Muerto el espíritu

Los televidentes, mis valedores, esos pobres de espíritu que, hipnotizados por el cinescopio o la pantalla de plasma,  viven, piensan y actúan (si eso es actuar,  pensar y vivir) de acuerdo a la manipulación de los mal llamados  «líderes de opinión», la mayoría de los cuales aleccionan a las masas sociales de acuerdo a los intereses del Sistema de poder, del que esas empresas de televisión forman parte y donde actúan con un protagonismo cada vez más determinante. Y a propósito:

Nunca  como en los tiempos del proceso electoral es definitiva la influencia de tales medios de condicionamiento de masas para inducir en el televidente la intención del voto, con el agravante de que la víctima es convencida de que no actúa enajenada, sino de acuerdo a su propio criterio. Trágico.

Esto lo ilustran en forma soberbia aquel par de adictos y dependientes, Miguel y María,  personajes de cierto relato argentino del que resalto el incidente central. Juzguen ustedes.

La tal es (¿o era?) una pareja de jubilados que en su modesta vivienda sobrevive (¿sobrevivía?) como cualquier pareja de mediocres irredentos: comiendo, tejiendo, regando macetas, entregando media existencia al televisor y recibiendo de frente y sin protección alguna el material altamente radiactivo que a semejantes mediocres entrega el duopolio de televisión, desde la nota roja y las series gringas hasta las telenovelas, el clásico pasecito a la red y las jovencitas que al son de la cumbia cimarrona bailotean en calzones minus-culitos. Y ocurrió aquella noche de febrero…

Frente al cinescopio, Miguel observó de reojo a María: “Qué vieja está. Qué joven fue una vez.  Cuántos años hará desde aquel entonces». Cada vez más anciana, pensó. Cada vez más cerca de la muerte. Como yo, como todos, que para el humano tal es la única certeza: la muerte. Miguel seguía absorbiendo del aparato manipulador las historias de siempre, que van desde una violencia inaudita hasta la extrema felicidad. Sin matices.

“Nunca un tema de pobreza, nunca una historia sobre las miserables pensiones que recibimos los viejos burócratas. Siempre problemas del corazón; nunca del estómago”. Desde la otra parte de la casa la voz de María:

– ¿Ya cenas, Miguel? ¿Vienes al comedor?

– Aquí mismo. Pero rápido, que ya viene el noticiario.

Y el noticiario llegó. María había traído la cena, y ambos, absortos en el cinescopio, se pusieron a comer los restos de la comida del mediodía. De repente, a medias del catálogo de noticias intrascendentes, ahí aparece la reina de la programación, la soberana del nivel de audiencia: la nota roja. Fue entonces cuando el cinescopio se cimbro, morboso y aspaventero, al ventear de la sangre, de la estridencia, del horror. El hablantín del micrófono:

“En la esquina de Avenida 10 y Calle 13, suburbio de la ciudad, un ómnibus se trepó a la banqueta repleta de gente, atropellando al matrimonio de Miguel González y María Martínez de González. La señora falleció en el acto, y el señor González cuando era trasladado al hospital. El conductor del colectivo logró darse a la fuga. Pasando a las víctimas de la guerra contra el narcotráfico…»

Aquí, en la sala, silencio. Un larguísimo silencio. Un quejidillo de María, que había retirado el plato de comida fría. «¿Oíste eso, Miguel?»  El resto de las noticias ya no importaba.

Miguel, ¿oíste? ¿Somos nosotros los muertos?

– Por Dios, María, se trata de una equivocación; de una coincidencia.

– Tengo miedo, Miguel.  ¿No seremos nosotros los muertos?

(El desenlace, mañana.)

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