¿Vicio, enfermedad?

Las víctimas del licor, mis valedores, el fementido que conmigo topó en hueso. En una de mis primeras juventudes (voy en la quinta) unos tragos fueron bastantes para llegar a la conclusión de que conmigo nunca más. Pero bandazos que da la vida: conocí hace algunos ayeres a una que fue mi compañera efímera y que se me desapareció para nunca más. Qué habrá sido de ella, la víctima doliente, me decía, de un marido alcohólico, y qué hacer. A la sota moza la conocí hace algún tiempo, y el tanto de meses hicimos pareja, y aún andaríamos entreverados en recovecos de amor si no hubiesen mediado circunstancias críticas.

La estoy recordando: joven ella, talento y sensibilidad. Hambre de vida. Su abrupto desgajamiento me dejó marchito, vacío, fuera de mí y de este mundo. Si sabré yo de esas mataduras de amores y desamores, encuentros y desencuentros, tiempo y destiempo, compañía y soledad. La separación de los amantes. Trágico.

Que los años del matrimonio con un marido alcohólico eran de espanto; que se quería divorciar. Y qué tan dañada no quedaría, me dijo, que su vida penduleaba del sillón del analista a la sesión de Alanón y  Alcohólicos Anónimos. Y aquellas sesiones a las que me presté a acompañarla; la moza y yo presenciamos la catarsis de fardos humanos, ansiedad y angustia soterrada, que a chupetones de café y cigarrito se daban a la jadeante maniobra de drenar el espíritu.

Al final ella (tensión e inestabilidad, tan tensa, tan ansiosa y vulnerable) me jalaba hasta el café, y apenas entrando, al parque público, y apenas llegar, a enfilar a cualquier carretera, y sin alcanzar resuello torcer el rumbo como buscando en el mundo un sitio que no lograba encontrar. Terribles, sí, las secuelas de la convivencia con un alcohólico. Yo, sin embargo, aquella corazonada…

Recuerdo una noche de miércoles en aquel el saloncillo destartalado, tufo a humedad, donde un almácigo de redrojillos humanos,  resquebrajada voz, confesaba su arrastrado oficio del diario vivir.

– Me llamo Juan y soy un alcohólico. Media vida me he pasado entre una celda del penal y otra del manicomio. Choques insulínicos y electrochoques. Ustedes dos,  los recién llegados, sean bienvenidos.

Y ni como decirle que yo soy abstemio, que conmigo el licor topó en tepetate, y que si acudí al domicilio de Alcohólicos Anónimos fue por acompañar a la víctima de un marido dipsómano. Pasó al frente una joven envejecida, y de cara al exiguo auditorio:

– Mi nombre es María. Soy alcohólica. Al volver en mí entre el perraco y el vómito, ya perdida la noción de mi tiempo de vida me preguntaba: ¿tengo que vivir todavía un día más? Quería aullar…

Y qué de historias patéticas las de esa noche de miércoles; qué  testimonios humanos que gañote y criadillas me anudaban y fruncían en la catarsis colectiva de las humanas miserias. Mi compañera, trémula, inquieta ante el ajeno dolor. Yo, el súbito suspirillo mientras hablaba aquel pálido de cotorina color mamey:

– ¿Vivir, seguir vivo? ¡Mi cuerpo se desgajaba por dentro, exigía alcohol, ríos de alcohol! Sobre mí toda la angustia del mundo. Ven, muerte, clamaba yo en vano. Y aquella soledad…

La soledad del que perdió a su amantísima,  los chamacos,  los amigos, todo. “¡Dios, y así me juras que existes!”

Inquieta, a lo compulsivo,  mi compañera intentaba abotonar y desabrochar una blusa sin botones.  “Cálmate, mi niña”. El del cigarrito sin encender:

–          Mi nombre es Lázaro, y soy un…

La súbita huída de la sota moza y otro incidente más, mañana. (Vale, pues.)

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