¿Ese era yo?

Ah, tiempos aquellos, los de mi primera juventud, tan lejanos, tiempos que fueron los de la abundancia de ideales y la carencia económica; de la escasez de ropa y la prodigalidad de una greña que escurría Glostora. Aquellos tiempos, mis tiempos, fueron los del primer amor (todos los amores son el primer amor), tiempos de la sota moza de la prosapia Orendáin deambulando por el parque arbolado mientras que uno acá, con los puros ojos bebiéndosela desde lejos, el sudor en las manos y la taquicardia en un corazón lacerado de ansias amorosas. La Orendáin, Guadalajara.

Pero no todo se me iba a ir en  mirar de lejos y suspirar. A la mano tenía nada menos que el reputadísimo San Juan de Dios, por aquel entonces mi barrio y también por aquel entonces claveteado de antros, piqueras y mancebías, doctores espantacigüeñas y enfermedades venéreas. Ahí mismo el templo, su altar, su agua bendita y su confesionario con harponazos de penicilina espiritual. Qué tiempos…

Primera juventud y sus noches de sábado en la entraña viva de San Juan De Dios. Yo, hormona alborotada, de turbio en turbio las pasaba encuevado en el muy honorable salón para familias La Nalgada: la moneda con la que el cliente liquidaba el servicio de la bailadora daba el derecho a estamparle rotunda palmada ya en la derecha, ya en la zurda, a escoger. (Mal resisto la tentación del juego de palabras.) Y venga en la sinfonola “Pachito e’ che” con  el Caruso del trópico, Benny Moré:

“Pero qué bonito y sabroso”. Almendra, danzón con el que tú, benemérita desconocida, me enseñaste el arte del meneo (ese juego de palabras. En fin.)

Ya va amaneciendo, ya la cruda realidad se enrosca en el vientre y se trepa a la cabeza. La hora ha sonado de aliviar la panza con pancita caliente, picosa, y dejar sitio a la media de ostiones. Y a volver a vivir. No lloro, nomás me acuerdo. Qué tiempos aquellos, los de mi primera juventud. Hoy vivo la quinta, pero a todo vivir…

Me acuerdo, repito, de que llegaba el domingo. A misa de doce y, ya liviana la conciencia, vámonos a tirar dos que tres clavados. No en los dineros públicos, no,  sino en la pública alberca. Ya la panza aliviada con pancita caliente, vengan del trampolín los estruendosos panzazos. Cuando menos acordaba ahí el asalto nocturno de la primer llamada del ángelus, y caiga encima la noche, y ya de noche y al amparo de la oscuridad cómplice… (Mis valedores: ¿no los estaré aburriendo? Por sí o por no, aquí aderezo el guiso con una salsa levemente sicalíptica. Ahí les voy.)

Yo arriba, ella abajo, y la pareja, que no tenía para cuando acabar. Aclaro: yo  arriba, desde lo alto de la gayola, miraba allá abajo la pantalla del cine Park o del Regis, pista y campo de combate donde la pareja de cómicos (¡el Gordo y el Flaco!) todo se le iba en correr, brincar, caer, alzarse, trastabillar,  y ya tropieza, ya derriba el jarrón, la lámpara, la fuente de frutas; y ya resbala en el plátano, chilla, se soba, distorsiona el rostro con todo un catálogo de visajes y muecas, y sigan los tumbos, los choques, los mojicones. Laurell y Hardy, y no digo más.

A mí, cuyo carácter aún no se agriaba y aún con la sangre dulzona sin llegar al punto de la diabetes; a mí, que aún conservábame virgen de tantos achaques (conciencia política, cantatas de Bach, formas de organización ciudadana y demás lobanillos del áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada a veces, y a veces nomás agónica), las chistosadas del cómico en la pantalla me los reblandecían, me los humedecían. (Mañana.)

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