Marta, la Palin…

Estoy mirando unas fotos a la medida de la reflexión sobre lo que pudo ser y no fue. En ellas observo, en primer término, a cierta personita en su real dimensión,      que es decir en su corta estatura física, mental y moral, una  trepadora que fue reina de hojalata y más tarde se derrumbó, y con ella toda una historia que fue de esperpento y surrealismo tropical. Marta…

Y cómo no iba a tornar a la nada de donde la sacó un repentino bandazo de ese viento que en invierno levanta hojarasca y basurillas; cómo no iba a volver a la nada de donde salió (la sacaron), si no para de ser figurilla de artesanía popular que los medios de condicionamiento de masas treparon a las alturas donde sólo los papalotes, los arribistas y los escarabajos excrementosos. Ella, pobre sueño de una noche de verano que al trepar hasta las arcas públicas las saqueó, a lo rapaz, y hoy vive, si ello eso es vivir, lejos del protagonismo, de las candilejas, de la ostentación, el rastacuerismo y los despilfarros de nueva rica. La estoy mirando en la foto, cierro los ojos, me pongo a pensar. Mis valedores…

Que los dioses enloquecen a quien quieren perder, se afirma, pero la realidad es otra: faltos de temple y carácter cuanto sobrados de odios, ambición y soberbia, algunos no son capaces de soportar un conflicto superior a sus fuerzas, y entonces se desbarrancan en la región de la locura. De la ficción y a memoria recuerdo, junto a locos notables como los de Maupassant y el de Gogol, al trágico rey Lear, cuyas locuras de cuando cuerdo  lo llevaron a las estrujantes escenas del viejo al que en pleno delirio abate la tempestad. El anciano insensato me parece el más humano de todos los trágicos entes de Shakespeare, el trágico de los humanísimos personajes. Lean El rey Lear. Y ya en los anchurosos terrenos de la mitología:

Ayax el héroe frente a los muros de Troya. Porque creía merecerlas reclamaba para sí  las armas del inmortal (ni tanto) Aquiles, recién fallecido.  Cuando Agamenón cedió esas armas a Odiseo-Ulises, tal fue la cólera de Ayax, que se atrevió a increpar a los dioses, culpa la más penada del Olimpo: la hybris, desmesura y soberbia. El sobrón fue castigado con la locura, y su mente tomó por guerreros troyanos un hato de ovejas, de las que hizo carnicería a filo de espada. Trágico doblemente, por la suprema crueldad con que se refina el castigo: tal como siglos más tarde Cervantes a don Quijote y con la aviesa intención de que se avergonzara de su hazaña ridícula,  los dioses devolvieron la razón al héroe. Refinado sadismo.

Ya la razón recuperada, Ayax caminó hasta la playa y en la arena enterró el pomo de su espada y se recostó en ella, del lado del corazón. ¿Don Quijote? Derrumbado en su cama, desencantado y agónico, renegó de pasadas locuras. A Sancho, que lo excitaba a levantarse y echarse a andar detrás de endriagos y dulcineas,  respondió el cuerdo, y aquí lo patético de la razón recobrada, que ya no se deja llevar por el fulgurante idealismo:

“No, Sancho amigo: en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.

Triste, sí, mas no importa; se perdió un idealista y un soñador, pero esa bella locura es contagiosa: el Sancho Panza que fue zafio y vulgar es ahora el iluminado que anhela volver a los caminos del ideal (a abrir esos caminos) y enfrentar a gigantes y endriagos, y entre los astros volar a lomos de Clavileño. La locura del ideal no muere con el claudicante, que  otro tenderá el ala rumbo a “esa excelsitud inasible”. (Marta y la Palin, después.)

Mexicano canceroso

Ocurrió con el médico. Charla de amigos. Observé al paciente  que con dificultad abandonaba el consultorio: en la medianía de su edad, pero macilento su rostro, amarilla la piel, abatidos el mirar y los lomos.  Al pasar a tres pasos de distancia, vacilantes pasos, me azotó su aliento cadavérico.

– La próstata, ¿sabe usted? -El oncólogo.

Una dolencia menor, con los avances de la ciencia médica, comenté.

– ¿Y esos avances qué pueden contra la testarudez y el machismo de un paciente enfermo más de su mente que de próstata y genitales? Ignorancia, falsa hombría, prejuicio. Como tantos otros “machos”, este acaba de rechazar el tratamiento médico.

Más café. “Cáncer de próstata. Para iniciar de inmediato su tratamiento le solicité  varios exámenes. Sanguíneo, para empezar. Se indignó: ¡A mí  ningún Drácula de sanatorio me la va a chupar! Su sangre.  ¿Este mexicano que así rechaza una insignificante sangría estará enterado de que durante estos años y sólo para cubrir los intereses del Fobaproa zedillista tanto él como usted, yo y el resto de mexicanos hemos venido padeciendo un sangrado de cientos de miles de millones al año? ¿Sangría tan brutal ha dolido a este canceroso mexicano? ¿Se lamentó, protestó? ¿Se enteró, tan siquiera?

Que le pidió un examen coprológico, y el escándalo: “No, doctorcito. ¿Yo con tales inmundicias?”

– El, que día, tarde y noche, se atasca hasta el cuello (¡hasta la mente, hasta el espíritu!) con inmundicias del calibre de lo que traga en la TV. Le hablé de un electro. Que cómo iba a estar enfermo un corazón que le ha salido tan querendón. Querendón, sí,  con todas, a excepción de la esposa: con la vecina, la doméstica, la oficinista. Al puro examen con el estetoscopio –sobre la camina, que a un macho ninguno le anda por las tetillas-, soplos, arritmias. Yo, la ética, la terquedad: “Se requieren algunos otros exámenes”.

“¿De mi qué? ¿Mi semen? Recato, doctor, qué desfiguros.

El cual, recatado, es macho promiscuo que se vive regando su semen debajo de cuantas faldas, faldillas y minifaldas se le paran por enfrente. Y a desparramer preñeces, abortos, contagios venéreos.

Mi amigo el oncólogo se atrevió a sugerirle un examen más.

– A golpes me hubiese atacado de no impedirlo su extrema debilidad cuando le insinué un posible daño en su izquierdo, con la eventualidad de operárselo. “¿Yo atentar contra mi virilidad?” Que uno de su condición se para frente a la vida con la frente muy en alto y toda  la hombría en su nidal. “Yo con ella soy hombre cabal, y con ella me van a echar la tierra encima. A mí la hombría nadie me la corta, doctor”.

La hombría. Ahí nomás, frente a su testículo canceroso, los gobernantes de este país, tan faltos de testículos cuanto sobrados de indignidad, a nombre de 110 millones de machos van a mendigar a la Casa Blanca que gobierne por ellos y meta en cintura a los narcos de Ciudad Juárez. Ellos se agachan ante el vecino imperial, pero un mexicano se niega a extirpar de su organismo un foco de infección cancerosa. No, pero lo que faltaba…

“¿Tacto rectal? ¿A mí? ¿Que me baje los pantalones y me culimpine ante usted?  ¿Yo, dejar que me viole la hombría? ¿Soy maricón, al que le puede meter todo el índice?

– El, que el tanto de 70 años y  sin asomo de protesta se dejó gobernar por el índice. El, al que en el 2006 le embombillaron no el índice, sino toda la mano de un impostor. La zurda, para redondear la metáfora. Ante mexicanos de este calibre, mi valedor, ¿qué puede la ciencia médica?

(Pues…)

El relato infantil

El relato infantil, mis valedores. Mi madre, al amamantarme (dos años y medio, suertudo que soy), me dormía no con el clásico de Blanca Nieves o Pulgarcito. Ella, zacatecana de origen:

“Grábatelo, mi hijo: el Señor Dios, en la santa misa, reveló a un señor obispo el instante en que dos impíos caían de cabeza en los apretados infiernos. Uno fue el indio Juárez; el otro hereje, el impío Calles, verdugode los santos sacerdotes que tuvieron que hacer la cristera por amor a la santa Iglesia. ¿Ya te dormiste, mi hijo?”

Tal el cuento que arrulló mis ensueños de mamón. Dejé la teta, qué lástima, y tuve que entrar a la escuela, lástima peor. Mi niñez fluyó como la de todo niño zacatecano: con una estampita del cura mártir Miguel Agustín Pro en las manos, pero no una estampita cualquiera, sino una milagrosa. La cartulina mostraba, en negativo, los rasgos lechosos de un rostro informe, como forjado con ectoplasma, del que en el centro se advertía un puntito oscuro como travesura de mosca. Las instrucciones para provocar el prodigio:

“Mírelo el devoto de manera fija y sin parpadear durante el tiempo que tarda en rezar un Padre Nuestro y una Ave María con la intención de que Miguel Agustín sea canonizado muy pronto. Luego mírese al cielo y oh prodigio: ahí aparecerá el rostro del siervo de Dios”.

Y sí. Luego de mirar el puntito, ¡el milagro! Gigantesco, imponente a todo lo amplio del firmamento zacatecano, contra la claridad purísima se revelaban, ya en positivo, los rasgos del padre Pro, virgen y mártir del impío Calles. Los rasgos de barretero zacatecano me acompañaron al seminario donde, gracias sean dadas a las sotanas, aprendí a hablar y escribir en español: Suertudo que soy, repito.

En fin, que mi niñez zacatecana transcurrió a la diestra del padre, mi don Juan, y de aquella runfla de tíos, corazón cristero. Cabalgando con ellos (en ancas del penco, con la intención de que mis cristeros parientes conmigo se protegieran las espaldas por cuestión de algún rencoroso adversario de religión), viajaba yo hasta La Cañada, y detrás mezquites y encinas, fortines naturales, me topaba con aquellos montones de casquillos de máuser y carabina, cáscaras de la almendra de plomo con que el general Gorostieta y sus fanáticos (“¡Viva Cristo Rey!”) agujeraban la cuera de guachos pelones del “impío” Calles. Esto con el pecho protegido con el escapulario de paño con la leyenda:

“¡Detente, bala enemiga, que el corazón de Jesús está conmigo!”

Fue así como encontraron la muerte mis cristeros paisanos en su intento por desencuadernar la Constitución. Los difuntos de sotana y chaparreras quedaron, junto a los casquillos vacíos, detrás del pochote aquel, y del huizachito, y de la varaduz. Hoy, los restos de una Constitución desencuadernada hasta las pastas, ¿dónde fueron a quedar? Los ideales de los Gómez Farías, Mora, Juárez  y demás liberales, ¿no murieron de inanición por más que algunos ideólogos intentaron resucitarlos en la Convención de Aguascalientes y después Cárdenas? Sí, ellos lograron aplacar a los levantiscos de sotana y capa pluvial; pero que (a la  buena Fox y a la pésima el otro) trepan a Los Pinos los beatos del Verbo Encarnado, y entonces…

Las sotanas triunfaron, Los Rivera, Sandoval  y congéneres, dueños son de la voz, la homilía, la encíclica, la política del país y el 130 de la Constitución. Hoy, mancornados a los yunquistas del Verbo Encarnado, los reverendos dictan condiciones y ladean el país totalmente a la derecha. ¿Nosotros, en tanto? (México.)

Casi el paraíso

Las vacaciones, mis valedores. ¿Cuántos días serían de descanso? En mi retiro perdí la noción del tiempo, qué ganancia mejor. Todavía en el suburbio aquel  de Guadalajara y ya a punto de enfilar la trompa –del volks- en dirección de alguna casa de campo perdida a mil leguas de todas partes, un mi familiar me sorprendió con la recomendación:

– Para aguantar aquella soledad primero tenemos que apersonarnos en el negocio del Güero Palma, y que nos surta de  mercancía.

Ajale. Me azozobré.  ¿Del Güero Palma? ¿Para resistir la soledad? Con la del Güero Palma la resistirán los débiles de carácter, me refiero a la mercancía,   porque yo, aunque el espíritu abatido desde mi reciente drama personal (la separación de los amantes), a puro elaborar la etapa del duelo, quijadas trabadas y  dos que tres lagrimillas, y este sudar y un pujar hondo y profundo. ¿Pero mercancía del Guero tal..?

El Güero Palma. Así resultó llamarse el tendajón de la esquina. Pastas para sopa, galletas y jericallas, canela y tortas ahogadas, piloncillo y petróleo para las lámparas. Ya repleto el morral allá vamos en el volks.  y anochecemos en la casa de campo para, de repente, el milagro del día en el día del milagro, porque nos vino a amanecer el mugir de las reses y el exultante cantar de unos gallos que a kikiriquís fuerzan al sol a cumplir con su obligación, rostro sanguíneo y congestionado que asoma rayandome con todas sus letras de luz la gloria de la mañana, la de una naturaleza viva y estallante de fulgores. La Madre Natura

Ah de la naturaleza, madre nuestra de todos los días. Ah de  los aromas, tufos y  humores –humus, mantillo- de una  Madre Natura en celo, viva, palpitante y abierta toda de par en par, al reclamo de la semilla la hendeja de su entrepierna. A concebir, a parir, a desparramar vida que repta, vuela, florece.  Yo, al asalto de las ahogadas –las tortas- y la panela y el requesón, caminé por el  paraíso, decrépito Adán que iba poniéndole nombre a todas las cosas del nuevo mundo que me salía a recibir. Mundo, tiempo y criaturas vírgenes, aún sin mancillar por ese violador de espíritus que es el monstruo de mil cabezas: prensa escrita, radio, teléfono, Televisa, TV Azteca, el horror…

Pues sí, pero lástima, la gloria quedó atrás. Ahora, yo expulsado del Edén (solo, sin Eva a quien culpar porque me diera a morder, toquetear, lenguetear, el fruto prohibido, que no llegué a saborear); ahora, repito, ya dando cara a la ciudad capital, el ánimo se me frunce a la perspectiva de trocar el mugido de aquellas reses por el de otras cuyos bramidos se encargan de desparramar los medios de condicionamiento de masas. La alucinación.

Ahora me topo con que “la economía está más fuerte que nunca”, y que “el 201 será un año exitoso”, y que “en México no hay más ley que la que democráticamente nos damos los mexicanos”, porque los mexicanos vivimos una “democracia vibrante”. ¿Una qué, una cómo?

Menos mal que como para reponernos de semejantes agresiones a la inteligencia y el sentido común tenemos ahí nomás, para alimentar adecuadamente el espíritu, las putañeras aventurillas de aventurerillas que acaban de violar a un tal  Kalimba, y tenemos también la edificante biografía profesional del Jota Jota,  y la del Azul, la del Blanco y la del Amarillo, que si no…

Nos faltan al respeto, mis valedores. Nos vencen por nuestra propia ignorancia. La tarde de ayer, a propósito, ¿cuántas horas de su tiempo vital regalaron ustedes al cinescopio o a la de plasma? (México.)

Tristuras del arrabal

La carne de hospital, mis valedores. ¿Habrá en este mundo soledad humana más aplastante que la del camastro de hospital de barriada? Fue ayer tarde, ya al pardear. Erraba yo por los corredores del sanatorio de mala muerte, tufos de morgue y desinfectante, cuando rematé frente al catre donde, posición fetal, se enroscaba aquel desdichado de pálida cuera y pupila ausente. A riesgo de que mi buena intención se malinterpretase: “¿Puedo serle de alguna utilidad? Traerle algo de estanquillo, llamar por teléfono a su familia…”

Mutismo. Ausente del mundo, el enfermo siguió con las pupilas fijas en la pared. Ah, la medida de la humana soledad…

– ¿Acepta que le haga compañía unos minutos? Quizá le alivie hablar de su padecimiento. O si prefiere estar solo…

Silencio. Ya abandonaba el cubículo. “Siéntese, pues…”

La silla, reflejo del hospital: una pata, quebrada; torcida otra más, y asiento y respaldo ya en fase terminal (hemorroides, vértebras torcidas). Seguí de pie. “¿Muy dolorosa la intervención quirúrgica? Lo noto alicaído”.

– Y cómo fregaos no, si yo nací para perder, sin estrella y estrellado. Yo cargo encima la mala suerte, el mal fario,  la salación. -Un suspirillo.

Pensé: ¿sida, tal vez? ¿Cáncer? O quizá la amantísima, que lo acaba de abandonar. La muerte en vida lo llevaría a atentar contra el remedo de vida que vivió después. Lo vi removerse.

– Porque yo, cuando sano, enfermo; cuando enfermo, grave. Si me agravo, muerto estoy. Así me verá: solo y mi alma. Un apestado. Ah, mi destino…

Afuera, ulular de trenes que a bramidos se dicen adiós. ¿Trenes? ¿Cuáles? ¿No serán fieras patrullas que olieron la carne humana? ¿Ambulancias enloquecidas que, parturientas, intentan dar a luz, (a sombras) su cargazón de dolor y muerte?

– Este catre no lo dejo enfriar. Me le voy un tiempo y aún tibio de mis humores cuando regreso…

El gargajoso clamor del ánima arrabalera, tufaradas de alcohol, desde la calle entra a empellones en la canción del flagelado : “Pa qué me sirve la vida – cuando se trái amargada…’’

– La Navidad aquí me la pasé, vuelto un santo cristo por cuestión de la pastorela. Como a mí me tocó ser Luzbel. Una costilla hecha garras, que la espada del Miguel me la dejó flotante…

Y que familia, ninguna, y que por sentir el humano calor y la humana compañía se ofrece para participar en cualquier acto público. “¿Sabe que la Semana Santa participé en la pasión de Iztapalapa? Judas…”

Quebranto, tribulación, amargura. “Un centurión romano de falda tableada y sandalias se me dejó venir por derecho y mire”.

Molacho. Que aceptó actuar en la batalla del 5 de mayo. “Pero no me la dieron de Zaragoza. De Juárez, ya de perdida. No. De Saligny. Un zacapoaxtla en brama de patriotismo, nacionalismo y tlachicotón, me sorrajó un puntazo de mosquetón que me desacabaló el par.

– Ahora entiendo su preocupación.

– Qué va a entenderla.  Mire la nueva invitación. Quezque un digno remate del Bicentenario.

Leí el argumento. Una especie de drama griego, pero esperpéntico. El escalofrío. “Rechazó tal crueldad,  supongo”.

– Supone mal. En qué estaría yo pensando. Mi mala suerte, el mal fario,  la salación. Primero Luzbel, después  Judas, zuavo, y ahora…

-Pero esto resulta trágico. ¡En la alegoría va a representar al México de hoy y a sostener encima a un Calderón todavía más salado que usted y que saló a todo México! ¿Sabe lo que usted va a perder?

– Claro, el otro, el que me queda vivo del parecito…

Mordió la almohada Lo oí sollozar. Yo me la persigné. (Qué más.)

“¡Somos campeones!”

Llegó el alimento, mis valedores. Ha llegado el maná para esa  Perra Brava que se agostaba por falta de su alimento espiritual. Porque desde hace semanas y hasta el día de hoy lo único sustancioso que lo mantenía con vida eran los jeringazos de hemoglobina (la nota roja, “reina del reitin”) que le embombillan el cinescopio y la de plasma. Pero ahora sí, completo  viene el sustento  para los pobres de espíritu: la regazón de cadáveres que les proporciona  el de Los Pinos y el clásico pasecito a la red que le arrima el duopolio de la TV.. Banquetazo.

Porque decir Perra Brava es decir pan y futbol; muy  poco de lo primero, pero del otro, hasta reventar. Decir Perra Brava es remitirnos a la manipulación de unas masas enajenadas que más allá de la carestía de las subsistencias van a pagar su boleto y a abarrotar el graderío del Goloso de Santa Ursula, y con tal acción multitudinaria practicar ese lóbrego onanismo mental que consiste en vivir peripecias ajenas, y tomar como propias las “hazañas” de unos alquilones del balompié que por practicarlo cobran altísimos sueldos. El fanático, en tanto…

Ese, mírenlo ahí,  sentado a dos nalgas en el graderío, calientes cabeza y garganta y las tripas empanzonadas de agave y lúpulo, enajenación en que cae también el fanático y sus compadres frente al televisor. Miren ahí al fanático, jugando al héroe por delegación. Obsérvenlo, vientre fofo y lonjudo a la mitad de su edad. Ese enajenado  no juega, no sabe jugar, no tiene condición física para practicar el juego, pero cuánto sufre, qué bárbara forma de vibrar y sentir como propias las acciones de los alquilones del espectáculo. “¡Ganamos! ¡Goleamos”. “Si sufrimos esta derrota fue porque no supimos desarrollar un juego de conjunto”. ¿Nosotros, tú, ustedes? Macabrón. ¿Que no? Juzguen ustedes:

Llegó a mi correo electrónico. Ya a punto de borrarlo examiné su contenido, y válgame, lo que el remitente comunicaba al orbe. Aquí, respetando su sintaxis, la parte sustancial del mensaje del cándido que asumió como propias las “hazañas” ajenas:

“¡Ya lo pueden gritar! ¡Somos campeones! Millones festejan, millones lloran, millones se abrazan…

Este título es nuestro y no lo íbamos a regalar. La afición respondió como lo que somos: CAMPEONES.

El primer tiempo fue duro, difícil, peleado, intenso y sin goles…

Y sucedió, ¡la gente lo empató! Sí, lo empató con ese apoyo impresionante que le enchinó la piel a todos los presentes. La gente empató el marcador con goles de (aquí un par de nombres) en cuestión de pocos minutos…

En el aire se podía respirar el gol, ese gol que habíamos esperado nada más que 13 años y que estaba aguardando por que alguien se pusiera el traje de héroe para anidarlo en las redes y hacer que medio país gritara ¡CAMPEON!

Todo una fiesta, todo un carnaval que a muchos nos durará toda la vida. El himno del equipo se tocó una y otra vez, cada una de ellas coreada y cantada por todos los presentes, al igual que el ‘Dale campeón, dale campeón´, seguido del ´Palo palo palo, palo bonito palo ehh, ehh ehh ehh somos campeones otra vez…

La fiesta no terminó y no terminará durante mucho tiempo. El (aquí el nombre) ES CAMPEON, Y AHORA SÍ, ¡¡¡Haber (sic) quién nos aguanta!!!

VENGAN CAMPEONES, FESTEJEN QUE ESTE TITULO YA ES

NUESTRO!!! EL NUESTRO, EL MÁS GRANDE!!! 13 TITULOS Y HABER QUIEN NOS ALCANZA!! GRACIAS A TODOS LOS QUE NOS DIERON ESE TITULO! ¡YA SON HÉROES..!!!

Ah, los mediocres. Ah, los pobres de espíritu. (Con los “héroes” del fanático sigo mañana.)

La separación de los amantes

Al Centro de acopio me referí  ayer y anudé la referencia con mi única, ausente para nunca más. Aclaré que aunque asunto personal, el amor y la ausencia son la sustancia de la relación de pareja, de modo tal que la mitad de ustedes habitan en ese estado de gracia que es el amor y el resto  en plena elaboración de la ausencia. ¿Que alguno ni amor ni dolorimiento? Difunto es, y ni lo sabe ni le interesa, lástima.

Sigo con la relación de esa mi única cuya imagen me asalta en pleno día, y que apretando los dientes y todo lo apretable logro vencerla. Sin las muletas del inválido espiritual: que si el Prozac, que si las copas, que si…

En el día me asalta la imagen de mi única y yo aguanto su embestida tres, cuatro siglos de 60 segundos cada uno, y al final, boca amarga y fruncimientos de espíritu, ¡triunfé! Percibo alejarse en derrota la dulcísima sombra. Y a seguir viviendo (¿esto es vivir?). A existir en la almendra de mi soledad. Ah, pero en la medianía de mi sueño, el desquite…

Ahí sí rindo la plaza a los fuegos fatuos que, embeleco dulcísimo, me hacen creer que ella está conmigo como cuando yo era yo feliz y no lo sabía. Suelto entonces la madeja del amor, el sufrimiento, la ternura, las lágrimas. Si ustedes me vieran en pijama y bata bajar a la cocina y, hervoroso todavía, poner a hervir la de tila para los nervios…

Pero achaques de la ausencia: un sueño (blanco y negro) me visitó  anoche; callejón en penumbra, corazón del barrio bajo. En cierto acto circense desangelado el oficiante, vestido de oriental, acaba de serruchar a la joven que, entera y espléndida, sale de su ataúd, ¡me sonríe! El mago la apresura para seguir camino. Yo, desesperado por no perder el rastro de la niña del ataúd que me sacara del de la soledad, le pregunto dónde volver a encontrarla “Donde haya una feria”, responde con esa su voz, y va retirándose mientras yo, a lo desesperado, le pido sus señas telefónicas.    “No tengo teléfono”.

Tensa ella, anhelante. Yo: “anote el mío”, y tomo un trozo de papel, ¡y el bolígrafo no tiene tinta! Lo restriego en el papel y logro asentar los primeros seis dígitos: 56-52-00…

(Niña, regresa encontrémonos en la región de mis sueños, donde vivamos una vida de ilusión y embeleco. Regresa.) “Vámonos ya”, le urge el mago. Ella sonriéndome, aguarda el cacho de papel. ¿Cuáles son las dos últimas cifras, Dios? Y es tal mi esfuerzo de concentración, y es tal el ímpetu por que ese cordón umbilical no se rompa, que abro los párpados. Ahí, en la penumbra, las fosforescentes pupilas, mirándome “¡Un 2 y un 6 los dígitos que faltaban!”, le grito.

En el claror del alba mi clamor fue escuchado por la cortina, el buró, el libro encima las pupilas del gato, que confundí con las que miraba en mi sueño. Dolido, desalentado, le pasé una mano por el pelaje, como acariciar una que cuál su nombre seria. Si en sueños pudiera saberlo, para mí no todo estaría perdido. Y es aquí donde regresa el  Centro de Acopio de El Valedor.

Volví a dormirme, y en sueños señoras diversas cargaban con víveres y medicinas. Vi la oportunidad para deshacerme de estas que me apesarn. “Llévenselas, pocas me quedan, de algo pueden servir a algunos”. Se negaron. “Nomás estorban. Ya ni se usan”. Y adiós. Qué les costaba llevárselas. Estropeadas, pero casi enteras; desteñidas, pero aún con rastros de color. Me quedé con mis ilusiones, lástima. Boca amarga al despertar, y a seguir cargando unas ilusiones inútiles que escarban la llaga y la vuelven a humedecer. (Nallieli.)

Quebrantos y duelos

Lo que sea de uno que sea de todos. En el Centro de acopio de El Valedor todas las donaciones son bienvenidas y llegan de todas partes y a todas partes regresan, de  Oaxaca al Estado de México y de San Lucas Amalinalco a las comunidades indígenas de la Sierra Norte de Puebla. El Centro de acopio se mantiene fuerte, enterizo, porque lo alimentan ustedes, atenidos al Libro en esa su frase que es síntesis del humanismo: “Si no tú, quién. Si no ahora, cuando”. Gratificante.

Gratificante, sí, pero de algo pesaroso quiero hablar con ustedes; algo personal, pero común a todos nosotros si ocurre que estamos vivos; y a propósito: que la vida es sueño, murmura Segismundo, y agrega, melancólico:

– Soñemos, alma, soñemos…

Y es que la vida es sueño, o el sueño vida, según, y las dichas de esta vida, por engañosas, hermanas son de las que vivimos durante el sueño, y nuestras vidas están tramadas con el material de los sueños, y nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, y …

Yo los invito, mis valedores, a desintoxicarnos; por un momento a dejar de lado el sonido y la furia del rugido y la sangre chorreante con que la nota roja alimenta el espíritu de tantos de ustedes. Que esta vez platiquemos de amor. ¿O qué, ustedes nunca se han enamorado, nunca han padecido ese gozo inefable? ¿No han gozado esa muerte viviente que significa la ausencia de la única? ¿No han vivido, pues? ¿Qué se van a llevar al sepulcro? ¿Toda una programación de telenovelas y el clásico pasecito a la red que mamaron del cinescopio, de la de plasma? Atroz.

Mis valedores: para aquellos de ustedes que a estas horas sufren o han padecido achaques de amor, abandono y soledad, y que buscan alivio en los dicharajos embusteros  de que mal de muchos es consuelo de quién sabe cuáles, y de que un clavo saca otro clavo, y de que  en este mundo mujeres es lo que sobra, y demás tufaradas de mal aliento que arroja la misoginia, hago a un lado el ruidajo de hojalata que generan los medios de condicionamiento de masas para hablarles de amor y de sueños, de sueños y amor, hermanos de sangre casi siempre derramada desde las frágiles telas del corazón. Alma mía de mi ausente, y ojos que te vieron ir… mi única.

Aquí y ahora recuerdo a aquella que me provocó un sueño que terminó en pesadilla el día que anocheció en mi cama y amaneció en algún rumbo sin rumbos; ella, su imagen ausente que a todas horas me acosa, no logra vencerme por más que me asalta a deshoras del día e intenta encuevarse en mi mente, tomarla a sangre y dolencia, y hornazas y crispación, y tornarla un caos de recuerdos, añoranzas, vivencias, dolor. A la luz del día venzo su acometida ventajista. Siento sus manos golpeando los muros de mi cerebro, y azotarle las ventanas y, al modo del ladrón poquitero, con ganzúa tratar de violar la cerradura de la puerta. Me endurezco entonces, remacho las quijadas y esto es concentrarme en mi lectura, la redacción de mis artículos periodísticos, de mis ficciones todavía inéditas, de los acordes de la cantata, el motete, la sinfonía. Aguanto a pie firme el temblorcillo de manos, la crispación, la sudoración, y retengo el aliento, endurezco las carnes del corazón. Me encomiendo a mi Dios, a la enjundia de mis redaños. ¡No al Prozac, señor ex-presidente! ¡No al licor, dogo al otro! En mi juicio. Ah, pero en sueños; cómo,  dormido, neutralizar su estrategia cuando me sorprende indefenso. Es ahí donde arroja sobre mí todas sus fuerzas y me masacra con su aparición engañosa. (Sigo mañana.)

Interruptus

Los romances frustrados, mis valedores. Al que yo aquella vez aspiraba se lo llevó el tren. Uno de juguete. Cierro los ojos y vuelvo a mirar a la sota moza tal como fue en aquella navidad, con su hermoso pelo de ángel, de blancura angelical. No una anciana de cabello cano: pelo de ángel con el que abatía un arbolillo pandeado a la cargazón de foquitos, esferas, estrellitas y madrecitas de esas. El trenecito eléctrico era mi último recurso.

‘¿Mi prima?  En mi familia la oveja negra, que brincó el redil;  el brinco le produjo aquel lozano chamaco que un trenecito pidió de navidad. Yo, venteando la oportunidad, tomé el sobre destinado a la renta y me fui al juguetero nacional. “Esta noche es nochebuena. Doy este alegrón al hijito, se enternece mi prima, y una vez que nos atasquemos de muslos (del pavo), a la cama el chamaco, y ándenle: nuestros muslos al catre”. Fantasías de solitario

incestuoso. Y sí…

A su hora el chamaco le desbarató el moño al regalo y sacó la preciosidad de ferrocarrilito de corriente eléctrica. El alegrón, y a armarlo. Y aquella emoción, la expectación aquella, la ansiedad por mirar la locomotora pita y pita y caminando, y llamar a la sota moza, mostrarle el juguete (el de corriente eléctrica) y enchufarla (la vía del tren). Pero, ¿enchufar la vía? ¿Y cómo enchufarla, si este tramo tenía con qué y toda la disposición de unirse a la siguiente, pero la siguiente carecía de orificio por dónde? En el otro extremo se le alzaba un gancho de este grosor, pero trozado  por la mitad que hagan de cuenta circuncisión fallida. Dos, tres tramos se dejaron enchufar, pero el resto, castidad absoluta.

– Tío, ¿y los vagones?

Y a jurgunear carros para un apareamiento imposible. Traté con este, con ese, con aquel. Nada. Tomé este y lo coloqué de ladito, pero enchufarse cómo, por dónde. Lo coloqué boca arriba y le abrí las ruedas. Nada. ¿Por atrás? Un agujero oxidado por falta de uso. Primero se acható el gancho que abrirse el enchufe. Tenso, el sobrinillo: “Con salivita, tío”. Llevé el furgón a mi boca y la saliva agarró un sabor a hojalata oxidada, pintura reblandecida y bilis desparramada. “¡Alicatas, martillo, échatelos para acá!”

– Así menos. Mejor fueras a reclamar a los jugueteros.

– ¿Reclamar a quién, ante quién? –con las alicatas empecé a jurgunear rieles y vagones de tren, pero nada. Comencé a resollar recio, a jadear, a pujar. El sobrino: “¡Ma, ven a verlo, ya está echando humo!”

– ¿Humo, m’hijo? ¿El diesel?

– El del humazo es mi tío. Por las orejas, míralo.

– ¡Bigotón, cierra esa boca! Con lejía y estropajo te la voy a restregar.

Ahí, sobre la alfombra, el desastre. Se acuclilló la prima. Sus formas a seis pulgadas de mis ojos.  Yo, bizqueando al mirarlas, la súbita sacudida. Me acalambré. Sentí que ojos y boca se me torcían, los tomates chispándose. “¡Que te electrocutas!”  Y la sota moza corrió a desenchufar el cable; luego observó el juguete:

“¡Virgen santísima, qué desastre de ferrocarril! ¡Pero si no parece sino que por aquí acaba de pasar Zedillo..!

Allí terminó la aventura de la prima, el trenecito y el frustrado enchufe. Ya de vuelta en mi soledad reflexioné en la frustrante experiencia con los juguetes “echos eN mexjico”. Hoy, arrasados por el tsunami chino, los jugueteros rabian, chillan y claman que andan al filo de la quiebra, la ruina, el suicidio. Trágico, sí, ¿pero qué hay de los tiempos en que una industria sobrona y sin competencia nos enchufaba trenecitos sin enchufes?  Puro enchufar, acuérdense. (En fin.)

El zapatero criticón

No resistí más. Encaré al criticón:

– ¿Así que a seguir flagelándonos? ¿A seguir renegando contra los beatos del Verbo Encarnado de ayer, de hoy y del futuro?

– Su madre les mentaría, si tuvieran.

– ¿Ignora que todo lo bueno y todo lo malo que ocurre en este país es responsabilidad directa de todos nosotros, los dueños de la casa común? Si la labor de quienes contratamos a muy alto precio para el servicio de la casa no es lo eficiente que esperábamos de ellos, a despedirlos y contratar a unos eficientes. Con que las masas sociales nos organicemos en forma debida…

– ¿Así de fácil? A usté ya le llegaron al precio, y lo único que me extraña es que así y todo  mande componer esta tiznadera de chancas.

A de los reniegos me referí ayer, zapatero que prometió revivir mis botines, soberbia estampa que de tanto pisarlos terminaron  por degenerar en ruinas deformes. Mientras el remendón los examinaba y montaba en la banqueta su taller ambulante tuve que escuchar aquel vómito de reniegos e insultos de madre arriba contra Los Pinos y anexas. Lo usual. Yo, impaciente, dejé  en sus manos la suerte de mis botines y subí a mi depto.

Fue al final de la tarde cuando encaré mi par de botines; apenas salidos de terapia intensiva en el quirófano zapatero, el desastre: no cirugía sino autopsia. Lívidos los contemplé, desangrados, que habían perdido el color. Y las suelas: de la mejor calidad se me había prometido y la pagué al contado, pero aquella carnaza tiraba a cartón mal pegado con plastas de engrudo. No, y al tratar de probármelos: de cálido albergue que fueron para mis pies, que algo tenían de atributo femenino, mis botines se habían convertido en covacha   inhóspita, desapacible, erizada de salientes, recovecos, hondonadas, una a modo de estalactita a la altura del gordo y una estalagmita contrapunteándose con el talón, válgame.

Y tan honesto que parecía el remendón, y tanta confianza que me inspiró en el momento en que mirándome  a los ojos me juró por su madre santa que habría de utilizar lo mejor de su arte y cueros para revivir mis botines. Pero botines vemos, remendones no sabemos. Renegué:

– ¿Qué horas hace que conmigo se desquitó vaciando toda su carga de bilis negra contra los beatos del Verbo Encarnado y las honorables familias Salinas, Montiel, Fox y Bribiesca Sahagún? ¿No recitó de corrido y se las mentó a la Gordillo, Romero Deschamps y compinches?

–  Punta de pútridos, hijos de su pura madre.

– Usted, como millones de paisas, vive exasperado frente a las hechuras de esos sinverguenzas, ¿pero y usted? Mire el servicio que me cobró a muy buen precio. Son millones los paisas del “ahí se va” y “el que tiene más saliva traga más pinole”.  El obrero, el abogado, el burócrata y el industrial.  No, y ese médico Sanjurjo que me dejó el epigastro (¿?) como usted mis botines. Ellos, usted, desde su margen para la corrupción, ¿no tienen como segunda naturaleza la engañifa y el escamoteo? ¿Y esta sociedad quiere estadistas en el gobierno? ¿Los sinverguenzas Montiel, Fox, la Gordillo y Salinas de dónde salieron, si no de esta sociedad corrompida? Cada pueblo tiene los corruptos que se merece, acuérdese. ¿Usted no se reconoce entre ellos?

Que mi tiznada no sé que, y fue ahí  donde peló la cuchilla. Yo, el valiente, di el cerrón a la puerta, de dos en dos trepé la escalera y me encerré en mi cuarto. Desde la ventana, a gritos:

– ¡Tiene usted la mecha más corta y menos capacidad de crítica que el tal Calderón!

– ¡Tizne a su m..!

(¿Quién?)

Contra el de Los Pinos

Esta vez el naufragio, mis valedores. El desastre que tengo y sostengo en mis dos manos. En ellas contemplo la ruina en que han venido a parar aquellos que hasta ayer fueron botines de soberbia estampa, café oscuro su color y tacón de baqueta, aguzados de la punta y con sus orejetas detrás. Magníficos cuando nuevos, es ley de la vida que lo vivo envejezca y se frunza, ley  a la que botines de ninguna clase y color puedan sustraerse, de modo tal que los míos fuéronse maltratando, se me enchuecaron, y tan sutil se tornó la suela que entre mis pies y la madre tierra –o el padre asfalto, según- no quedaba más que la tela del calcetín, y qué hacer.

Arrumbé mis bienamados en el asilo de viejos (un arcón de pino, refugio de la polilla) y saqué a relucir los del domingo, con lo caro que me costaron, y los anduve pisando, y al pisar pisaba con tiento, como tratando de pesar lo que una mariposilla sobre un pétalo de rosa (mira, mira).  Pero en eso, en una de esas, desde la calle, el pregón vocinglero:

“¡Zapatos qué componer..!”

Corrí al arcón, saqué mis botines y bajando a la calle los puse en manos  del remendón, que los miró, palpó, sospesó, examinó de un lado y del otro, por abajo y por atrás, cuidado con la albureada, y su veredicto: “Tacones, suelas corridas, y peor que nuevos. Ni los va a reconocer”. Una hora me pidió para llevar a cabo la reconstrucción de los tales,  y ahí mismo, en la acera de Cádiz montó su taller ambulante, y que saca pinzas y martillo y agarra de las orejas mis dos botines, y que al iniciar la reparación de daños comienza a hablarme del beato del Verbo Encarnado, y a desfogar sus rencores contra él, y a soltar bilis negra, y a forrar de altisonancias a sus allegados, válgame.

– Pero un consuelo me queda: que a ése le queda muy poco tiempo en Los Pinos. Yo seguiré siendo un honrado zapatero, ¿y él..?

Válgame. Después de estar aguantando sus reniegos contra el susodicho, su gabinete y los diputados, subí a mi depto. y en el sillón de la estancia seguí la lectura del clásico, todo arropado en el universo sonoro de mi señor Bach. Y la paz…

Y así, en paz, pasó la hora convenida, pero nada, que el remendón no daba trazas de avisarme por el interfono que bajara a recoger mis botines, y así dejé que pasaran dos horas más, y otros tres cuartos de hora, hasta que al morir la tarde, ya al pardear, la catástrofe: tengo en mis manos los botines de marras, y válgame, qué naufragio de botines, qué metamorfosis han venido a sufrir, que ante esta la de Kafka es juego de niños. Lástima de botines…

Su color, por principio de cuentas: de café oscuro como los confié al remendón, se habían tornado negruzcos, con rosetones lívidos aquí y allá, que hagan de cuenta que de repente pescaron alguna enfermedad contagiosa. Por cuanto al material: se me había prometido, y eso pagué al contado, suela de la mejor calidad, pero aquella carnaza tiraba a cartón mal pegado con plastas de engrudo. Pero su forma, Dios: de cálido albergue que fueron para mis pies, que algo tenían de atributo femenino, mis botines se convirtieron en una covacha inhóspita, desapacible, erizada de salientes, recovecos, hondonadas, una a modo de estalactita a la altura del gordo y una estalagmita contrapunteándose con el talón. Yo, los  botines en las manos, me puse a pensar, medité para mis adentros, y llegué a la mortificante conclusión que mañana mismo  habré de  comunicar a todos ustedes. (Vale.)

De virus y gérmenes

Noche de ayer. Calentura. Tomé el teléfono y llamé a la mujer. “A ver si me enfría” Ella, a la distancia:  “Me pongo ropa adecuada y estoy con usted,  pero despreocúpese:  muchos glóbulos lo defienden”.

Glóbulos blancos que ya andarían arrasando con bacterias y gérmenes que me provocaron la fiebre. Qué bien.

¿Qué bien? Qué mal: la doctora que se tardaba, y en mi cerebro una fiebre que alzó hasta niveles de escándalo el mercurio de mi termómetro “rectal”. Y ahí el pensamiento obsesivo, y el delirar, tembloriquear, caer en la duermevela y los descoyuntados delirios. De súbito ahí, vaporosa entre brumas y como en cámara lenta, La Descarnada, que se me arrimaba y alargaba el brazo para arrastrarme hasta el inframundo. Le imploré:

– Piedad. Apiádate de este infeliz que…

Era la doctora. “Vaya que los gérmenes lo atacaron con virulencia”.

–  Sálveme, si no es que usted sea otro de mis delirios.

– Calma, hombrecito valiente, que ya los glóbulos blancos están combatiendo esos gérmenes perniciosos.

– Eso es lo grave, doctora: estoy delirando, o los glóbulos blancos me fueron a resultar maestros del SNTE. En mi pesadilla pude verlos combatir la ralea de gérmenes, rapaces y carroñeros, depredadores de mi organismo.

Y es que había observado que en mis venas el germen invasor se tragaba mi sangre, mi carne, mis huesos y mi petróleo, petroquímica, banca, energía eléctrica, mientras que unos virus nativos, entreguistas proyankis, les ejecutaban el trabajo sucio. Yo, en mis delirios, clamaba: “¡Auxilio, glóbulos blancos!” Y sí, de repente, en formación de ataque y a banderas desplegadas, ahí la gallarda contraofensiva contra su enemigo histórico.

-Pues sí, doctora, ¿pero cuál cree que era su táctica? “¡A la mega-marchita contra los gérmenes! ¡A e-xi-gir-les que abandonen este organismo! ¡Sí se puede!”

Miles y miles de glóbulos en mi defensa: “¡E-xi-gi-mos a los invasores que abandonen el elemento en que viven y del que viven! ¡El glóbulo / unido /jamás será vencido! – ¡Calderón, ojete / el pueblo no es juguete!” (¿No lo es, con semejante táctica de combate, candorosos glóbulos?)

¿Los virus proyankis, en tanto? Esos, doberman del paisanaje y chuchos falderos del vecino imperial, se dejaban venir contra mis mega-marchitas defensas, y con su garrote les rajueleaban la testa y les partían su madre.  “Y créame, doctora:  tanta rabia me provocaron las mega-marchitas de los mega-marchantes que así defendías causas justísimas e-xi-gien-do a gritos y mega-marchas, que les dejé ir una ráfaga de gases. Lacrimógenos”.

– Muy mal hecho, hombrecillo valiente.

– ¡Pero es que esos glóbulos, mediocres impotentes para crear tácticas efectivas contra virus y gérmenes, mi vida la defienden a punta de marchas, plantones y bajadas de chones.

– Bájese los suyos y aflójelas.

– ¿Usted también? ¿Qué quiere que afloje, doctora?

– Quieto. Un piquetito, y como nuevo. Penicilina.

– ¿Y si a la tal se le ocurre defenderme con foros, mítines y paros escalonados?

– Usted delira. Abra su boca.

La abrí, cerré los ojos, sentí agarrosón el termómetro, bizqueé para verlo, traté de gritar, pero sólo alcancé el tartajeo: “Ej el gectal, doctoga”. Bajo mi lengua, el que había utilizado un rato antes, válgame. Y aquí, en mis delirios, el mensaje a los glóbulos profesionales de la mega-marchita: ¿y si lograsen pensar y asumir la autocrítica para plantearse la interrogante: es eficaz la  toma de la vía pública? ¿Hasta qué grado lo es, reforzada con la e-xi-gen-cia contra el  Poder?  (Lástima.)

Vivir…

Un día tu alma caerá de tu cuerpo, y serás empujado tras el velo que flota entre el universo y lo cognoscible. No sabes de dónde vienes. No sabes a dónde vas. Mientras tanto… ¡sé dichoso!

El Rubaiyat, por supuesto, de Omar Khayyam, poeta “de la brevedad de la vida, el absurdo del mundo y la fugacidad del placer, consuelo único del hombre”. La del persa es poesía concebida en la entraña de una civilización de refinamiento y decadencia, la de la Persia de mediados del XII, nueva y deslumbrante, de acentos desesperados.

El Rubaiyat  constituye una sucesión de conceptos filosóficos bellamente armados en el molde del poema, y alude a esos elementos que desde siempre son y serán preocupación de lo humano: el tiempo en cuanto demoledor de la vida y los goces de los sentidos que, aunque efímeros, son el único medio de lograr el espejismo de vencer al tiempo, a la muerte, a la eternidad”. Agridulce, directa y desnuda de galas se nos entrega, que para el fatalista poeta del desencanto y la sensualidad machihembrados no existe más placer que el de los sentidos, ni más vida que la del instante; que la naturaleza sigue su curso muy por encima de nuestros dramas personales, tan pequeñajos, y de la angustia vital ante el tiempo que pasa. Que es vano empeño la rebeldía ante el dolor y la muerte y no nos resta más recurso que exprimir el zumo de la vida y la sangre de la uva, y existir dentro de la almendra del instante, y no más; que a manera de las mejores voces del Siglo de Oro  español, la existencia del hombre  no es más que sueño, polvo, sombra, olvido. Nada, pues.

“Cuando hayamos muerto no habrá ya rosas ni cipreses, ni labios rojos ni vino perfumado; no habrá penas ni alegrías, ni auroras ni crepúsculos. El universo se aniquilará, puesto que su realidad depende tan sólo de tu pensamiento. Mira y escucha. Una rosa tiembla por la brisa y el ruiseñor le canta un himno apasionado; una nube se detiene. Olvidemos que la brisa deshojará la nube que nos brinda su sombra…”

Soñemos, alma, soñemos, dice Segismundo,  y Torres Bodet: ¿Para qué contar las horas? – No volverá lo que se fue, – y si lo que ha de ser ignoras, – ¡Para qué contar las horas! – ¡Para qué..!

Atienda alguno de ustedes, uno, aunque sea, la escena antigua y actual que ahora les ofrezco, frutilla madura de la literatura oriental. Ya después todos ustedes a seguir con su trajín:

“Señor, no sirvas todavía el vino, que acabo de reflexionar. He aquí que ha llegado el momento en que los comensales están menos alegres, en que la risa duda; el instante en que las danzarinas vacilan, en que las peonías se deshojan. He aquí el único instante en que el corazón habla con sinceridad.

Señor: tú posees palacios, guerreros, vino perfumado. Yo no tengo más que mi laúd, que canta amargas canciones a la hora en que las peonías dejan caer sus pétalos. En esta vida, señor, sólo tenemos una certidumbre: la muerte. Estas bocas que nos besan estarán un día llenas de tierra. Este laúd que vibra bajo mis dedos servirá para refugio de las gallinas. El tigre saltó a los valles donde en otros tiempos erraba el pez Mrang. El coral tapiza los torrentes donde florecían antaño las violetas. Escucha allá lejos, en la montaña blanca de luna; escucha a los monos que lloran en cuclillas, sobre tumbas abandonadas…

Ahora, señor, ya puedes llenar nuestras copas”.

Mis valedores:   a vivir. Qué más. Qué mejor. Vivir, que es más tarde de lo que suponemos. Y el aletazo del tiempo, y  este estremecimiento. (Vivir.)

El retablillo anual

De pronto salimos del sueño – sólo venimos a soñar – no es cierto, no es cierto – que venimos a vivir sobre la tierra…

Con la desalentada filosofía de Nezahualcóyotl y reflexiones en torno a la fugacidad de la vida que a su hora han formulado poetas de la hondura y reflexión de Omar Khayyam y Manrique, aquí entrego a todos ustedes, como cada fin de año por estos días, este mi mensaje de fin de año que se nos torna tradición, y que procura interrumpirles el ritmo desalado de las fiestas de fin de año con la secreta esperanza de que a alguno sea de provecho con la meditación de lo efímero de tales festividades dentro de la fugacidad de una vida que en estampida se nos huye para nunca más. Y qué hacer. Clama, a su Hacedor, un abatido Job: Tus manos me hicieron y me formaron – Como a barro nos diste forma  – ¿Y en polvo me has de volver..?

Mis valedores: el cuerpo aún fatigado después de la celebración navideña y el gaznate estragado todavía por el regusto a festividad y derroche aberrante, y una vez que a regocijos y litros de alegría embotellada se habrán  deseado felicidades y parabienes para el año que está ahí nomás, acechando, ¿me permiten, como cada año por estas fechas, que desentone del ánimo colectivo y los invite a frenarnos el tanto de un suspirillo para reflexionar sobre el tiempo que pasa para nunca más? Por desdicha…

El hombre nacido de mujer _ corto de días y hastiado de sinsabores – sale como una flor y es cortado – y huye como la sombra y no permanece…

Y qué hacer. Estamos a la vuelta de un año más, que a la hora de hacer las cuentas resulta que fue uno menos. Contradictoria la aritmética de nuestro humano existir. Andamos, dos o tres de nosotros, doblando ya el Cabo de Buena Esperanza. Será por eso que al menos a lo inconsciente alienta dentro de nosotros la sentencia inmortal de Manrique: Nuestras vidas son los ríos – que van a dar a la mar – que es el morir…

¿Por qué este ánimo ceniciento, cuando en derredor todo es júbilos, azucarillos y aguardiente? Será porque a algunos se nos quiebra el ánimo, se nos resfría con la certidumbre de que vivimos en el cogollo de lo fugaz, lo perecedero; de que existimos en la sustancia misma de nuestra muerte propia y particular, intransferible, a la que vivimos alimentando día a día con el tiempo de nuestro diario existir. Clamor dolorido, Job: Mis días fueron más veloces que la lanzadera del tejedor y fenecieron sin esperanza…

¿No es verdad que tal sentimiento de lo finito y lo transitorio, que semejante sensación de errabundaje y romería viene a depositar al cabo del año y a principios del nuevo, en el ánima del ánima, un regustillo a ceniza, a terral, a aliento de despedida apenas postergada? Y qué hacer con esta tristura que se nos aposenta aquí, miren, en lo más blando de una corazonada, por cuestión de este otro año que se nos ha ido para nunca más, y qué más. Mis valedores:

No por estropearles su gusto, sino porque los miro correr a lo desatinado rumbo a ninguna parte, hoy invoco para ustedes la voz de algunos poetas filósofos que de repente perciben el aletazo del tiempo que pasa para nunca más retornar; voz que es sabiduría quintaesenciada que provoca serenidad y quebranto machihembrados, y un como regustillo a lejanía y desprendimiento del ánimo bien dispuesto en el final de un año más, que a fin de cuentas vino a ser uno menos. (Tales voces, mañana.)

¿Quién es el verdugo?

Edipo, mis valedores. Parricida e incestuoso, aborrecido por los dioses y padre de una raza maldita, de oídas es conocido porque Freud nos lo enjaretó en plan de complejo psicológico. Aquí, con ánimo de que alguno de ustedes se eche a buscar el Edipo Rey  (Sófocles), va un esbozo de la tragedia que signó el destino del héroe tebano. Hijo de Layo y Yocasta, reyes de Tebas,  la Pitia advirtió que de engendrar un hijo mataría a su padre y metería a su propia madre en la cama. Y nació Edipo. Layo, espantado:

“Llévense al monte al  recién nacido y ahí  sacrifíquenlo.

Movidos a piedad los ejecutores lo abandonaron. Colgado de los pies a la rama de un árbol lo encontró el pastor Forbas, sirviente de los reyes de Corinto, a quienes entregó para que ellos lo criaran como hijo propio que ya de joven, ante ciertos rumores acerca de su origen ambiguo, Edipo consulta a la Pitia, que le profetiza:

– Matarás a tu padre y a tu madre la tomarás por mujer.

Espantable. Por conjurar la tragedia Edipo huye del palacio, se hace al camino y de repente se topa con La Esfinge, monstruo con cuerpo de perra, garras de león y alas de águila, que acostumbra plantear acertijos a los caminantes, a los que destruye si no dan con la respuesta acertada. A Edipo: “¿Cuál es el animal que en la mañana camina en cuatro patas, a medio día en dos y al atardecer en tres, y cuando más patas tiene es más débil?” Edipo:

– Ese animal es el hombre, que en la mañana de su vida anda en cuatro patas, en su mediodía en dos y en el atardecer con bastón.

Despechada, La Esfinge se despeña donde antes desbarrancó a sus víctimas, y fue así como  Tebas se vio libre del monstruo que asolaba el país. Creón, el rey, cumplió su promesa: “Tuyo es el reino y la mano de la viuda reciente”.

Viuda porque días antes, en cierto incidente con los ocupantes de aluna carroza, Edipo había asesinado a Layo, su propio padre, desconocido para él. Y ahora se cumple la maldición: como nuevo rey de Tebas  el parricida comparte el lecho con Yocasta, su madre.  El círculo del destino se ha remachado, y ahí la furia de los dioses. Por el delito nefando de parricidio e incesto Zeus arroja sobre Tebas aquella epidemia que convierte el país en un almácigo de cadáveres al tiempo que crías  y criaturas se deshacen en el vientre materno. Edipo, su edicto real:

– ¡El causante de semejante castigo debe pagar con su vida!

Y el trágico final: ya resuelto el misterio,  Yocasta se quita la vida y Edipo se arranca los ojos. Pero Tebas conoce la paz. Por un tiempo Mis valedores:

Ya no allá, en Tebas, sino acá, en México: ¿qué desgraciado Edipo  puede ser el causante de la mortandad? A punta de plomo más de 30 mil, y otros tantos por hambre, por indigencia total. ¿Quién fue su verdugo?  De las crisis económicas y el deterioro en el nivel de vida de las masas sociales; del descrédito del país ante el resto del mundo, ¿quién es el Edipo de nuestro país, que así le causa semejante epidemia?  ¿Algún adivino Tiresias andará por ahí que nos aclare el misterio? ¿Ubican ustedes al responsable de que al país le hayan caído encima la mala fortuna, el mal fario, la salación?

Pero no  flagelarnos. El único responsable es el cuerpo social, dueño absoluto de la casa común. Los causantes de la plaga somos  110 millones de responsables, por acción o por omisión,  de todos lo bueno que solía ocurrirnos  y de todo lo malo que desde hace cuatro años cimbra los cimientos de esta casa común. Sin más. Es Tebas. (Es México, nuestro país.)

Es la historia

¿Conmemorar el Bicentenario de la Independencia sin mentar el protagonismo del alto clero católico? La Iglesiareclama que se valore el papel que desempeñó en la liberación del país. Paradójicamente, se pudiera decir: la acción que desembocó en la independencia de México un 27de septiembre de 1821 fue resultado de la Conjura de La Profesa, con un obispo Monteagudo de promotor y un Iturbide como brazo ejecutor. Pero la historia tiene sus vueltas, revueltas y recovecos, como los que llevaron a Hidalgo al fusilamiento un 30 de julio de 1811. ¿Válida o no la excomunión que recibió de manos de cierto Manuel Abad y Queipo, obispo de Michoacán? El Tribunal de la Inquisición formuló contra Hidalgo 53 cargos, para terminar azotándolo con la excomunión fulminante. En octubre de 1810 habló por la Iglesia Católica un arzobispo Lizama:

– Hijos míos, no os dejéis engañar: el cura Hidalgo, procesado por hereje; no busca vuestra fortuna sino la suya; como ya os tenemos dicho en la exhortación del 24 de septiembre: Ahora os lisonja con el atractivo halagüeño de que os dará la tierra: no la dará y os quitará la fe; os impondrá tributos y servicios personales, porque de otro modo no puede subsistir en la elevación a que aspira y derramará vuestra sangre y la de vuestros hijos.

Las masas, crédulas, y  cómo pudiese ser de otro modo, si en la Nueva España de entonces existían 29 centros  culturales y once mil ciento dieciocho templos católicos. Lógico.

Lógico también que quien levantó un pueblo en armas lo pagara con su vida. Aquí, revelador, un trozo  del documento de excomunión fechado el 24 de septiembre de 1810, que firma Abad y Queipo:

La Nueva España (…) se ve hoy amenazada con la discordia y anarquía, y con todas las desgracias que la siguen. El cura de Dolores don Miguel Hidalgo (…) levantó el estandarte de la rebelión y encendió la tea de la anarquía, y seduciendo una porción de labradores inocentes les hizo tomar las armas; y cayendo con ellos sobre el pueblo de Dolores el 16 del corriente al amanecer, sorprendió y arrestó los vecinos europeos, saqueó y robó sus bienes. Como la religión condena la rebelión, el asesinato, la opresión de los inocentes; y la madre de Dios no puede proteger los crímenes; es evidente que el cura, pintando en su estandarte de sedición la imagen de nuestra Señora, cometió dos sacrilegios gravísimos, insultando a la religión y a nuestra Señora.

El cura Hidalgo insulta a nuestro soberano, despreciando y atacando el gobierno que le representa, oprimiendo sus vasallos inocentes, perturbando el orden público y violando el juramento de fidelidad al soberano y al gobierno, resultando perjuro igualmente que los referidos capitanes. Yo, vuestro obispo, debo salir al encuentro a este enemigo, en defensa del rebaño que me es confiado.

Así pues, usando   la autoridad que ejerzo como obispo declaro que el referido Miguel Hidalgo, cura de Dolores y sus secuaces son perturbadores del orden público, sacrílegos, perjuros y que han incurrido en la excomunión mayor del Canon. Los declaro excomulgados vitandos prohibiendo, como prohíbo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda. Item. Declaro que el dicho cura Hidalgo y sus secuaces son unos calumniadores de los europeos, que no tienen ni pueden tener otros intereses que los de vosotros, los naturales, auxiliar la madre patria”.

Así, con los beatos del Verbo Encarnado, capas pluviales y solideos a celebrar el Bicentenario. (Dios.)

No lo perdono, señor

Yo le perdonaría todo el mal que nos causó a tantos con el fraude que fue a encaramarlo a Los Pinos. Le podría perdonar que para embrocarse la tricolor se valiera de toda clase de tretas, “dados marcados” y una abominable “elección de Estado”. Se lo perdonaría, señor.

Y también que para treparse, primero, y mantenerse después, sin provocar una insurrección en las masas, invierta una enorme tajada de nuestros impuestos manipulando a pobres de espíritu aturdidos con una propaganda aplastante. Que lo hayan trepado los enemigos históricos del país: la Casa Blancay los mayores capitales de este país, pasando por  los cristeros tardíos de El Yunque, los púlpítos de los Rivera Carrera y el duopolio de la televisión. Le perdonaría que con su nefasta política de arropar y ser arropado por sotanas, casullas y capas pluviales, siga emporcando un estado laico mientras (la banda tricolor entre pecho y espaldas) convierte el  país en basílica del Verbo Encarnado.

Todo esto le perdonaría; que mi país sea manejado por usted,  un individuo ayuno de todo carisma, de toda personalidad, mediocre hasta el tuétano de los huesos. Esa su voz que ventosean todos los medios de condicionamiento de masas, ese su aspecto de burócrata poquitero, esa su cortedad de expresión, su cortedad de miras (¿usa bifocales?), su cortedad de físico, donde todo lo que se eche encima le queda grande. (Aún traigo en la menta su disfraz de mílite, con un  chaquetín cuartelero todo guangoche, y que se haya dejado encasquetar una gorra color verde olivo con cinco estrellas, atuendo que a usted le sentó como a la de la fábula un par de aretes, tan impropio ya no de un estadista, ni siquiera de un buen gerente de la sucursal México de la matriz en Washington.)

Yo le perdonaría que después de un proceso electoral turbio, pantanoso y  mostrenco, su  medida de gobierno inicial fuese correr a Washington, y con la oferta de continuar imponiendo a las masas populares el azote neoliberal se haya puesto a las órdenes de su jefe nato por aquel entonces, el Bush genocida de la Casa Blanca.

Perdonaría que haya incumplido todas sus promesas de campaña y que  en lo que va de su gobierno el país se  haya endeudado y retrocedido en los rubros de política económica y financiera; que con sus políticas erróneas lo haya desacreditado casi tanto como con esa estúpida guerra que  por afanes de una legitimación imposible decretó contra el narcotráfico, guerra que tiene perdida y a usted lo acabó de perder, que acabó por desacreditarlo, y de paso al país, y orillado a ser motejado de estado fallido, y perder el control de grandes áreas del territorio patrio.

Le perdonaría, señor, que haya dejado de ser jefe de gobierno para tornarse jefe de partido. Su manejo torpe  de la crisis, el  desempleo, el empobrecimiento de las masas populares, una canasta básica inaccesible…

Todo se lo perdonaría  si de sus manos no chorreasen lloraderos de sangre inocente, esa misma que usted, a lo zafio, denominó “daño colateral”, y para colmo de lo insensible, fijándole una cifra: “apenas” (Dios) el 10 por ciento de la mortandad. Por la carnicería de mujeres y ancianos, de jóvenes y adolescentes, de niños. De criaturas. Por esos cadáveres, señor, yo no lo perdono. Nunca lo perdonaré. Y ya usted está por irse al desván de la historia, si sigue vivo, mientras que yo, si vivo,  seguiré en situación de acusarlo por el derrame de sangre inocente que clama justicia a los cielos. Atroz.

Es cuanto. Vale, y firmo para constancia. (Total…)

Sicalíptica

La vieja, mis valedores. ¿Me atreveré a informar a ustedes de  mi tragedia personal, con el peligro de que la califiquen de cínica  y a mí de desvergonzado? Porque se trata, ni menos ni más, de mi vieja,  a la que esa noche intenté usarla cuando ya ni ella ni yo estamos para tales excesos.  Yo ya me había aquerenciado con la joven recién llegada, y cuando ella me falló me vi precisado a acudir a la vieja, pero ni los manoseos preliminares la hacían entrar en calor. Seca, reseca, sin gota de lubricación, que al tentalearla percibía sus articulaciones reumáticas, fuera de uso. “Anímate, viejita, tú puedes”. Y dale con las dos manos, e inténtalo con los dedos, pero ella, nada, que ya a estas alturas de su vida se me ha vuelto insensible a cualquier incitación, así las yemas de mis dedos toquetearan sus puntos sensibles, ahora muertos del todo.  Y ni cómo revivir un cadáver. (No que más antes, ella y yo, vibrando al unísono…)

Insensible, sí, pero no por su culpa, sino de quien por la recién llegada la abandoné durante años. Si la hubiese estimulado de vez en cuando tan sólo por que no se marchitase del todo hoy, tal como cuando éramos jóvenes), podría dar de sí; no que ahora me estaba dando de no. Y qué hacer, sino recurrir (pena me da confesarlo) al ejercicio manual…

Esa noche, para empezar, me la acerqué al pecho, la sobé con mis dos manos, y qué respuesta frustrante. Ella reseca, impaciente yo; ella insensible, yo con los entusiasmos que de tan ruda manera se me iban enfriando. Pero yo soy tenaz y andaba necesitado, y qué más hacer, sino echar mano de la técnica manual. A mis años.  Muy animoso comencé, pero no, que al esfuerzo me fui desinflando…

Fracaso total. Ni con la vieja ni a lo solitario, y ahí el dilema: ¿renunciar al intento, cuando las excitantes imágenes me acalambraban la mente? Hice a un lado a la estéril y dejé en paz mi mano.   Qué desaliento, qué sentimiento de frustración ante el acto fallido mientras que en la penumbra del íntimo recinto de mis escarceos permanecía  en silencio, respirando gordo, pensando, nomás pensando.

Tengo una amiga ducha en estos menesteres; ¿la llamaría por teléfono? Ella, a punto ya de meterse en su cama,  qué podía hacer. Tengo también un amigo, ¿pero llegar al extremo de molestar a un varón? En el trance en el que me encuentro nadie ni nada, que no sea mi mano… Patético. Y qué hacer…

Cuánto se ha deteriorado mi vieja máquina de escribir,  que adquirí de segunda mano allá por la década de los 60s y que como buena cumplidora acopió miles de mis artículos desde que yo colaboraba en periódicos y revistas. Quise escribir a mano y tomé el bolígrafo, pero no, que la joven computadora de Bill Gates, a la ley del menor esfuerzo, me ha tornado un acomodaticio.

Sin luz, inmovilizado, me puse a reflexionar: ¿en qué país civilizado dejarían las autoridades toda una colonia inutilizada por falta de  energía eléctrica el tanto de seis larguísimas horas?  Fue así y a la viva fuerza como vine a descubrir mi inutilidad para escribir a mano por lo mucho que se ha deteriorado mi vieja máquina de escribir, que el tanto de dos, tres décadas, me acompañó en el oficio de escritor de ensayo, relato, teatro y novelas. Cuánto dependo de la computadora, hasta la media tarde engarrotada por carencia de luz, y aquí mi exigencia:

¡Lozano, con un canaco, convénzase: la Federal de Electricidad vale Tula (Tula es mi madre)! Regréseme de inmediato el Mexicano de Electricistas.  (Ah, mi candor. Lástima.)

Señores de la justicia

Han de saber sus buenas mercedes que en tiempos remotos existió un avaro que en buen escondite atesoraba monedas de oro y en la cocina tres cachos de queso y uno de pan, provisiones que, magras y despreciables, mal sobrevivían a la acción predadora de un hervidero de ratas que infestaban el tugurio del avaro aquel. A la vista del poco queso y el magro pan siempre roídos, el iracundo:

-¡Mal rayo los parta, tengo que exterminarlos!

Exterminarlos, sí, ¿pero cómo? ¿Trampas en las que tuviese que malgastar rajuelas de queso? ¡Nunca dispendio tal! ¿Un gato? ¿Los resecos trozos de pan y los míseros cachos de queso exponerlos  también al gato? ¡Nunca! ¿Custodiar en persona las provisiones a costillas del sueño y las horas dedicadas al deleite onanista de cachondear las amarillas rodelas? ¡Jamás! Pues sí, pero entonces…

El avaro se devana los sesos, piensa que te piensa, trama que te planea, pero la solución, andavete, y así se pasaba los días de claro en claro y de turbio en turbio las noches, y de la congoja al insomnio, y de ahí a la depresión y a la angustia. Fea situación.

Pero de repente un amanecer de miércoles: “¡A la miércoles el problema! ¡Dí con la solución! (Tomar nota, señores justicias.)

Con paciencia y salivita, como es fama se logra todo en el salivero mundo de ratas, avaros y procuradores de justicia, ahí la primera parte del plan, que fue armarse de mucha paciencia  y apostarse a la vera del agujero que daba al bajo mundo de los roedores. Y a esperar, vigilar, contener el aliento, hasta que de repente: “¡La atrapé! Gracias, mi  Dios”.

De la cola pepenó a dientona, y la segunda parte del plan: ya con la peluda en la mano fue y la encerró en una jaula de alambre, y ándenle, que la dejó sin comer (No perder detalle, señores justicias.)

Y ocurrió que al paso y peso del tiempo, que todo lo cura, y lo enferma, lo agrava y agravia, cuando ya la dientona bufaba de hambre brincoteando y acalambrándose a espeluznos, el avaro la fue alimentando con cachos de carne fresca, con la que aplacó el hambre del roedor. ¿Pero un  avaro derrochando en filetes? Carne, sí, pero de una rata pequeña que acababa de asesinar a escobazos. Carne de congénere, ya sea de la hambrienta o del hambreador. ¿Captan ustedes la idea?

Y así cada día dos o tres rajuelas de carne le amansaron el hambre, pero de pronto a cerrar la despensa, y hasta otro día. A carne de rata sobrevivió la cautiva, y le fue tomando sabor y le agarró el gusto, pero de súbito a retirarle la carne, y la rata a bufar por su carne de rata. ¿Adivinan el final, señores de la justicia?

Con la roedora en delirio por un ayuno de varios días el avaro aprontó la jaula a la boca del agujero que hervía de congéneres, y abrió la reja y dejó escapar la hambrienta orejuda. ¿Se imaginan ustedes? Diablo de avaro tan ingenioso, ¿no les parece?

Ingenioso, sí, porque de ahí en adelante la hambrienta inició una terrible devastación y creó una mortandad espantosa entre la ratuna  población, lo que devolvió la calma al avaro después de que aquel su ingenio le hubo ahorrado el gasto del gato y el queso en la ratonera. Y aquí mi mensaje, señores de la  justicia:

¿A cuánta rata no han enloquecido a estas horas? ¿Serán más corruptas que las ratas de uniforme que las capturaron? ¿Entonces? A excarcelar  la más sanguinaria y arrojarla contra sus congéneres. Quién quita, ¿no?  Porque con la táctica que han aplicado hasta ahora, ¿van a seguir “angustiosamente” pidiendo chichi al vecino del Norte? (No, gracias de nada.)

Fuego en palacio

Gulliver y Liliput, mis valedores. ¿Habrá leído alguno de ustedes esa novela cuajada de símbolos que el británico Jonathan Swift tituló Viajes de Gulliver? Aquí una síntesis del encuentro del protagonista con los habitantes de Liliput:

Tras el naufragio de su navío Gulliver alcanzó la playa. El cansancio lo sumergió en un sueño del que iba a despertar cautivo en multitud de cuerdas. Un hormiguero de individuos minúsculos (seis pulgadas de estatura) le caminaban por piernas y estómago. Inmovilizado, Gulliver tuvo que jurar obediencia y fidelidad al soberano, un reyecito de menor estatura que sus gobernados, que le permitió aposentarse en el lado norte del reino. Los liliputienses admiraban la estatura de un gigantón que a cambio de la pitanza  puso su fuerza al servicio del reino. Fue el caso del calentamiento global…

Ya habiendo aprendido los rudimentos de su idioma Gulliver convivió con los liliputienses, que a chicotazos de impuestos le proporcionaban la manutención. Aquel señalado día del calentamiento global tendría ocasión de desquitar la manutención. Fue así:

Liliput y reinos vecinos padecían una crisis climatológica que amenazaba sus territorios con sequías, inundaciones y marinas catástrofes. Los reyecitos (seis pulgadas de estatura) decidieron resolverlo a su modo: convocando a una conferencia “cumbre”, la capital de Liliput como sede. El reyecito, cuya estatura no alcanzaba las seis pulgadas de los visitantes y padecía de un acuciante sentimiento de inferioridad por haberse trepado en el trono de forma ilegal e ilegítima,  trataba siempre de superar el origen espurio de su reinado y el epíteto de impostor que decían por lo bajo sus gobernados, y acometía toda (muy mala)  suerte de proyectos y empresas pretendidamente grandiosas, de  relumbrón y apariencia, con las que intentaba a lo inútil rebasar sus cinco pulgadas de estatura física, mental y moral. Patético.

Patético, sí, porque fue en aquella ocasión cuando al pretexto del calentamiento global el espurio (perdón) convocó a los reyecitos del continente y en calidad de sede de la pomposa “cumbre” de liliputienses y congéneres mandó acondicionar el palacio de gobierno, que mantenía en ruinas; y esto fue derrochar millones en maquillaje de tales ruinas para lucirse ante los visitantes, y páguelo todo el erario, ya bastante disminuido por la voracidad del gigante asentado en el norte del reino. Así estaban las cosas el día del siniestro.

Porque ocurrió que el día señalado el reyecito (¡con esa su voz!) inauguró la “cumbre” y trató de lucirse (¡esa su vocecilla!) con un salivoso, tedioso discurso empedrado de lugares comunes. De ahí, al comelitón y los brindis, la secreta pasión del enano, y  páguenlo todo unas  masas populares de seis pulgadas de alzada. Siniestro.

Y que amigas y amigos salud, y a la quinta ronda: “¡fuego, fuego!”, y el desorden, la estampida, los gritos:  “¡Fuego en palacio!”

Por no medir su enanismo con Gulliver, el reyecito  no se había dignado invitarlo, pero ahora clamó y le solicitaba  “angustiosamente” (“el rey anda desnudo”, lo afirmó Wikileaks) le ayudase a apagar un incendio que la impericia del reyecito había provocado. El remate de tal siniestro,  en palabras de  Gulliver:

“Sobre el palacio descargué  tal cantidad de orina y con tal destreza, que en tres minutos el incendio quedó extinguido y el resto del edificio salvado de la destrucción. Regresé a mi morada”.

Todo esto, mis valedores,  encierra su muy  buena moraleja, ¿pero cual? (Piénsenlo.)