Radioactividad

El duopolio de la televisión, mis valedores. Del tema hablé ayer aquí mismo a todos ustedes,  y de los perjuicios que causan en algunos pobres de espíritu esos denominados «líderes de opinión», muchos de ellos voceros oficiosos del Sistema de poder del que forma parte el duopolio de marras. Semejantes perjuicios se tornan críticos en tiempos de plena efervescencia electoral. Como ejemplo de la manipulación que aplican los medios de condicionamiento de masas redacté una síntesis de «Miguel y María», relato que alude a aquel par de jubilados que viven una existencia  monótona, gris, insignificante, sin imaginación. Un par de mediocres, como lo somos todos si exceptuamos a los idealistas.  Concluye el relato:

Miguel y María cenaban los restos de la comida del mediodía frente al cinescopio donde el locutor recitaba, engolada voz,  las noticias de la nota roja cuando, de repente: «En la esquina de Avenida 10 y Calle 13, suburbio de la ciudad, un ómnibus se trepó  a la banqueta repleta de gente, atropellando al matrimonio de Miguel González y María Martínez de González. La señora falleció en el acto, y el señor González cuando era trasladado al hospital«.

Miguel y María permanecen en silencio. En un silencio larguísimo. El resto de las noticias ya nada importa. Luego María, retirando los restos de comida fría:

– ¿Oíste eso, Miguel? ¿Somos nosotros los muertos? ¿Ya estamos muertos, Miguel?

Un titubeo. El locutor hacía el recuento de pérdidas y ganancias en la bolsa de valores.  Tensa voz, angustiada, María:

– ¿Ya estamos muertos, Miguel? Lo acaban de decir en la televisión. Tengo miedo.

María, por favor. Las víctimas se llaman como nosotros. Eso es todo.

– ¿No seremos nosotros los fallecidos? Es la televisión la que lo acaba de decir.

– ¿Y eso qué? Tranquilízate. Las víctimas se llaman González y Martínez como los miles que viven en esta ciudad. Olvídalo, sigue cenando.

Un nuevo silencio. María pareció tranquilizarse, pero su actitud ya no fue la misma. “Pero Miguel, si estuvimos en esa misma esquina a la hora en que fuimos a cobrar nuestra pensión. Tengo miedo, Miguel, mucho miedo…”

– ¿Pero miedo de qué? A ver, ¿tienes algún hueso roto, te duele algo, te reventó un autobús, estás metida en un ataúd? ¿Estás muerta, acaso?

– Hablaron de eso, de que ya estamos muertos, Miguel. Lo dijo la televisión, y la televisión nunca  se equivoca. Tomaría los datos de la policía, y la policía tampoco se equivoca. Le voy a rezar a la Virgen. Tú también arrodíllate.

Silencio. Llegaba la media noche. Comenzó a llover.

Miguel, no quiero que estés muerto, tengo mucho miedo, Miguel.

El aludido no contestó. Afuera los ruidos se asordinaban. La pareja de ancianos se había quedado absorta frente al cinescopio. La noche, electrizada, tenía un sabor a desdicha, «a eso insondable de la vida y de la muerte».

– ¿Esto no será la muerte, Miguel? Tengo miedo de estar muerta y no saberlo. ¿La muerte pudiera ser así..?

Impresionado por la oscuridad de la noche, de la vida y de la muerte, Miguel no contestó, pero supo que estaban fatalmente solos. Nadie, ante la noticia de su muerte, se había ocupado de ellos; nadie en la aplastante mediocridad de una vida de jubilados. Y fue entonces: de repente  Miguel encontró aquella solución, la que cuadra a todos los pobres de espíritu viciosos del cinescopio y ahora pronto de la pantalla de plasma:

– No te preocupes más, mujer. Total, ya mañana, en el noticiario, López Loret Aristegui dirá si estamos muertos o no.

Y ya. (Lóbrego.)

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