Estoy mirando unas fotos a la medida de la reflexión sobre lo que pudo ser y no fue. En ellas observo, en primer término, a cierta personita en su real dimensión, que es decir en su corta estatura física, mental y moral, una trepadora que fue reina de hojalata y más tarde se derrumbó, y con ella toda una historia que fue de esperpento y surrealismo tropical. Marta…
Y cómo no iba a tornar a la nada de donde la sacó un repentino bandazo de ese viento que en invierno levanta hojarasca y basurillas; cómo no iba a volver a la nada de donde salió (la sacaron), si no para de ser figurilla de artesanía popular que los medios de condicionamiento de masas treparon a las alturas donde sólo los papalotes, los arribistas y los escarabajos excrementosos. Ella, pobre sueño de una noche de verano que al trepar hasta las arcas públicas las saqueó, a lo rapaz, y hoy vive, si ello eso es vivir, lejos del protagonismo, de las candilejas, de la ostentación, el rastacuerismo y los despilfarros de nueva rica. La estoy mirando en la foto, cierro los ojos, me pongo a pensar. Mis valedores…
Que los dioses enloquecen a quien quieren perder, se afirma, pero la realidad es otra: faltos de temple y carácter cuanto sobrados de odios, ambición y soberbia, algunos no son capaces de soportar un conflicto superior a sus fuerzas, y entonces se desbarrancan en la región de la locura. De la ficción y a memoria recuerdo, junto a locos notables como los de Maupassant y el de Gogol, al trágico rey Lear, cuyas locuras de cuando cuerdo lo llevaron a las estrujantes escenas del viejo al que en pleno delirio abate la tempestad. El anciano insensato me parece el más humano de todos los trágicos entes de Shakespeare, el trágico de los humanísimos personajes. Lean El rey Lear. Y ya en los anchurosos terrenos de la mitología:
Ayax el héroe frente a los muros de Troya. Porque creía merecerlas reclamaba para sí las armas del inmortal (ni tanto) Aquiles, recién fallecido. Cuando Agamenón cedió esas armas a Odiseo-Ulises, tal fue la cólera de Ayax, que se atrevió a increpar a los dioses, culpa la más penada del Olimpo: la hybris, desmesura y soberbia. El sobrón fue castigado con la locura, y su mente tomó por guerreros troyanos un hato de ovejas, de las que hizo carnicería a filo de espada. Trágico doblemente, por la suprema crueldad con que se refina el castigo: tal como siglos más tarde Cervantes a don Quijote y con la aviesa intención de que se avergonzara de su hazaña ridícula, los dioses devolvieron la razón al héroe. Refinado sadismo.
Ya la razón recuperada, Ayax caminó hasta la playa y en la arena enterró el pomo de su espada y se recostó en ella, del lado del corazón. ¿Don Quijote? Derrumbado en su cama, desencantado y agónico, renegó de pasadas locuras. A Sancho, que lo excitaba a levantarse y echarse a andar detrás de endriagos y dulcineas, respondió el cuerdo, y aquí lo patético de la razón recobrada, que ya no se deja llevar por el fulgurante idealismo:
“No, Sancho amigo: en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.
Triste, sí, mas no importa; se perdió un idealista y un soñador, pero esa bella locura es contagiosa: el Sancho Panza que fue zafio y vulgar es ahora el iluminado que anhela volver a los caminos del ideal (a abrir esos caminos) y enfrentar a gigantes y endriagos, y entre los astros volar a lomos de Clavileño. La locura del ideal no muere con el claudicante, que otro tenderá el ala rumbo a “esa excelsitud inasible”. (Marta y la Palin, después.)