Sicalíptica

La vieja, mis valedores. ¿Me atreveré a informar a ustedes de  mi tragedia personal, con el peligro de que la califiquen de cínica  y a mí de desvergonzado? Porque se trata, ni menos ni más, de mi vieja,  a la que esa noche intenté usarla cuando ya ni ella ni yo estamos para tales excesos.  Yo ya me había aquerenciado con la joven recién llegada, y cuando ella me falló me vi precisado a acudir a la vieja, pero ni los manoseos preliminares la hacían entrar en calor. Seca, reseca, sin gota de lubricación, que al tentalearla percibía sus articulaciones reumáticas, fuera de uso. “Anímate, viejita, tú puedes”. Y dale con las dos manos, e inténtalo con los dedos, pero ella, nada, que ya a estas alturas de su vida se me ha vuelto insensible a cualquier incitación, así las yemas de mis dedos toquetearan sus puntos sensibles, ahora muertos del todo.  Y ni cómo revivir un cadáver. (No que más antes, ella y yo, vibrando al unísono…)

Insensible, sí, pero no por su culpa, sino de quien por la recién llegada la abandoné durante años. Si la hubiese estimulado de vez en cuando tan sólo por que no se marchitase del todo hoy, tal como cuando éramos jóvenes), podría dar de sí; no que ahora me estaba dando de no. Y qué hacer, sino recurrir (pena me da confesarlo) al ejercicio manual…

Esa noche, para empezar, me la acerqué al pecho, la sobé con mis dos manos, y qué respuesta frustrante. Ella reseca, impaciente yo; ella insensible, yo con los entusiasmos que de tan ruda manera se me iban enfriando. Pero yo soy tenaz y andaba necesitado, y qué más hacer, sino echar mano de la técnica manual. A mis años.  Muy animoso comencé, pero no, que al esfuerzo me fui desinflando…

Fracaso total. Ni con la vieja ni a lo solitario, y ahí el dilema: ¿renunciar al intento, cuando las excitantes imágenes me acalambraban la mente? Hice a un lado a la estéril y dejé en paz mi mano.   Qué desaliento, qué sentimiento de frustración ante el acto fallido mientras que en la penumbra del íntimo recinto de mis escarceos permanecía  en silencio, respirando gordo, pensando, nomás pensando.

Tengo una amiga ducha en estos menesteres; ¿la llamaría por teléfono? Ella, a punto ya de meterse en su cama,  qué podía hacer. Tengo también un amigo, ¿pero llegar al extremo de molestar a un varón? En el trance en el que me encuentro nadie ni nada, que no sea mi mano… Patético. Y qué hacer…

Cuánto se ha deteriorado mi vieja máquina de escribir,  que adquirí de segunda mano allá por la década de los 60s y que como buena cumplidora acopió miles de mis artículos desde que yo colaboraba en periódicos y revistas. Quise escribir a mano y tomé el bolígrafo, pero no, que la joven computadora de Bill Gates, a la ley del menor esfuerzo, me ha tornado un acomodaticio.

Sin luz, inmovilizado, me puse a reflexionar: ¿en qué país civilizado dejarían las autoridades toda una colonia inutilizada por falta de  energía eléctrica el tanto de seis larguísimas horas?  Fue así y a la viva fuerza como vine a descubrir mi inutilidad para escribir a mano por lo mucho que se ha deteriorado mi vieja máquina de escribir, que el tanto de dos, tres décadas, me acompañó en el oficio de escritor de ensayo, relato, teatro y novelas. Cuánto dependo de la computadora, hasta la media tarde engarrotada por carencia de luz, y aquí mi exigencia:

¡Lozano, con un canaco, convénzase: la Federal de Electricidad vale Tula (Tula es mi madre)! Regréseme de inmediato el Mexicano de Electricistas.  (Ah, mi candor. Lástima.)

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