. JLP se llevó entre las espuelas su corte de los milagros apilada en flotillas de aviones de redilas atascados de políticos, reporteros y periodistas, intelectuales y faranduleros, mariachis y bataclanas, tunas y  rondallas, Lolas Beltrán y Pedros Vargas,  caricaturistas y cocineros, nanas, queridas, chichiguas, y todos los gastos páguenlos las masas sociales.

Comentó el periodismo el alarde de gusto payo y nulo decoro del viaje de marras.  El Nacional: ¡Fiebre en Madrid! ¡JLP sacude al pueblo español! Novedades: ¡La voz del hijo grande en la casa materna! Excélsior: ¡Quetzalcóatl en España. Cuatro décadas de espera!

Y un Montenegro: “El Sr. Presidente don José López Portillo llega a la Península después de 40 años de espera, imitando la luminosa estela de Quetzalcóatl».

El Sol: Parafraseando a García Lorca y a Hemingway: estandartes y faroles invaden las azoteas, y España es hoy, con la presencia mexicana…¡una fiesta! En El Heraldo, un Tardiff: “Con clara sonoridad de barítono, sin recursos oratorios ni frases lapidarias, desató don José López Portillo el torrente de la historia de las instituciones y el derecho español”.

Lo comentaba, adulón, un Rafael Solana, cantor de primeras damas: “Un equipo numeroso y preparado, de gente muy experimentada y capaz, precedió al Lic. JLP y le preparó el terreno para que a su llegada y su permanencia en Madrid tuviesen una resonancia que sin duda han superado, en mucho, a la de otros Mandatarios. La villa del oso y del madroño resonó, vibró, atacada en varios frentes, incitada desde diversos ángulos: los reyes en el aeropuerto, y en el helicóptero, las dos grandes cenas de Estado, el aparato cortesano de las visitas, las academias y sus envidiables honores, los mariachis en la Plaza Mayor, los cantares más populares de la música mexicana en el séquito, y golpe el más vigoroso y el más resonante, la exposición de arte, bien anunciada y rica en joyas de gran valor intrínseco, que no han podido menos que despertar algo más que interés, verdadera conmoción en Madrid”.

 Ovaciones: “¡Primeros logros: empresas México-españolas  para explotar nuestra riqueza petrolera! ¡España aportará barcos y tecnologías! ¡Nosotros, los mares y litorales”.

Pues sí, pero en el matutino Melchor Adalid: “¿Cuánto costó el viaje? ¿Cuántos fueron? ¿Cuántos regresaron? ¿Cuánto gastaron? ¿Cuándo nos dará cuentas?” Y desde Madrid Juan Ibarrola Jr.: “La situación la pintó llegando al Palacio de Oriente –severa y fría recepción- un edecán militar español, quien tocado de boina vasca se llevó la mano a la frente y al ver la comitiva, dijo: Hostias, y pensar que faltan todavía siete días…”

Clama el poeta: Mi país. (Ah, mi país.)

Calderón y su estatua

Tal es la duda, mis valedores,  entre los contertulios de Cádiz: cuando a Calderón lo saquen de Los Pinos en dónde irán a instalar su estatua, y si el gasto respectivo vaya a rebasar el de la Estela de Luz.

El arte estatuario fue tema central en la tertulia de anoche, donde aludí a Fidias y Praxiteles y  a los bronces y mármoles erigidos a los olímpicos Zeus, Atenea y tantos más. El tema iba a descender hasta celebridades autóctonas como Jacobo Zabludosky, cuyo busto se develó hace algunos ayeres. “Se lo merece», afirmó don Tintoreto. «Como comunicador de radio y TV tuvo un nebuloso pasado, que ahora, en la radio, se clarifica y se torna de corte progresista”. Los comentarios:

Abyección politiquera. Novedades. “Almacenes Nacionales de Depósito (ANDSA), impuso el nombre de Díaz Ordaz a su sistema mecanizado y bodega del Valle del Carrizo. López Portillo,  representante de López Mateos, descubrió la estatua de Díaz Ordaz”. La Prensa. “El Director general de ANDSA, Lic., Miguel Osorio, como último acto de su administración develó un busto del presidente López Portillo e impuso el nombre del mandatario a los almacenes de mayor capacidad en el país”.

Todos hablamos de estatuas. De la de un Pepe Alameda. ¿Recuerdan ustedes a aquel untuoso atildado que domingo a domingo reseñaba las corridas de toros? Vanidoso insufrible:

«A la espalda del busto que me colocaron en la entrada de sombra de la plaza de León, alguien descubrió que había unas letras grabadas. No en el pedestal, sino en el rostro de mi efigie. Es que el artista Peraza había grabado un soneto mío, colocando además al pie un facsímil de mi firma, que tomó sin duda de la que le había dado para la placa que está en la puerta principal de la plaza México”.

El Heraldo. “Junto a las del Ayatollah, Pedro Infante y Ronald Reagan se instaló la estatua de Manolo Fábregas, quien declara: Me doy cuenta del cálido recibimiento que le han dado a mi estatua…”

México: “Estatuas en homenaje a los mejores deportistas del IMSS: Carlos Girón y Felipe Tibio Muñoz”. “Fernando Valenzuela en estatua de cera. Estará junto al cómico de la gabardina, Cantinflas”. Excélsior: “Pronto se habrán terminado los bustos de los hermanos Pedro y Ricardo Rodríguez”.

Aquí, en  esta capital, el entonces Angel Fernández, merolicronista gritón, exigía la erección de diversas estatuas de futbolistas mexicanos que participaron en el torneo mundial futbolero México 70.  ¿Alguno  de ustedes recuerda quiénes pudieron haber sido Cuéllar, Valdivia,  Fragoso?

De tres metros y medio la estatua levantada en Tulancingo, Hgo., en honor de El Santo, Enmascarado de Plata.

Nueva Delhi. “Una estatua de Pelé adorna las calles de Durgapur”.  

Santa Ana, California. “Fue inaugurada una estatua de John Wayne, en su característica actitud de alerta en sus películas de vaqueros”. Boston, Mass. “Apareció la estatua para la cual posé Bette Davis, hace 50 años, ¡en traje de rana..!” (Textual.)

Pero como para bajarle los humos  a Pepe Alameda y demás pepes:

“Erigen una estatua al Pájaro Loco y celebran en Richmond, EU., el Día del Osito de Peluche.”

Aquí, lambisconería quintaesenciada: “Boca del Río: El panismo levantó una estatua a Vicente Fox, que los veracruzanos se apresuraron a derribar. Luego de remendarle los estropicios, los panistas la volvieron de nuevo a su pedestal”.

Ahora pronto, bustos y estatuas en honor de un tal  Iván, por mal nombre Juan Camilo Mouriño. ¿Y la de Calderón? ¿Dónde, cuándo, cómo? (México.)

El tejedor de promesas

Del parque público hablé con ustedes ayer, de uno que visité ayer tarde, ya al pardear. Y qué aspecto melancólico el del sitio abandonado de la municipalidad que de forma heroica mantiene en pie sus arbustos y tiñe de un color que intenta el verde sus setos y logra el milagro de que en sus arbolillos encanijados trinen los pájaros.

Y amarás los parques solitarios en que se pasean las desgracias – con la cabeza baja, y los sueños se sientan a descansar.

Un ánimo apachurrado me llevó a hablar de esos que observé deambulando en el parque. Su imagen daba la impresión del limbo melancólico de los entenados de la fortuna que a diario reciben el aletazo de la desdicha. «Porque antes que mi pan viene mi suspiro».  Y a errar sin rumbo y sin asidero por el parquecillo de arrabal. Véanlos ahí, malaventurados cuyas voces silenciosas hacen segunda a Job:

¿Por qué se da vida a los de ánimo en amargura? Porque antes que mi pan viene mi suspiro, y mis gemidos corren como aguas…

El parque público de barriada. Me puse a observar a los seres aquellos, y el ánimo se me oscurecía: casi todos jubilados de la vida que acudían a tristear, a matar un tiempo que los mata a ellos. Pero, ¿ y eso?

Eso. No todo iba a ser el limbo de lo decrépito, de lo jorobado que arrastra los pies. Ahí,  detrás del seto que se alza en el rincón, ella y él, ánimo encabritado y sangre en hervor.

Y algún novio la busca bajo la falda, – mientras la sirena de la ambulancia da la hora – de entrar a la fábrica de la muerte.

Y hablando de faldas válgame, que fue entonces. Ahí, jaloneos enérgicos, esa pareja machihembrada en la penumbra de su petate de pasto. Lo que  vi, lo que oí,  me curó el ánimo ceniciento. Ahí, asordinadas, atropelladas,  esas voces que quise reconocer. Sigiloso, me atejoné detrás del seto, y entonces…

¡Pero si es nada menos que La Macarena, trabajadora doméstica de la señora viuda de Vélez, La Maconda! ¡Y el galán es El Síquiri, que me la tiene en tres y dos e intenta tenerla en cuatro! Ya consiguió tenderla en la lona –en el pasto- y la tiene inmovilizada, que sólo faltan las tres palmadas del réferi. Dos manos atacan, dos manos defienden, dos manos meten, dos manos sacan, y atropellado el resuello, y la lengua rápida, salivosa:

– Andale, reinita, decídete, que conmigo lo tienes asegurado.

Peligro. Ante la erguida trompeta del Josué jarocho las murallas del Jericó doméstico  parecen a punto de venirse al suelo. Al zacate. Y qué muros pudiesen resistir la lengua verbosa del atacante: que vamos juntos al cambio, y que yo le prometo un mejor empleo, y que yo la quito de padecer. Anda, decídete, no te resistas, y que blá blá.

Y las manos. Esas manos. Y a echársele encima. «Conmigo, reinita, usté va a ordenar, y su siervo a obedecerla. Andale, cariñito, para darte tres regalos: son el cielo, la luna y el mar.

Las murallas crujen. Pujan. Se sofocan. (¡No, Macarena, resista!) «Vamos juntos al cambio. Yo te garantizo seguridad. Yo te ofrezco amor, mucho amor, más que López Obrador».

Pero no, que de súbito la muralla se da el levantón, bájase la falda, cúbrese el pecho y se alisa la greña. Resollando a trancos: «¡Y tú que dijiste, ésta mensa  ya cayó! Es mexicana, total; me la ataranto a promesas y acaba dándomelo. ¡Padrotearme nomás,  eso es lo que buscas, baquetón!»

Y que sácate a la quién sabe qué. (Me sorprendí aplaudiendo.) Y  mis valedores: al labioso no se le hizo, como sí se le va a hacer a cualquier lengua suelta el 1o. de junio. ¿O no? (Lástima.)

Arrabalera

Viudo,  sesentón y agobiado por la tristeza y la soledad,  don J.E. acaba de quitarse la vida. Sin más.

Canto la trova del parque público, mis valedores. Con tonada de organillo callejero entono el elogio de ese cuadro de verdes cenicientos que, ayuno de agua, abono y los más mínimos cuidados, a lo heroico florece en la viva entraña del arrabal; ese que acoge, benemérito sitial de la misericordia, a todos los que  hasta allí vamos a recalar por los motivos más contrapunteados: al solitario que vaga, vago el aspecto y la mirada vagorosa, lo mismo que al payo recién desgajado de su tierra ausente que se cimbra a golpes de nostalgia y que al jubilado de la vida que, el mentón apalancado en el bordón, mira pasar su tiempo vital mientras algo muy escondido le rebulle en amagos de nostalgia. (Esa pelota llegó rodando hasta el arbolillo, y tras de la pelota el niño, y la madre detrás, que tal es el destino de pelotas y madres: rodar delante o detrás de un niño. Contemplo la escenilla. Suspiro.)

He pasado por la senda – y en un banco he visto a un viejo – dejándose acariciar – por el sol tibio y enfermo – Y me he internado en el triste – jardín.

El cuadro de verdes acoge lo mismo al que busca el vigor y el oxígeno que a ese que, atejonado detrás de un arbusto, se intoxica minuciosamente aspirando el cemento con que construye sus castillos en el aire, que es donde el humano edifica los castillos  más sólidos. Más allá, esos empleadillos de salario mínimo a los que, media hora en el reloj checador, congrega la sacrosanta torta del medio día, de la media tarde. (No lejos los observa, aire de derrota, ese desempleado que va a matar el tiempo que lo mata a él. Ah, el parque público. Humano, acogedor entrañable.)

Porque acoge también, generosa guarida, al raterillo en fuga o al que se apresta a asaltar, o al ratero uniformado y poquitero que se agazapa tras el aroma de los billetes de baja denominación. (No muy lejos esos  bien acompañados, bien hayan ella y él que, que machihembrados boca a boca, piel a piel y carne encabritada, rebrincan en  acezantes, incesantes espasmos. Bien haya.)

Pinta el crepúsculo mujeres por el cielo –  ¡Y duele el corazón como en el desengaño – inmenso y sin consuelo – de un amor otoñal jamás existido..!

Tal es el parquecillo de aquí a la vuelta, mis valedores, donde me refugié ayer tarde, ya al pardear, a rumiar abandonos, tristuras y suspirillos. Alma mía de mi ausente, y ojos que te vieron ir. Luego de amansar el ánimo me sequé los lloraderos de humedad, compuse una figura apachurrada y maltrecha, y a la espera de las sombras para tornar a mi depto. de abandonado me puse a observar el espíritu de aquel almácigo de ánimas en pena(s).

Los parque solitarios en que se pasean las desgracias – con la cabeza baja – y los sueños se sientan a descansar –  mientras la sirena de la ambulancia da la hora – de entrar a la fábrica de la muerte…

Yo, el ánimo contristado y una melancolía, que se me ha aquerenciado, “lloro porque a mí me dejas – herido del corazón”. Y qué hacer.

Pero ánimo, arriba corazones; disimula, que esa señora (lentes oscuros el acompañante) te observa de ganchete. ¿Pero no es, acaso, la vecina, esposa de..? Sí es, que en el parque da sus primeros pasos en las artes del adulterio, malos pasos deleitosos. Y la vecina me ha visto, y se asustó de que yo la viera, y se escurre con el de anteojos oscuros por el oscuro sendero y se esconde tras de ese… (El incidente,  mis valedores, finaliza mañana.)

Rito macabro

Un pueblo que lee asume su cultura y se enriquece con el conocimiento de la Humanidad.

Y el mexicano lee apenas un par de libros al año, y las poquísimas páginas que lee se refieren a charlatanerías de superación personal, desarrollo humano y horóscopos. Basura y superchería, y no más. Si las masas dedicaran a la buena lectura la milésima parte de la vida que descargan  frente al retrete del televisor…

¿Los 3 libros que marcaron su vida? Peña, aspirante presidencial, no acercó a nombrar ninguno, y yo afirmo que leer y escribir es mi oficio y hasta hoy ni lo escrito ni lo leído ha marcado mi vida. Al cuestionar (poner en entredicho) al aspirante presidencial del  Tricolor se debió cuestionar también al preguntón de semejante ociosidad.  Pero en fin, libros hay que divierten, otros más que deleitan o que conmueven. Algunos nos hacen pensar.    Farabeuf, por ejemplo,  novela de Salvador Elizondo. Estremecedora.

No de fácil lectura, Farabeuf se centra en una foto; y qué foto. En la tertulia de anoche el maestro, libro abierto en la mano:

–  Obsérvenla. ¿Qué les parece?

Dramática. Farabeuf detalla el tormento ritual que 5 verdugos chinos aplican a un ajusticiado, cómo lo van desollando vivo y el gesto del torturado como en éxtasis mientras el cuerpo, ya cercenadas las manos,  es serruchado a la altura de las rodillas. Estómago se precisa para examinar la foto y leer esa  descripción del tormento:

«Le hacen dos tajos horizontales sobre las tetillas y luego (…) el verdugo le arranca la piel hasta dejar al descubierto las costillas (…) Es curioso ver cuán resistente es la carne de nuestro cuerpo; es preciso ver la magnitud del esfuerzo que desarrolla el verdugo antes de poner al descubierto las costillas del hombre, para comprender cuál es exactamente la capacidad y la resistencia de la carne…”

Sobrecogedor: “El supliciado nunca grita. Los sentidos quizá se vuelven sordos a tanto dolor. (…) Comprendí que el dolor, de tan intenso, se convierte en orgasmo (…) El dignatario (…) ordena a los demás verdugos, mientras se enjuga las manos manchadas de sangre, que procedan al descuartizamiento (…) Es un hecho curioso que en toda esta escena sólo el supliciado mira hacia arriba, todos los demás, los verdugos y los curiosos miran hacia abajo.  Hay un hombre, el penúltimo hacia el extremo derecho de la fotografía que mira al frente. Su mirada está llena de terror».

Las pupilas del supliciado se refleja un delirio misterioso y exquisito, y que parece estar absorto en un goce supremo, porque existe un punto en el que el dolor y el placer se confunden. “Se trata de un símbolo, un símbolo más apasionante que cualquiera otro (…) El rostro de este ser se vuelve luminoso, irradia una luz ajena a la fotografía».

Rostro crispado, los espectadores observan un trabajo de los verdugos que representa el horror en su máxima expresión.

– Tal salvajismo, por fortuna, no es de aquí ni de ahora. En nuestros tiempos ya no se acostumbra desollar vivo a nadie. –don Tintoreto.

– ¿No? Aquí y ahora lo desuellan  vivo frente a nuestros ojos.

– Achis, achis, ¿a quién?  –el Síquiri-. A menos que sea en Ferrería.

– No en Ferrería sino en radio, televisión, prensa escrita. ¿O qué es ese fenómeno que está ocurriendo con  López Obrador? Tantos comentaristas y conductores   de casi todos los medios de condicionamiento de masas, ¿no se aplican por  encargo,  como hace 6 años, a desollarlo vivo? El propio torturado, ¿no parece gozar del  cotidiano despellejamiento?

(Pues…)

Humano y animal

Así debe ser el político, según Maquiavelo. A la manera de los médicos buenos,  que junto con la práctica de su profesión se perfeccionan con el estudio de la teoría y nunca terminan de aprender, así debería ser el caso de un político de carrera. Los profesionales de la política que manejan la administración pública del país cuánto conocerán de esa teoría indispensable que los faculta para ejercer cabalmente su cometido.

Existe ese personaje que marcó toda una época en la teoría política: el florentino Nicolás Maquiavelo, ya tal vez prescindible en Suecia o Noruega, pero no en nuestro país. Sin embargo entre los políticos mexicanos pocos, según denuncian sus acciones, parecen haberlo leído. Un «devorador de libros» como es Peña Nieto, tal vez. Pero los demás…

Maquiavelo se compara con el  pintor. Así como aquellos que dibujan un paisaje se colocan en el llano para apreciar montañas y para apreciar el llano se debe trepar a la montaña, así un ciudadano común, como se considera el florentino, desde el llano intenta conocer la naturaleza del político, el cual, desde su eminencia, está obligado a conocer el llano.

Políticos  como Ulises Ruiz,  Mario Marín,  Jorge Kawachi, Cristian Vargas, el Niño Verde y demás, ¿cuánta teoría política tendrán en su cerebro como para desempeñarse con acierto en una gubernatura, una senaduría o una diputación?

De algunos políticos como Manlio Fabio Beltrones o Luis Donaldo Colosio se sabe que sustentaron sus acciones públicas en El arte de la Guerra, de Tzun Su, y algunos más en El Príncipe, del citado  Maquiavelo, pero los demás…

Sabiduría pura la del florentino, quien afirma que existen dos modos de combatir: con las leyes y con la fuerza. La primera es característica del humano; la segunda, de la bestia. La primera no siempre es suficiente, y entonces hay que comportarse como irracional. Ejemplo son los héroes mitológicos (Jasón, Aquiles, Belerofonte y otros más) que  fueron educados por el centauro Quirón, su cabeza de humano y de equino el cuerpo. Tal es el símbolo del político, que debe participar de ambas características: la fuerza  y la inteligencia, porque una sola no subsiste sin su complemento. Maquiavélico.

Otro buen ejemplo: en su profesión, el político debe transformarse en zorro y en león. El zorro no puede protegerse de los lobos, como tampoco el león de las trampas que colocan los cazadores.  Pero el  zorro sabe eludir las trampas y el león no teme a los lobos. Ambas características debe aunar el político. Y vaya que en ese terreno sembrado de trampas  merodean los lobos. Mis valedores:

¿Fox leería la sentencia de Maquiavelo: «Quien es elegido príncipe con el favor popular debe conservar como amigas a esas masas sociales que lo llevaron al poder»? Y a la medida del actual o sus asesores: «Si el partido principal, sea el pueblo, el ejército o la nobleza, que os parece más útil y más conveniente para la conservación de nuestra dignidad está corrompido, debéis seguirle el humor y disculparlo. En tal caso, la honradez y la virtud son perniciosas».

¿Buen lector? ¿Culto el de Los Pinos? El lunes pasado, al inaugurar un puerto en Ahome, Sin., regañó a Pérez Jácome, titular de Comunicaciones: «Eso sí, el letrero quedó muy chiquito, secretario, ¡eh!, yo sé que les recortan todo el presupuesto en publicidad allá en la Cámara, pero ¡no exageren, hombre! Ese parece un permiso de taxi, digo, para el tamaño de la obra, ¿no? Hay que hacer otro pa´l puertón que tenemos un letrerito». (Sic.) (Es México.)

Antropoides

De cierta fabulilla hablé ayer con ustedes, y les relataba que en luengos ayeres y remotas tierras existió un país de magia y encantamiento habitado por una comunidad de antropoides que desde cierta cabaña situada en un busque de pinos manejaba un  administrador. Por ahí va la cosa.

Pues bien, pues mal, pues pésimo: cierto mal día el hombrecillo aquel, traicionando sus promesas de cuando llegó a la cabaña de pinos,  decidió que alimentar a los antropoides con la dieta acostumbrada era un derroche y era un desperdicio, y de ahí en adelante restringió drásticamente la ración de alimentos, y lógico: a la changada le cayó de la changada, y en orangutanes,  gorilas y chimpancés estalló la inconformidad.  Se prendieron los focos rojos. Y la estrategia que tenían en la mente (los maldicientes afirman que es plagio de un tal  homo sapiens):  «¡Movilización! ¡E-xi-gi-mos!»»

Los descontentos, al monumento a la Madre. “En la madre. Qué se me hace que les dejo ir el ejército», discurrió el hombrecillo, pero ejército cuál, si a cartucho cortado y hedores de pólvora, sangre, llanto y dolor, lo traía empeñado en su guerra particular contra el manchón de ilegítimo. Y qué hacer.

Alzada la ceja  izquierda observaba cómo los antropoides comenzaban a agitarse, protestar, tomar la calle, alzar los puños y organizar plantones y mega-marchitas. Manoteando, pelando los dientes. “¡Este-púño-síse-vé! ¡E-xi-gi-mos!» Ajale. «Ya mero les suelto a los granaderos», pensó el acosado. A los preventivos, a la ministerial, a la federal, a la judicial, a todas, existentes y canceladas. Allá, abajo, la protesta en aumento. «¡Al plantón!» Y qué hacer. El hombrecillo estaba crispado, cuando en eso, prepotente vozarrón:

– ¡Vamos al cambio! ¡A combatir la corrupción, la pobreza y el desempleo! ¡Seguridad pública!

– ¡Vino, vino!, clamaba el de los pinos. «¡A tiempo vino mi sucesora!»

Y no era ella sola; por su lado corrían otros dos, cada uno con distinta propuesta (original, nunca antes escuchada en el territorio):

– ¡Seguridad pública! ¡A combatir el desempleo, la pobreza, la corrupción! ¡Al cambio!

Y el tercero de los tales: «¡Abatiré la pobreza, traeré la seguridad pública! ¡Empleo para todos! ¡Al cambio!

Todos, como se advierte, bandereando propuestas distintas y nunca antes formuladas por los previos aspirantes a la de los pinos. «¡Vamos al cambio!»

Allá por Reforma, puños en alto: «E-xi-gi-mos!» Mantas, pancartas, consignas vituperosas contra el de la ceja arriscada: “¡Falso, impostor!”, a grito pelado. Y fue entonces: ahí, valido de la ocasión, el candidato oportunista  brazo, mano e índice en alto y todavía sin conocer el problema:

– ¡Conciudadanos! ¡Yo traigo a ustedes la solución!

¿Que qué? Se frenan las masas y observan al gritón.

– ¡Su problema conmigo tiene la solución! ¿Cuál es?

Habló el chimpancé de la cotorina azul cielo: «¡Es la mísera ración de comida que nos da el de los pinos!

Y que cuál es esa ración. «Tres viles plátanos en la mañana y cuatro en la tarde. ¿No son hijeces del impostor?»

El candidato pensó, calculó, y de súbito:

– ¡Problema resuelto! ¿Conque tres plátanos por la mañana y cuatro en la tarde? Yo les ofrezco no tres, sino cuatro plátanos en la mañana, con tres en la tarde, ¿cómo la ven?

Perfecto. Se arregló el problemón. En  la changada reventó el júbilo:  «¡Sí se pudo! ¡Ora sí! ¡Con este sí ya la hicimos! ¡Ya no tres, sino cuatro en la mañana, con tres en la tarde!» ¡A  votar por él!»

Yo me quedé pensando, nomás pensando. Qué más. México. (Mi país.)

Gorilas y orangutanes

Los antropoides esta vez, mis valedores, esos beneméritos que  en la teoría del evolucionismo constituyen nuestra raíz, el origen del que nos enorgullecer de llamar el homo sapiens, por más que el irónico lo estipula:

– El antropoide es demasiado noble como para que nos vanagloriemos de descender de él.

Pudiera ser. En fin, fabulilla de origen oriental, hoy la presento ante ustedes porque me parece muy a propósito como para leer entre líneas. Juzguen ustedes.

Fue en luengos ayeres y tierras remotas, magia y encantamiento, donde existió cierta comunidad en donde coexistían de manera pacífica, o casi, comunidades diversas de monos, gorilas y orangutanes, changos de todo pelo, alzada e instintos, desde los monos tihuís hasta los gorilones de buen tamaño. Y la paz, o casi…

Sucesivos amansadores, adiestradores y manejadores, al grito de «¡al cambio!», ganaban la voluntad de los antropoides, que en triunfo los llevaban hasta la cabaña circundada por los pinos donde por turno tomaban por su cuenta y riesgo la administración de los habitantes del bosque y de todo aquello de provecho que producían las manos de la changada población. Pues sí, pero…

Pero válgame, que de repente se anubarraron los cielos y en el ambiente se percibieron tiempos de catástrofe. La changada población ya no pudo más.  Y cómo, si había ido comprobando que aquél que a costillas de todos vivía en la cabaña de los pinos no pasaba de ser un embustero. ¿El cambio prometido? ¿Cuál cambio? ¿Los millones de empleos? ¿Cuáles empleos?  ¿Seguridad pública? ¿Era seguridad el miedo que él vino (¡vino, más vino!) a generar, y el pánico ante el reguero de más de 50 mil cadáveres hasta el día de hoy?

Nada cumplió el patrañero. De fraudulento se exhibió ése que  para encuevarse en la cabaña y gozar de sus privilegios (haiga sido como haiga etc.,) prometió a la comunidad lo consabido (y que ya habían prometido los anteriores amansadores: el cambio, el empleo,  un verdadero combate a la pobreza y una efectiva seguridad pública y mucho más); ese, sí, cuyo arribo a la cabaña de los pinos estaba viciada de origen porque a la ley del más fuerte había sido  impuesto por unos feroces orangutanes que lo atornillaron a la cabaña de manera subrepticia por la puerta de atrás,  y ni cómo sacarlo de su escondrijo; ese al que toda la changada terminó por aborrecer y mandarlo a la changada. Más lejos; hasta el desván donde la historia suele arrinconar los trebejos.

Por otra parte, ni el impostor entendía el lenguaje de la población de antropoides ni ellos en del impostor, fenómeno que produjo en el bosque aquel clima de crispación, turbulencia y hervor que comenzó  a originar conatos de violencia contra el que despreciaban por advenedizo, espurio, impostor. Espeluznante.

Y los delitos del susodicho comenzaron a provocar vientos de chamusquina. Y es que  una de las obligaciones del de los pinos consistía en la distribución de los alimentos que se administraba a la comunidad, y que el muy menguado  cumplía a discreción, dedicando una mísera pizca para los habitantes del bosque. Nunca antes la población había padecido bajo el peso de tanta escasez, tanta hambre, tal inanición. (De allá, de las montañas, las aguas comienzan a bajar turbias…)

Pues sí, pero de repente la voz del predestinado: «¡Al cambio! ¡Combate a la pobreza y empleo para todos!»

Insólito. Toda una novedad. La esperanza, florecida otra vez. (Esta changada finaliza mañana.)

El cantar de los cantares

Iréme al monte de la mirra, y al collado del incienso (…) Nardo y azafrán, caña aromática y canela, mirra y áloes, fuente de huertos, pozo de aguas vivas

Van aquí, para aquellos de ustedes que  habitan  ese estado de gracia que es el amor,  estos a modo de fulgorcillos de aurora boreal. Que los digan a su única;  quedo, de boca a oído, de boca a boca, a sangre, a entraña, a espíritu. Díganse los “siempre, siempre” y los “nunca, nunca”, del amor que se enciende, fulgura y, si no se le aviva cada día, termina por erosionarnos el corazón con su llovizna de cenizas. Aquí, de la abundancia del corazón, habla el poema:

“Maldije la lluvia que crepitaba sobre mi techo, impidiéndome dormir. Maldije el viento que sacudía mi jardín. Pero llegaste tú, y entonces di gracias a la lluvia, porque has tenido que quitarte tus ropas mojadas, y di gracias al viento, que apagó mi lámpara…”

“Habíamos agotado las palabras de amor. Callamos entonces, y al igual del silencio que se establece entre dos ejércitos que han de librar batalla, hubo un silencio profundo entre nosotros. Y libré la batalla de amor. El ruido de los sables estaba en nuestros besos. Los suspiros de los heridos en nuestros estertores. La algarabía de los carros de guerra estaba en las arterias…

Y te conservé, contra mí, como un estandarte destrozado…”

“Recuerdo esa mañana de Damasco y el silencio del jardín donde tú te adormías. La sombra de tu cuello era azul. Tus senos subían y bajaban con ritmo de fuente. Tus brazos, en abandono, eran dos arroyos de plata en la hierba; las mariposas se posaban sobre tus uñas, tomándolas por rosas. ¿Contemplaría mi padre, en ese instante, vírgenes más bellas en los jardines del Paraíso? Me extendí a tu lado, como un mendigo a la vera de una mezquita…”

“Aquella noche nevaba sobre el jardín. Yo tenía frío y tú no lo advertiste. Contemplabas los grandes árboles bajo los que antaño te esperé tantas veces. Toda aquella nieve caía sobre nuestro pasado…”

“¿Aquella promesa que me hiciste, ayer tarde, bajo la acacia en flor? ¿Dónde está el rocío que empapaba las flores de la acacia?”

“Dejaste caer en el polvo el tulipán rojo que yo te había dado. Lo recogí. Era blanco ya. En aquel breve instante había nevado sobre nuestro amor…”

“Yo había suspendido en su puerta una guirnalda de flores de manzano, haciendo exhalar a mi laúd un canto de amor. Al otro día, la encontré. Unos claveles rojos que crecen en el jardín de mi vecino adornaban su traje. Me encerré en mi morada, rompí mi laúd. Lloré…”

“Sus manos. La mañana de nuestro primer encuentro fue la mano derecha de mi bienamada la que me envió en gracioso saludo su corazón y sus labios. La tarde de nuestro primer encuentro fue la mano izquierda de la bienamada la que abrió su túnica para que mis besos se posaran sobre sus senos. Así, y por todo lo que les debo todavía, cantaré a las manos de mi bienamada… ¡Dolor, oh dolor! ¿Por qué despiertas? Mi bienamada partió, y cómo recordar algo más que sus dos manos sobre sus ojos en lágrimas…”

“Cuando el navío en que yo partía se alejaba de la ribera oí una canción de una dulzura desgarradora. El mar tenía ya mil pies de profundidad, pero los sentimientos amistosos que te impulsaron a cantar para mí, oh amigo, ¡eran aún más profundos..!”

 “Una canción a lo lejos… Es un mendigo. Puesto que este viejo, que nunca ha poseído nada, canta, ¿por qué lloras tú, que posees tan hermosos recuerdos?”

De ti, amadísima ausente. Y uno aquí, aniquilándose…

(Amor.)

Este México nuestro (o casi)

Este México fiel a sí mismo y a su espejo diario, pero cambiante siempre, renovado siempre, siempre renacido como en una perpetua ceremonia del fuego nuevo y del Nuevo Sol. Permítanme que recuerde los tiempos aquellos que se me fueron para nunca más. Qué tiempos aquellos que no han de volver. A propósito:

En esta noble y leal he invertido más de un tercio de mi propia existencia, y bien sé que con ese tercio no me levanto, que es el tercio del diario vivir una vida deleitosa a destellos y arrastrada las más de las veces, y  qué hacer. No lloro, nomás… (Y el suspirillo.)

Recuerdo los años en que bajado del cerro arribé a esta ciudad todo engentado,  todo encandilado y sin saber para dónde ganar, como allá decimos. Fue entonces cuando me aferré a esa tabla de salvación que fue la colonia Morelos y caí a  vivir de arrimado en cierta vecindad de la Plaza del Estudiante, en la cálida cercanía de cines, piqueras, mancebías y mercados, en mi rostro el aliento cálido de Tepis Company. Tiempos los de la primera de mis juventudes (ando quemando mi última.)

Yo, con aquella familia que me daba a valer, era feliz, pero lástima:  por aquel entonces no lo sabía. Claro, sí, bien conozco el dicharajo del muerto y el arrimado, pero no, que el arrimado apesta sólo cuando se trata de familiares. Con una familia de extraños yo nunca llegué a apestar. Nunca con mis valedores de aquella benemérita vecindad. Me acuerdo.

Muy temprano a salir a la plaza y de ahí caminar unas cuadras, y mirar la barrriada, y olfatear sus humores, observar a sus gentes y captarles sus modos, a oírles ese dejo cantadito al hablar, y contemplar aquel raigón de  ciudad, la barriada, y bebérmela por los ojos, por todos los poros de la pelleja. Allí inicié un rendido amor por mi ciudad adoptiva, amor que le he demostrado con dichos, con hechos, con mis acciones. Así hasta hoy. Mis valedores…

En el recuerdo estoy mirando aquel retazo de mi ciudad: calles que se engrifan de afanosos buscavidas, parques erizados de muchachejos que con cemento levantan sus castillos en el aire, basural de las cuatro esquinas espulgado a ladridos y hocicazos,  iglesias casi siempre vacías, y casi siempre repletas de clientes unas casas privadas de mujeres públicas; allá, públicos edificios por aquel entonces abiertos de par en par; sin guardias, sin armas de alto poder, sin sistemas de circuito cerrado ni neuróticas medidas de seguridad; sin paranoias ni ese temor que provoca la mala conciencia de un Calderón tan amado del pueblo que se ve forzado a vivir encuevado,  y si va o viene se enconcha detrás de la bota cuartelera. No. Otro México era el que me dio la bienvenida. Otra aquella mi ciudad. (¿No los estaré aburriendo? Sigo, pues.)

Me acuerdo de que en la banca del parque me sentaba a ver la vida pasar y ver pasar a los chilangos (a las chilangas, más bien. Yo todas las cosas de la vida, del mundo, del demonio y la carne, las miro siempre a través del filtro femenino.) Y en una de esas observé a dos vejanconas tras la querencia del super-chiquito (que se los reviro, cuidado). Habló la del faldón color mamey:

– Qué iremos a hacer con esta situación tan diatiro. Yo antes tan buenas pechugas, y ahora puros pellejos…

– La edad no perdona, Romelia.

– Las pechugas de pollo, Jesusita. Carísimas. Y luego el alza de la leche, qué mala leche la de los comerciantes. No, y esta escasez de huevos…

– ¿Escasez? Que el Calderas siga con sus tiznaderas y ya verá usté si hay o no hay huevos.

(Esas y esos, más tarde.)

Los amos del basural

Y yo les pregunto, mis valedores: ¿cuál de los dos problemas calculan ustedes que resulte más áspero para el gobierno de la ciudad? Uno es el terreno donde vaciar los miles de toneladas de basura que se recolectan cada día; el otro, relacionado con la propia basura, es un tal Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, nombre excesivo para el legislador y líder priísta, cargos excesivos también,  que al igual que su padre (asesinado por asuntos de una mala pasión femenina), en basuras de toda especie ha venido medrando hasta la náusea. Es México.

El problema se derrama hasta las miles de familias que sobreviven de la basura. Los pepenadores, y yo alguna vez publiqué la fábula de la mosca y araña y me asombraba de que entre las moscas algunas se tornan arañas, como ocurre con los líderes sindicales y los del comercio ambulante y aquí lo inaudito: que el basurero produzca arañas multimillonarias como el susodicho priísta Cuauhtémoc Gutiérrez De la Torre. Y a propósito de moscas y arañas:

Hace algunos ayeres una revista científica, o algo por el estilo,  encargó un reportaje sobre los “pepenadores” a Mayahuel Mojarro (ella tan hermosa que en ratos pienso que lo hace a propósito), o tal vez prefiriese entrevistarse con algunos de ellos. Aquí la entrevista que, salida del basural, somete a todos ustedes esta sota moza de los ojos garzos (que no merecen llorar, sino que lloren por ellos, proclama el cantar):

“Fue aquel un súbito encontronazo con el universo de los desechos que arroja (lo más lejos posible) una ciudad consumista,  descomunal. Las pupilas de la intrusa (yo, Mayahuel) se desperdigaron por las vivas entrañas de aquella geografía inhóspita, y con todos los sentidos absorbía pelos y señales del basurero: tufos, agrios olores, el zumbar de los nubarrones de moscas, el revuelo de unos zopilotes que se refocilaban con los desperdicios…

– Zopilotes todos nosotros, que manejamos la basura de una ciudad que no pudiera sobrevivir con su porquería. Esta es su casa, señorita. ¿Qué es lo que dice que vino a preguntarnos?

La «intrusa» llevaba dispuesto todo un formulario de preguntas que se proponía plantear a algunos de los personajes del basural: formas de vida y de labor, datos, cifras, en fin. Abrumada por una realidad que no había imaginado se acercó al que se identificó con los zopilotes:  “Usted es el dirigente del gremio, ¿no es cierto?”

– Ningún dirigente. Sí, se me estima, me obedecen, pero aquí el único dirigente es este mundo, mírelo: el mundo de los desechos, de los desperdicios, de lo que se ha echado a perder, y con el que nosotros ganamos.

– Así que se logra vivir de la basura…

– Se sobrevive, y mal, todo el santo día rascándole aquí, espulgándole  allá, reciclando, clasificando. Mire en derredor. ¿Qué ve?

Todo un mundo de desperdicios, desde latas vacías hasta paquetes de algo indefinido, pasando por el cacharro desportillado, la ropa hecha garras, el peltre enlamado, el óxido, la descomposición.

– Y en este mar de desechos, ¿ningún objeto de valor?

– ¿Sabe qué es lo que hemos encontrado dentro de la basura? Más basura. Bultos, paquetes, todo vacío, menos algún pañal desechable.

– Pero algo de valor. Una joya, un reloj, algo.

– Antes sí, pero ahora, nada. Qué de valioso puede traer la basura, con esta basura de crisis que chicotea todo el país. Pregunte aquí a los compas del tiradero todo lo que antes llegábamos a pescar entre la basura. Pero ahora…

(Esto sigue mañana.)

Disparatorio

Tertulia de anoche en mi depto. de Cádiz. Invitado por mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins., se presentó aquel personaje que en silencio se puso a escuchar la controversia de los contertulios: que si república amorosa, y que si el chaquetazo de la Miranda, y que si Josefina  en Los Pinos, ¿y que en qué te basas? Pues en que ya hasta guapa la están sacando en las fotos.

Observé al invitado: mediana edad, porte altivo, atildado atuendo y tan perfumado como perfumado resultó el tabaco de su pipa. De repente se animó a tomar la palabra, y entonces…

Al escucharlo se me vino a memoria la tierra de mi nacimiento y hogar de  mis años muchachos. Jalpa Mineral era por aquel entonces un poblado de gente pobre, pero llegó el bracerismo y los indocumentados se fueron, y en el pueblo comenzó a caer la pepena de dólares. Pues sí, pero en mi terruño  ya no quedan hombres, que no sea aquel almácigo de viejos que sentados a la puerta de la vivienda aguardan, pacíficos, que la muerte pase por ellos. Adultos y jóvenes andan en la pizca del betabel y los dólares de Texas y California. Mis valedores:

Pobre entre los pobres fue mi familia. Yo vengo siendo sobrino de un sastre de mala muerte (lo aplastó una carreta) e  hijo de zapatero remendón. Este recién llegado a la tertulia me vino a recordar cierta polémica en que una vez se enzarzaron el sastre y el zapatero. Aquel sostenía la tesis de que es elegante un varón si porta buena ropa  por más que traiga zapatos viejos, y el remendón, por contras: el hombre siempre será elegante si calza choclos flamantes, así sus trapos sean de pobrete. Ropa o zapatos; su mentalidad de gente pobre no podía imaginar a un hombre con recursos económicos para cubrir ambos gastos.

En la tertulia, el del atuendo impecable hablaba de asuntos políticos.

– Bueno, yo diría, o sea que en materia de grilla política, ¿verdad?, podemos decir que unos le van ora sí que al Peje, ¿no? Pero la verdad, hay que ver que Josefina como que se va perfilando,  quiero decir, para darnos ora sí que tamaña sorpresa. Pudiera ser, aunque digo, a lo mejor…

Mis valedores: en esta tierra de pobres hispanohablantes que no damos importancia al lenguaje y que ni siquiera estamos conscientes de la forma en que lo destazamos apenas abriendo la boca, muy bien vestidos podemos presentarnos ante los demás, pero a la hora de hablar…e

– Bueno, pero o sea: menos mal (dirá aquí alguno). Para mí que más vale andar siempre de las de acá, echando tiros con un atuendo bien elegantón. Porque después de todo si hablas como todos, ¿quién va a notarte algo raro? Total…

Si hablas como todos: un lenguaje empedrado de clisés y muletillas, para luego encajar en cada frase los «este», «o sea», «y bueno», «yo diría»,  «de repente, verdá?» y un gratuito e inmotivado «¿no?» Ustedes conocen ese catálogo del disparate donde se apretujan los hoy inicia, a la brevedad, política agresiva y el asqueroso «tiene» dos semanas que no la veo. Ahí el traje cortado a la medida y los finos zapatos del visitante se fueron al voladero, que en su forma de expresión mostró en plena lengua la infamante marca del mediocre. Mis valedores:

¿No nos merecería más respeto un individuo que más allá del atuendo corriente, con su lenguaje mostrase que a él no lo ha desfigurado el subdesarrollo verbal? ¿Qué será más de culpar, como dijo la monja, el figurín peripuesto que padece halitosis verbal, o el de ropa nada vistosa que se exprese con propiedad? O sea, la verdad. (Digo, ¿no?)

Radioactividad

El duopolio de la televisión, mis valedores. Del tema hablé ayer aquí mismo a todos ustedes,  y de los perjuicios que causan en algunos pobres de espíritu esos denominados «líderes de opinión», muchos de ellos voceros oficiosos del Sistema de poder del que forma parte el duopolio de marras. Semejantes perjuicios se tornan críticos en tiempos de plena efervescencia electoral. Como ejemplo de la manipulación que aplican los medios de condicionamiento de masas redacté una síntesis de «Miguel y María», relato que alude a aquel par de jubilados que viven una existencia  monótona, gris, insignificante, sin imaginación. Un par de mediocres, como lo somos todos si exceptuamos a los idealistas.  Concluye el relato:

Miguel y María cenaban los restos de la comida del mediodía frente al cinescopio donde el locutor recitaba, engolada voz,  las noticias de la nota roja cuando, de repente: «En la esquina de Avenida 10 y Calle 13, suburbio de la ciudad, un ómnibus se trepó  a la banqueta repleta de gente, atropellando al matrimonio de Miguel González y María Martínez de González. La señora falleció en el acto, y el señor González cuando era trasladado al hospital«.

Miguel y María permanecen en silencio. En un silencio larguísimo. El resto de las noticias ya nada importa. Luego María, retirando los restos de comida fría:

– ¿Oíste eso, Miguel? ¿Somos nosotros los muertos? ¿Ya estamos muertos, Miguel?

Un titubeo. El locutor hacía el recuento de pérdidas y ganancias en la bolsa de valores.  Tensa voz, angustiada, María:

– ¿Ya estamos muertos, Miguel? Lo acaban de decir en la televisión. Tengo miedo.

María, por favor. Las víctimas se llaman como nosotros. Eso es todo.

– ¿No seremos nosotros los fallecidos? Es la televisión la que lo acaba de decir.

– ¿Y eso qué? Tranquilízate. Las víctimas se llaman González y Martínez como los miles que viven en esta ciudad. Olvídalo, sigue cenando.

Un nuevo silencio. María pareció tranquilizarse, pero su actitud ya no fue la misma. “Pero Miguel, si estuvimos en esa misma esquina a la hora en que fuimos a cobrar nuestra pensión. Tengo miedo, Miguel, mucho miedo…”

– ¿Pero miedo de qué? A ver, ¿tienes algún hueso roto, te duele algo, te reventó un autobús, estás metida en un ataúd? ¿Estás muerta, acaso?

– Hablaron de eso, de que ya estamos muertos, Miguel. Lo dijo la televisión, y la televisión nunca  se equivoca. Tomaría los datos de la policía, y la policía tampoco se equivoca. Le voy a rezar a la Virgen. Tú también arrodíllate.

Silencio. Llegaba la media noche. Comenzó a llover.

Miguel, no quiero que estés muerto, tengo mucho miedo, Miguel.

El aludido no contestó. Afuera los ruidos se asordinaban. La pareja de ancianos se había quedado absorta frente al cinescopio. La noche, electrizada, tenía un sabor a desdicha, «a eso insondable de la vida y de la muerte».

– ¿Esto no será la muerte, Miguel? Tengo miedo de estar muerta y no saberlo. ¿La muerte pudiera ser así..?

Impresionado por la oscuridad de la noche, de la vida y de la muerte, Miguel no contestó, pero supo que estaban fatalmente solos. Nadie, ante la noticia de su muerte, se había ocupado de ellos; nadie en la aplastante mediocridad de una vida de jubilados. Y fue entonces: de repente  Miguel encontró aquella solución, la que cuadra a todos los pobres de espíritu viciosos del cinescopio y ahora pronto de la pantalla de plasma:

– No te preocupes más, mujer. Total, ya mañana, en el noticiario, López Loret Aristegui dirá si estamos muertos o no.

Y ya. (Lóbrego.)

Muerto el espíritu

Los televidentes, mis valedores, esos pobres de espíritu que, hipnotizados por el cinescopio o la pantalla de plasma,  viven, piensan y actúan (si eso es actuar,  pensar y vivir) de acuerdo a la manipulación de los mal llamados  «líderes de opinión», la mayoría de los cuales aleccionan a las masas sociales de acuerdo a los intereses del Sistema de poder, del que esas empresas de televisión forman parte y donde actúan con un protagonismo cada vez más determinante. Y a propósito:

Nunca  como en los tiempos del proceso electoral es definitiva la influencia de tales medios de condicionamiento de masas para inducir en el televidente la intención del voto, con el agravante de que la víctima es convencida de que no actúa enajenada, sino de acuerdo a su propio criterio. Trágico.

Esto lo ilustran en forma soberbia aquel par de adictos y dependientes, Miguel y María,  personajes de cierto relato argentino del que resalto el incidente central. Juzguen ustedes.

La tal es (¿o era?) una pareja de jubilados que en su modesta vivienda sobrevive (¿sobrevivía?) como cualquier pareja de mediocres irredentos: comiendo, tejiendo, regando macetas, entregando media existencia al televisor y recibiendo de frente y sin protección alguna el material altamente radiactivo que a semejantes mediocres entrega el duopolio de televisión, desde la nota roja y las series gringas hasta las telenovelas, el clásico pasecito a la red y las jovencitas que al son de la cumbia cimarrona bailotean en calzones minus-culitos. Y ocurrió aquella noche de febrero…

Frente al cinescopio, Miguel observó de reojo a María: “Qué vieja está. Qué joven fue una vez.  Cuántos años hará desde aquel entonces». Cada vez más anciana, pensó. Cada vez más cerca de la muerte. Como yo, como todos, que para el humano tal es la única certeza: la muerte. Miguel seguía absorbiendo del aparato manipulador las historias de siempre, que van desde una violencia inaudita hasta la extrema felicidad. Sin matices.

“Nunca un tema de pobreza, nunca una historia sobre las miserables pensiones que recibimos los viejos burócratas. Siempre problemas del corazón; nunca del estómago”. Desde la otra parte de la casa la voz de María:

– ¿Ya cenas, Miguel? ¿Vienes al comedor?

– Aquí mismo. Pero rápido, que ya viene el noticiario.

Y el noticiario llegó. María había traído la cena, y ambos, absortos en el cinescopio, se pusieron a comer los restos de la comida del mediodía. De repente, a medias del catálogo de noticias intrascendentes, ahí aparece la reina de la programación, la soberana del nivel de audiencia: la nota roja. Fue entonces cuando el cinescopio se cimbro, morboso y aspaventero, al ventear de la sangre, de la estridencia, del horror. El hablantín del micrófono:

“En la esquina de Avenida 10 y Calle 13, suburbio de la ciudad, un ómnibus se trepó a la banqueta repleta de gente, atropellando al matrimonio de Miguel González y María Martínez de González. La señora falleció en el acto, y el señor González cuando era trasladado al hospital. El conductor del colectivo logró darse a la fuga. Pasando a las víctimas de la guerra contra el narcotráfico…»

Aquí, en la sala, silencio. Un larguísimo silencio. Un quejidillo de María, que había retirado el plato de comida fría. «¿Oíste eso, Miguel?»  El resto de las noticias ya no importaba.

Miguel, ¿oíste? ¿Somos nosotros los muertos?

– Por Dios, María, se trata de una equivocación; de una coincidencia.

– Tengo miedo, Miguel.  ¿No seremos nosotros los muertos?

(El desenlace, mañana.)

¡A la chiflada!

Y pensar que para el 1º. de diciembre faltan diez meses, y que a excepción de El Síquiri y el joven juguero, ninguno del vecindario sabía chiflar. “Pero nosotros”,  dijo don Tintoreto, “no nos vamos a quedar al margen de la historia”. Para lo cual integró en la estancia de mi depto. de Cádiz una verdadera cátedra del bien chiflar para el momento de la despedida.

– Y  a la práctica, contertulios. Para empezar, intentemos un chiflido discretón, de tono menor y modulación cadenciosa.

– ¡Nada de tono menor! El Síquiri-. ¡El mayor de todos, con arpegios, acordes y contrapuntos, balseado y rebalseado! Quezque menor…

– A practicar, pues. Aflójenlos, póngalos flojitos, relajados; labios, lengua, glotis, epiglotis, gañote. ¡Vamos a intentar el chiflido!

Ridículo. Uno la abría y aquél lo frunció, y el Chalío lo paraba, el mostacho, y la tía Conchis los encogía, bizqueaba. Y aquella regazón de saliva. Pero como chiflar, el asunto estaba de la chiflada.

– La lengua así, acanalada. ¿Ven? Canalita, doña Pragedis. ¿Nunca puso la lengua de canalita?

La pobre. Y qué desfiguros de unos labios ancianos que se rizaban al esfuerzo.

– A tomar aire, y desde el diafragma… ¡rápido, el chiflido!

– Aquí la molacha esta que practique para otro lado, ya me roció toda la oreja.

– No desesperarse. Procedan a meterse los dedos. Nomás los índices.

– ¿Que qué? (la Maconda) Oiga, no. Ni aunque fuera nomás el meñiquito. ¿Orgías acabando de cenar? Qué me los voy a meter. Y luego aquí el bigotonzón, que lo tengo enfrente y es tan chismolero. Ya me imagino: mañana mismo sus contlapaches van a enterarse de mi temperamento, mis impulsos escondidos, mis interioridades y lo escandalosa que soy en el momento de…

Metérselos en la boca. Para adentro los índices. “¡Tíznale! –el Cosilión-. Ya me arañé la campanilla, me la antellevé con esta uña”.

Escupió. En la chinela color de rosa de Fela. Yo, dedos en las anginas, de ganchete miraba a la Lichona que, voz de maderas dulces, decía: “Por poco y canto la guácara”.

Al esfuerzo había parado todo: la trompita, el pecho, el trasero, la mía, (mi respiración). Y fue así, mis valedores: una sesión se fue y vino la siguiente, pero todo en falso, porque los vecinos, como chiflar, pura madre que chiflábamos. Don Tintoreto  sudor, cansancio, impaciencia. Anoche, de súbito, a media sesión lo vi detenerse, sentarse en posición de El pensador de Rodín, irse del mundo. Y de súbito, veo que se alza, pega una tarascada de aire, y a toda voz:

– ¡Que viva Calderón!

Silencio, estupefacción. “¡Viva Ratzinger!

Y mis valedores: ahí el milagro. ¿De Ratzinger, de Calderón? Quién pudiese explicar con certeza y claridad los fenómenos paranormales. Lo cierto que de repente: ¡milagro! ¡Todos, menos yo mismo, torpón que no fuera,  pudieron chiflar! Al fragor de la silbatina aquel aullido perros. Se engrifaron los gatos en la azotea. Un aullido a lo lejos. ¿Lobo, coyote? Una tarascada de aire chivero y don Tintoreto:

– “¡Viva la familia presidencial!

¡Relámpago en seco, fuetazo, el chiflido! ¡Prodigio! De La Maconda a doña Pragedis aquellos chicotazos estridentes que rayaban la oscuridad.

– ¡Viva Cordero!

¡Chiflaron, y a la escandalera sirenas, judiciales, el FBI, la DEA. ¿Que qué? ¿Guerrilleros, nosotros? En el ministerio público se aclaró todo. Nos liberaron, pero al conocer la causa de nuestra rechifla y cuando ya nos retirábamos: qué bien chiflan juez, detenidos y policías. Y es que al cabo de turno se le ocurrió gritar: “¡Viva La Cocoa”, y entonces: ¡Fí-fi-fi-fiú-fiúu! (México.)

 

Ideal y bazofia humana

¿Qué es el hombre?, se pregunta Martin Buber, y en El hombre mediocre José Ingenieros establece la diferencia abismal que se advierte entre el hombre de ideales y la “bazofia”:

Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana.

Para que nos miremos en ese espejo, nos conozcamos y reconozcamos,  algunas diferencias entre el mediocre y el hombre de ideales.

Vuelo del águila es el espíritu del idealista; el del mediocre es apenas un vuelo de gallina. El ideal eleva el espíritu al impulso de una necesidad innata de perfección; el mediocre repta fundido con la masa de la que forma parte. Uno es el individuo, otra es la masa. El del individuo, más allá de la edad física, es un espíritu joven. El de la masa, más allá de la cronología, es un espíritu envejecido. Mediocre y hombre de ideales jóvenes nacen, pero uno permanece joven de espíritu mientras que el otro envejece al contagio de la mediocridad en la que sobrevive. Y como para reflexionar: el humano nunca puede permanecer en un mismo nivel. O asciende al impulso del ideal o como mediocre desciende hasta el hondón de lo vulgar. Trágico.

El idealista crea; la masa repite; uno cambia cada día; para el otro, cada día es de rutina. Uno, al avanzar, abre caminos; el otro sólo sabe caminar por sendas trilladas. Esos que adquieren la fuerza moral consiguen también valimiento, decoro, dignidad, moralidad. Ellos piensan como deben pensar, dicen lo que deben decir y cómo deben decirlo, y proceden como una conciencia limpia les marca. Son los humanistas. El optimismo es su símbolo.

Ellos no aceptan la domesticidad ni la mansedumbre, ni la aceptación acrítica. Ellos no transigen por sobornos ni premios.  Ellos no tienen vocación de esclavos, como los mediocres que cada seis años esperan que el nuevo amo les dé un metro más de cadena. Su conciencia no tiene precio. No se venden, no se compran, no se alquilan, no claudican. Ellos poseen el temple para mantener sus principios y valores y convicciones. Ellos están lejos de la esclavitud de la costumbre y la rutina, del incapaz de crear, del fanatismo, del dogmatismo, el prejuicio,  la superstición, del pensamiento mágico, de la modorra, de la milagrería, del linchamiento,  de los pobres de espíritu que, envejecidos, han renunciado a vivir. Los mediocres delegan en la Providencia más que en las propias fuerzas. Los idealistas no delegan. No esperan nada del azar. No esperan  todo del destino.  Ellos, al decidir lo correcto de acuerdo a su conciencia,  traman su propio destino. El hombre de ideales es optimista, animoso. Tiene esperanza en él y en aquellos a los que va transformando. Porque los convence, les contagia su entusiasmo, los conmueve, los fuerza a remontar el vuelo, como él.

Qué diferencia con los débiles por pereza, miedo, ignorancia. Esos son tristes, resignados, apáticos y  fracasados. Ellos, si emprenden alguna empresa, están destinados al fracaso. Los tales son  los escépticos, los indolentes, los que sufren hastío, los que todo lo aceptan como una fatalidad. Son los necios, los torpes que  persiguen las satisfacciones del gañote, la panza y el bajo vientre. Son escoria, redrojos humanos, no importa su edad. Lóbrego. (Sigo mañana.)

¿Vicio, enfermedad?

Las víctimas del licor, mis valedores, el fementido que conmigo topó en hueso. En una de mis primeras juventudes (voy en la quinta) unos tragos fueron bastantes para llegar a la conclusión de que conmigo nunca más. Pero bandazos que da la vida: conocí hace algunos ayeres a una que fue mi compañera efímera y que se me desapareció para nunca más. Qué habrá sido de ella, la víctima doliente, me decía, de un marido alcohólico, y qué hacer. A la sota moza la conocí hace algún tiempo, y el tanto de meses hicimos pareja, y aún andaríamos entreverados en recovecos de amor si no hubiesen mediado circunstancias críticas.

La estoy recordando: joven ella, talento y sensibilidad. Hambre de vida. Su abrupto desgajamiento me dejó marchito, vacío, fuera de mí y de este mundo. Si sabré yo de esas mataduras de amores y desamores, encuentros y desencuentros, tiempo y destiempo, compañía y soledad. La separación de los amantes. Trágico.

Que los años del matrimonio con un marido alcohólico eran de espanto; que se quería divorciar. Y qué tan dañada no quedaría, me dijo, que su vida penduleaba del sillón del analista a la sesión de Alanón y  Alcohólicos Anónimos. Y aquellas sesiones a las que me presté a acompañarla; la moza y yo presenciamos la catarsis de fardos humanos, ansiedad y angustia soterrada, que a chupetones de café y cigarrito se daban a la jadeante maniobra de drenar el espíritu.

Al final ella (tensión e inestabilidad, tan tensa, tan ansiosa y vulnerable) me jalaba hasta el café, y apenas entrando, al parque público, y apenas llegar, a enfilar a cualquier carretera, y sin alcanzar resuello torcer el rumbo como buscando en el mundo un sitio que no lograba encontrar. Terribles, sí, las secuelas de la convivencia con un alcohólico. Yo, sin embargo, aquella corazonada…

Recuerdo una noche de miércoles en aquel el saloncillo destartalado, tufo a humedad, donde un almácigo de redrojillos humanos,  resquebrajada voz, confesaba su arrastrado oficio del diario vivir.

– Me llamo Juan y soy un alcohólico. Media vida me he pasado entre una celda del penal y otra del manicomio. Choques insulínicos y electrochoques. Ustedes dos,  los recién llegados, sean bienvenidos.

Y ni como decirle que yo soy abstemio, que conmigo el licor topó en tepetate, y que si acudí al domicilio de Alcohólicos Anónimos fue por acompañar a la víctima de un marido dipsómano. Pasó al frente una joven envejecida, y de cara al exiguo auditorio:

– Mi nombre es María. Soy alcohólica. Al volver en mí entre el perraco y el vómito, ya perdida la noción de mi tiempo de vida me preguntaba: ¿tengo que vivir todavía un día más? Quería aullar…

Y qué de historias patéticas las de esa noche de miércoles; qué  testimonios humanos que gañote y criadillas me anudaban y fruncían en la catarsis colectiva de las humanas miserias. Mi compañera, trémula, inquieta ante el ajeno dolor. Yo, el súbito suspirillo mientras hablaba aquel pálido de cotorina color mamey:

– ¿Vivir, seguir vivo? ¡Mi cuerpo se desgajaba por dentro, exigía alcohol, ríos de alcohol! Sobre mí toda la angustia del mundo. Ven, muerte, clamaba yo en vano. Y aquella soledad…

La soledad del que perdió a su amantísima,  los chamacos,  los amigos, todo. “¡Dios, y así me juras que existes!”

Inquieta, a lo compulsivo,  mi compañera intentaba abotonar y desabrochar una blusa sin botones.  “Cálmate, mi niña”. El del cigarrito sin encender:

–          Mi nombre es Lázaro, y soy un…

La súbita huída de la sota moza y otro incidente más, mañana. (Vale, pues.)

¿Alcahuetes nosotros?

El Tezcatlipoca de temporal, mis valedores. Fue tradición meshica que  año con año los mercaderes mercasen un esclavo, y lo aseaban y vestían con ropajes idénticos al dios que el tanto de un año iba a representar, y lo veneraban como al mismo Tezcatlipoca. Este “dios” postizo podía caminar por donde quisiera, pero siempre bajo la vigilancia de doce hombres de guarda para evitar que intentase la huida de su destino al final de la representación divina. (Al actual Tezcatlipoca de ocasión lo cuidan doce también, pero en términos de escuadrones, divisiones, pelotones, un ejército de guardias presidenciales y francotiradores apostados en cada azotea de colonias enteras clausuradas al tránsito de ciudadanos para que amor y veneración de los siervos no vayan a lastimar a su bienamado). Con esa guarda lo dejaban andar por donde quería. (Como aquí, en nuestro Estado laico,  a los santos lugares del  Verbo Encarnado: la catedral, la basílica, el Vaticano.)

“Tenía este indio el más honrado aposento del templo, donde todos los señores y principales le venían a servir y reverenciar con el aparato que a los grandes, trayéndole de comer y beber (y vaya que en esto del beber…) Al salir por la ciudad iba acompañado de señores y principales, y llevaba una flautilla, y las mujeres salían con sus niños en los brazos y se los ponían delante saludándolo como a un dios (hoy, aquí, las madres corren a refugiarse en su casa y a sus niños los esconden entre sus brazos mientras pasa el Tezcatlipoca sexenal)”.

“De noche le metían en una jaula de recias viguetas porque no se fuese (¿no intentase renunciar?). De mañana lo sacaban y después de darle a comer preciosas viandas poníanle sartales de rosas al cuello (al cuello quisieran algunos colocarle al actual un sartal, pero no de rosas).  Salían luego con él por la ciudad, y él iba cantando y bailando”. (¿Efectos del comer y beber?)

“Nueve días antes de la fiesta venían ante él dos viejos muy venerables, y humillándose ante él le decían con una voz muy humilde y baja: “Señor, sabrás que de aquí a nueve días se te acabará este trabajo de bailar y cantar”. Y mirábanle con atención, y si notaban que no andaba con el contento y la alegría que solía, tomaban las navajas del sacrificio y lavaban la sangre humana en ella pegada de los sacrificios pasados, y con aquellas babazas hacían una bebida mezclada con cacao y dábansela a beber, siendo enhechizado con aquel brebaje.

El perpetuo ejercicio de los sacerdotes era incensar a los ídolos y a su representante en ceremonia donde ninguna leña se quemase sino aquélla que ellos mismos traían, y no la podían traer otros sino los diputados para el brasero divino. Y así se llegaba el día de la fiesta.

A media noche tomaban al elegido y sacrificábanle haciendo ofrenda de su corazón a la luna, y después arrojándole al ídolo. Lo alzaban los que lo habían ofrecido, los mercaderes, que ya tenían otro esclavo preparado para la semejanza de su dios”.

Y a esto quería yo llegar. Al inocente, la muerte. ¿Y al Tezcatlipoca que carga sobre sus lomos   cientos de miles de muertos y   huérfanos, de lagrimas y dolor? Por cuanto a los herederos de la sabiduría indígena, ¿cómo iremos a reaccionar con el Tezcatlipoca impostor  a partir del primer día del próximo diciembre? ¿Permitir que se arrope en una alcahueta impunidad? Mis valedores: ese es el destino de quien se niega a pensar: perdón y olvido al que se va y al que llega nuestra esperanza completa. Este es el  México de la impunidad. (Lástima.)

 

La gran ilusión

Las  antiguas tradiciones de nuestra raíz indígena, mis valedores. De una de aquellas prometí tratar con ustedes el pasado martes. Y qué a la medida se nos presenta en estos tiempos de crisis y desánimo social, cuando hasta cinco profesionales de la demagogia andan en brama por todos los rumbos de la rosa traficando para su causa en el empeño atraerse a unas masas sociales desencantadas por anteriores demagogos, y con recursos de buena y mala ley (promesas, propuestas, ofrecimientos, lo usual) enfervorizarlas una vez más, como ocurre en este país cada tres y seis años. Es México.

Es el México donde los convenencieros de siempre, con el propósito del medro personal y de clase, tonifican en las masas de siempre una esperanza irracional con el recurso de machacarles una vez más el mismo discurso y  la misma retórica, que en eso consiste su lucrativo negocio. Mis valedores:

Vivimos los tiempos del demagogo y el populista, el simulador y el “mesías” experto en engañifas politiqueras. ¿Pues qué, para nosotros nada significan las lecciones que nos enseña la historia?   Por ahí acabo de leer que la más elocuente de esas lecciones es que nadie las toma en cuenta. Por cuánto a la realidad objetiva, esta que todos vivimos todos los días,  nada cuenta para las masas a la hora de la nueva ilusión. “Pues a mí me late que ahora sí, con este o con esta sí ya la hicimos. Con este o con aquel tendremos un México mejor para todos nosotros, me da la corazonada”. De no creerse, mis valedores.

En fin, que en tiempos aborrascados como el presente vale el esfuerzo de ponderar aquí y ahora la leyenda meshica de aquel individuo que de manera temporal encarnaba al Espejo Ahumado, Tezcatlipoca, con un final que ya quisiéramos tantos para los embusteros de la promesa fallida y la esperanza inútil. ¿Conocerá alguno de ustedes la leyenda del Tezcatlipoca terrenal? ¿Cuál de los cinco será el nuevo diosecillo temporalero?

Relata el cronista que un año antes de la fiesta del dicho Tezcatlipoca compraban los mercaderes un esclavo. (¿Los Servidje, Lorenzo Zambrano, Roberto Hernández de los grandes dineros que por aquel entonces mercaron al esclavo como los actuales al actual?) Mercaban a uno que fuese bien hecho, sin mácula ni señal alguna, así de enfermedad como de herida o golpe (No muy bien hecho en el caso del actual, si nos atenemos  a la añeja descripción que de él hizo un  Manuel Espino, por aquel entonces presidente del PAN. Por una extraña razón el que mercaron esta vez a cada rato se cae de la bicicleta. Vuelvo a la crónica.)

Al dicho esclavo “lo purificaban lavándolo en el lago que llamaban de los dioses (aquí nunca lograron lavarlo ni lograrán purificar al impuro de nacimiento),  y ya habiendo sido purificado le vestían con los ropajes e insignias del ídolo (una especie de banda presidencial)  y poníanle el nombre del dios, y andaba todo el año tan honrado y reverenciado como el mismo ídolo (aquí, ni honra ni reverencia, sino todo lo contrario).

El Tezcatlipoca de temporal traía siempre consigo doce hombres de guarda porque no se huyese (al actual doce también, pero en la cuenta de ejércitos, divisiones, escuadrones, pelotones, guardias presidenciales y francotiradores apostados en cada azotea de colonias enteras clausuradas al tránsito de ciudadanos porque al remedo de Tezcatlipoca le nació el capricho de visitar el tanto de diez minutos  a las autoridades de la entidad); y con esa guarda le dejaban andar por donde quería.

(La fábula sigue después.)