Santo de los menesterosos

Esta vez el poder de los símbolos. Uno ya inscrito en la mitología popular que parió, creó y crió la imaginería de las masas, permanece vivo en la memoria colectiva por gracia y milagro de esas vetustas películas conservadas en formol  que una y otra vez la de plasma exhuma ante ustedes. Vivo está, redivivo a contracorriente del tiempo que, aliado fiel del Alzheimer, todo lo borra. El Santo, sí, el  Enmascarado de plata. A propósito:

Fue en día como hoy mismo, pero de hace más de dos décadas, cuando el paisanaje amanecía huérfano porque, de repente, se le fue El Santo al cielo. El santo de su devoción. A mí, de repente, se me llenó mente y pupilas de remembranzas en derredor de la vera efigie de uno de los que muy pocos identificaban como un tal Rodolfo Guzman Huerta, pero que todos conocíamos como el Enmascarado de plata. Qué tiempos. Nosotros, los de El Santo, ya no somos los mismos, que no es lo mismo El Santo que mil Konan después. En este nuevo aniversario de la fecha infausta en que  se nos fue El Santo al cielo, mi endecha:

Santo, Santo, Santo, señor de los cuadriláteros. Santo Enmascarado de plata, te rogamos, óyenos. Sanchopancesco quijote de máscara y capa cirquera: ahí donde ahora tomas resuello tras de caer vencido en la rigurosa lucha a una sola caída y sin límite de tiempo, escucha a estos tus devotos, los que acá nos quedamos. Esto te lo digo porque eres Santo tutelar de la fanaticada de todas las arenas del barrio, donde se creyó -se cree- en ti y en ti se confía como nunca en ninguno de esos luchadores rudos, villanos del golpe bajo, la trampa y el costalazo, que han dejado memoria ingrata en esa arena que se nombra México. Te lo digo tanbién por lo que en mi gente eres de ánima y estilo, de amalgama e identidad, contraseña y memoria colectiva. Porque percibo que mueres al modo del Nanahuatzin del panteón náhuatl, requemado en la hornaza para revivir Sol, símbolo y Santo de la santería popular. Porque a tu advocación se arriman ésos a los que dejaste solos y mortecinos, huérfanos de algo porque se quedaron sin Santo y seña.

Desde aquel cuadrilátero al que hayas ido a parar mira por nos; por la desfalleciente esperanza de esa fanaticada que acá se queda luchando un día sí y el otro también en este encuentro desigual a cotidianas caídas que estamos sentenciados a perder con los rudos del costalazo por las malas artes de árbitros vendidos, cuando no comprados. Mira por ellos que, siempre perdidos, de tus triunfos sacaban los suyos (héroes por delegación; ah, terca inmadurez), y el desquite contra los rudos, esos del negocio de la política y de la política del negocio que mantienen al paisa con la espalda en la lona.

Santo señor de la menesterosa esperanza en esta arena que nombramos México: tu capa y máscara fueron (en olor de leyenda lo son todavía) la materialización lentejuelera del heroísmo, la honestidad y el valimiento para esos a los que la soberbia moteja de  «proles», y el triunfo del bien sobre el mal; fueron y será el símbolo populachero de la Justicia, acá donde Justicia no existe para el respetable más que en el pregón de los demagogos. Nos la nombran, sí; nos la cantan, nos la predican, nos la mientan. Ya sería mucho que también nos la aplicasen. ¿En el México de los alcahuetes de francesitas apasionadas?

Santo que en gallardas contiendas desenmascaraste a tantos, ¿y a ésos cuando, Señor? Te rogamos, óyenos a los que en lugar de asumir delegamos; en mesías, en demagogos, en ti mismo, Santo.  (Después.)

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