Ya muerto en vida

El bosque de Nemi, mis valedores. Tal es la leyenda que asienta J.G. Frazer en  La rama dorada tocante al rito ancestral de la fertilidad. De  protagonista cierto monarca cuyo ineludible destino habrá de cumplimentarse cuando se enfrente al sucesor, más joven y vigoroso, que habrá de vencerlo en la lucha y terminará por asesinarlo para suplirlo en el trono.

Lóbrego rito, leyenda siniestra, El bosque de Nemi constituye la metáfora viva,  mortecina metáfora, qué contrasentido, de esa exhibición de temor y temblor que ataca a estas horas al destartalado monarca del bosque de pinos. (Obsérvenlo, óiganlo hablar, convocar, implorar, pedir auxilio. Tétrico.)

Es ese un monarca que se advierte trémulo  empavorecido, desgastado en tantos sentidos, que percibe su muerte inminente, inevitable, a manos del sucesor, sin poder evitar su destino, así se la viva  a fruncimientos y pataleos, a trucos y mañas maniobreras de baja ley.  Nada de nada le va a valer, que el del bosque de pinos está condenado a muerte.  Irremisiblemente. Mis valedores:

Por si el personaje de la leyenda cuadrase al que se advierte agonizando de pavor,  muerto en vida, va aquí el relato de El bosque de Nemi, contado por Frazer:

“En  la Antigüedad este paisaje selvático fue el escenario de una tragedia extraña y repetida. En una orilla del lago, debajo de un precipicio, estaba situado un bosquecillo sagrado, y en él cierto árbol que todo el día y probablemente hasta altas horas de la noche rondaba una figura siniestra que en la mano blandía una espada desnuda y vigilaba cautelosamente en torno, cual si esperase a cada instante ser atacado por un enemigo.

El vigilante era rey y homicida a la vez; tarde o temprano habría de llegar quien le matase para reemplazarle. Tal era la regla: el puesto sólo podía ocuparse matando al rey y substituyéndole en su lugar hasta ser a su vez muerto por otro más fuerte o más hábil. El oficio mantenido tan a lo precario le confería el título de rey, pero seguramente ningún monarca descansó peor que éste ni fue visitado por pesadillas más atroces. Año tras año, en verano o en invierno, con buen o mal tiempo, había de mantener su guardia solitaria, y siempre que se rindiera con inquietud al sueño lo haría con riesgo de su vida. La menor relajación  de su vigilancia, el más pequeño abatimiento de sus fuerzas o de su destreza le ponían en peligro. Las primeras canas sellarían su sentencia de muerte.

Su figura ensombrecería el hermoso paisaje. El ensueño azul de los cielos, el claroscuro de los bosques veraniegos y el rielar de las aguas del lago al sol, concordarían mal con aquella figura torva y siniestra…

Mejor aún nos imaginamos este cuadro como lo podría haber visto un caminante retrasado en una de esas lúgubres noches otoñales en que las hojas caen incesantemente y el viento parece cantar un responso al año que muere. Es una escena sombría con música melancólica: en el fondo la silueta del bosque negro recordada contra un cielo tormentoso, el viento silbando entre las ramas, el crujido de las hojas secas bajo el pie, y  yendo y viniendo, ya en el crepúsculo, ya en la oscuridad, la figura oscura, insomne, la espada desnuda en la diestra”. Mis valedores:

Esa torva figura cuya espada le tiembla en la diestra (en la siniestra) mientras deambula a lo insomne por un bosque de pinos donde habrá de topar la muerte, ¿quién podrá ser? ¿Y la identidad del que en unos meses va a propinar fulminante muerte política al acobardado reyecito de sololoy?  ¿Quién? (A saber.)

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