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Y de repente, mis valedores, como si despertase del cuento y del canto de hadas, la vuelta al hogar. De repente, quieras que no, doblegarse a la rutina nuestra de cada día, con todo lo blanco y lo renegrido que eso quiere decir. Yo, volando entre nubes, contemplaba allá abajo, maqueta descomunal, ese aborregamiento de techumbres, explanadas y unas torres de Babel que se alzan, agresivas, poco anuentes a recibir al hijo pródigo que se atrevió a ausentarse el tanto de algunos días.

Días que invertí en la maniobra de habitar en el paraíso, o casi; días en que me les hice perdedizo a radio, periódicos, celulares y, por supuesto, la televisión. Días en que mi espíritu se relajó a pierna suelta, lejos del mundo. Pero que  la semana escasa que duró la edad de mi inocencia provinciana falleció el día de hoy, me lo jura el espectáculo del firmamento que arropa la ciudad capital: un capuchón gris y ominoso de nubes que se apartan de las nubes decentes, las negras, de lluvia, y las blancas, que al cielo sirve de adorno. Estas que forman el comité de recepción qué distintas: pardas y ateridas, la tarde se pasan lagrimeando gotas heladas, como de pavor.

Y mi ánimo se contrista. De ganchete miro el reloj; de las plácidas horas de la provincia a las primeras sombras de la noche citadina ha oscurecido aquí, dentro del ánimo de mi ánima, y qué hacer. De repente, un bamboleo, un estremecimiento, la turbulencia. Cruz, cruz.

Compruebo que va de veras y me hago el ánimo ahora que el de la cabina enmienda el rumbo y gira a la izquierda; la verdadera, no la de cierta jauría de chuchos cuchileados por el chucho Ortega, hijo putativo de Talamantes (la bocanada de bilis negra me certifica que vuelvo a mi rutina de cada día).

Y ya nada hay que hacer sino resignarme, porque el avión enfila su trompa hacia ese como hilo de atole champurrado tendido allá abajo, en el traspatio del aeropuerto. Ahí te voy, noble ciudad; allá te voy, Magdalena, recíbeme abierta de brazos y apestosa a droga (la Magdalena Contreras).Y este escalofrío. Aterricé.

Y a amanecer el día de hoy. Aquí estoy, manos y mente vacíos, frente al aparato que los guanabís llaman “compu”, cursis dejaran de ser. Y es que no me tanteo preparado para el comentario de la vida pública porque huí de su presencia, de modo tal que ahora recurro a la buena voluntad de  ustedes para que me pongan al corriente de los episodios nacionales que se produjeron mientras yo deambulé en el edén el tanto de unos días lumbrosos, de aurora y aureola boreal. Y para empezar, mis valedores:

¿Qué de importante ocurrió en mi ausencia? ¿Se detuvo, por fin, la carestía? Los precios de gasolina y canasta básica, ¿estables? ¿A la baja?  ¿La mala leche de los negociantes subió el precio de la leche? ¿Sigue en el país la escandalosa escasez de huevos? Mejor; los huevos nomás producen colesterol, causan turbulencias y la hacen de fumarola. Mucho mejor así, lisitos y livianitos.

Y ya que hablamos de huevos: ¿Ebrard y el de Los Pinos ya se pusieron en línea para la foto, por fin? De ser así, que lo dudo porque, ingenuo de mí, todavía creo en los principios y en los varones de honor,  ¿quién cedió, quién se dio, cuál se dio, qué cedió? ¿Será posible que ya la hayan chocado? ¿Con qué mano estrecharía Ebrard la del de los 50 mil cadáveres? ¿Fue diestra con diestra, zurda con siniestra, cuál con cuál? ¿Alguno de los dos corrió a lavarse las manos?  (Más de esos dos y otras minucias seguiré preguntando.)

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