Certificación policíaca

A propósito de los cuerpos policíacos relato aquí, para todos ustedes cierto incidente casero que me ocurrió hace algún tiempo.

El infausto suceso aconteció cuando mi Nallieli, telilla del corazón, andaba en tierras de su querencia, bebiéndose el agua, las frutas, los aires del Istmo de Tehuantepec. Aquellos huéspedes repugnantes llegaron hasta mi depto. de Cádiz y válgame, se instalaron en él.

Cierta noche andaba yo preparándome un par de tacos en esa cocina limpísima que había dejado Nallieli antes de echarse a los caminos del sur –sureste-, cuando en eso, de repente, ¡tíznale!, ¿y eso? Frente a mis niñas, las de mis ojos, cruzó en frieguiza, sobre la blanca tersura de mi trastero, el de la cocina, aquella a modo de cáscara de palo viejo, que en carrera de vértigo se fue a perder en alguna hendeja del tinajero. Extraño.

Pero no, mera ilusión de óptica, pensé entonces, y a los bayos gordos agregué una raja de piquín, dos rodajas de cebolla y tres barañas de orégano del cerro, y a la boca. Provecho.

Pero ándenle, que las ilusiones de óptica, con patas y barbas de este tamaño, de un día para otro crecieron y multiplicáronse a lo tropical, de modo tal que en cosa de días se posesionaron de mi cocina, qué mortificación. Chinches bichos, pensé entonces. ¿Cómo darían conmigo esas cucarachas? ¿Por qué escogieron esta cocina como su Iraq particular? Medité, me puse a reflexionar, y entonces caí en la cuenta…

El inquilino recién llegado, sí, que con su equipo de sonido monumental y su monumental mal gusto para la música había acarreado consigo, con y en su menaje de casa, las primeras crías. Tal como el conde don Julián, agraviado porque el rey Rodrigo le violara a la hija, La Cava, abrió a la invasión de los moros las puertas de España, así el vecino de marras abrió el edificio de Cádiz a  invasión de las cucarachas. La náusea.

Y así pasaron los días, y las noches llegaron, y así ocurrió que este desdichado, al disponerme a preparar la merienda típica del mexicano bajo el modelo neoliberal, galletas de animalitos con café negro, todo era encender la luz y… ¡llévame la rechintola con la estampida de cucas!

Y nada, que me senté así, miren, en la postura de El Pensador, meditando que tal es mi destino en el mundo, combatir cucarachas de todo tipo, alzada, peso y color. Y a delinear la táctica e iniciar la madre de todas las batallas.

Primero, como acostumbro con cucarachas políticas, periodicazos; pero no, que como con sus congéneres pri-panistas-nuevaizquierderos, con las de mi cocina fracaso total, que el cucarachero resultó inmune al cuarto poder; ya ahora el primero en México, con el duopolio sobrón. Lástima.

Segunda etapa de la estrategia: polvos venenosos. En un principio se los disimulé con queso gruyere; las cucas devoraban el queso y, burla cruel, dejábanme los polvitos. Luego, cuestión de gastos, los polvos los espolvoreé con queso del país. Las cucas, mofa sangrienta, se comían los polvitos y desechaban el queso aborigen, y seguían creciendo, multiplicándose con afán y mandándose hasta la cocina.

Yo, aquel terror a la metástasis, y que recinto de trabajo, habitación y cuarto de servicio los fuesen a tomar de Líbano, Iraq o Afganistán; un terror que se transformó en instinto criminal; de asesino, de genocida, de Bush con injerto de Obama. Al más puro estilo del Pentágono gringo recurrí al de grueso calibre; no al mío, sino al de otro señor, el exterminador de plagas domésticas. Levanté el auricular y… (Sigo mañana.)

Cadaverina y formol

Noviembre una vez más, mis valedores, este que comenzó ceniciento, con aroma de incienso y de cempazúchil, resonancias de ultratumba y del memento homo. Hoy me pongo tristón, memorioso, y me aplico a discurrir de ese que se nos tornó el ánima  de noviembre, el fantasmón llamado Don Juan Tenorio. Porque es en noviembre cuando la tradición se da testerazos con el figurón sevillano de oropel, capa y espada, plumón al viento y desplantes de matasiete, macho entre machos que recorre las noches sevillanas siempre en urgida brama de amoríos de traspatio, de trasputín, que a algunos resultan los más deleitosos. ¿Tal vez por efímeros?

Noviembre da vida –efímera- al romanticismo teatral del XIX español, que en escenario frondoso se nos torna hazañas y tropelías del héroe de fuegos fatuos y lances de encrucijada, el bigardón de la bravata y el voto a tal; el de las imprecaciones a cielos e infiernos y las agresiones de honras femeninas. Noviembre da vida -pasajera también, como toda vida que se respete- a la rendida y crédula doña Inés, y a la de Pantoja que a lo largo de los 30 días de este mes vuelve a troncharse al asedio verbal, todo retóricas y prosopopeyas, del labioso logrón de todo lo que huela a cosa femenina. Aquí tomándolo en serio y allá entre befas, morcillas y chabacanas parodias, este mes y sobre el escenario habrá de resucitar la procesión de fantasmas, cadaverina y formol, que en la memoria colectiva  cargan sobre sus lomos el estigma de inmortales. Noviembre.

Del repertorio romántico español se nos cuela vivito y trovando ese Don Juan de las fanfarronadas y los queveres de alcoba. Están aquí las balandronadas en metro octosílabo y los arranques aspaventeros del Burlador, azote de hogares con mozas honestas y hosterías con las del partido, que para el gusto del garañón tanto monta, monta tanto. Aquí llega, raso y terciopelo, clamando una vez más aquel: ¿No es verdad, ángel de amor?  Es por gracia de esos imponderables que nunca faltan en la humana industria, que mi Don Juan se alza a la mitad del foro y resiste el paso de las épocas, las glosas más burdas y las más crueles parodias, las más chabacanas y convenencieras de la industria del espectáculo para alimento espiritual de los pobres de espíritu. Don Juan.

¿Es este, de veras, la representación de un determinado carácter humano? ¿Es un personaje real, posible, de tres dimensiones, o no pasa de ser un mito, un mal sueño, y los sueños, sueños son? En algún punto sus estudiosos se ponen de acuerdo: en modo alguno Don Juan representa al prototipo del caballero español, ni al del aventurero, ni al del conquistador de honras femeninas; los elementos que forman la psicología del Tenorio son irreductibles a un ente humano. Es un mito, y los mitos, mitos son, pero su estatura de héroe a la altura de las galerías, su empaque de gallo, de macho, de garañón a ojos del vulgo, su mala fama, tan buena, de revolvedor de agazapados deseos y apetitos mal confesados, ¿quién se los quita?

Difícil tratar una entelequia, una sombra construida con la misma sustancia con que se traman consejas y fantasmones. Mito será, formol y carantoña engolada muy al modo del XIX español, pero ahí nos llegó, con noviembre, este sevillano de utilería, drama y parodia, para el que quiera algo de él. Vale.

¿Respecto al creador por antonomasia del Don Juan? Uno que asentó esto a modo de epitafio novembrino: “Lo que constituiría mi desgracia sería vivir todavía algunos años más”. Firma: José Zorrilla. Y no más. (RIP.)

Próculo se llamaba

Y era lo que se dice un alma de Dios, corazón de malvavisco y de condición tan tierna que rayaba en la pendejez. Sastre de oficio en el barrio, don Próculo derivó en solterón, porque aquel carácter de queso tierno, tal temple de jericalla, no le alcanzó para agencias de una amantísima, esa la sin par Nallieli que habita junto a nosotros, la amadora amante que nos es todo, y tantito más: tuétano, almendra y puntal del oficio del diario vivir, y esto me lo van a entender aquellos de ustedes que saben de varonía y corazón de pan fresco, como es el mío, y sigo.

A falta de hembra para asuntos de amor, este don Próculo había cifrado sus ilusiones en un caballo. Era aquel su sueño, que soñaba dormido y despierto, soñándose jinete galano, galán que en penco alazán se paseara, lucidor, del parían a la plaza de armas, en cosas de lucimiento…

Cachondeando su sueño don Próculo fue ahorrando centavo a centavo sobrante de alforzas, pespuntes y dobladillos, hasta el día en que llegó a juntar los oros bastantes para hacer vivo su sueño, su gran ilusión: un retinto bailador. Perfecto.

¡Helos, helos, por do vienen, cuatralbo alazán tostado, con un lucero en la frente, y el sastre encima! Y a darle gusto a la vida, don Próculo jinete en el pajarero manojo de temperamento, qué bien.

Darle gusto es un decir, que apenas sentía al sastrecillo sobre los lomos, el penco sobrón se alzaba, entero él, y hacía lo que sus reverendas criadillas le iban dictando, y al cuerno rienda y espuelas. ¿Que el sastre decía media calle y el penco media banqueta? Por la banqueta nos íbamos, a querer o no. ¿Que don Próculo calle real y el cuaco callejón de las guilas? Por frente a la daifas pasábamos, y a enrojecer a las risotadas de las del gusto, que para eso había mucho caballo para tan menguado Próculo. De dar pena.

Y fue así, mis valedores: algún domingo de aquellos, a la hora de misa mayor, cierto charrito cerrero quedóse viendo al caballo. Cetrino el hombre, seco de carnes, estevadas las zancas, percudida gamuza de chamarra y pantalón, espuelas y cuarta de cuero crudo; varón era aquel de los buenos cristianos que nacen, crecen y estoy por decir que se reproducen a lomos de penco. Ahí miró al animal, ahí lo fue semblanteando, un momento lo observó, y al sastrecillo, que sesteaba al pie: “Oiga, don, si me hiciera la valedura de emprestármelo un su ratito pa calarle la condición”.

Y sí: un brinco, y el charrito estaba horquetado en el penco y lo animaba con suave chasquido de labios: “Tch, tch, caballo”. Y fue entonces. Aquel alazán sobrón, apenas sintiendo jinete encima, decidió que era bueno el atrio de La Porciúncula para corcovos a esa hora dominguera en que mozas de pañoleta bordada y demás gente de bien salían de sus devociones rumbo a la plaza. Entonces (fijaros bien), que ante un bruto desbozalado el charrito mete un apretón de zancas, un tirón de rienda, un enterrón de espuelas en las verijas y el reatazo en el anca.

– ¡Penco carbón! Y que asegunda el cuartazo. “¡Jijodiún!”

Dicen los viejos de la comarca, y al decirlo sonríen con los puros ojos, que al poderío de la rienda y pegando ardido sentón de nalgas, el penco desobediente, un calambre ardoroso el cuartazo, giró la testa y con espantados tomates miró al charrito. Entonces, baba sanguinolenta y quebradita la voz, dijo así a su mandón:

– ¡Ay, mi señor, perdóneme, creí que era don Proculito!

Mis valedores: a resultas del 2012, ¿quién vendrá a ser el charrito que dé el cuartazo en las nalgas del narco? Porque don Proculito… (En fin.)

 

Significado oculto

Sabio serás, caminante, si lo descifras. Escucha: es un acantilado altísimo y solitario, que visitan sólo las aves marinas. Es una tarde otoñal, con un cielo anubarrado y un cierzo que riza las olas de un mar como encanecido. Es el zumbar del viento y el ríspido reclamo de las aves marinas. Y no más. ¿El mensaje oculto? Aguarda a escuchar el resto.

Dije y no más,  pero mentía; en una saliente de la roca permanece, solitario, un hombre. ¿Lo observas? Al cuello lleva un dogal, y en las manos sostiene, atada al otro extremo, una piedra. ¿Adivinas el aspecto del presunto suicida? Flaco, pálido y demacrado, todo ojeras y espinazo gacho, con evidencias de profundísima depresión. Ya irás entendiendo el sentido de la parábola.

Vencido de mala vida, el hombrecillo se encorva en dirección del abismo marino, lo observa con ojos donde anida toda la desolación de este mundo, lo mira sin parpadear, como si experimentase la atracción del abismo y la muerte inminente en el vientre helado del mar. Un paso más y… Pero el Gran Todo reservaba para la criatura un diferente destino. Verás.

De una caverna cercana acaba de surgir la figura de un tigre que se acerca, sigiloso, al hombrecillo. Con suavidad, para no sobresaltarlo, le comienza a hablar:

– Dice el arcano que el hombre no puede escoger su vida, pero sí su muerte. Te saludo.

El hombre vuelve su rostro; mira esas fauces salivosas, esos ojos como brasas. (Espero, caminante, que vayas captando el mensaje.)

– ¿Quién eres, que así turbas mi postrer bocado de vida?

– Yo soy el tigre que habita estas soledades. Te ruego que me honres visitando mi cueva y regalándome con la carne de tu cuerpo, como alimento.

El cierzo eriza la piel del presunto suicida.

-Te lo ruego, hombrecillo. No sé cómo llegaste hasta estas lobregueces ni qué riguroso destino te lleve a la decisión de quitarte la vida. Sólo sé que tu muerte en las aguas no habrá de reportar a nadie ningún beneficio. No a pez alguno  de las marinas profundidades, que despreciará el convite de tu carne porque se encuentra harto  y satisfecho con los buenos bocados que se allega en los arrecifes. Yo, en cambio, padezco de agruras, con mi panza asqueada de cornejas, gaviotas distraídas y una que otra caza menor. ¿Comprendes?

El hombre, con su piedra a cuestas, nada dice; parece ausente.

– Si decidido estás a morir, ¿por qué no regalarme tu carne? Piénsalo, que yo no he de forzar tu decisión, pero si allá abajo nadie agradecerá tu muerte; mi barriga, en cambio, te bendecirá y habrá de encomendar tu ánima a la misericordia del Gran Todo. Decide.

(A estas alturas, caminante, ya habrás entrevisto el oculto sentido de la fábula. Sigo.)

Oyendo las razones del tigre, el hombre medita: “No tengo escapatoria. O el tigre o el mar”. Entonces, filósofo del infortunio, recula hasta percibir el aliento fétido de la bestia. Dice: “Resuelto está. Devórame. Algún consuelo pudiese ser el que a alguno beneficie mi muerte”.

En diciéndolo se desata el dogal y con paso cansino camina detrás de la bestia. Ambos penetran en la caverna. ¿Has comprendido el oculto mensaje de la parábola? ¿No? Entonces permite que te haga escuchar las palabras que hombre y bestia se entrecruzaron en la oscuridad de la cueva:

– Bueno, ¿y cuál es tu nombre?

México. ¿Y el tuyo?

– Llámame tigre, sin más. O Economía internacional,  como mejor te acomode.

Y no más. Esperemos del Gran Todo, caminante, que no sea el tigre como lo pinta la fábula, porque entonces…

México. (¡Calderón!)

¡Dejarme solo!

Tal clamó, tanteando que la tenía facilita, el diestro zurdo en la “México”.  “¡Dejarme solo!”  Saleroso él, plantado en el centro del ruedo en la “México”, el coletudo inició la faena a tenor de la crónica que inicié el pasado jueves, pero a los primeros sofocones: “¡Ejército, Marina, policías!” Y a las trágalas llegó al segundo, y entonces: “¡Legislativo, judicial!” Ahora, próximo el cerrojazo: “¡Pueblo de México, comunidad internacional!”

Y trapazos van, y corredizas vienen, y a intentar esas chicuelinas, pero fueron esas chicuelas las sacrificadas. Daño colateral. “Sí, pero apenas el 10 por ciento”. Y esos naturales tan artificiales de un diestro tan chueco,  y un capotazo aventado a las trágalas, y perder, con  la pañosa, la compostura. Y en la suerte suprema qué de pinchazos.

“¡Pinche, mataor!” “¡Mátelo con ráfagas R-15, el arma de sus policías sardos y de sus sardos policías! ¡Pinche!”

Y en el ruedo trapazo viene y trapazo va, y la México una pura silbatina y un puro refregón de Tula (Tula es mi madre), que la lidia no convenció a los villamelones, mucho menos al conocedor. El diestro, qué chueco, escondido tras las naguas de miles de uniformes color verde olivo. “¡Esta matanza de los mexicanos es por la seguridad de los mexicanos!” Yo, mostachos pegados a la oreja de la sota  moza que traigo conmigo: “¡Y para el cambio de tercio falta todavía un bruto!” “¡Qué bruto. Este horror va a prolongarse 9 meses más!”

El maleta, a todo lo largo (lo cortito)  de los brazos, larga esa tanda de trapazos al aventón,  y a la embestida del noble bruto el innoble pega la graciosa huída, y a sacarle la vuelta a los gañafonazos, y una y otra vez: “¡No, si vamos ganando! ¡Si sale polvo por la ventana es porque estamos limpiando la casa!”

Y a ver, esa banda,  que se aviente Cielo andaluz. Pero ni andaluz, y mucho menos cielo: un sonsonete corrientón, El hijo desobediente (la favorita del mataor, con la que exhibe su “buen gusto musical”). Suenen tuba y tambora,  para ver si esa murga logra callar la rechifla y esas mentadas de madre que bajan de los tendidos de sol. Pero nada, que burletas y silbidos vituperosos le arrojan hasta sus enemigos. Y nada, que a tanto había llegado la charlotada sexenal que ahí se dejaron oír los tres de rigor. Tres avisos. Vivo al corral le regresan el burel “Estado laico”, como antes  “Crisis económica” “Inseguridad pública” y  “Desempleo”. “¡Sáquenlo a él también, pero desorejado! ¡Rabo y oreja!”

El aludido, ceja como cola de alacrán: “¡A ver si siguen interpelándomela  cuando se la corte al quinto de la tarde!”  (La oreja.) Yo, observando los cabeceos de la guerita, mi acompañante: “Mejor nos fuéramos a cortar rabo y oreja tú y yo”.

En eso, válgame, que brinca al ruedo “Soberanía nacional”, un pinto barroso al que el desangelado mataor intentó recibir a porta gayola, pero lástima: se maneó con el capote y terminó con el trapo enredado entre las criadillas, y con ellas maneadas ni cómo defender el país de la Iniciativa Mérida y los contratos de riesgo en PEMEX. Trágico.

“¡Ya, mataor, con una tiznada! ¡O se tira a matar y corta una oreja o bajo yo y le corto las dos!”

¿Que  qué? ¿Quién tal gritó? ¿Las dos qué? ¿Quién se las va a cortar? A la distancia no lo distingo con claridad. ¿Fue Ebrard el espontáneo que va a cortársela? ¿Fue López Obrador? ¿Peña o Manlio? En fin, que para tal matalote unas enaguas son suficientes, y sobran.

¿Ustedes alcanzan a distinguir quien amenaza con bajar a cortárselas al diestro zurdo? (¿Quién?)

¡Pinche, mataor..!

Que detesto la fiesta del toro, dije a ustedes ayer, y que fue una sota moza la que me llevó a cierta corrida dominical donde iba a torear una nueva versión de Lorenzo Garza, Lorenzo el Magnífico, el “Ave de las Tempestades”. Acepté acompañarla con la esperanza de terminar intimando con ella, pero vino a resultar que ni tienta, ni tentadero, ni un forzao de pecho. Sólo allá abajo una charlotada que remató en inmundo herradero. Asqueante.

Porque el diestro zurdo, sin calcular sus escasas facultades como torero en la “México”, con pasitos pintureros que parecen la pura verdad:

– ¡Dejarme solo!

Solo me lo dejaron, si descontamos las tanquetas, las vallas,  los miles de chaquetines, los francotiradores en las azoteas y las trece colonias acordonadas en derredor de la plaza. Y que salta a la arena un burel barroso, 500 kilos sobre sus lomos: “Chapo Guzmán”. Ahí, pinturero, queriendo parecer bien plantao y echao pa´lante, el zurdo encrespa una ceja, pega esos pasitos con los terrenos cambiaos:

–  ¡Aja, toro bonito!”

Y a alzar la ceja, y a lidiar aquel marrajo de mala embestida que no para de gazapear. Pues sí, pero lástima…

Lástima, mis valedores, porque mucho ajá, mucho alacranar de cejas,  mucho citar en corto, pero  puros trapazos al aventón, y a la primera embestida tíznale, el reculón, y salírsele por piernas y tirarse de bruces en el burladero, y a ver, venga ese micrófono, que ya tengo listos excusa, pretexto y justificación para el miedo pánico. “Es que legisladores y gobernadores nomás no ayudan”. Pobrín.

Solo y su alma en el ruedo, el marrajo lanza gañafonazos al viento. Mala puñaláa te den. Impaciente, el del tendido:

“¡Mucho toro para ti! ¡Te van a regresar vivo al corral!

Porque sí, una segunda edición del “Ave de las tempestades”, pero sin la grandeza de aquel que, casta y pundonor, sabía crecerse al castigo. Después de que al diestro le regresan vivo al corral Inseguridad pública, se abre la de toriles y brinca a la arena “Desempleo”. Negro, escurrido de carnes, fino de agujas, y qué modo de embestir: un costal de mañas que ha criado sentido de tanto que lo han  trasteado los maletillas. Nunca embiste por derecho, sino venciéndose por la derecha. Yunquera. Vaticana. Clerical. Beatífica. “¡Láncese, mataor!”

El diestro (zurdo) cita de largo, y el bicho se arranca, y el otro bicho, por dar un forzao de pecho da un forzao de nalgas, y pega la corretiza y ábranla, al callejón. Vivos se le fueron al corral “Desempleo”,Crisis económica”, “Crimen organizado” y todos los demás cornúpetas, sobre todos los de cuernos no de burel,  sino cuernos de chivo. Espantable.

Y la escandalera del respetable, que con lo carbonoso hasta lo respetable perdió. El tendido de sol propone, por vía de mientras, capar al maleta. Los de sombra, ecuánimes, no; ellos votaron tan sólo porque algún espontáneo vaya a clavársela hasta los gavilanes, y redondear la faena con la puntilla, el descabello y el arrastre entre cabestros. Del gabinete.

Vi bostezar a la moza. Vi bostezar al burel. Vi que la plaza era un gigantesco bostezo, y ahí, al final del sexenio (“al final de la lidia”,  me corrigió mi dama) sigue en su punto la trágica charlotada, qué contrasentido, con el maleta enzarzado en pleitos verbales con taurófilos y villamelones que se desquitan choteándolo cada que abre la boca; al trascuerno todavía, que mañana lo hará en su cara la cuadrilla completa, que de adictos ya no le quedan más que chuchos y Ebrard.  (Final de la lidia, el lunes.)

 

 

Un diestro siniestro

Desprecio a los toreadores, que así arriesgan lo más valioso del hombre, su propia vida. (Saint-Exupery.)

“Toreadores” del empaque de Lorenzo Garza, mis valedores. Cuentan los viejos taurófilos que en cuanto figura de la tauromaquia el regiomontano fue siempre un diestro extremoso, y que del ruedo tenía que salir a hombros de la fanaticada o a hombros de unos gendarmes que lo iban a descargar en la  delegación policíaca, ya sea que hubiese redondeado una faena de escándalo o por achaques de un temperamento rijoso hubiera alzado la escandalera por sus pleitos verbales con el respetable. Lorenzo Garza.

Los “toreadores”. Ah, ese ritual de la seda, la sangre y el sol. Ah, ceremonia ancestral cuyas raíces se rastrean en la mismísima Creta de Minos, con la reina Pasifae ayuntada con soberbio astado de pelaje blanco, nupcias nefandas de las que nació el Minotauro. La fiesta del toro es festividad y es historia, tradición y sustancia en la España de los Cagancho, Manolete y Belmonte. Yo detesto la tal tradición, como abomino de todas las que implican violencia y desdén por la vida, en este caso sea la del toro o la del figurín pinturero que con traje de colorines se le planta enfrente, casi siempre por el negocio del tanto más cuanto, que ya tiene sintetizada la justificación:

“Más cornadas da el hambre”. (“Más cornadas da el hombre”, de su marido me dijo  mi acompañante. Quedo, al oído.)

Pues sí, pero en aquella ocasión mi renuencia a la exhibición de barbarie me la lidió aquella sota moza amante de toreros  y  toros, de tientas y tentaderos, a la que tuve que acompañar.  “Tengo dos boletos de sol. Torea uno que haz de cuenta Lorenzo el Magnífico”. Y allá vamos. La crónica.

Las cinco en punto en la “México”. El pregón clarinero desfloró los aires, y abrióse  la de cuadrillas, y salió el alguacilillo, y  al desgranar de los sevillanos arpegios arrancó el paseíllo, y válgame, lo que vieron mis ojos: ahí la esperpéntica estampa del diestro (ni a diestro llegaba; era zurdo): qué planta de chaparrón ayuno de todo carisma, figurilla cuya alternativa la tomó al trascuerno. Mírenlo (terno blanquiazul que le queda guango por todas partes): desde el primer tercio del ruedo se deja venir partiendo plaza que hasta parece la pura verdad. Miren cómo intenta un garbo inexistente y el salero del resalao sin más recurso que alacranar una ceja, pobrín. Pero vaya que el tal está resalao, y tanto que sala todo lo que tienta. ¿Ave? Cuervo de las tempestades.

Detrás del diestro (del siniestro, que también se le nombra al zurdo), su gabinete (“cuadrilla”, me corrige la dama. “No hables de lo que no sabes, bigotón”. “Si no hablo de lo que no sé, entonces de qué voy a hablar”). En fin, la cuadrilla del picapleitos (“picador, y es el que monta ese jamelgo”,  me volvió a corregir. Ella bien que sabe de cornúpetas, y no digo más), y  banderilleros, mozos de estoque, mulillas de arrastre (“mulas arrastradas, bueyes cabestros y bueyes Corderos”, me corrigió el de la bota de tinto),  y los monosabios (“monopendejos. Todos”, el susodicho).

Y que rasga los aires la clarinada, y que  se abre la de toriles, y que aparece el primero de la tarde: negro entrepelao, enmorriñao, corniabierto, 500 kilos sobre los lomos, una Zeta el fierro de la ganadería y astas de este largor, puntiagudas. “Inseguridad pública”. Se respira un tufo a sangre, a duelos y lágrimas.

¡Y la hora de la verdad! Aviéntese el diestro zurdo.  “¡Dejarme solo!”

Y fue entonces. Sin calcular su extrema debilidad… (Mañana.)

La Descarnada

Me gustarla vivir siempre, siempre (…) -Porque como iba diciendo y lo repito: – ¡Tanta vida y jamás..!

Porque, a querer o no, mis valedores: se impone hablar de la muerte; tenerla presente siempre, y esto por una razón vital: vivos estamos, y por esta sola condición es la muerte nuestra segunda naturaleza y la desembocadura natural. La edad no importa. No importa el estado de salud. Nada importa nada frente a la muerte que, dice el filósofo, siempre es posible, aunque no probable. La muerte nos será siempre espantable, y prematura siempre, no importa a qué edad sobrevenga, y lo provechoso: si tenemos presente que nuestro destino es morir, más habremos de apreciar este nuestro tiempo de vida. La muerte: mientras nosotros somos, ella no es, y cuando ella es, nosotros ya no somos. Y qué tiempo mejor para recordar a la muerte, la propia y particular, que estos días cenicientos de noviembre. Memento homo…

Cuando yaces agonizante no mueres sólo de enfermedad. Mueres de toda tu vida. Aprende a morir y vivirás, porque nadie aprenderá a vivir si no ha aprendido a morir. Si no sabes, no te preocupes: a la hora precisa la naturaleza te dará todas las instrucciones. Ella tomará por su cuenta el asunto.

A todos ustedes invito a detener el tanto de un suspirillo nuestra desaforada carrera rumbo a ninguna parte y darnos a meditar en la única certidumbre que tenemos en esta vida: la muerte. Porque en verdad les digo: para morir sólo se necesita estar vivo, y sólo está vivo quien sabe que habrá de morir, y créanme: es más tarde de lo que suponemos; de lo que desearíamos tantos…

Y no quiero morir. No quisiera morir: -amo la vida porque está colmada de poesía – y de crímenes, y de odio, y rabia y lágrimas…

No; ni el poeta, ni nosotros, sobre todo quienes ya andamos doblando el Cabo de Buena Esperanza. Pues no, pero habrá que morir. Hay que morirse: – hay que irse muriendo a piedra y lodo. -A soledad, a gritos, a poemas: – hay que morirse. Nada más. A secas… (Miguel Guardia.)

Sabines: Mi madre me contó que yo lloré en su vientre (…) Alguien me habló todos los días de mi vida – al oído, despacio, lentamente. – Me dijo: ¡vive, vive, vive! – Era la muerte.

La melancólica voz de Nezahualcóyotl: ¿Acaso se vive con la raíz en la tierra? – No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. – Aunque sea de jade se quiebra, aunque sea de oro se quiebra – aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. – No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí…”

Pues sí, pero algo que desde los tiempos sin memoria obsesionan al hombre: ¿qué es la muerte? ¿Cuál es el misterio sin fondo de la muerte? ¿Cuál? Sabiduría quintaesenciada, la literatura oriental:

“Desearíais saber el secreto de la muerte, pero, ¿cómo saberlo si no buscáis en el corazón de la vida? Si en realidad queréis conocer el espíritu de la muerte, abrid bien vuestro corazón al cuerpo de la vida. Porque la vida y la muerte son uno, como lo son el río y el mar…”

Pero fuera tristuras, arriba corazones, estos que anidan vivos dentro del pecho, que lo proclama el Popol Vuh: Nosotros somos los vengadores de la muerte. Nuestra estirpe no se extinguirá mientras haya luz en el lucero de la mañana.

Vivir, porque muerte y lucero están ahí nomás, tras lomita; pero vivir a cabalidad, con todos los sentidos vivos todavía; vivir hasta atragantarnos cada día y en el cogollo de cada minuto. Hoy nada más. Por siempre hoy, por más que el “siempre” sea un invento del humano para sus dioses, no para simples humanos. Vivir la vida. Porque habrá que morir. Sin más. (Y ya.)

“Si yo nunca muriera…”

La vida es el conjunto de las fuerzas que resisten a la muerte, lo cual equivale a decir que la muerte es el alma del mundo…

El hombre y la muerte, mis valedores. Su muerte propia y particular. Hoy mismo, a unas horas del día de difuntos y por que predispongamos el ánimo,  yo los invito a detener el tanto de un suspirillo nuestra desaforada carrera rumbo a ninguna parte y meditar en la única certidumbre que tenemos en vida: la muerte. Porque en verdad les digo: para morir sólo se necesita estar vivo, y sólo está vivo quien habrá de morir, y créanme, es más tarde de lo que suponemos…

 La figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa

Tal se dolía Cervantes, pero eso sería en sus días y en su España del Siglo de Oro, porque ahora y aquí, en el siglo del internet, se lamenta  Octavio Paz: “Para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intrascendencia de la indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida”.

Indiferencia del mexicano. ¿Y el español? Sabater:

– Los hombres viven tan obsesionados por la presencia pavorosa de la muerte, que apenas tienen tiempo para fijarse en la vida (…) Pasan el tiempo –lo matan- tratando de alejar de sí la muerte, previniéndola, combatiéndola o  viendo morir a los suyos, compadeciéndolos, envidiándoles, calculando el tiempo que les falta para quedarse del todo sin tiempo…

Pues sí, pero “¿Acaso se vive con la raíz en la tierra? –No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. –Aunque sea de jade se quiebra, aunque sea de oro se quiebra – aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. – No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí…” (Nezahualcóyotl.)

De la parábola oriental: “Desearíais saber el secreto de la muerte, pero, ¿cómo saberlo si no buscáis en el corazón de la vida? Si en realidad queréis conocer el espíritu de la muerte, abril bien vuestro corazón al cuerpo de la vida. Porque la vida y la muerte son uno, como lo son el río y el mar”.

Por evitar que muramos en vida ante la indiferencia de la muerte, o que en vida muramos de pavor a la idea de morirnos, Sabines, la sabiduría: Mi madre me contó que yo lloré en su vientre. – A ella le dijeron: tendrá suerte. – Alguien me habló todos los días de mi vida – al oído, despacio, lentamente.  – Me dijo: ¡vive, vive, vive! – Era la muerte…

“Ella siempre nos sorprende” (Paz). “Ella, la esperada, es siempre la inesperada; siempre la inmerecida. No importa la edad a que se muere, nunca se está maduro para morir. Se puede invertir la frase del filósofo: todos,  viejos y niños, adolescentes y adultos, somos frutos cortados antes de tiempo”.

Algunos hombres mueren demasiado pronto; otros, demasiado tarde. Pocos son los que mueren en el tiempo oportuno. (Nietzche.)

Rulfo, soberbio. Quién otro pudiera ser:

“Los gusanos que han roído mi carne, que han taladrado mis huesos, que caminan por los huecos de mis ojos y las oquedades de mi boca y mastican los filos de mis dientes, se han muerto y han creado otros gusanos dentro de su cuerpo, han comido mi carne convertida en hediondez, y la hediondez se ha transformado hasta la eternidad en pirruñas de vida, en el desmorecimiento de la vida”.

Pero entonces (¡ánimo, arriba corazones y ese espíritu levantado!). Aquí  el reto soberbio  del Popol Vuh:

“Nosotros somos los vengadores de la muerte. Nuestra estirpe no se extinguirá mientras haya luz en el lucero de la mañana”.

(Sigo después.)

“Tanta vida y jamás…”

Entramos, y un llanto. Un llanto, y salimos. Sin más.

La vida y la muerte, mis valedores. Eros y Tánatos.  ¿Habrá un par de elementos más contrapuestos entre sí? Pero, después de todo, ¿habría vida sin muerte? ¿Podría haber muerte sin la propia  vida? Estos días finales del mes me llegan muy a propósito para entonar el espíritu antes de entrar de lleno a la conmemoración de los descarnados.  Ahora dejo constancia del estado de ánimo que siento bullirme de cuera adentro. Porque es mi vida la que minuto a segundo incuba mi muerte, o es mi muerte la que incuba esa vida a la que me impele a toda sangre, a todo pulmón y a espíritu completo. Porque  consciente estoy de lo que habrá de ocurrir cuando el pabilo de la vela despida el último resplandor y el chisporroteo postrero. Ya después, como dijo Hamlet, morir, dormir, no más. Por eso mismo, mis valedores: que cuando se decida la muerte  nos sorprenda vivos. No  olvidar la tremenda reflexión del poeta:

“En esta orilla de la vida medito –  enloquecido – en lo que he sido -en lo que es ido…

La grieta entre la vida y la muerte es mínima, dice el filósofo; una fracción de segundo, y no más, pero una grieta tan absoluta que ninguna experiencia puede tender un puente sobre ella. Sólo podemos estar en un lado: de este, la muerte no es; del otro, no es ya nuestra vida. Si somos, la muerte no es. Si la muerte es, nosotros ya no seremos. Y ya.

Desgracia descomunal: aquí y ahora la muerte es  presencia viva entre nosotros. Nunca antes, en tiempos de paz, nos había zarandeado como hoy: policías, delincuentes, civiles y criminales, soldados  y “daño colateral”. ¿Conmemorará Calderón, el próximo martes, a las mil 330 criaturas asesinadas a sangre, fuego, dolor, luto y lágrimas?

Y no quiero morir. No quisiera morir: -amo la vida porque está colmada de poesía – y de crímenes, y de odio, y rabia y lágrimas…

La forma en que hemos vivido va a reflejarse en la forma en que habremos de morir. Tal como un día bien vivido lleva a un sueño feliz, así una vida bien utilizada lleva a una muerte plácida. Si hemos vivido una existencia de conflicto  o egoísta y vacía, nuestra agitada y difícil será nuestra muerte.

¿Recuerda alguno de ustedes la forma en que los existencialistas se expresaron de la muerte? Que el destino nos convierte en condenados a muerte, esa maldición, y que todos los crímenes que pudiesen cometer todos los hombres de todos los tiempos nada significan si se comparan al crimen fundamental de la muerte. Que para el ateo la muerte  es un crimen sin criminal, y que para el creyente es un crimen perpetrado por Dios. Porque, según la Biblia, representa el castigo divino por la desobediencia del hombre. Si Eva y Adán, con sus descendientes, iban a ser inmortales, la muerte fue el castigo del pecado original, y deja de ser un accidente para convertirse en una fatalidad y una violación del orden natural. De esta manera, afirma el existencialista,  el mundo es una monstruosa, gigantesca prisión, de la cual la única salida que encuentran los condenados es la propia muerte. Que “cada día unos son degollados frente a mis ojos; vemos cómo seremos, a nuestra vez, degollados. Esa es la humana condición”. (Malraux)

Pues sí, pero  “es una dicha para el hombre su condición de mortal, pues gracias a tal condición su existencia puede hacerse dramáticamente intensa”. Tomar nota quienes, en vez de vivir su vida, persisten en el horror de vegetar en la mediocridad. Esos ya son difuntos, y aún no lo saben. (Lóbrego.)

La casa tomada

La granja de la que les hablé ayer, mis valedores, un retazo de paraíso circundado por florida arboleda que conocí habitada por toda suerte de animales de uña, pluma, pezuña y pelaje. La propietaria reconocía uno por uno a venados, ardillas, conejos y ratas de campo, los cuidaba y les daba de comer. Y cantaba. Recuerdo al ama y señora sentada bajo el almendro, la perrita “Brisa” en su regazo, conmigo ayudándole a distribuir la comida. Y la paz.

Pues sí, pero un mal día llegaron el advenedizo y sus matarifes, y la señora cometió la torpeza de contratar al espurio. Ahí comenzó la ruina de un mundo idílico: la finca conoció el olor de la sangre. En amaneciendo, el impostor,  “por ahorrar víveres”,  enviaba a sus carniceros a matar a los habitantes del bosque. A balazos. El mismo se avocó al combate de ratones y ratas de campo: trampas, venenos. Pero, afán de sobrevivencia,  las ratas huyeron hasta los sótanos de la finca, y ahí se inició el horror…

Primero se apoderaron de la sección del sótano correspondiente a la habitación del fondo, y según se multiplicaban fueron extendiéndose hasta infestar sótano y habitaciones diversas. El rumor del animalero yo lo escuchaba  en mis sueños, y en mis insomnios después. Y aquel estremecimiento.

Matanceros y espurio multiplicaron los ataques contra el enjambre de ratas. A lo cauteloso entreabrían una rajuela de la puerta que daba a las habitaciones o al sótano y descargaban las de alto poder, y ahí la mortandad de ratas, gatos, algún perraco. Sangre, mucha sangre, víctimas innumerables. “¡Voy ganando mi guerra!”, clamaba por darse valor, pero por una rata sacrificada aparecían dos, por esas dos, cuatro más, que a bufidos mostraban las fauces al verdugo que al paso del tiempo parecía disminuir de tamaño mientras más se le agudizaba el tono de voz. “¡Voy ganando!”

Su guerra estaba perdida. El  animalero tomó por asalto las habitaciones que ocupaban los matanceros, forzándolos a huir hasta el último piso de la edificación, desde donde el terror los empujaba a disparar contra todo lo que sentían moverse.

Esta mañana escuché un gemidillo y me asomé a la cocina. “Brisa”, la perrita consentida, agonizaba en un derramadero de sangre que mojaba el regazo de la señora. “¡Un simple daño colateral!” Mi bienamada se limitaba a despedirla con goterones de lágrimas. “Daño colateral”,  humeante el de alto poder.

Y el fin. Este mediodía miré a la dama de mis amores, silenciosa y bañada en sudor, cocinar la bazofia con la que intenta mantener el hervidero de ratas en su cubil, bodrio inmundo que yo habré de vaciar en peroles y trastornar por las bocas de madera que dan a los sótanos.  Compulsión obsesiva, el del rifle continúa gastando la pólvora en los infiernos que su estupidez creó en la finca. Tras de la muerte de “Brisa” supe que debo actuar. Hoy mismo.

Es medianoche en esta parte del mundo. Tratando de contener una turba enrarecida que intenta ganar la azotea, los disparos rayan la oscuridad. Yo, que por acrecentar el hambre de los roedores los dejé sin comer, ahora abro todas las bocas del sótano y con infinita cautela, trepando las escaleras que dan al piso superior, abro la puerta de la habitación refugio de los asesinos, derramo un poco de comida sebosa en el dintel y huyo hasta colocarme detrás de la puerta del corredor. Desde mi escondite escucho la avalancha de patas, ojillos y fauces trepar, rabia y delirio, al escondrijo del impostor. Y lo que ahora se escucha en la oscuridad…

Esto ha sido todo. (Fin.)

La peste

Al punto del mediodía me puse a observarla: bañada en sudor y la cabellera en desorden continuaba parapetada tras de sus peroles hirvientes, preparando una tan cantidad de alimentos que se diría para alimentar a todo un regimiento. Y se trata, en efecto, de toda una famélica multitud. Una muchedumbre de roedores. Quién se iba a imaginar a la dueña de toda la finca como esclava de una plaga de ratas…

Yo día con día trato de auxiliarla, pero ella, en silencio, con un ademán rehúsa mi colaboración. Tal parece que intenta expiar una culpa, de pagar un crimen. Yo, contra mi voluntad, me retiré hasta un rincón de la cocina y me puse a observar las fatigas de la señora. Y es que conozco el motivo de su rechazo: así paga su delito de haber permitido la entrada a la granja a un cierto granuja, un  advenedizo que convirtió un pasaje edénico en una pesadilla de muerte y destrucción. Macabro.

(Desde los sótanos de la casa asciende el hervor enconado de una muchedumbre de ratas que en su impaciencia por devorar la comida  roen tierra y madera de los entresijos de la finca. Quién te mira y quién te vio: seria, callada, reconcentrada en sus peroles hirvientes de sebos y líquidos, la señora se apresura con los recipientes de metal. Dentro de un momento arrojará la comida encima de los roedores, amos absolutos de la situación. A lo lejos, descargas de fusilería…)

Un edén era la granja cuando vine a prestar mis servicios como jardinero, que se extendieron hasta el aseo y el mantenimiento de salas, salones, habitaciones. Un abigarrado cinturón de verdes y flores de todo tamaño y color circundaban la finca donde libres deambulaban ardillas, conejos, y liebres, que la señora conocía uno por uno, y que a uno por uno mimaba y daba de comer mientras cantaba viejas canciones de la tierra vieja, la amada perrita “Brisa” a sus pies. Por la forma amorosa de tratar a todos, aun los perros guardaban un trato armónico con los gatos, y ellos con los ratones y las ratas de campo. Y la paz. Y allá vienen las dos, la señora con su “Brisa” en brazos. Canturreando.

Amor distante, silencioso amor hacia una dama que sólo parecía tener amor para su “Brisa”,  yo mantenía tan limpia la finca como mi sentimiento hacia la dicha mujer que con su dulce ternura frenaba cualquier intento de declaración sentimental de mi parte. Y la paz.

La paz hasta que de repente aquel mal día decembrino veo que aparece el depredador, mediocre insignificante cuya catadura no presagiaba el daño que iba a causar en la finca, y que con malas mañas y una pandilla de maleantes detrás se hizo nombrar administrador de la finca. Ahí se iniciaron los años del horror, de la sangre, de la pesadilla…

Fue el tiempo de la devastación. El impostor, con su pandilla de patibularios, comenzó a lo sañudo su devastación de ciervos, borregos, y liebres habitantes de los bosques que circundan la finca, arrasamiento que comenzó con la mortandad de perros y gatos domésticos, que sucumbieron ante las balas del invasor. Aquel día contemplé a la señora, que en silencio con sus manos crispadas, intentaba volver a la vida los despojos estertorosos de su “Brisa” consentida,  que agonizaba en su regazo. La señora olvidó la costumbre de cantar.

Ya los bosques una pura devastación de pieles y pelos, uñas, plumas y pezuñas, las balas de los matarifes se enfocaron en lo que aún permanecía vivo en el bosque:  ratones y ratas de campo. Los sobrevivientes, instinto de sobrevivencia, se fueron a refugiar en los sótanos de la finca. (Mañana.)

El parto de los Montes

Estoy de fiesta, mis valedores. Los Montes bautizan, y me invitaron al mole,  de Atocpan o oaxaqueño. La Bicha, sí, de la vivienda 36, que parió mellizos. El triponcillo es el vivo retrato de cierto ingenierillo, estadalero u operador de excavadora de los que se afanan en los escarbaderos de la futura Supervía que irá de aquí hasta Los Pinos, soñador que no fuera Ebrard. ¿No advertirá el del abrazo de la Plaza Mariana, que al apapachar a Norberto Rivera y al beato del Verbo Encarnado apuñaló por la espalda el laicismo y desbieló el motor que pudiese trasladarlo hasta el sillón de allá arriba?

Total, que el recién nacido hagan de cuenta el excavador de la Supervía, bien haya el chamaco. Pues sí, pero lástima: la hermanita gemela también ha salido con cara de escavador. Trágico. El susodicho, después de la excavación,  anocheció y no amaneció en la obra negra, y ojos que te vieron ir…

“No importa –con sus molotitos de carne, el abuelo, eufórico-. Yo les doy mi apellido, que tengo más Montes que la Madre Sierra”.Y que para el bautizo piensa echar la casa por la ventana. “Total, que de todas maneras Ebrard me la cuarteó con su trabajada”. Y que un fiestón para celebrar que las dos criaturas vinieron predestinadas de Dios. “Y si no, bigotón, ¿cómo iban a sobrevivir al recinto del mal donde fueron a nacer estos inocentes?” (¿Recinto del mal? Ajale. Más tarde iba a enterarme del tal.) Aquí la crónica del alumbramiento de los Montes gemelos.

La Bicha, según su propia versión, comenzó con las contracciones por ahí de las 6 a.m., con don Cuco Montes todavía esperanzado en que todo se redujera a lo indigestos que en la noche resultan pozole y  tlacoyos. Cuando se rindió a la evidencia, ya con la cabecita del primero pidiendo pista para aterrizar, don Cuco solicitó al sanatorio una ambulancia que en menos de tres horas levantaba a la parturienta, y vámonos a cubrir las 20 o 25 cuadras que nos separaban de Urgencias. “Aguanta, Bicha”. Yo, de acomedido.

10:13 a.m. A sirena abierta nos enfrentamos a las callejas del Centro Histórico. En el callejón de Mil Metros, contra-esquina de Mil Usos,  nos engarrota el primer embotellamiento del día. Los 14 militantes de la Federación Popular Revolucionaria de Comerciantes en Ropa Reciclada y Similares, que bloquean la Avenida Juárez con todo y el hemiciclo del Benemérito: “¡Este! ¡Puño! ¡Síse! ¡Veee..! ¡Exigí! ¡Mooosss!

Dentro de la ambulancia La Bicha, todavía ecuánime, experimenta los dolores cada 12 minutos flat. Yo, que le ayudo a bien parir, voy tronándomelas de nervios, las manos. “Calma, bigotón”. Me sonríe. “Respira hondo”, me dice. Su frente, húmeda de sudor.

12:26 p.m. Logramos librar la mega-marchita de los 14 y avanzar casi media cuadra. Y aquel calorón. Metros adelante, integrantes de la Asamblea de Barros, Artesanías y similares, que secuestraron Venustiano Carranza y anexas. Yo, semejante ansiedad. Mis nervios, pariendo cuates. Los de la mega-marchita, ambulantes desplazados: “¡Ebrard, carboncito,  sal para fuera y óyenos!”

13:12: La ambulancia, el frenón. Los de esta nueva mega-marchita poco exigen: paz en el orbe, fuera gringos de Irak y Afganistán, juicio político a Calderón! ¡El pueblo-unido- jamáseráven-cído!” Los coches, atrapados sin salida. Vendaval de cláxons, música de viento. Como si seis millares de cláxons pudiesen enfriar el ardor revolucionario de los Wallaces, Martís y Sicilias. Las causas de los marchantes, justísimas, casi siempre. Sus estrategias, pésimas, porque… (Mañana.)

Siento que voy a volverme loco

Y fue así, mis valedores, como volví a recuperar la fe en la razón humana, que andaba extraviando en aquella casa de locos. El manicomio, sí,  que acabo de visitar. Ah, esos extraviados de su razón que, ausentes de este que es el mundo chato y prosaico de la realidad, a lo sonámbulo van y vienen de un rumbo a otro de su propio universo de lo irreal y distorsionado, tan real para ellos, y que ellos han forjado armónico, según imagino, y  luminoso de magia, de hechizo, de encantamiento; un universo a la medida de un cerebro exaltado, distorsionado, feliz; el mundo de los privados de su razón. Yo, receloso, los observaba al tiempo que mi guía, comedido y gentil, me iba mostrando el jardín, el dispensario, los dormitorios, la población de internos, ellas y ellos. Comedido y gentil, pero de súbito:

– Me gustaría contar con usted para algo que traigo entre manos y me trae excitado…

Me escamé, de reojo le examiné las manos. Nada indecoroso relacionado con la entrepierna parecía proponerme el de los bifocales. Soporté la tentación de indagar el objetivo para el que querría contar conmigo y seguí observando a aquellos desdichados de la enrevesada razón, soberanos de antros nebulosos donde conviven, cohabitan con su delirante ralea de alucinaciones, ellos gimientes y gesticulantes que ya a lo furtivo, ya a lo estentóreo y siempre a lo desatinado, con lo inexistente razonan sus incoherencias en el cautiverio perpetuo de la celda con barrotes de fierro, libre tan sólo la errante pupila que se posa en la  cresta del árbol aquel, en el crestón del cerro, en la nube, en el azul, el todo, la nada, en fin. Yo, aquella humana compasión. Mi guía volvió al objeto “que traía entre manos”.

– Primero, y antes de exponerle mi plan y pedirle que lo secunde: ¿qué opina de estos primeros años del gobierno calderonista? ¿Cómo puede calificar la medida gubernamental de nuestro señor presidente, que en un alarde de valentía que lo dibuja como estadista de fuste, y como vía para dar a los mexicanos la seguridad y justicia que se merecen, tuvo la visión de enfrentar a los capos del crimen organizado? ¿Querría usted cooperar en un proyecto para que el titular del Ejecutivo..?

Un repentino estremecimiento en el bajo vientre. Involuntario, el rechinar de dientes. Con asco y rabia intenté apartarme del de bata blanca, pelos negros y caspa gris, pero el temor a perderme en los laberintos del edificio y extraviar la puerta de salida me llevó a soportar las palabras del sospechoso. “Pero que no vaya a resultar lo que estoy sospechando”, pedí al cielo, y seguimos explorando los entresijos del manicomio. En el fono de la sombría edificación un repentino vocerío. Después, el silencio que peinaban ráfagas de un viento resfriado.

– Porque usted, si es un ciudadano con valor civil y justiprecia la medida de gobierno  adoptada por nuestro señor presidente, sabrá apreciar la entereza de quien resiste a pie firme las críticas de los malintencionados (locos peores que los que tenemos encerrados en las celdas especiales de allá, mire).

Cerrando los ojos lo dejé pasar. Obsequioso (pobre, pensé, cuánto más le valdría ser uno más de los residentes de la “casa de salud”),  me llevaba por celdas, jardín, corredores de un infierno donde deambula aquel hato de desventuras, racimo de desatinos dispersos o aborregados, distantes todos de todo y de todos. Fuera del mundo; como aquel que con desvaída sonrisa y pupilas errantes cargaba encima su locura pacífica. (Esta locura termina el próximo lunes.)

 

Solicito información

Y de repente, mis valedores, como si despertase del cuento y del canto de hadas, la vuelta al hogar. De repente, quieras que no, doblegarse a la rutina nuestra de cada día, con todo lo blanco y lo renegrido que eso quiere decir. Yo, volando entre nubes, contemplaba allá abajo, maqueta descomunal, ese aborregamiento de techumbres, explanadas y unas torres de Babel que se alzan, agresivas, poco anuentes a recibir al hijo pródigo que se atrevió a ausentarse el tanto de algunos días.

Días que invertí en la maniobra de habitar en el paraíso, o casi; días en que me les hice perdedizo a radio, periódicos, celulares y, por supuesto, la televisión. Días en que mi espíritu se relajó a pierna suelta, lejos del mundo. Pero que  la semana escasa que duró la edad de mi inocencia provinciana falleció el día de hoy, me lo jura el espectáculo del firmamento que arropa la ciudad capital: un capuchón gris y ominoso de nubes que se apartan de las nubes decentes, las negras, de lluvia, y las blancas, que al cielo sirve de adorno. Estas que forman el comité de recepción qué distintas: pardas y ateridas, la tarde se pasan lagrimeando gotas heladas, como de pavor.

Y mi ánimo se contrista. De ganchete miro el reloj; de las plácidas horas de la provincia a las primeras sombras de la noche citadina ha oscurecido aquí, dentro del ánimo de mi ánima, y qué hacer. De repente, un bamboleo, un estremecimiento, la turbulencia. Cruz, cruz.

Compruebo que va de veras y me hago el ánimo ahora que el de la cabina enmienda el rumbo y gira a la izquierda; la verdadera, no la de cierta jauría de chuchos cuchileados por el chucho Ortega, hijo putativo de Talamantes (la bocanada de bilis negra me certifica que vuelvo a mi rutina de cada día).

Y ya nada hay que hacer sino resignarme, porque el avión enfila su trompa hacia ese como hilo de atole champurrado tendido allá abajo, en el traspatio del aeropuerto. Ahí te voy, noble ciudad; allá te voy, Magdalena, recíbeme abierta de brazos y apestosa a droga (la Magdalena Contreras).Y este escalofrío. Aterricé.

Y a amanecer el día de hoy. Aquí estoy, manos y mente vacíos, frente al aparato que los guanabís llaman “compu”, cursis dejaran de ser. Y es que no me tanteo preparado para el comentario de la vida pública porque huí de su presencia, de modo tal que ahora recurro a la buena voluntad de  ustedes para que me pongan al corriente de los episodios nacionales que se produjeron mientras yo deambulé en el edén el tanto de unos días lumbrosos, de aurora y aureola boreal. Y para empezar, mis valedores:

¿Qué de importante ocurrió en mi ausencia? ¿Se detuvo, por fin, la carestía? Los precios de gasolina y canasta básica, ¿estables? ¿A la baja?  ¿La mala leche de los negociantes subió el precio de la leche? ¿Sigue en el país la escandalosa escasez de huevos? Mejor; los huevos nomás producen colesterol, causan turbulencias y la hacen de fumarola. Mucho mejor así, lisitos y livianitos.

Y ya que hablamos de huevos: ¿Ebrard y el de Los Pinos ya se pusieron en línea para la foto, por fin? De ser así, que lo dudo porque, ingenuo de mí, todavía creo en los principios y en los varones de honor,  ¿quién cedió, quién se dio, cuál se dio, qué cedió? ¿Será posible que ya la hayan chocado? ¿Con qué mano estrecharía Ebrard la del de los 50 mil cadáveres? ¿Fue diestra con diestra, zurda con siniestra, cuál con cuál? ¿Alguno de los dos corrió a lavarse las manos?  (Más de esos dos y otras minucias seguiré preguntando.)

Amigas, amigos…

Y aquí estoy. Sentado, esperando…

Quién, sino yo, puede ser el culpable de que ese asqueroso virus se me haya incrustado en el organismo e invada a estas horas mis órganos interiores. Quién más que yo mismo…

¿Dónde pesqué la infección? Lógico, predecible: todo esto que me rodea es sucio, insalubre, asqueroso, y saturado de heces excrementosas el aire que se respira.

Aquí donde estoy percibo cómo el microbio, con la cepa invasora, deambula por mi organismo y carcome mis órganos; porque el intruso vive  a mis costillas (y a mi riñón, mi hígado, mis compañones), y no sé como pueda seguir  soportando su inmunda presencia ni cómo logre expulsar esa familia de asquerosos corpúsculos que me corroe por dentro.

Y yo aquí, sentado, aguardo y me esfuerzo. Cuánto tiempo que tendré que esperar todavía…

Mi organismo siempre ha sido receptor pasivo de toda suerte (mala suerte) de amibas, lombrices, bacterias y demás seres inmundos, pero nunca antes tuve que padecer el que a estas horas me corroe el bajo vientre. Noche y día lo percibo en esta zona blanda de mi organismo, y en la de este otro lado, y en la de más allá, siempre nutriéndose de mi zumo vital. Aborrecible.

Y yo aquí, sentado, la frente perlada de sudor. Frío…

Porque mientras desempeño mi labor o me abstraigo en la lectura, o escucho a Bach, de  repente, válgame, el punzadón por las regiones del colon, del pulmón, de los intestinos. Conozco entonces que la voracidad del bicho castiga mi pleura, mi esófago, la vesícula. Viene entonces el  regueldo con sabor a bilis; a sangre fresca, recién derramada. Y la náusea.

Qué zona del organismo me haya respetado la infección, qué cantidad de hemoglobina me haya costado su corrosivo accionar, qué daños no siga causando en la carne, la sangre, la médula de los huesos. Y aquí estoy, y aquí permanezco doblado  al esfuerzo, el dolorimiento en mis cavidades internas. Ahora mismo esta bocanada de bilis. Negra…

Pero lo peor me ocurrió ayer, anteayer, algún día de estos: el bicho intentó concentrarse con sus microbios en mi propio cerebro. ¿Que qué?  ¿Los nauseabundos microbios infectar mis ideas? A pura autosugestión, a pura fuerza de voluntad lo impedí. Entonces la cepa de virus, con una que otra bacteria, alguna lombriz y diversas amibas, intentó hacer su reunión en mi pecho. ¡Nunca! Corrompidas criaturas, cómo voy a permitir que así infecten mi corazón…

Y aquí sigo, doliéndome y esperando,  desesperado, porque percibo que el bicho, con su corte de microbios, está donde merece estar, en el intestino grueso, ya cerca de la salida. El  convocante preside el hato de mil bicharajos que juntó para los aplausos en conciliábulo de   excrementosos.

Yo, por lo pronto, aquí estoy, esperando arrojar virus, cepa, bacterias, amibas, lombrices, todo. Las quijadas remachadas y los ojos abiertos de par en par intento expulsarlos a todos, y  los voy a expulsar, que es un imperativo histórico. Cuestión de meses. No más…

¿De que aún no los elimine culpar al médico? ¿Y a él por qué, si  la  culpa es mía? Mía y de mis glóbulos blancos, en los que recae la tarea de desalojar a ese bicho. Ah,  pero lo exasperante: son glóbulos peregrinos, a los que todo se les va en renegar, ¡e-xi-gir! y organizar contra el tal unas multitudinarias peregrinaciones ya al norte, ya al sur o al sureste de mi organismo. ¡E-xi-gi-mos!

Yo aquí, sentado, algún solapado suspirillo, y algún pujidillo salido de puro cogollo del corazón. Porque con glóbulos de esa calaña qué mas puedo hacer. (¡Uf, puf,  mñ!)

Laputa y sus hijos

Muy cierto, mis valedores, los viajes ilustran. Cuando menos Los viajes de Gulliver, novela de Jonathan  Swift de lectura obligada. En una de sus travesías el protagonista conoció cierta isla flotante de nombre Laputa. En Legado, su capital, se alzaba una enorme columna, y en la punta la estatua de un ciudadano liliputiense. “¿Y ese enanín? Me parece reconocerlo”. Sintió, furibunda, la mirada de sus anfitriones.  “Nuestro padre patricio, benefactor”.

Que lo llevaron a conocer la academia, donde pudo constatar los portentosos avances de sus científicos, “cuyos reportes utiliza para su informe nuestro padre benefactor”.

En el trayecto pudo observar el panorama de la ciudad: unas casas ruinosas y unos transeúntes cubiertos de andrajos que se apresuraban a ganar el refugio de sus covachas porque la calle era un basural de restos humanos: cuerpos despedazados, cabezas sin torso, torsos descabezados. Los de Laputa,  el terror en los ojos. Más allá, los terrenos labrantíos, cuya producción anual sirve de base para el informe del benefactor:

“Vi a muchos labradores trabajando el suelo, pero no advertí rastros de hierba o grano. No pude explicarme la causa de que habiendo tantas manos, cabezas y rostros ocupados y preocupados por el agro, no se descubriese ningún buen efecto de sus actividades, ya que, muy al contrario, nunca había visto yo suelo tan infortunadamente cultivado, casas tan mal aderezadas y ruinosas, ni gentes cuyas ropas y apariencia delatasen tanta miseria y necesidad”.

Con razón: minutos después conocería a cierto científico del gabinete real que había encontrado el modo de cultivar la tierra sin los gastos de arados, ganado y mano de obra. ¿El método? Cerdos. En una hectárea  de terreno enterraban, a seis pulgadas de distancia y ocho de profundidad, cierta cantidad de dátiles, nueces, bellotas y demás vegetales de que gustan a los puercos. Luego,  soltando a seiscientos o más de éstos, “de allí a pocos días habrán revuelto el campo  hasta las raíces en busca de esos alimentos, dejándolo apto para la siembra y abonado con sus excrementos”. Para el informe liliputiense.

Otros aciertos científicos: “uno, sembrar la tierra con basura, que, según el científico, contenía la virtud de cualquier sementera, lo que demostraba con múltiples alegatos que no fui lo bastante inteligente para comprender. El otro: una composición de gomas, mineras y vegetales, cuya aplicación exterior a una pareja de corderillos recién nacidos impediría que les creciese la lana. Contaba así, en un razonable plazo de tiempo, propagar en todo el reino la cría de ovejas sin lana”. Para el informe.

“En el santuario de la ciencia conocí los experimentos tocantes al ramo textil. Entramos en un cuarto cuyo techo y muros estaban cubiertos de telarañas, con un angosto pasillo destinado al inventor. Al verme llegar exigió no molestar a sus arañas. Criticaba el error del mundo al emplear gusanos de seda cuando hay abundancia de insectos muy superiores a tales gusanos porque saben hilar y tejer. Valiéndose de arañas se proponía llegar a abolir las complicaciones de teñir la seda. Me enseñó muchísimas moscas de bellos colores con las que alimentaba a sus arañas, afirmando que éstas adquirían el mismo matiz, y así, cuando tuviese arañas de todos colores, podría hacer telas al gusto apenas se  encontrase las gomas, aceites y otros ingredientes que diesen fuerza y consistencia a los hilos”.

La relación de la materia prima del informe liliputiense finaliza el lunes. (Vale.)

Soy puro mexicano

Los estudiosos del ser mexicano. Que reviso varios estudios en torno del tema, dije a ustedes ayer; que por ahí he espigado opiniones del padre Alegre y Samuel Ramos, del imprescindible laberinto de la soledad donde se pierde Paz y de la Fenomenología del relajo, donde Jorge Portilla nombra, considero que con toda justicia, al mejor estudioso del ser nacional: Cantinflas, el cómico que trazó el retrato hablado de nuestra forma de expresión verbal. Me referí ayer a ejemplos en los rubros político y “religioso”, comenzando con el trabalenguas que tartajeó un Luis Garza, entonces Vicario Gral. de los Legionarios de Cristo, que a raíz del escándalo Maciel se dirigía a  cierto grupo de consagradas:

– No le guarden rencor al fundador de nuestra orden religiosa”. Y a propósito, dije ante ustedes: yo nunca antes había visto fundirse en un solo individuo a Tartufo y Cantinflas. De Tartufo este reverendo exhibe el cinismo, la hipocresía, la falsedad; de Cantinflas el lenguaje vacío y enrevesado. La requemante pregunta del reportero:

– ¿Paidófilo Maciel? ¿Desfloró criaturas, niñas y niños?

La respuesta de Garza: “Los visitadores nos informaron que teníamos una irregularidad en la formación porque le daba mucha importancia a mantener el celo que teníamos  haciendo apostolado fuera de los seminarios. Eso lo tenemos que corregir. Se nos pide que uno no puede constreñir la conciencia de una persona en ningún caso, obligarla   a decir algo que no quiere decir”.

– Sus abominaciones, ¿drogado o en su juicio?

– Se hará un análisis a fondo para revisar las construcciones, pero la revisión no va a ser radical, porque en lo referente a la espiritualidad no hay inspiraciones nuevas, muchos de nuestros textos hacen referencia a los documentos de la Santa Sede y del Concilio Vaticano. Hay que ir adelante, tenemos que entender que Dios habla a través de las autoridades para tomar el camino. Esto es fundamental para construir el futuro, no sólo se trata de aceptar y recibir”.

– ¿A la cama con adultas, Maciel?

– Tengo que tener un director espiritual para tratar todo, pero que no tenga comunicación de mis cosas en ningún campo. Que los directores del centro no llamen a los espirituales para que se confiesen los súbditos, es más difícil  crear una cultura diferente a quienes y tienen años haciéndolo. Tampoco deben hacerse aplicaciones ni interpretaciones.

¡Cantinflas y Tartufo sublimados! Y en la religión, tolerancia: “El homosexualismo es una grave y absurda oposición a los designios divinos en la realidad sexual, por lo cual es intrínsecamente perverso. Frente al homosexualismo la Fundación Vida y Valores postula que la igualdad ante la ley siempre deberá  estar presidida por el principio de justicia, que demanda tratar lo igual como igual y lo diferente como diferente. Este principio de justicia se violentaría si se otorga a los homosexuales activos un tratamiento jurídico semejante o equivalente al que corresponde al hombre y la mujer. El homosexualismo constituye una perversión moral. Nadie tiene legitimidad alguna para pretender la protección jurídica a comportamientos inmorales e irracionales. El homosexualismo no es fuente de derecho”.

Mérida, Yuc. Por negligencia médica confesa fallecieron víctimas de Sida. El titular de la Com. Estatal de Derechos Humanos: “¿Defender a los sidosos? ¿Para qué, si de todos modos se van a morir? Al contrario: pido que a los infectados se les confine, y en caso de que rebasen la línea de seguridad… ¡se les tire a matar!” (Dios.)

Cantinflas, sotana y capa pluvia

“Conócete a ti mismo”, aconseja el oráculo de Delfos, que Sócrates tomó de divisa. En México, dije a ustedes ayer, de presentarnos el espejo donde conocernos y reconocernos se han encargado estudiosos diversos desde los tiempos de La Coloniahasta el día de hoy. Pues sí, pero quién mejor, quién más elocuente que el cómico de la gabardina. Quién mejor que Cantinflas delineó el más preciso retrato “hablado” de nuestra forma de expresarnos verbalmente. Aquí, en el terreno político, los ejemplos de un diputado y un ex–gobernador.

La diputada panista Josefina Vázquez Mota acaba de rendir su informe de labores a un costo de 5.3 millones de pesos. “Excesivo y proselitista”, la opinión de analistas. “¿Proselitista? No (el diputado panista Carlos Pérez).  “Pudiera interpretarse como proselitista, pero la realidad es otra. Este tipo de cuestiones siempre que no hay claridad de las cosas puede prestarse a cualquier esquema, pero lo que ustedes vieron fue un informe legislativo. Reconozco que es una combinación de hechos y realidad, pues es indiscutible que Josefina es la aspirante más fuerte del PAN. Entonces, al ser la más fuerte, cualquier acción que haga va a ir compaginada de su aspiración”. (¡!)

Cantinflas y Humberto Moreira, ex–gobernador de Coahuila. El periodista A. García le preguntó sobre el enriquecimiento súbito e inexplicable de un Vicente Chaires, su ex-secretario particular. Moreira:

Eso fue parte de una guerra sucia de un candidato que tenía problemas allá del PAN, estaba vinculado con el crimen organizado, que salió en Proceso, son datos que son públicos y que los medios nunca preguntan de ese candidato, que es compadre del Presidente, entonces, ellos movieron en esa campaña sucia en Coahuila ese tema y yo no contesto succiones de bebé en el pecho de su madre. Yo planteo problemas nacionales y se me avientan con temas personales.

Recibo ataques de todo tipo. Espero que los legisladores ya saquen ahora el miércoles lo del tema de Chaires porque ya chole. ¡A otro perro con ese hueso! Ya es estar buscando de dónde se agarran cuando son polvos de aquellos lodos electorales porque los polvos de aquellos lodos de los aspirantes del PAN  no salen en ningún lado, cuando sí son graves aquellos vínculos con los mafiosos y todo lo que salio no lo hacen público”. (Válgame.)

Cantinflas, sotana y capa pluvial. Respecto al escándalo Maciel un Luis Garza, vicario general de los Legionarios de Cristo, pidió a algún grupo de “consagradas”: “No le guarden rencor a Marcial Maciel, fundador de nuestra orden religiosa”.

Yo nunca antes había visto fundirse en un solo individuo a Tartufo y Cantinflas. De Tartufo ese reverendo exhibió el cinismo, la hipocresía  y la falsedad; de Cantinflas, el lenguaje vacío, tramposo y enrevesado. A la  pregunta del reportero:

Marcial Maciel, ¿pederasta?

Respondió Garza: “En el pasado el fundador determinó el movimiento, pero el futuro está en nuestras manos. El principal eje es realizar el trabajo a futuro en santidad y no poder en entredicho lo realizado, aunque El Vaticano sospeche de algo de nuestro pasado, seamos realistas, reflexionar lo que somos y corregir lo que hay que corregir”.

– ¿Paidófilo Maciel? ¿Desfloró criaturas, niñas y niños?

Los visitadores nos informaron que teníamos una irregularidad en la formación porque le daba mucha importancia a mantener el celo que teníamos  haciendo apostolado fuera de los seminarios. Eso lo tenemos que corregir.

(El final de  ese Cantinflas, mañana.)

Fenomenología del relajo

Los mexicanos siempre han sido sobrios en el comer, pero es vehementísima su afición a los licores fuertes. (P. Fco. Javier Alegre, S. XVIII.)

Conócete a ti mismo, aconsejaba el oráculo de Delfos, que Sócrates tomó como divisa propia.  Y hablando del tema, mis valedores: ¿se conoce el mexicano? Para entenderme y entender a algunos de ustedes he estudiado tesis diversas que van de Ramos a Zea, Paz, Uranga  y Santiago Ramírez, pasando por Jorge Portilla y su Fenomenología del relajo, donde el filósofo afirma  que  ese relajo se debe comprender “como una burla colectiva. El mexicano emplea el relajo para liberarse de todo valor externo y de toda tensión interna. Portilla utiliza como ejemplo a Cantinflas; el relajo adopta actitudes cantinflescas”.

Y sí, a la advocación de Cantinflas me acojo esta vez, el mejor filósofo del ser mexicano, a mi juicio, y al que por ello mismo se le debe un homenaje mucho más amplio y significativo que el de unas cuantas fotos colgadas en las rejas de Chapultepec. Yo juzgo que Cantinflas merece un magno homenaje por dos razones: Ahí está el detalle, la primera de ellas, y el insuperable retrato “hablado” que dibujó del mexicano, retrato que por mérito propio ha alcanzado el reconocimiento del diccionario de una institución tan pretenciosa como es la Real Academia Española de la Lengua. Pero antes de seguir con Cantinflas:

¿Cómo es, cómo imagina ser, cómo lo definen sus hechos? Según encuesta reciente, el mexicano se tiene por muy sociable, muy fácil de tratar y que le cae bien a todo el mundo. El mexicano se considera a sí mismo una persona bromista, “relajienta”, platicadora, amigable, simpática, traviesa y amable. Los encuestados se calificaron de ordenados, responsables, acomedidos, atentos, trabajadores, limpios, estrictos, obedientes, activos y buenos. En el área afectiva se dijeron románticos, sentimentales y cariñosos, como también respetuosos, leales, sinceros y “compartidos en factores ético-morales”. Edificante.

Edificante, sí, pero falto total de autocrítica, porque de acuerdo con  resultados de cierta investigación universitaria, la brecha entre lo que el mexicano cree ser y lo que es en la realidad resulta ancha, en verdad. El mexicano, según este análisis, resultó ser flojo, macho, conformista, alegre, irresponsable, tradicionalista, fiestero, solidario, pasivo, impuntual, mediocre y borracho, tal como ya en el siglo XVIII lo consideraba el padre Alegre. El mexicano es un individuo incapaz de cumplir con sus responsabilidades, que no se preocupa por hacer bien las cosas, no toma decisiones propias y vive de ilusiones. Válgame, ¿eso soy yo, mexicano de mí?

Y que el de marras nunca confía en sí mismo, no controla sus emociones y es pendenciero, mujeriego, jugador. Pero en fin, que también se distingue por sus características de afectivo, amigable, cariñoso, que disfruta de la vida y que resulta ser productivo e inteligente, con una vida fundamentada en la fe y en las tradiciones. ¿Será, seré, seremos nosotros?

Pero yo insisto, mis valedores: en el conocimiento de sí mismo el mexicano está en deuda con su analista más agudo y certero, uno cuyo nombre verdadero es Cantinflas, al que unos pocos llegaron a conocer por su seudónimo y alias de Mario Moreno Reyes.  El cómico acertó a calar hondo y de manera acertada (acerada)  en la entraña viva del ser mexicano en su forma de expresarse verbalmente con quien tiene la desdicha de intentar una casi imposible comunicación con él. ¿Ejemplos?  (Mañana.)