Domesticidad de ovejas

Los mediocres son ciegos. No obedecen el primer mandamiento de la ley humana,  aprender a pensar, y el segundo, poner en práctica lo bien pensado.

Siguen aquí reflexiones que entresaco del análisis sobre la humana conducta expresada por  el estudioso sobre los dos grupos en que se divide la ralea humana: el mínimo de los idealistas y ese otro, aplastante,  que integra la mayoría de los mediocres. ¿A cuál de ellos pertenecemos algunos?

Afirma el especialista que una sociedad de mediocres da a beber al espíritu las aguas estancadas de la rutina y el dogma, la pasividad y el prejuicio, la desidia y la domesticidad. En ella no hay temple moral, sólo una pobre gente cuya personalidad se amolda a los prejuicios, su mente a las supersticiones y su voluntad a todo tipo de yugos. Esos pierden la dignidad y la posesión de su propio yo. Se tornan cómplices, se envilecen, caen en la servidumbre espiritual. Son turbas, son masa, son rebaño. Sin más.

Tres son los yugos (el analista) que una sociedad de mediocres impone a la juventud: rutina en las ideas, hipocresía en la moral y domesticidad en la acción. La moral no es una norma, sino una acción. Cada concesión en el orden moral causa parálisis en la dignidad e invalidez en el espíritu. Todo esfuerzo por libertarse de esas coyundas para escapar de la domesticidad de los que vegetan en su vocación de esclavos es una expresión del espíritu rebelde. ¿Nos vamos situando en alguno de estos dos grupos?

La respuesta al mediocre es juventud. Joven es el que puede resistirse a los intereses creados, no importa la edad física que marca la cronología.  Esta juventud es propiciada por los ideales, el ansia de perfección, el humanismo y la acción solidaria. La vida es gimnasia incesante de funciones armónicas, y esto sólo lo pueden ejecutar los jóvenes, no importa su edad. Ellos no envejecen prematuramente, y siempre es prematuro envejecer.

Cada vez que una generación envejece y reemplaza su ideario por apetitos bastardos, por el tener y no el ser,  la vida pública se abisma en la inmoralidad y en la violencia. Es entonces el tiempo de la renovación, y ésta viene de los jóvenes, no importa su edad, sino su espíritu. El joven lo es hasta que se muere. Los jóvenes sin ideales son viejos precoces. Ya están muertos y, dice el poeta,  “esperando que una mano bondadosa les eche una sábana encima”. Esos pueblos están enfermos y apenas lo saben. Pero muertos como están son un lastre para la comunidad. Ahí los jóvenes padecen una senilidad precoz, y un joven que se ha dejado marchitar es un joven patético.

Hay pueblos y épocas que precisan de estas conciencias de transformadores, pobres pueblos que sólo disponen de jóvenes envejecidos, de viejos decrépitos y de rapaces de la codicia y el  lucro. “Pero los idealistas son jóvenes que purifican lo viciado y caduco, cuya potencia está en las fuerzas morales; las alas del vuelo de los espíritus superiores transforman un mundo envejecido, anquilosado. El brazo de ese joven vale por cien brazos cuando lo maneja un cerebro ilustrado. Su cerebro vale cien porque lo sostiene un brazo firme”. Es el baqueano, el soñador, el adelantado; son los artistas, los  héroes y apóstoles, los conductores de pueblos que amacizan la justicia, la paz, la belleza, la verdad; y lo justo siempre es moral. Acatar las leyes puede ser sólo disciplina, pero inmoralidad. Respetar la justicia es deber del hombre digno, así tenga que elevarse sobre las imperfecciones de la ley. ¿Y nosotros? (Sigo después.)

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