Hablando de engendros…

La trascendencia, mis valedores. En este mundo todos nosotros, por imperativos de salud mental, requerimos de arraigo, vinculación, identidad y, para no morir del todo, de trascendencia. Con ánimo de que perdure la memoria de nuestro paso por este mundo queremos realizar una obra benéfica para nuestro mundo familiar, y así prolongarnos el tanto de un suspirillo en el recuerdo de la familia, los amigos, los vecinos y conocidos, en fin. La trascendencia.

Por afanes de esa humana necesidad tantos héroes míticos de vida hazañosa erigieron templos y estatuas y fundaron ciudades. Dido, por no ir más lejos, funda Cartago, y en la Biblia Nimrod sobrevive como soberbio cazador y  padre de pueblos. Ya en los terrenos de la realidad, en el antiguo Egipto Akhenatón levantó templos y estelas en honor de un tal Amón, el dios único, y desde Roma uno dejó su nombre en Alejandría y uno más transformó en Constantinopla la antigua Bizancio. No del todo morir.

Mientras tanto, acá entre nos los meshicas inventaron México-Tenochtitlan en una tierra de sapos, culebras, ajolotes y renacuajos que al transcurrir de los siglos hemos alcanzado la pretensión de seres humanos. Es así como la obra benéfica para la comunidad producirá en los demás un recuerdo agradecido del benefactor. A propósito:

Hubo en alguna ciudad un individuo solo y su alma, sin familia ninguna, que de barrer las calles por cuenta del municipio ahorró centavo a centavo hasta lograr la compra  de un terreno baldío encajado en la zona roja de aquella barriada pobre de la ciudad, y lo escrituró a nombre de las prostitutas de la localidad.

El barrendero murió de viejo, y al tomar posesión del predio, las rameras lo convirtieron en su centro de reunión y convivencia, mandaron forjar un busto con la vera efigie del donador y a diario le llevan flores frescas. Así fue como  el barrendero logró trascender. Perfecto.

Claro, también es posible trascender con el expediente de una acción negativa. Eróstrato, pastor de ovejas, no teniendo otro recurso para dejar memoria de sí  en la comunidad incendió una de las siete maravillas del mundo antiguo, el templo de Diana en Efeso. Su nombre, compruébenlo ustedes, se asienta en el diccionario. La trascendencia del mediocre, del nefasto, del negativo. Eróstrato.

La trascendencia machihembrada al poder de los símbolos. Para dejar un recuerdo de su paso por el mundo un tal “caudillo por la gracia de Dios” mandó edificar el ostentoso Valle de los Caídos, por más que el mundo lo tiene en la mente (en los hígados) por el reguero de cadáveres que produjo durante la guerra civil del 1926-29, delirante masacre que llevó al poeta a dolerse:

“España ha muerto. Murió de la otra mitad”. Y a esto, mis valedores,  quería yo llegar.

Ya hablando de nuestro México semejanzas diversas se advierten entre el Franco gallego y  el residente actual de Los Pinos. Este también  ha barbechado el territorio patrio y le planta un almácigo de cadáveres y desaparecidos, un “daño colateral” de familias rotas y comunidades fantasmas. “Y en todas partes dejé – memoria amarga de mí”, fanfarronea el Tenorio.

El de Los Pinos, mientras tanto,  continúa arrojando paladas de carbón a la caldera reina de la nota roja y generando en la población civil sangre, luto, dolor, lágrimas y rencores mal encubiertos. México.

Pero hasta en el de Los Pinos se advierte ese afán compulsivo por trascender,  de tal modo que hace meses mandó edificar una con pretensiones de torre de Babel. (Del tal engendro les hablaré mañana.)

Sabiandijas

Pasó el remolino, mis valedores. Se aplacó el vendaval, se extinguió el escándalo y se apagaron los fuegos fatuos de la pedantería, el egocentrismo y la vanidad. El sabihondo y la culta dama guardan sus aspavientos para mejor ocasión, que alguna otra víctima  no les ha de faltar.

Y es que para regodeo de figurones del intelecto cierto mediocre político se acaba de exhibir como lo que es: un ignorante en materia libresca, y entonces la culta dama y el culto lector, taquicardia y jadeos: “¡Pero cómo! ¡No es posible! ¡Cómo un ignorante pretende gobernar nuestro México! ¡Inconcebible!”

Y que al iletrado más le valiera intentar el gobierno de algún primitivo y oscuro país que mal figure en el mapa de la civilización. “¿Pero este México nuestro gobernado por un analfabeta funcional? ¡Nunca!”

Y que yo, en cambio, alardeó alguno de los tales en su columna del matutino; yo, para ser lo que soy y llegar hasta donde he llegado, ¿calculan ustedes cuántos libros tengo leídos hasta el día de hoy? ¿Imaginan los títulos que marcaron el rumbo de mi existencia? Incontables.

Y por vía de ejemplo suéltese la chorrera de títulos librescos a todo lo largo y ancho que permitió el espacio periodístico, diarrea donde cupieron novelas, libros de frases célebres y de superación personal. Si extranjeros, mejor. Si con la transcripción del epígrafe en su idioma original, lo máximo. Imponente la cultura personal del articulista. No que esa afrenta de la cultura,  el cretino candidato priísta a Los Pinos. Mis valedores:

El PRI no debe retornar al gobierno, y si regresa culpa será de tres agentes visibles: Washington, Calderón y el sufragante, en ese orden. Por todos los males que en setenta años de gobierno provocó en  el país juzgo que  el Tricolor no debe volver a embrocarse la banda presidencial. ¿Pero objetar su retorno tan sólo por la incultura de su gallo copetón? ¿Contra su mediocridad de lector enfocar las baterías panistas y las de su aliada oficiosa, la Nueva Izquierda chuchera? Un lector, escritor y catedrático de la talla de López Portillo,  ¿cómo dejó este país al final del sexenio? ¿Y cómo lo dejó don  Lázaro, que de seguro no había leído la décima parte que el amante de la Luzy marido de la Romano y la Montenegro? ¿Impensable, como se escandaliza el sabihondo, que un inculto gobierne este México que lee entre uno y dos libros y medio al año, casi todos de “superación personal”? Hoy mismo, ¿en manos de quiénes, de quién, está el costosísimo cascajo de la educación pública?

Allá los tales, dirá alguno en llegando a este punto. Pues sí,  ellos allá, pero acá nosotros; acá unas masas sociales inermes y vulnerables ante la mugre que les cae desde todos los medios de condicionamiento de masas. Yo, tanto en nuestro espacio comunitario de Domingo 6 (Radio Universidad), como en correos electrónicos y en el transporte público, escucho la voz de unos individuos perplejos, que haciendo suyas opiniones ajenas mueven la testa y sonríen, irónicos:

– ¿Pues qué le parece, valedor? ¿Merecemos que un iletrado gobierne nuestro país? ¡Nunca!

Una monja, mis valedores, a la distancia de siglos nos ofrece la solución: “hacedlos cual los queréis – o queredlos cual los hacéis”.

Nosotros, sí, que por no leer somos tan vulnerables ante la feroz manipulación de los medios,  y que por ser tan vulnerables no nos preocupamos por leer, pero armamos la escandalera ante uno que al que esos medios sorprenden de ser tan inculto como lo somos nosotros. (Trágico.)

Los muladares de la superstición

El ignorante vive en un mundo supersticioso, poblándolo de absurdos y temores y de vanas esperanzas. Es crédulo es como el salvaje y el niño.

Y esas supersticiones, pústulas purulentosas, revientan en todo tiempo y lugar, pero es en estos días de principios de año cuando sueltan toda su virulencia Es ahora cuando el vividor, el embelecador y toda suerte de charlatanes se dan a medrar con la ignorancia, la credulidad y la irracionalidad de esos pobres de espíritu que en el  intento de reforzar su desfalleciente sentido de la vida y una vez que les ha fallado la fe en su Dios, en los políticos y sobre todo en sí mismos, depositan toda la carga de su irracional esperanza en el licor, la droga, Saturno y Plutón. Y vengan sobre los lomos del crédulo el ensalmo y la limpia, el sortilegio y el talismán, y a echarle dinero bueno al malo, y a cebar los ahorros de los picaros de la engañifa y la estafa.

El hombre no necesita, para avanzar, las muletas de ninguna superstición. Las supersticiones nos hacen retroceder en razón inversa a nuestra capacidad de vivir. En razón directa a nuestra propia mediocridad. Todo progreso moral es el triunfo de una verdad sobre una superstición.

Las fuerzas morales emancipan al humano de ese yugo nefasto. El varón de ideales concilia sus sentimientos con su razón a tenor del aforismo clásico: no hay religión más elevada que la verdad.  Y que todo progreso moral presupone el triunfo de la verdad sobre la superstición. Y la síntesis de eso horroroso que ocurre en los muladares del pensamiento mágico: la ignorancia, el dogma, el prejuicio, la debilidad. Año nuevo, vieja superstición. Lástima.

Es así, por “arte de magia”, como en un terreno abonado por la ignorancia retoña una vez más y florece y echa vaina la industria del fraude que perpetran brujas y brujos, zahoríes y augures, hechiceros y ensalmadores, el falso adivino y los embusteros del arcano, los arúspices de la irracionalidad y toda la cáfila de charlatanes de la falsa esperanza. El arranque del año es la edad de oro de pícaros buscavidas peritos del fraude y de la engañifa, cuyas víctimas se encuentran entre los cándidos, los ignorantes y los analfabetos funcionales, y aún más doloroso: entre los débiles, los angustiados y los desprotegidos, tan pobres de espíritu como de bienes terrenales. Y rápido, a comprar  zarandajas “mágicas…”

Hoy les propongo, mis valedores, que hablemos de brujos, santones y merolicos; de pícaros, de videntes, de vividores que medran con la neurosis de los angustiados. Hablemos esta vez del pensamiento mágico, ese universo de embuste,  fantasmagoría y esperanza irracional en que se refugian los pobres de espíritu cuyo carácter encanijado se deja vencer por una realidad objetiva que los rebasa en el áspero oficio del diario vivir una vida dificultosa.  Hablemos de los embelecos del pensamiento mágico que florecen en estos días iniciales del año, cuando en algunos aflora lo que guardamos de crédulos e inseguros, que nos  fuerza a refugiarnos en lo pretendidamente sobrenatural. El pasado oprime a los débiles y los ata a dogmas que otros forjaron; los muertos se imponen a mortecinos en razón inversa a nuestra capacidad de vivir. Superstición, pensamiento mágico.

No, y los fementidos horóscopos. De Acuario afirma en la radio una tal “bruja blanca”,  negociante de basura “mágica”: Su tendencia a expresarse con aire autoritario puede provocar que las personas demasiado sensibles no actúen como usted espera que lo hagan. ¿Que qué?)

La Arquidiócesis Primada de México advierte a sus fieles: La consulta de horóscopos y la lectura de cartas están prohibidas por la Iglesia Católica“.

Y sigue de predicciones basadas en el discurrir de los astros en el espacio, como este que estableció la susodicha “bruja blanca”  para el signo de Piscis:

“Hasta agosto predominan las ganas de divertirte. A ti ya te cuesta poner los pies sobre la tierra”. (¡!)  De esa engañifa de crédulos hablaré después. (Vale.)

Ex-voto

Inicio el año con una historia personal. No el tema de asuntos políticos ni la fabulilla de mi invención. Lo que hoy les relato es una experiencia personal que me provocó un raigón de agradecimiento a un servicio social del que no había oído mentar, ni conocía ni me interesaba. Y a ese mundo fuera del mío acabo de entrar. Mis valedores:

Soy físicamente sano y por lo mismo desconozco la cultura de la enfermedad, y es por ello que la súbita punzadilla me espantó y trájome atarantado durante media semana. Y qué hacer, sino acudir a mi Aída madrina, remedio de los problemas que yo no pueda solucionar. El hada: “A consultar al especialista del Sanatorio Español”.

Yo no tengo, como ella, derecho a los servicios de la institución, pero sí, como pueda pagar la consulta, a la atención particular de sus especialistas. Me mostró una lista de los susodichos, y ándenle, qué sonorosos los dos, tres apellidos, con muchos “de” e “y” intercalados entre un Sanjurjo Moratinos, un Montero Benavente  y un Aranjuez Perelló, válgame.

Fecha y hora de la cita, difíciles. Que una agenda saturada, que una convención en Rochester, que… la punzada, síndrome Bush,  invasora. Yo la zozobra, el temor y el temblor. Finalmente:

El día de la cita llegamos con dos horas de anticipación y con dos horas de retraso pudo verme la cara el especialista Aranjuez. En los cinco, siete minutos que permaneció con la testa clavada en alguna carpeta antes de percatarse de mi presencia revisé el consultorio, y sí,  hace juego perfecto con un estacionamiento de setos bien recortados, la elegancia y ambiente perfumado de la sala de espera, la discreción de la melodía instrumental y la belleza y buenos modales de las recepcionistas. Finalmente, observándome inquisitivo, el Aranjuez: “Diga”.

Dije. Me vio la cara, me oyó mi cuita, me tendió una receta y volvió a su carpeta. Y qué pandilla de ceros arrastraba el dígito en la factura, que nunca nadie tanto cobró por tan poco. Y a surtir la receta, y la punzada a surtirme de lleno, porque las costosísimas medicinas nomás Valentín Madroño, y qué hacer.

Entre punzadas se atravesó la Navidad. Yo, por sacudir la rutina del diario vivir, una semana planeé vacacionar en Cuernavaca. Tres cuartos de un día soporté, parte de ellos atejonado en un cubículo de este tamañito, miren. Porque ocurrió que a media mañana, bajo un sol como toro padre, la española y yo recorríamos una calleja de barrio, torcida como sus aceras y salpimentada de tortillerías, artesanías y vendimia de celulares, cuando Aída, de repente:

– Esa pequeña farmacia, ¿ves? Tiene un consultorio anexo.

Y allá vamos, y a la espera de mi turno observé a los pacientes, que hacían juego perfecto con el consultorio, la calle, la entrañable barriada, melliza de esta,  la mía. Media hora después ya estaba yo en el cubiculito de noble austeridad frente a la joven de bata blanca y aspecto mestizo, su cédula profesional como único adorno en el muro de triplay. Ante la morenita abrí la boca, abrí el corazón, abrí todo lo que me pidió abrir. Un examen, una receta, el pago por honorarios. Cápsulas y pastillas, en la farmacia anexa. Mis valedores:

Doctora y medicinas no alcanzaron la suma que cobró el estacionamiento del Aranjuez. La punzada, dos días después, muerta del todo, y yo del todo a vivir. Hace rato pensé en Aranjuez, en  Sanjurjo, en la morenita del triplay, e inclinando la testa ante la imagen de esa maga y taumaturga que me traje en la mente, aquí, y ahora  le ofrezco este mi ex-voto. (Qué más.)

Cachivaches mágicos

“Un pueblo ignorante, afirma Simón Bolívar,  es un instrumento ciego de su propia destrucción. Los ignorantes adoptan como realidades lo que son puras ilusiones”. Por su parte, La Biblia: “No os volváis a los encantadores y a los adivinos: no los consultéis ensuciándonos con ellos (…) No serás practicante de adivinaciones, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni fraguador de encantamientos, ni quien pregunte a pitón ni mágico, ni quien pregunte a los muertos. Es abominación a Jehová cualquiera que hace estas cosas”. Mis valedores:

Exhaustos hemos llegado a la punta opuesta de un año más, que como los anteriores hemos vivido en el cogollo de crisis de todo tipo y tamaño. Como los anteriores, el santo y seña del año pasado fueron el desengaño, la desesperanza, la desilusión. Al débil de espíritu lo doblegó la realidad objetiva y, falto de temple y carácter por carecer de un verdadero sentido de su existencia, por conjurar el mal fario de los nuevos tiempos vuelve los ojos a “sobrenatural”. Falto de fuerza propia recurre a las “fuerzas astrales” que le han de descorrer el telón del arcano y procura el cobijo del conjuro, el ensalmo, el amuleto, el talismán y toda la sarta de cachivaches “mágicos” que le vende la “bruja blanca”. Lo irracional, y no más; pero esas ganas de creer: en algo, en alguien, porque no se cree en sí mismo. Y a comprar raciones de la esperanza en la medalla milagrosa o algún otro cacharro que se cuelga al pescuezo…

¿La astrología una ciencia? El científico: “Según la astrología el sol, la luna, las estrellas y los planetas, pueden influir en lo que sucede en la tierra, pero las propiedades zodiacales de las diversas constelaciones son pura imaginación. Los astrólogos primitivos no sabían nada de Urano, Neptuno o Plutón, que fueron descubiertos cuando se inventó el telescopio. Entonces, ¿cómo se trató de sus influencias en las tablas astrológicas trazadas siglos antes? Además, el tiempo de viaje del Sol entre las constelaciones, como lo ve un observador en la Tierra, está atrasado por aproximadamente un mes desde que se trazaron las tablas astrológicas, hace dos mil años. ¿Y por qué debería ser buena o mala influencia de planetas, cuando la ciencia sabe ahora que los planetas son acumulaciones de rocas o gases inanimados en viaje por el espacio? La astrología no tiene ningún fundamento racional ni científico”.”

El semanario católico “Desde la fe”: “La astrología, creencia antigua planteada en nuestros días como ciencia no es más que charlatanería Si fuera científica, si fuera cierta, si fuera ciencia arrojaría predicciones con cierto grado de precisión, como las ciencias naturales, para un mismo signo en un mismo día, pero  vemos que no es así”.

Y que tal como el esclavo es víctima del amo tirano, el supersticioso lo es de las engañifas del brujo y demás charlatanes que medran con la ignorancia del mal católico. “Al dar cabida a tales manifestaciones, algunos medios de comunicación se encargan de reafirmar las prácticas supersticiosas. Así, incluyen en sus programas a astrólogos, horóscopos, recetas mágicas, etc., así como a comerciales donde se anuncian brujos y brujas que dicen solucionar problemas que van desde el trabajo hasta conyugales”. Y el pecado mayor: echar mano de métodos supersticiosos para tratar de obtener favores celestiales. “Y estos van desde poner veladoras de determinados colores, según el favor solicitado. ¡Eso es un fraude!”, clama el Arzobispado de México.  ¿Habrán escuchado ustedes cierto programa de radio donde una “bruja blanca”  trafica con veladoras, y untos, aceites, aromas y demás zarandajas “mágicas”? Acusa una de las “videntes”:

En radio muchos charlatanes dicen adivinar. Son manipuladores oportunistas que desorientan, y por vender su libro, un talismán o un pedazo de cuarzo, son capaces de cualquier patraña.

La “bruja blanca”, en la radio:  La Luna entró en su signo a las 22 horas y eso ha exaltado tu tenacidad en el terreno profesional.  (¡!)

Por cuanto a los fementidos horóscopos: ¿hay entre ustedes algún católico? ¿Buen católico? Porque la Arquidiócesis Primada de México lo advierte a sus feligreses: “La consulta de horóscopos y la lectura de cartas están prohibidas por la Iglesia Católica”. Y que  “el cardenal Juan Sandoval Iñiguez alerta a la población sobre la proliferación de grupos que promueven  la astrología. Condenó la superstición, la idolatría la magia y la quiromancia, prácticas que en el católico suponen una aberración y una gran ignorancia religiosa que los lleva a experimentar con la hechicería y la lectura de las cartas, las manos o el café. La Iglesia Católica rechaza con firmeza toda clase de magia, superstición, idolatría e adivinación”.

El semanario Desde la Fe: “El pretender conocer el futuro mediante los horóscopos, lo único que se consigue es poner la vida en manos de simples suposiciones”.Y esta verdad, para que la mediten los “religiosos” practicantes de una fe meramente milagrera: “Ni siquiera Dios quebranta la libertad, mucho menos lo pueden hacer un planeta o una estrella”.

Los muladares del pensamiento mágico: que Walter Mercado, astrólogo, gana miles y miles de dólares diarios con su compleja red de servicios telefónicos, en la que sus psíquicos predicen el futuro, todo a costillas, a bolsillos del pobre de espíritu.

Eso mientras que aquí, que desde alguna estación de radio de la ciudad capital, una tal  “bruja blanca” lo anuncia: “Predominan las ganas de divertirte. Ya te cuesta poner los pies en la tierra”. (¡Bruja!)

¡Vive!

Mi madre me contó que yo lloré en su vientre.- A ella le dijeron: tendrá suerte – Alguien me habló todos los días de mi vida – al oído, despacio, lentamente – Me dijo: ¡vive, vive, vive! – Era la muerte. (Sabines.)

Las obligadas reflexiones que en el espíritu sensible provoca el fin de año, mis valedores. Reflexiones filosóficas como esta otra, paralela a la anterior:

Un día tu alma caerá de tu cuerpo, y serás empujado tras el velo que flota entre el universo y lo cognoscible. No sabes de dónde vienes. No sabes a dónde vas. Mientras tanto… ¡sé dichoso!              El Rubaiyat, por supuesto, de Omar Khayyam, poeta “de la brevedad de la vida, el absurdo del mundo y la fugacidad del placer, consuelo único del hombre”. La del persa es poesía concebida en la entraña de una civilización de refinamiento y decadencia, la de la Persia de mediados del XII, nueva y deslumbrante, de acentos desesperados.

¿El Rubaiyat? Una sucesión de conceptos filosóficos armados en el molde del poema, que alude al tiempo en cuanto demoledor de la vida y los goces de los sentidos. Agridulce, directa y desnuda de galas se nos entrega, que para el fatalista poeta del desencanto y la sensualidad machihembrados no existe más placer que el de los sentidos, ni más vida que la del instante; que la naturaleza sigue su curso muy por encima de nuestros pequeñajos dramas personales y de la angustia vital ante el tiempo que pasa. Que es vano empeño la rebeldía ante el dolor y la muerte, y no nos resta más que exprimir el jugo de la uva (eso dice) y existir dentro de la almendra del instante, y no más; que a manera de las mejores voces del Siglo de Oro  español, la existencia del hombre  no es más que sueño, polvo, sombra, olvido. Nada, pues.

“Cuando hayamos muerto no habrá ya rosas ni cipreses, ni labios rojos ni vino perfumado ni auroras ni crepúsculos. Mira, escucha. Una rosa tiembla por la brisa y el ruiseñor le canta un himno apasionado; una nube se detiene. Olvidemos que la brisa deshojará la nube que nos brinda su sombra”.

Soñemos, alma, soñemos, dice Segismundo,  y Torres Bodet: ¿Para qué contar las horas? – No volverá lo que se fue, – y si lo que ha de ser ignoras, – ¡Para qué contar las horas! – ¡Para qué!

Atienda alguno (uno, aunque sea) la escena antigua y actual que ahora les ofrezco, frutilla madura de la literatura oriental. Ya después todos ustedes a seguir con su trajín:

“Señor, no sirvas todavía el vino, que acabo de reflexionar. He aquí que ha llegado el momento en que los comensales están menos alegres, en que la risa duda; el instante en que las danzarinas vacilan, en que las peonías se deshojan. He aquí el único instante en que el corazón habla con sinceridad.

Señor: tú posees palacios, guerreros, vino perfumado. Yo no tengo más que mi laúd, que canta amargas canciones a la hora en que las peonías dejan caer sus pétalos. En esta vida, señor, sólo tenemos una certidumbre: la muerte. Estas bocas que nos besan estarán un día llenas de tierra. Este laúd que vibra bajo mis dedos servirá para refugio de las gallinas. El tigre saltó a los valles donde en otros tiempos erraba el pez Mrang. El coral tapiza los torrentes donde florecían antaño las violetas. Escucha allá lejos, en la montaña blanca de luna; escucha a los monos que lloran en cuclillas, sobre tumbas abandonadas…

Ahora, señor, ya puedes llenar nuestras copas”.

Mis valedores:  a vivir. Qué más. Qué mejor. Vivir, que es más tarde de lo que suponemos. Y el aletazo del tiempo, y este resfrío y este estremecimiento. (Vivir.)

Sólo venimos a soñar…

No es cierto, no es cierto – que venimos a vivir sobre la tierra…

Con la desalentada filosofía del rey poeta Nezahualcóyotl y reflexiones en torno a la fugacidad de la vida que a su hora han formulado poetas de la hondura y reflexión de Khayyam y Manrique, aquí entrego a todos ustedes, como cada fin de año por estos días, este mensaje que procura interrumpirles el ritmo desalado de las fiestas de fin de año con la secreta esperanza de que a alguno sea de provecho con la meditación de lo efímero de tales jácaras dentro de la fugacidad de una vida que en estampida se nos huye para nunca más. Mis valedores:

El cuerpo todavía fatigado después del obligado ritual navideño, y estragado el gaznate por el regusto a festividad y derroche imprudente, y una vez que a litros de alegría embotellada se habrán  deseado felicidades y parabienes para el año que acecha ahí nomás, ¿me permiten que desentone del ánimo colectivo y los invite a frenarnos el tanto de un suspirillo para reflexionar sobre el tiempo que hemos perdido?

El hombre nacido de mujer _ corto de días y hastiado de sinsabores – sale como una flor y es cortado – y huye como la sombra y no permanece.

Y qué hacer. Estamos a la vuelta de un año más, que a la hora de hacer las cuentas resulta que fue uno menos, contradictoria la aritmética de nuestro humano existir. Andamos, dos o tres de nosotros, doblando ya el Cabo de Buena Esperanza. Será por eso que, al menos de forma inconsciente, alienta dentro de nosotros la sentencia inmortal de Manrique:

Nuestras vidas son los ríos – que van a dar a la mar – que es el morir.

¿Por qué este ánimo ceniciento cuando en derredor todo es júbilos, azucarillos y aguardiente? Será  porque a algunos se nos quiebra el ánimo, se nos resfría con la certidumbre de que vivimos en el cogollo de lo fugaz, lo perecedero; de que existimos en la sustancia misma de nuestra muerte propia y particular, a la que vivimos alimentando día a día con el tiempo de nuestro cotidiano existir. Job,  dolorido: Mis días fueron más veloces que la lanzadera del tejedor y fenecieron sin esperanza…

Acá, en el otro polo del mundo, Nezahualcóyotl: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? – No para siempre en la tierra – Sólo un poco aquí – Si yo nunca muriera – Si nunca desapareciera…

¿No es verdad que tal sentimiento de lo transitorio, que esta sensación de errabundaje y romería, viene a depositar  al cabo del año y a principios del nuevo, en la almendra del ánima, un regustillo a ceniza, a terral, a aliento de despedida apenas postergada? Y qué hacer con esta tristura que se nos aposenta aquí, miren, en lo más blando de una corazonada, por cuestión de este otro año que se nos ha ido para nunca más. Mis valedores:

No por estropearles su gusto, sino porque los miro correr a lo desalado rumbo a ninguna parte, hoy invoco para ustedes la voz de algunos poetas filósofos que, de repente, perciben el aletazo del tiempo que pasa para nunca más; voz que es sabiduría quintaesenciada que provoca serenidad y quebranto machihembrados y un regustillo a lejanía y desprendimiento del ánimo bien dispuesto en el final de un año más, que a fin de cuentas vino a ser uno menos.  Y aquel sabor de amargura en el villancico que entonamos apenas anteayer noche: La Nochebuena se viene – La Nochebuena se va – y nosotros nos iremos – y no volveremos más…

El poeta: “Tanta vida, y jamás”. En fin. A vivir. Qué más. Qué mejor. (Vale.)

¡Aleluya!

(Para todos ustedes, a modo de rito anual, el presente retablillo navideño.)

– Por fin has vuelto, José. Toma mis manos…

Sobre la paja, María la doncella se cimbra a los espasmos de las entrañas, tiritando al viento decembrino que se cuela por entre las piedras mal asentadas. Belén.

– Cuánto tardaste, José…

– Perdonarás la tardanza, mujer. Los pies se me fatigaron  buscando en el tianguis, objetos exóticos,  el arbolillo de Navidad,  musgo y escarcha, luces y esferas. Los ojos se me iban tras de confites y canelones, y cacahuates y colación, y un par de regalitos, el tuyo y el del que está por llegar. Pero María, si hubieses visto los precios. ¿Pues a qué ciudad de rapaces hemos venido a parar? ¿En manos de qué mercachifles vino a caer el misterio santo de la Navidad? ¡Precios en dólares, moneda nacional de este desdichado país!

– Siéntate aquí. Pon mi cabeza en tu pecho, tú que aguardas con júbilo la llegada de Jesús.

– ¿Por quién, si no por ustedes dos, intenté entibiar este pesebre? Por ti, María; por él, para que no se hiciera una idea demasiado lóbrega de esta que vendrá a ser su tierra hasta el día del Carmelo.

– El frío para las carnes desnudas del que está por llegar.

– Y ni cómo proporcionarle una chispa de calor. No en esta ciudad.

– Pon aquí tu mano. ¿Sientes la llegada del Niño? ¡Está por llegar! Creo que voy a gritar un poco. Quedo…

– Animo, aprieta mi mano, resuella hondo, llámalo por su nombre.

Jesús, Unigénito…

– Y ni para un pobre nacimiento pudieron alcanzar los dineros. ¿Pues qué fue de Galilea, que así se ha dejado absorber por el Imperio Romano? ¿Qué ralea de desnaturalizados es esta, que así han vendido o dejado que les enajenen su tierra? Dios…

– ¡Jesús, Jesusillo, ven con los tuyos! Allá en las alturas,  suspensa en ese raigón de cielo, la estrella del Oriente aguarda por ti, y por ti tronos y potestades afinan arpas y cítaras. Ven, y en tu busca llegarán los cristianos a la gloria de Dios.

– No, María, de los “cristianos” ya nada esperes. Entre ellos el espíritu de la Navidad se ha trocado en el espíritu del vino. Con los vapores vinosos qué puede interesarles un simple recién nacido entre paja y pasturas de un pesebre de Belén.

– ¡Ya llega, José! ¡Ya el Ungido se acerca..!

– Mira a lo lejos el reguero de luces: Belén. Música, luz, alegría (embotellada). Una piquera estallante de alcoholizados.   ¿Valdrá Galilea  una gota de tu sangre, Jesús?

– Está por llegar. Ya llega. Siento que toda mi carne se transfigura…

– Ya los cielos afinan celestas y virginales y flautas dulces. Arcángeles y serafines se aprestan a entonar la gloria del que se desasosiega en tu vientre; del León de Judá, que viene a instaurar en las Galileas de este mundo la Palabra Nuevay el amor de todos por y para todos. Hosanna en las alturas.

– Ah, los desgarramientos…

– Animo, María, respira hondo, llámalo por su nombre, ayúdalo a bien nacer como a bien morir habrás de ayudarlo.

Jesús, hijo, pequeñín. ¡Hijo del Hombre! ¡Jesús..!

¡Cristo ha nacido! ¡Aleluya! ¡Dios con nosotros! Y el milagro: ¿los oyes? Por los caminos resuenan los guaraches de pastores y rabadanes, y vagamundos y trashumantes. ¡Vienen a la adoración..!

– Por qué tan pronto esas lágrimas, Niño…

– Reposa, que él ya está contigo. Ya paren los cielos, y la tierra se cimbra en estremecimientos. ¡Gloria al Chamaco que arrullas entre tus brazos! Anda, María, ábrete la túnica y dale de tu leche, que Dios el Niño comienza a llorar…

¡Viva Cristo Rey!

Si no ahora cuándo, mis valedores. Los beatos del Verbo Encarnado, invasores de Los Pinos, con la mano del gato (del Legislativo) han dado el triunfo total y descarado a la sotana y el solideo, la capa pluvial y el pensamiento mágico, y que a los 60 mil difuntos que los dañeros cargan sobre sus lomos se agregue un cadáver más: el del Estado laico. Hoy día, laus Deo, son los Norberto Rivera y demás purpurados quienes dictan las condiciones y marcan el rumbo del país. Si no es en este sexenio, cuándo. Es México.

Pues sí, pero lástima: doña Tula y don Juan, católicos de hueso rojo hasta el tuétano, ya no alcanzaron a presenciar el triunfo tardío de los obispos Mora, Jiménez y Cía. sobre Calles el impío. Lástima, digo, porque esta victoria de los reverendos hubiese consolado a mis padres de la desilusión que sufrieron cuando su hijo les reveló que no nació para castidades sino para amador de mi única.

Lamentable, porque desde mi nacimiento fui condicionado para que la familia contase con un reverendo más, así fuese un cura miserito, cura de ollita. Mi madre, al amamantarme (dos años y medio, suertudo que soy), a la hora del arrullo me dormía no con el clásico de Blanca Nieves o Pulgarcito. Ella, católica hasta el cogollo del tuétano de una religión roqueña, donde no cabían fisuras ni dudas de especie ninguna,  arrullaba mi sueño con esta cantaleta de cuna:

“Grábatelo, mi hijo: el señor tu Dios, en santa misa, reveló a tu santo señor el obispo De la Mora el instante en que dos impíos caían de cabeza en los apretados infiernos. El primero de ellos, ya te haz de imaginar, fue el indio Juárez. El segundo hereje, cuándo no, fue el impío Calles, Atila de los santos sacerdotes que tuvieron que hacer la cristera por amor a la santa Iglesia. ¿Ya te dormiste, mi hijo?”

Tal era el cuento que arrulló mis sueños de mamón. Dejé la teta, qué lástima, y tuve que entrar a la escuela, tantito peor. Mi niñez fluyó como la de todo niño zacatecano: con una estampita del cura mártir Miguel Agustín Pro en las manos. Pero no una estampita cualquiera, sino una milagrosa. La cartulina mostraba en color negro, en negativo, los rasgos lechosos de un rostro disforme, como forjado con ectoplasma, del que en el centro se advertía un puntito oscuro como travesura de mosca. Las instrucciones para provocar a voluntad el prodigio del hoy beato Miguel Agustín (y los prodigios sólo se producen por verdadero milagro) decía, palabras más o menos:

Mirelo el devoto de manera fija y sin parpadear durante el tiempo que tarda en rezar un padre nuestro y una Ave María con la intención de que Miguel Agustín sea canonizado muy pronto. Luego mírese al cielo y oh prodigio: ahí aparecerá el rostro del siervo de Dios..

Y sí, oh prodigio. Luego de mirar el puntito, ¡el milagro! Gigantesco, imponente a todo lo amplio del firmamento zacatecano, contra la claridad purísima se revelaban, ya en positivo, los rasgos del padre Pro, mártir de la lucha cristera y víctima del “impío” Calles. Aquellos rasgos de barretero zacatecano me acompañaron al seminario (donde, gracias sean dadas a las sotanas, aprendí a distinguir lo que es bueno y lo que es malo a escala de mi conciencia, y también a  hablar y escribir en español, suertudo que siempre he sido. Y sigo.)

Mi niñez zacatecana transcurrió a la diestra del padre, o sea don Juan Mojarro, y de aquella runfla de tíos por parte de madre, cristeros de corazón. Cabalgando con ellos en ancas del penco… (Esto finaliza el próximo viernes.)

Ya muerto en vida

El bosque de Nemi, mis valedores. Tal es la leyenda que asienta J.G. Frazer en  La rama dorada tocante al rito ancestral de la fertilidad. De  protagonista cierto monarca cuyo ineludible destino habrá de cumplimentarse cuando se enfrente al sucesor, más joven y vigoroso, que habrá de vencerlo en la lucha y terminará por asesinarlo para suplirlo en el trono.

Lóbrego rito, leyenda siniestra, El bosque de Nemi constituye la metáfora viva,  mortecina metáfora, qué contrasentido, de esa exhibición de temor y temblor que ataca a estas horas al destartalado monarca del bosque de pinos. (Obsérvenlo, óiganlo hablar, convocar, implorar, pedir auxilio. Tétrico.)

Es ese un monarca que se advierte trémulo  empavorecido, desgastado en tantos sentidos, que percibe su muerte inminente, inevitable, a manos del sucesor, sin poder evitar su destino, así se la viva  a fruncimientos y pataleos, a trucos y mañas maniobreras de baja ley.  Nada de nada le va a valer, que el del bosque de pinos está condenado a muerte.  Irremisiblemente. Mis valedores:

Por si el personaje de la leyenda cuadrase al que se advierte agonizando de pavor,  muerto en vida, va aquí el relato de El bosque de Nemi, contado por Frazer:

“En  la Antigüedad este paisaje selvático fue el escenario de una tragedia extraña y repetida. En una orilla del lago, debajo de un precipicio, estaba situado un bosquecillo sagrado, y en él cierto árbol que todo el día y probablemente hasta altas horas de la noche rondaba una figura siniestra que en la mano blandía una espada desnuda y vigilaba cautelosamente en torno, cual si esperase a cada instante ser atacado por un enemigo.

El vigilante era rey y homicida a la vez; tarde o temprano habría de llegar quien le matase para reemplazarle. Tal era la regla: el puesto sólo podía ocuparse matando al rey y substituyéndole en su lugar hasta ser a su vez muerto por otro más fuerte o más hábil. El oficio mantenido tan a lo precario le confería el título de rey, pero seguramente ningún monarca descansó peor que éste ni fue visitado por pesadillas más atroces. Año tras año, en verano o en invierno, con buen o mal tiempo, había de mantener su guardia solitaria, y siempre que se rindiera con inquietud al sueño lo haría con riesgo de su vida. La menor relajación  de su vigilancia, el más pequeño abatimiento de sus fuerzas o de su destreza le ponían en peligro. Las primeras canas sellarían su sentencia de muerte.

Su figura ensombrecería el hermoso paisaje. El ensueño azul de los cielos, el claroscuro de los bosques veraniegos y el rielar de las aguas del lago al sol, concordarían mal con aquella figura torva y siniestra…

Mejor aún nos imaginamos este cuadro como lo podría haber visto un caminante retrasado en una de esas lúgubres noches otoñales en que las hojas caen incesantemente y el viento parece cantar un responso al año que muere. Es una escena sombría con música melancólica: en el fondo la silueta del bosque negro recordada contra un cielo tormentoso, el viento silbando entre las ramas, el crujido de las hojas secas bajo el pie, y  yendo y viniendo, ya en el crepúsculo, ya en la oscuridad, la figura oscura, insomne, la espada desnuda en la diestra”. Mis valedores:

Esa torva figura cuya espada le tiembla en la diestra (en la siniestra) mientras deambula a lo insomne por un bosque de pinos donde habrá de topar la muerte, ¿quién podrá ser? ¿Y la identidad del que en unos meses va a propinar fulminante muerte política al acobardado reyecito de sololoy?  ¿Quién? (A saber.)

Imaginen su estatua

El arte estatuario, mis valedores. En la tertulia de anoche aludí a Fidias y Praxiteles. El Síquiri:  

– No de  esos, sino de Edwin Barrera es la estatua de tres metros y medio de alto y tonelada y medio de peso, que en Tulancingo le levantaron a uno que sí la merece:  El Santo, Enmascarado de Plata.

Pepe Alameda, dije yo. “¿Recuerdan ustedes al atildado  aquel, vanidoso insufrible,  que reseñaba corridas de toros? Ese hoy perfectamente difunto declaró en El Heraldo, otro cadáver: A la espalda del busto que me colocaron en la entrada de sombrea de la plaza de León alguien descubrió que había unas letras grabadas. No en el pedestal, sino en el rostro de mi efigie. Es que el artista Peraza había grabado un soneto mío, colocando además al pie un facsímil de mi firma, que tomó sin duda de la que le había dado para la placa que está en la puerta principal de la plaza México”.  “¿Qué les parece el tamaño no de la estatua, sino de la modestia del tal don Pepe?”

Difuntos y estatuas.  El Heraldo. “Junto a las del Ayatollah, Pedro Infante y Ronald Reagan (¡uf!) se instaló la estatua de Manolo Fábregas, quien declara: Me doy cuenta del cálido recibimiento que le han dado a mi estatua”.

México: “Estatuas en homenaje a los deportistas del IMSS Carlos Girón y Tibio Muñoz”. “Fernando Valenzuela, en estatua de cera, estará junto a Cantinflas”. “Pronto terminarán los bustos de los Hnos. Pedro y Ricardo Rodríguez”.

Nueva Delhi. “Una estatua de Pelé adorna las calles de Durgapur”. Aquí, en  esta capital, el entonces merolicronista gritón  Angel Fernández exigía la erección de diversas estatuas de futbolistas mexicanos que participaron en el torneo mundial futbolero México 70.  ¿Alguno  de ustedes sabe  o siquiera recuerda quiénes fueron Valdivia, Cuéllar, Fragoso?

Santa Ana, California. “Fue inaugurada una estatua de John Wayne, como aparecía en las películas de vaqueros”. Boston, Mass. “Apareció la estatua para la cual posé Bette Davis, hace 50 años, ¡en traje de rana!” (Textual.)

La abyección a escala política. “Almacenes Nacionales de Depósito impuso el nombre de Díaz Ordaz a su sistema mecanizado. López Portillo descubrió la estatua de Díaz Ordaz”. “El Director general de ANDSA, Miguel Osorio, develó un busto del Pres. López Portillo e impuso el nombre del mandatario a los almacenes”.

Para bajarle los humos a Pepe Alameda y demás pepes: “En EU erigen la estatua del Pájaro Loco y celebran el Día del Osito de Peluche.”

Boca del Río: “El PAN levantó una estatua a Vicente Fox, que los veracruzanos se apresuraron a derribar. Los panistas, luego de remendarle los estropicios, la volvieron a su pedestal”.

Y que La Maconda, panista, abre la boca: “Pues yo no descansaré hasta no ver en plazas públicas, auditorios y bulevares, la estatua del mejor estadista que ha tenido México en toda su historia:  nuestro Calderón”.

Silencio, estupor. Luego, chunga, chacota y fingida seriedad, los contertulios: “¿Y la estatua del estadista cómo la va a querer, señora? ¿Ecuestre, pedestre, con él disfrazado de militar?” Se llegó a un acuerdo; que sea en su versión de beato del Verbo Encarnado: aureola, sotana, pecho y faldón tachonados de  exvotos y milagritos de plata: corazoncitos rotos, brazos sangrantes, piernas resquebrajadas, cabecitas sin cuerpo, cuerpecitos descuartizados, puro “daño colateral”. “¿Así quiere la estatua de su Calderón,  señora?”

Por cuanto a ustedes, mis valedores,  ¿cómo imaginan el bronce o el cobre de  ese señor?   (Agh.)

Milagrería

El martes, muy de madrugada, afirma el Nican Mopohua, se vino Juan Diego de su casa de Tlatilolco, y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre pasar, dijo: “Me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora”.

Pero ahí salió a su encuentro al otro lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño? ¿A dónde vas?”

“Niña mía, voy a causarte aflicción: voy presuroso, Señora, porque está enfermo un tío mío, Juan Bernardino, y voy a llamar a un sacerdote”.

Y la fabulilla: Pero ahí siente el indígena, a modo de escalofrío, que la Señora del cielo mirábalo con su modo de mirar y que leía en lo profundo de su ánima. Avergonzado de su mentir, Juan Diego clavó una rodilla en tierra:

“Y cómo engañarte a ti, Niña mía, cómo engañarte. Has de saber que de intento torcí mi andadura para hacérteme el perdidizo. Y es que la noche de anoche a mi tío Juan Bernardino, en sus delirios de fiebre, de súbito lo cimbró la revelación: en viéndome llegar pegó aquel suspiro:

“¡Dichosa será mi sangre y bienaventurada mi semilla, porque mi sobrino Juan Diego llegará a los altares!” Los sus ojos, Niña mía, fulguraban.

(La Señora del cielo, mansas pupilas, miraba a Juan Diego, y sonreía…)

“Entonces me eché a dormir, pero no dormía. ¿Yo a los altares? Eso quiere decir que la Niña mía del cielo va a convertir el desierto en rosas, y las rosas de la tilma en el milagro de su Imagen del Tepeyácac, y que al prodigio la cristiandad va a edificar capillas, ermitas, templos y basílicas a la honra y gloria de Dios y su Madre santísima”.

(Ella, sonriendo, le extendía sus brazos.)

“Supe entonces que de todos los rumbos de la rosa van a acudir hasta ti romeros y suplicantes al olor no del amor, sino del puro milagro, pero también un pontífice reaccionario que va a observar una masa social flagelada, castigada por el Poder, cuyo descontento amenaza tronar a lo espontáneo, a lo inútil. “Ah, no, ¿revoluciones a mi?” Y el de Roma va a urdir el truco de darles un bato –un beato- y hacerlo santito y pararrayos de la  cólera de mis paisas. Yo, Niña mía, mirándome de santo reaccionario intentaba dormir, pero el sueño andavete”.

(Vio entonces, o afigurósele, que se añublaba el mirar de la Niña…)

“Y así, Madre mía, presentí que mi expediente, que en cosa de cuatro siglos había dormido en santa burocracia el sueño del limbo, de repente iba a levantarse y a andar, y que al alba del XXI sería yo un santo de palosanto.

“¿Y tal presentimiento atribula tu pecho, hijo mío el más pequeño?”

“Y cómo no. ¿Tú conoces a mis paisas? ¿Te imaginas al más pequeño de tus hijos tieso en su nicho, con la marabunta de penitentes a mis pies –a mis sandalias-, exigiendo de Dios, por mi santa intercesión, lo que hoy exigen inútilmente al Poder porque son inmaduros y se niegan a crecer, a pensar, a la autocrítica y la creación de la estrategia adecuada con la que darse un gobierno al que obedecer como sus mandantes?  Por eso, por evitar que los paisas, a lo inmaduro, sigan delegando en santos y políticos; por forzar a las masas a asumir su papel histórico; por eso fue que traté de hacérteme el perdedizo, Niña amantísima. Tú has de perdonar a la más pequeñaja de tus criaturas, ¡pero santo no! ¡Todos lo que quieras, Niña de mis ojos, pero santo no!”

La de Guadalupe, entonces, juntó sus manos, ladeó su cabeza, suspiró y parece que sus pupilas se rasaban de lágrimas. Y así se nos quedó en la tilma. (Obsérvenla.)

 

Huevos

La mala suerte, el mal fario, la salación. Se quejaba hace algunos ayeres el analista renegón: “Todo lo que toca lo vuelve lodo biológico. Visitó a la selección futbolera, y a la jodida la selección. Visitó México, y México a la quemazón”. Y que él es nuestro virus y el causante de que medio país ande con el agua al cuello mientras el otro se está muriendo de sed. A propósito de tan patética situación:

Una idea se me ocurre al respecto, mis valedores: ¿alguno de ustedes tiene amistad con uno de esos intelectuales orgánicos metidos a periodistas  de “medios” impresos y electrónicos que se hablan de tú con él y a cada rato le sacan entrevistas a modo, y le permiten el lucimiento, y todos  ellos contentos con los dividendos? Ah, pues entonces pídale al susodicho que suplique al perito en mal fario que se someta a una “limpia” con ramas de pirul. De jediondilla, ya de perdida.

¿Que la inteligencia rechaza la efectividad de tan grotesca modalidad de la superstición? Ello es entendible, sí, ¿pero a qué otra medida recurrir cuando ya está debidamente documentado que con tal malaventurado las soluciones racionales no surten efecto?

¿Que una práctica supersticiosa de ese tamaño a qué inquilino sexenal de Los Pinos le ha sido benéfica? A Carlos Salinas, sin ir más lejos. Provechosa le fue y le sigue siendo propicia, y si no, vamos a ver:

En 1988 y de muy de mala manera Salinas trepó a Los Pinos. De ahí en adelante iba a ser el escándalo su segunda naturaleza al frente de un gobierno viciado de origen. El del Poder autoritario sería tachado de impostor y de espurio, hasta el grado de que  al dejar el gobierno tuvo que tomar el camino del Judío Errante.

¿Quién no lo acusó de arbitrario, quién no lo tachó de ladrón, con o sin pruebas? No sólo a él, sino a la familia completa, desde Salinas Lozano hasta alguno al que uniformados extorsionadores arrancaron la vida.  ¿Y? ¿Salinas ha pisado la cárcel? Hace algunos meses uno de sus acusadores, expresidentes del país, lo señaló de corrupto y de haberse robado la mitad de la cuenta secreta que se maneja en Los Pinos. ¿Y? El expresidente acusador tuvo que pegar un inmundo, indecoroso reculón. Y algo más: ¿dónde está a estas horas el acusador? En una cama del Hospital Militar, víctima de un padecimiento de las vías respiratorias, y algunas notas de prensa afirman que su estado de salud es muy delicado. ¿Y Salinas, en tanto?  Entero, rozagante, manejando  una grilla política que abarca de Peña Nieto a Los Pinos.

¿Las acusaciones de bandidaje han vulnerado a Salinas? ¿No regresa triunfante al pantanoso terreno de la politiquería? ¿No se da el lujo de tachar de “valiente” al actual? Y yo digo: ¿en esa buena fortuna  no habrá influido la  “limpia” que un grupillo de indígenas le practicó  cuando candidato en campaña? Y otra más: desde el quinto año de su gobierno, ¿acaso no pedían su reelección industriales, comerciantes y terratenientes de La Laguna y anexas? ¿Desde un tal PFCRN, el fementido Ferrocarril, no e-xi-gí-an a gritos la reelección de Salinas los “chuchos” mercachifles de la politiquería talamantera?

En cuanto al origen de su gobierno, vidas son paralelas el actual y Salinas. ¿Y la calificación de uno de ellos en el quinto año de su sexenio? 80.7 puntos de aceptación.  ¿Y la aceptación popular del actual? 51.2 puntos. Vidas paralelas: ¿descabellado recomendarle a uno la receta que tan buen resultado dio al otro? ¿Que cuál receta? ¡Huevos! ¡Muchos huevos! De gallina negra. (La crónica de la “limpia”, el lunes.)

Orgánicos

Oscurecía cuando me recosté frente a aquella vieja. Antes de que ella acabara yo me dormí. Desperté cuando acabó la vieja película: El mago de Oz. Ah, la nostalgia de mirar rediviva a Judy Garland, estrellita precoz que al madurar en edad (inmadura del resto) arrastró aquella vida atorrenciada de droga,  alcohol y somníferos, miserable vida. El mago de Oz. Muchos de ustedes, ladeados ya hacia esa región de la vida, penumbra y crepúsculo, donde todo se nos chorrea de añoranzas, a la evocación de esa cinta antediluviana percibirán el aletazo de la añoranza. Qué tiempos…

Medianoche era por filo. Frente al cinescopio mi Nallieli y yo nos entreteníamos con las correrías hazañosas de una Judy que, niña todavía, cruza la pantalla (voz de ave, ricillos) bailoteando al unísono de El León Cobarde, El Hombre de Hojalata rechinando de orín y El Espantapájaros que anhela un humano corazón (temerario él, que no calibra riesgos de infartos y amores mal avenidos, si lo sabré yo.)

Y ahí estábamos; yo, en el sillón, tila en la mano; al cuadril y bebiendo de mi pocillo, mi única; en el cinescopio, la danza de brujas, magos y demás fantasmas, los del bosque encantado y los de un televisor con la antena mal orientada. Comencé a cabecear, y sin apenas sentirlo ya me había mudado a la región de los sueños oníricos, mucho más reales que los de Hollywood. Desperté.

– ¿En qué terminó El mago de Oz, nena?

Ahí, ribereña de mi oreja, su voz: “Ya vencidos los riesgos del bosque encantado Judy y sus amigos llegan a la presencia del mago y le exponen sus cuitas, y el prodigio: en el pecho de paja de El Espantapájaros alienta un corazón humano (ahora podrá conocer el misterio de un amor como este que yo te doy, bigotón). El Hombre de Hojalata logró una mágica lubricación de las coyunturas. Ya nada le rechina”.

–  ¿Y El León Cobarde ya es todo un valiente?

Mis valedores: de lo que mi única me informó infiero el final. El León Cobarde logró su propósito de adquirir valentía. No fue fácil milagro hacer valiente al cobardón; más allá de ensalmos y bebedizos no hay mago que pueda volver valiente a un pusilánime. “Pobre león. Si hubieses visto sus gimoteos porque no lograba la bravura”. “Ya no chilles, leoncito”, le decía el mago. “Donde sea y como sea, pero bravura yo te he de conseguir”. Y preparó una pócima y se la dio a beber. “A ver si  dio resultado. Para probarte, leoncito, ¿qué opinas del soberano del reino?”

– Un estadista que cumple la ley.

Como todo cobarde, lambiscón. Como todo lambiscón, cobarde y prudente, cauteloso:  “El soberano reinante llegó al trono por unánime aclamación gracias a su enorme carisma, su arrolladora personalidad y su don de mando. ¡Viva nuestro  rey!”

Corazón de pollo y redaños de jericalla, lo cobarde y lambiscón no se le cura, y qué hacer. El mago se sentó a cavilar, y de pronto: “Hallé la solución! A ver, León Cobarde: ¿qué opinas de López Obrador?

Y rápido, la repentina valentía: “¡Ese demagogo populista sigue siendo un peligro para el reino! ¡A la horca  ese terrorista!”

– ¡Perfecto! ¡La pócima surtió efecto! ¡Ya eres todo un valiente, corazón de león! (Lo transformó en ave carroñera.) “Volarás hasta un reino de encantamiento gobernado por un soberano de mentirijillas que necesita leones que sean valientes atacando a quienes no se puedan defender. El reyecito te va a hacer periodista intelectual a su servicio para manipular el criterio de los pobres de espíritu. La paga en dólares. ¡A volar!

Voló, y acá lo tenemos. (¡Bravo!)

¿Ese era yo?

Ah, tiempos aquellos, los de mi primera juventud, tan lejanos, tiempos que fueron los de la abundancia de ideales y la carencia económica; de la escasez de ropa y la prodigalidad de una greña que escurría Glostora. Aquellos tiempos, mis tiempos, fueron los del primer amor (todos los amores son el primer amor), tiempos de la sota moza de la prosapia Orendáin deambulando por el parque arbolado mientras que uno acá, con los puros ojos bebiéndosela desde lejos, el sudor en las manos y la taquicardia en un corazón lacerado de ansias amorosas. La Orendáin, Guadalajara.

Pero no todo se me iba a ir en  mirar de lejos y suspirar. A la mano tenía nada menos que el reputadísimo San Juan de Dios, por aquel entonces mi barrio y también por aquel entonces claveteado de antros, piqueras y mancebías, doctores espantacigüeñas y enfermedades venéreas. Ahí mismo el templo, su altar, su agua bendita y su confesionario con harponazos de penicilina espiritual. Qué tiempos…

Primera juventud y sus noches de sábado en la entraña viva de San Juan De Dios. Yo, hormona alborotada, de turbio en turbio las pasaba encuevado en el muy honorable salón para familias La Nalgada: la moneda con la que el cliente liquidaba el servicio de la bailadora daba el derecho a estamparle rotunda palmada ya en la derecha, ya en la zurda, a escoger. (Mal resisto la tentación del juego de palabras.) Y venga en la sinfonola “Pachito e’ che” con  el Caruso del trópico, Benny Moré:

“Pero qué bonito y sabroso”. Almendra, danzón con el que tú, benemérita desconocida, me enseñaste el arte del meneo (ese juego de palabras. En fin.)

Ya va amaneciendo, ya la cruda realidad se enrosca en el vientre y se trepa a la cabeza. La hora ha sonado de aliviar la panza con pancita caliente, picosa, y dejar sitio a la media de ostiones. Y a volver a vivir. No lloro, nomás me acuerdo. Qué tiempos aquellos, los de mi primera juventud. Hoy vivo la quinta, pero a todo vivir…

Me acuerdo, repito, de que llegaba el domingo. A misa de doce y, ya liviana la conciencia, vámonos a tirar dos que tres clavados. No en los dineros públicos, no,  sino en la pública alberca. Ya la panza aliviada con pancita caliente, vengan del trampolín los estruendosos panzazos. Cuando menos acordaba ahí el asalto nocturno de la primer llamada del ángelus, y caiga encima la noche, y ya de noche y al amparo de la oscuridad cómplice… (Mis valedores: ¿no los estaré aburriendo? Por sí o por no, aquí aderezo el guiso con una salsa levemente sicalíptica. Ahí les voy.)

Yo arriba, ella abajo, y la pareja, que no tenía para cuando acabar. Aclaro: yo  arriba, desde lo alto de la gayola, miraba allá abajo la pantalla del cine Park o del Regis, pista y campo de combate donde la pareja de cómicos (¡el Gordo y el Flaco!) todo se le iba en correr, brincar, caer, alzarse, trastabillar,  y ya tropieza, ya derriba el jarrón, la lámpara, la fuente de frutas; y ya resbala en el plátano, chilla, se soba, distorsiona el rostro con todo un catálogo de visajes y muecas, y sigan los tumbos, los choques, los mojicones. Laurell y Hardy, y no digo más.

A mí, cuyo carácter aún no se agriaba y aún con la sangre dulzona sin llegar al punto de la diabetes; a mí, que aún conservábame virgen de tantos achaques (conciencia política, cantatas de Bach, formas de organización ciudadana y demás lobanillos del áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada a veces, y a veces nomás agónica), las chistosadas del cómico en la pantalla me los reblandecían, me los humedecían. (Mañana.)

Bataclán

Qué joven fui una vez, reflexionaba con todos ustedes el pasado viernes, y les contaba mi afición por las películas de la peor calidad, fueran de zombies, hombres lobo, charros negros o monstruos de la Laguna Negra.Qué tiempos…

Aquello ocurría muy lejos de mis derrumbaderos zacatecanos, yo ya avecindado en Guadalajara y  arrimado a la advocación de San Juan de Dios, mi barrio. Fue por aquel entonces cuando me hice adicto a las salas de los cines de barriada. Tin Tan,  Cantinflas, magañas, chicotes y mantequillas, me acuerdo.

A mí, cuyo carácter aún no se agriaba y todavía con la sangre dulzona sin llegar al punto de la diabetes; a mí, que aún conservábame virgen de tantos hermosos achaques (conciencia política, cantatas de Bach, formas de organización ciudadana y demás fulgores en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada a veces, y a veces nomás agónica), las chistosadas del cómico me los reblandecían, me humedecían de risa ojos, belfos y algún esfínter, al unísono…

Fanático fui del cine mexicano, con sólo que la película llenase un requisito: que fuese mala a morir, que ello me hacía vivir, y siendo, como eran, cintas mexicanas, ¿cuál abstenerme de ver? ¿Cuál, Charito Granados? ¿Cuál, Maritoña Pons? Todas eran mis favoritas: esta comedia que provoca penas y lágrimas, la risible tragicomedia, el dramón pasional, la tragedia de involuntario humor. Fanático fui del mal cine, sí, pero serían palomas las que me forzaron a huir de una sala-comedor cinematográfica (palomas de maíz.) Huí con pesar, porque creí que echaría de menos la comedia y las lágrimas de glicerina, pero no, lástima.

Lástima, porque salí del cine Regis y entré en la carpa “La Nacional”. Ya no más malas películas, pero sí peores sketches donde hoy mismo pésimos comediantes me hacen reír con la tragedia, y con la comedia ponerme a llorar, histriones que repiten, como hace ocho décadas, el indigesto libreto de la calumnia y la escupitina, el piquete de ojos y el encuentro de lucha libre con un desenlace de antemano arreglado. Caretas o rostros enharinados, los componentes de la troupe nacional montan una vez más, a lo recurrente, el espectáculo bufo del pastelazo y el astracán, y fingen contiendas, mutuamente se acusan y descalifican y terminan recitando el consabido catálogo de promesas para el pobre de espíritu que aún cree en ellos. Miren ahí, mono de sololoy, al histrión que trepado en una tarima repite para las galerías los parlamentos exhumados de entre el formol y la cadaverina, qué original:

“¡Yo les prometo seguridad, paz y transformación en los ámbitos del empleo y el crecimiento económico!”

Y venga de ahí ese tortear de aplausos…

Los comediantes, a lo suyo, que buenas utilidades les reporta la gesticulación, el manoteo, el braceo y los aspavientos. Pero acá, en la gayola…

Hasta dónde pueden llegar desmemoria e inmadurez de unas víctimas que tanto pagaron a los patrañeros para mantener viva “La Nacional”,  y que a cambio se conforman con un sketch de masquiña y aun se enardecen y toman en serio, como si fuese la primera vez, la ficción de los simuladores. Niños de escuela primaria dudarían de tan grotesco, reiterativo espectáculo que pendulea del esperpento a lo trágico. Ellos pudiesen rechazar un astracán que ofende su inteligencia, ¿pero las masas sociales, esos niños adultos que se niegan a crecer, a madurar, y que se enfervorizan con la promesa tan vacía como la esperanza que les origina? Ah, el infinito poder de los medios de condicionamiento de masas. En fin.  (Es México.)

 

Oficio de difuntos

Conté a ustedes que a media semana viajé hasta alguna remota región del norte, noreste de la ciudad, donde en la viva entraña de una tierra muerta se desmorona de vejez un caserón habilitado de asilo para ancianos y demás desahuciados. La asilada a la que fui a visitar ha alcanzado el siglo de vida, si es que lo suyo es vivir. Pero no, que la benemérita anciana ya está muerta en vida. Ayer, día de su cumpleaños, volví a visitarla. Me la encontré, sola y su alma, en el rincón más remoto del jardín. Miré su rostro: grave, ceñudo. “Buena fiesta le armarían sus nietos”, le dije.

Mohína me miró. Algo la contrariaba; algo le alteraba el humor. “Y cómo no, si me estoy ahogando por dentro”.

– ¿Derrame en los pulmones, alta presión, flemas?

– Cuál presión, cuáles flemas. Bilis, que traigo en las venas en lugar de sangre; bilis negra que me sollama por dentro. Ahí donde tú cargas el corazón yo cargo mi vesícula. Ando con  la rabia, como los perros del mal.

Ajale. A lo disimulado me le retiré unos centímetros.  “Algún disgustillo con los internos, con el personal. ¿Mala atención, la comida, señora?”

– Cuál atención, cuál comida. Mis nietos, mostrenca ralea de logreros,  ingratos, traidores por vocación. Que la sangre se les pudra en los riñones.

– ¿Pues qué, ninguno le festejó su cumpleaños?

¿Y eso? En la oscuridad, a lo solapado, se acercaba una sombra negra.

– ¿Dónde están esos que tanto mamaron de mis tetas?

¿Sus tetas? ¿Ya cuáles tetas? “Mis hijos se las acabaron”. (¡Me adivinó el pensamiento!) Miré hacia la oscuridad. La sombra negra se aproximaba.

– ¡Caiga mi sangre sobre esa cáfila de descastados!

– Cuidado con su vesícula. Y mejor que ya se hayan olvidado de usted. Si supiera lo desprestigiados que están todos sus descendientes. Enchiquerados estarían en la cárcel, de no ser tan alcahuetes los señores justicias, y tan agachones todos nosotros, los de la sociedad civil.

La sombra negra venía atravesando el jardín. ¿Residente, visitante, quién sería la tal sombra negra? Yo, aquella corazonada…

– Ya todos se olvidaron de que les di la vida.

Para qué venirle con la mala noticia de que ahora pronto los cristeros  tardíos que haiga sido como haiga sido se empericaron en el poder no pierden oportunidad y recurren a toda clase de tretas sucias para extirpar de la memoria de las masas sociales todo vestigio de lo que en la historia de nuestro país representó esta benemérita anciana. La renegrida sombra (¡que no vaya a ser él) se aproximó varios metros. Un papel en la diestra. ¡No, en la zurda! Que no vaya a ser ese que me estoy figurando (me estremecí). Que no sea el que estoy pensando. Protégela, Señor.  Miré a la anciana. Me dio una lástima. Pero cobardón que no fuera:

– Me va usted a perdonar, pero tengo que retornarme. Ahora que sola no se va a quedar, que ahí viene alguien a festejarla. Que le aproveche, señora.

–  No quiero festejos. Yo ya no soy de este mundo.

–  Creo que ese viene a declamarle un  buen discurso.

No un discurso. Un responso. El oficio de difuntos. Porque el visitante es el heraldo de la muerte, del dolor, de las lágrimas. Ese es el mensajero de la mala suerte, de la salación, del mal fario. “Ahí viene su visita, felicidades”.

–  No quiero visitas. Que los muertos entierren a sus muertos.

Para qué decirle que ese ya enterró más de 50 mil, y ya encarrerado va por más. “A usted, por lo pronto, más le vale encomendarse a su Dios”.

Huí. Qué vergüenza.  (En fin.)

Consuelo de los afligidos

Que acabo de visitar un asilo de ancianos, dije a ustedes ayer. El más remoto de todos, el más mortecino, el más lóbrego y segregado del caserío, que en olor de decrepitud agoniza en el extravío de aquella polvorienta  geografía: una finca árida, gris, que envejece al paso cojitranco de sus ancianas criaturas, con sus muros leprosos que arropan aquel almácigo de vejestorios descascarados de la vida que, guardia baja, aguardan el guadañazo final.

Fue la noche de anteayer. Desde media tarde habíame trepado al BMW (al volks cremita, quise decir), y enfilado rumbo al remoto asilo de ancianos, desahuciados de la vida, donde me proponía visitar a alguna de las internas que ahí se acogen a la misericordia de una paz que preludia la pax perpetua.

Era la hora de entre dos luces, cuando la tarde duda y la noche aún no se decide. Me puse a observarlos, a mirarlos deambular, sonámbulos, en aquel retazo de mundo que constituye su postrera ración de este mundo. De un lado a otro ellos y su bordón, los vi errar a lo cojitranco y cimbrarse a toses, y ahogarse a jadeos, y gorgotear a flemas, y abrir de par en par aquellos ojillos atónitos, y derrumbarse en la banca del jardincillo y exigir a bocanadas ávidas su ración de vida. Los viejos. A una de ellas vine a visitar, y la buscaba en aquella ruina de celdas y corredores.

Ya era de noche, que fue de toses y ojeras, del temblor de manos, la extrema resequedad y la humedad excesiva, temblor y humedad que dejan traslucir unos pulmones deshilachados, unas vísceras que se desintegran y unos músculos que llegaron al punto de la claudicación. Ah, ese enfrentar el horror  inacabable de la noche en vela, en insomnio, en pesadillas. Noches de la anciana aquella que en el avieso sueño de los somníferos se remueve en el camastro y repite en sueños: “Mamá, mamá…” Ah, los labios del viejo aquel, su movimiento incesante. ¿Qué intentan decir? Los ojos del otro, fijos en el techo. Fijos tanto tiempo, que alguno le echó una sábana encima…

Buscando a la anciana me cayó encima una noche que fue de los tosijosos bagazos, un ir y venir del camastro al lugar excusado, un manipular de pastillas, cápsulas, unguentos, gotas y comprimidos, y el resuello rasposo, y el desacompasado latir, y el vahído, los sudores, los sofocos, el ahogo. En la almendra de su angustia, Job: “mide mi corazón la noche”, y las primeras luces, que no llegan. Presidiendo su comalada de frutillas que se tuestan, la Enlutada.

¿Mi propósito? Dar a la anciana mi compañía, darle mi  plática, asistirla en algo, mostrarle mi humana solidaridad (no del todo desinteresada, porque pienso muy en el fondo del temor: hoy por ella, mañana por mí, uno nunca sabe.)

Fue así como fui a topármela en el fondo del rincón más apartado del jardincillo. La observé: de espaldas al cuerpo del edificio permanecía inmóvil, silenciosa en sus ropas oscuras, pasadas de moda. Decrépita, sí, pero aún altiva a sus 101 años de edad. “Señora”, le dije. “Vengo a hacerle compañía”.

Silencio. Fuera ya de este mundo, desarraigada de los intereses terrenos y ya un pie en la Gran Interrogante, la anciana siguió contemplando algún punto impreciso de la oscuridad nocturna, a lo lejos.

–  ¿Cómo la trata la vida? Vengo a acompañarla por si de algo le sirve mi compañía.

Se alzó de hombros; siguió en su silencio, su mudez, su ausencia. “¿Ya preparada para el fiestón? Regalos, pastel, mañanitas”.

Me miró. Sañuda. Me sentí ridículo. (La conclusión, en el próximo.)

Almácigo de vejestorios

Noviembre, mes de la Descarnada, los fieles difuntos y el resfrío en el ánima. Noviembre,  un tiempo a la medida para reflexionar en que habremos de dar el paso hacia la Gran Interrogante y que por eso mismo el imperativo es vivir; a toda sangre y a todo pulmón. “Nuestras vidas son los ríos- que van a dar a la mar-que es el morir”. Nuestra única certidumbre. La única.

Noviembre y los viejos, esos entrañables que hoy sobreviven apenas, a penas, el tramo final; ellos que mucho antes que nosotros conocieron la vida a todo vivir, con lo que la vida significa de amor y dolor, de ambición e ideal, de alegrías, fracasos y desilusiones. Los viejos que nos precedieron en el áspero oficio del diario vivir, oficio agridulce; ellos que a su hora fueron capaces de inspirar y vivir el “amor amoroso de las parejas pares”; que dijo el poeta; ellos, que practicaron puntualmente el rito alucinante del amor que “cabalga por los desfiladeros de la muerte”, que dijo también, y que ejercieron el oficio de las lágrimas y los vuelos del ideal, y soñaron despiertos; esos que, Ícaros irredentos, cayeron una y otra vez, y Dédalos, una y otra vez se alzaron y alzaron el vuelo, que ese es el humano destino: la sobrevivencia. Esos ancianos apenas ayer fueron hombres en plenitud, varonas ellas y ellos varones,  e imaginaron un destino y eligieron un rumbo, y lo intentaron con una fe que se puso y los puso a prueba una y otra vez. Hoy arriban al tramo final. Nuestros viejos. Viejo yo mismo. Y qué hacer…

Me gusta observarlos; en su rostro, como en un diario fiel y puntual, proclaman la marca de todos los vicios, de todas las virtudes y el racimo de las penurias que los zarandearon a la mitad del arroyo, que es decir de la vida. Y el sinsabor y la dicha agridulce. Los viejos, pozos de prudencia, fuentes de experiencia; para ellos la gratitud, esa leche humana que fluye del cogollo mismo del corazón. El padre Juan, que “hizo el bien mientras vivió”. La madre Tula, argamasa familiar y entraña entrañable, sé lo que digo. Nuestros viejos, los de todos nosotros…

Pues sí, pero hay de viejos a viejos. Unos hay, los más desdichados, que en la fase “terminal” aguardan su hora en la almendra erosionada de la soledad. Son los confinados en el asilo, víctimas muchos de la humana ingratitud, ellos que lograron forjar una familia para que la familia se deshiciera de ellos. Y si es la ternura la leche humana, y la misericordia la humana miel, la ingratitud es la bilis del hombre, su halitosis, lo que el hombre tiene de vinagrillo, de escorpión, de basilisco. Y basilisco malagradecido. Porque yo digo, mis valedores: todo en el ente humano merece perdón: flaquezas, error, torpezas, claudicaciones; todo, menos la ruindad de los traidores, los envidiosos y los malagradecidos. Y a propósito…

Acabo de visitar un asilo de ancianos, el más remoto de todos, el más mortecino, el más lóbrego y que, segregado del caserío, agoniza extraviado en aquella polvorienta  geografía: una finca árida, gris, que envejece al paso cojitranco de sus ancianas criaturas, con sus muros leprosos que arropan aquel almácigo de vejestorios descascarados de la vida que, guardia baja, aguardan el guadañazo final. Viejos de asilo en asilo de viejos que han sido desahuciados de todo y de todos, menos del ejercicio del sufrimiento. Me puse a observarlos…

Era la hora de entre dos luces, cuando la tarde duda y la noche aún no se decide. Los miré deambular, sonámbulos, en aquel retazo de mundo… (Esto sigue mañana.)

El ángel exterminador

De la plaga de cucarachas que infestó mi cocina les hablé ayer, cocina pulquérrima que, de repente, a la invasión de los bicharajos más parecía jacalón de San Lázaro, guarida de partido político, bunker de canacos y concanacos o buena parte (la mala) de las masas sociales. Resignado a mi destino de vivir combatiendo cucarachas comencé con los periodicazos. Como sus congéneres de dos patas, las cucas resultaron inmunes a tal medida, como también a los polvos venenosos que les espolvoreé sobre cachos de queso gruyere; las muy ladinas se comían el queso y me dejaban los polvos; más tarde les deposité los polvos sobre queso del país; las cucas, burla sangrienta,  devoraban los polvos y me dejaban el del país. Corrí al teléfono.

El de la fumigación: “Se las exterminamos. Ora que acabar con el cucarachero le va a costar uno y la mitá del otro,  como si dijéramos. ¿Cubre los gastos?” (IVAs y cargos, recargos y sobrecargos.)

Y qué hacer, sino resignarse a impuestos y sobreimpuestos. Esa noche anuncié a mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins.: “Tendremos que desocupar el depto. durante unos días”.

Y allá vamos, en calidad de mientras, a casa de un mi pariente por parte de madre. Con abrazos salió a recibirnos el muy pariente, y en 48 horas ya nos había corrido seis veces. Volvimos a Cádiz. Inquisitivo, fui abriendo la puerta: ¡mama Tula, genocidio descomunal! ¡Ni las hordas de Obama! Un tendedero de cucas damnificadas que hagan de cuenta las víctimas del modelo neoliberal: fallecidas por aquí, muertas de hambre por allá, por dondequiera mortandad. Y aquel hedor, y  que voy y las abro, las ventanas, y que entra a borbotones el hedor de smog y materias fecales suspendidas en el aire, y en tanto el viento barría los rastros del tóxico, yo me dispuse a barrer. La cocina, otra vez pulquérrima. Qué bien.

¿Bien? ¡Bien madres! Muy poco me duró el gusto, porque a la siguiente noche la primera sobreviviente del Hiroshima doméstico cruzó en frieguiza frente a mi chipocle ya enfrijolado, y detrás otra, y otra más, y docenas de ellas. “Paisa tenía que ser el técnico exterminador para salirme tan pacotón. Y que acudo al teléfono, y que en mi iracundia miento leyes y madres, campechaneadas, y que el ángel exterminador se apersona en mi depto.: “¿Y cómo hingaus le voy a exterminar sus bichos, si el de junto está hasta la madre, y de allá se las redama para acá?”

– ¡Que se las erradiquen al de junto, y pague él!

– ¿Y? ¿No van a seguir vivas las del restorán de la esquina, que es el que lo surte de cucas, y al restorán la bodega de junto, y a la bodega el sanatorio, y al sanatorio la estación policiaca, que recibe las cucas del burdelito de aquí a la vuelta, atascado con el animalero que le llega desde la sacristía de San Ramón Nonato, que nomás imagínese si hubiera nacido?

– No entiendo lo que quiere decir.

– No entiende porque se hace pendejo, con perdón. ¿No le puede entrar, o sea en la cabeza, que México entero está infestado de cucarachas? Ciudad por ciudad, barrio por barrio, casa por…

– ¡Bueno, pues, hasta nunca!

Y ya. Yo, infestado de cucas, nomás me quedé pensando. ¿Limpiar el cucarachero de los cuerpos policíacos? ¿Y el de los tres poderes de la Unión, los partidos políticos, la cúpula del periodismo y el alto clero, el gran capital, los intelectuales orgánicos, los organismos corporativos de control obrero y unas masas sociales donde el que tiene más saliva traga más pinole? (Suspiré. Qué más.)