El relato infantil

El relato infantil, mis valedores. Mi madre, al amamantarme (dos años y medio, suertudo que soy), me dormía no con el clásico de Blanca Nieves o Pulgarcito. Ella, zacatecana de origen:

“Grábatelo, mi hijo: el Señor Dios, en la santa misa, reveló a un señor obispo el instante en que dos impíos caían de cabeza en los apretados infiernos. Uno fue el indio Juárez; el otro hereje, el impío Calles, verdugode los santos sacerdotes que tuvieron que hacer la cristera por amor a la santa Iglesia. ¿Ya te dormiste, mi hijo?”

Tal el cuento que arrulló mis ensueños de mamón. Dejé la teta, qué lástima, y tuve que entrar a la escuela, lástima peor. Mi niñez fluyó como la de todo niño zacatecano: con una estampita del cura mártir Miguel Agustín Pro en las manos, pero no una estampita cualquiera, sino una milagrosa. La cartulina mostraba, en negativo, los rasgos lechosos de un rostro informe, como forjado con ectoplasma, del que en el centro se advertía un puntito oscuro como travesura de mosca. Las instrucciones para provocar el prodigio:

“Mírelo el devoto de manera fija y sin parpadear durante el tiempo que tarda en rezar un Padre Nuestro y una Ave María con la intención de que Miguel Agustín sea canonizado muy pronto. Luego mírese al cielo y oh prodigio: ahí aparecerá el rostro del siervo de Dios”.

Y sí. Luego de mirar el puntito, ¡el milagro! Gigantesco, imponente a todo lo amplio del firmamento zacatecano, contra la claridad purísima se revelaban, ya en positivo, los rasgos del padre Pro, virgen y mártir del impío Calles. Los rasgos de barretero zacatecano me acompañaron al seminario donde, gracias sean dadas a las sotanas, aprendí a hablar y escribir en español: Suertudo que soy, repito.

En fin, que mi niñez zacatecana transcurrió a la diestra del padre, mi don Juan, y de aquella runfla de tíos, corazón cristero. Cabalgando con ellos (en ancas del penco, con la intención de que mis cristeros parientes conmigo se protegieran las espaldas por cuestión de algún rencoroso adversario de religión), viajaba yo hasta La Cañada, y detrás mezquites y encinas, fortines naturales, me topaba con aquellos montones de casquillos de máuser y carabina, cáscaras de la almendra de plomo con que el general Gorostieta y sus fanáticos (“¡Viva Cristo Rey!”) agujeraban la cuera de guachos pelones del “impío” Calles. Esto con el pecho protegido con el escapulario de paño con la leyenda:

“¡Detente, bala enemiga, que el corazón de Jesús está conmigo!”

Fue así como encontraron la muerte mis cristeros paisanos en su intento por desencuadernar la Constitución. Los difuntos de sotana y chaparreras quedaron, junto a los casquillos vacíos, detrás del pochote aquel, y del huizachito, y de la varaduz. Hoy, los restos de una Constitución desencuadernada hasta las pastas, ¿dónde fueron a quedar? Los ideales de los Gómez Farías, Mora, Juárez  y demás liberales, ¿no murieron de inanición por más que algunos ideólogos intentaron resucitarlos en la Convención de Aguascalientes y después Cárdenas? Sí, ellos lograron aplacar a los levantiscos de sotana y capa pluvial; pero que (a la  buena Fox y a la pésima el otro) trepan a Los Pinos los beatos del Verbo Encarnado, y entonces…

Las sotanas triunfaron, Los Rivera, Sandoval  y congéneres, dueños son de la voz, la homilía, la encíclica, la política del país y el 130 de la Constitución. Hoy, mancornados a los yunquistas del Verbo Encarnado, los reverendos dictan condiciones y ladean el país totalmente a la derecha. ¿Nosotros, en tanto? (México.)

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