Irracional (II)

Tantas idas y venidas – tantas vueltas y revueltas -quiero, amiga, que me digas – ¿son de alguna utilidad?

Marchas, plantones, polémicas, controversias. Y que si este debate y que si aquellas encuestas, y que si una TV «democrática», y que si… mis valedores: ¿si leyésemos, a propósito,  Pancho Papadas, relato de Vargas Pardo? Aquí, en el estilo sápido del autor, la síntesis:

Al pueblo llegó un cilindrero, y el máistro Delfino, cuetero de profesión, le ofreció un tostón por su mono huasteco. “Si no me lo robé, oiga. Tres pesos y el mono es suyo”.

Y como unos estamos a fregar y otros a no dejarnos, el máistro dejó el tostón y cargó con el mono. Todo fue verlo llegar, y los chamacos dejan de chambiar. “¡Mi apá compró un mono. ¡A quemarle un buscapiés por el cicirisco!” (Tomar nota)

Ahí se inician las jugarreras de los bribones. Día con día maltratarlo. “A aventarlo a la tina de fermentar”. “¡Que se ponga bien pando como mi apá! ¡Que se hogue!”

Ahogándose, el mono alcanzaba el borde de la tina, y va pa adentro otra vez. “¡A rellenarle las tripas de pólvora pa que truene!”

Pobre carcaje de pelos y huesos descoyuntados. ¿Pues no se les ocurrió a los bellacos meterle un chicloso entre las muelas y un chile por la trasera? El huasteco daba maromas sin saber a qué mortificación atender primero.

– ¡A darle toques! ¡Miren cómo se  retuerce!

Pobre infeliz. Los chamacos le tronaban cohetes y le ataban a la cola mechas ardiendo. Ya el animalito fue quedándose ñengo, trasijadón, descoyuntado. Como que no andaba ya en sus cabales, como que apenas aguantaba la vida, como que ya todo le daba igual, como que soñaba en morirse. Atejonado en un rincón, las manos en la cabeza, el montoncito de sufrimientos pelaba unos ojillos rebrillosos de espanto. (¿Van ustedes tomando nota?)

Ese día llegó el máistro Delfino: “¡A trabajar, que hay muchos pedidos pa las fiestas de la iglesia! ¡Pónganle doble carga al barril! ¡A moler la pólvora, brutos! ¡Con mucho cuidado pónganle el nitro y la señal!

Trabajaron hasta tarde, le cebaron doble carga de nitro al barril y le pusieron, como señal de peligro, un hilacho blanco. Y la runfla de malandrines a la cocina a comer. (Reflexionar.)

Solo y su alma en el taller se quedó el huasteco, bolita de sufridero. Ahí permaneció sin moverse, montoncillo de pelos y güesos, nomás mirando. Sombra ya de sí mismo, miraba sin pistojear, quién sabe en que se fijaba tanto, como a piense y piense, como si de pronto reflexionara…

Y fue entonces. De repente el huasteco se alzó, se enderezó, se rascó las costillas, pegó un berrido, se dejó ir hasta el barril de pólvora, le desenredó la tira de hilacho y con ella se alejó y fue a treparse allá, lejos, en aquel  guamúchil.

Después de la comida (fijaros bien), la sarta de bergantes entró al taller pa seguir chambiando. El máistro Delfino, como no vio ninguna señal de peligro en la manivela del barril, se fue a darle vuelta con todas sus ganas.

– ¡Ni siquiera el nitro le han puesto, güevones! – Y güevones fue lo último que dijo en su vida, porque ¡brrumm!, en mil pedazos su mundo. Mis valedores:

Al mono huasteco los brutos lo habían agotado a maltratos. A Pancho Papadas, un irracional, el sufrimiento cotidiano lo elevó hasta la hazaña de pensar, y adquirir conciencia de que quienes así lo golpeaban no eran aliados, sino enemigos de su bienestar. El arma del irracional fue la pólvora, la del racional, la organización celular autogestionaria, superior a la pólvora. ¿O a seguir exigiendo? (Válgame.)

Irracional

Pero no sólo la marcha-plantón y el e-xi-gir al Sistema. Otras tácticas también han generado enorme provecho para todo el país. El conjuro y la  «limpia«, pongamos por caso. Cuando candidato presidencial  Salinas se sometió a una limpia, y hasta hoy alcanzan los beneficios que ello trajo al país, ¿no es cierto? La crónica.  Guelatao, Oax.

“¿Y esos huevos?”, pregunta Salinas.

– Para que se vayan sus pendientes. Para que cuando presidente de México se­pa cumplir sus promesas. Señor Dios nues­tro…”

Y comienza la limpia. El curandero bendice a Salinas con cuatro velas. El lleva  un bastón adornado con cintas de colores.

– Ruega por nosotros. Salinas mira fijo los ojos negros de la curandera, siente sus manos recorrer su cuerpo. “Padre mío / Santa alma del purgatorio / Santísima Trinidad / Madre mía / Mamacita linda / Virgen santísima…”

La curandera lo limpia con un ramo de hojas de naranjo que pasea por todo su cuerpo hasta las piernas: “Para que le dé fuerza / para que tenga salud». (Salinas sostiene la mirada en el frente, casi inexpresivo.) “Usted es nuestro padre / Dios mío / Jesús mío”. Leoba lo bendice con ramos de rosas rojas y lo limpia con el aroma y los pétalos. Guadalupe centra en él la mirada y el rezo, mueve su cuerpo y apenas levanta los pies de la alfombra amarilla del cempasúchitl, lo va “persinando” y le acaricia el cuerpo con las hojas de ruda y poleo. El mira al frente, intenta entregarse al ritual. Pero el espacio multicolor, santo y pagano, junto a la laguna encantada, profana el rito y lo vuelve espectáculo de cámaras y flashazos.

Esperanza le muestra tres huevos benditos, con ellos recorre lentamente su rostro que no sabe qué músculo mover, su cabeza cuello, hombros, pecho, torso y piernas. “Ruega por nosotros”. Bañan sus manos con colonias preparadas de aromas de hierbas. El les informa muy cerca, al oído, que la ceremonia debe concluir.

Leoba levanta el crucifijo, testigo mudo del ritual, se lo acerca a los labios, pero Salinas, en acto político pagano ante Benito Juárez, declina el beso. Gira la cabeza hacia un lado y en desagravio abraza a las curanderas, mujeres arrugadas de rostros morenos casi impenetrables, de ojos negros cargados de tiempo y de magia de manos pequeñas que saben acariciar para limpiar, de dedos cortitos llenos de anillos.

El curandero Antonio, de Jamitepec, le ofrece el cáliz de agua de ruda. El candidato apresura el trago. “Para que le dé fuerza”. Alejo Maximino y Alfonso García vinieron desde Huautla de Jiménez a presidir el ritual “Prendimos las velas para que no tenga tropiezos”. Las 12 velas chorreantes de cera amarilla posan a los pies del Juárez niño, pastorcito de cuatro ovejas, que hace las veces de altar.

– Que el dueño del cerro lo proteja Las velas encendidas le hacen homenaje al licenciado Benito Juárez para que le dé apoyo a De Gortari. Que la fuerza una al país que hoy está cuarteado. Queremos abrir su expediente para que no tenga problemas.

– ¿Pueden ver su destino?

– Sí, cómo no, con los hongos, que nos permiten ver lo invisible, vemos el futuro del licenciado, un futuro, el de Salinas, que va a ser de una acrisolada honradez. (¡!)

Más tarde dirían a Salinas: “No queremoscompletar 500 años de olvido y de incomprensión. También los indios tenemos alma.Si te vas de aquí seguro de que los indios tenemos una cabeza para pensar,un corazón para querer y unos brazos para trabajar. Que tu suerte sea nuestra suerte”. ¿Y? ¿Cuáles fueron los resultados? ¿Distintos a  los de la marcha-plantón? (¿Qué?)

Del esperpento

A manera de despedida, el presidente Calderón nos pide, como buen sueño o deseo lo recordemos como el primer gobernante en combatir el crimen organizado. No será el único motivo que tendremos para recordarlo, hay otros que nos pasarán por la memoria. R. Cremoux.)

Se afirma, mis valedores,  que los dioses enloquecen a quien quieren perder, pero a mi juicio es otra la realidad. Faltos de temple y carácter cuanto sobrados de odios, ambición y soberbia, algunos no son capaces de soportar un conflicto superior a sus fuerzas y se desbarrancan en la sombría región de la locura. De la ficción y a memoria recuerdo, junto a locos notables como los de Maupassant y el de Gogol, al trágico rey Lear, cuyas locuras de cuando cuerdo  lo llevaron a la cordura y a las estrujantes escenas del viejo al que en pleno delirio abate la tempestad. El anciano insensato es, creo yo, el más humano de todos los trágicos entes de Shakespeare, el más trágico de sus humanísimos personajes. Lean El Rey Lear.

Y ya en los anchurosos terrenos de la mitología: en el sitio de Troya fue muerto Aquiles y porque lo consideró de justicia, Ayax reclamaba para sí  las armas del inmortal (ni tanto). Cuando Agamenón cedió esas armas a Odiseo-Ulises, tanta fue la cólera en Ayax, que se atrevió a increpar a los dioses, culpa la más penada del Olimpo: la hybris: desmesura y soberbia. Fue así como el sobrón fue castigado con la locura y la obnubilación que llevó al infeliz a tomar por hordas enemigas a un inocente hato de ovejas, pero el refinado sadismo:

Tal como siglos más tarde Cervantes a don Quijote y con la aviesa intención de que se avergonzara de su hazaña ridícula,  los dioses devolvieron la razón al héroe. Intolerable sadismo, mis valedores. ¿Cómo procedió, ya cuerdo, el guerrero? Caminó hasta la playa, y en la arena enterró su espada y se recostó en ella. Del lado del corazón.

 ¿Don Quijote? Derrumbado en su cama, desencantado y agónico, renegó de pasadas locuras. A Sancho, que lo excitaba a levantarse y echarse a andar detrás de endriagos y dulcineas,  respondió el cuerdo, y aquí lo patético de la razón recobrada, que ya no se deja llevar por el fulgurante idealismo:

«No, Sancho amigo: en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño».

Triste, sí, mas no importa; se perdió un idealista y un soñador, pero esa bella locura es contagiosa: el Sancho Panza que fue zafio y vulgar es ahora el iluminado que anhela volver a los caminos del ideal (a abrir esos caminos) y enfrentar a gigantes, endriagos en nombre de dulcineas, y entre los astros volar a lomos de Clavileño. La locura del ideal no muere con el claudicante, que  otro tenderá el ala rumbo a “esa excelsitud inasible”. Los genocidas, por contras, esos torvos personajes  que sobreviven chapoteando en charcos y lloraderos de sangre…

Mis valedores: ¿a partir de diciembre qué fin tendrá ese al que  angustia y desesperación llevan a acometer la empresa imposible de excusar lo inexcusable? ¿Cómo justificar que en cinco años apenas a penas y empobrecimiento condenó a doce millones de desdichados? ¿Intentar, al modo  de lady Macbeth,  la empresa imposible de lavar de sangre sus manos? ¿El delirante montón de asesinados  no le habrá asesinado el sueño, como al propio Macbeth? ¿Cómo atarantar la conciencia? ¿Prozac? ¿Cantidades industriales de licor? ¿Cómo? Si los dioses enloquecen al que quieren perder, ¿no habrá perdido al de marras para enloquecerlo a partir de diciembre? ¿Lo rescatará la misericordia del Verbo Encarnado? ¿Qué? (México.)

Señores justicias

En mundos y tiempos de fábulas existió un avaro que en buen escondite atesoraba alteros de monedas de oro y en la cocina tres cachos de queso y uno de pan, provisiones que, magras y ruines, vivían siempre expuestas a la voracidad de un hervidero de ratas que infestaban el tugurio del avaro aquel. A la vista del poco queso y poco pan siempre mordisqueados se desesperaba el ruincejo, y qué hacer. ¿Trampas en las que tuviese que malgastar rajuelas de queso? ¡Nunca dispendio tal! ¿Un gato? ¡Menos! ¿Los resecos trozos de pan y los míseros cachos de queso exponerlos  también al gato? ¡Nunca! ¿Custodiar en persona las provisiones a costillas del sueño y las horas dedicadas al deleite onanista de cachondear, flor de tacto, las amarillas rodelas? ¡Jamás! Pero entonces qué hacer…

El avaro se devana los sesos piensa que te piensa, trama que te planea, pero  no hallaba la solución. Y así se pasaba los días de claro en claro y de turbio en turbio las noches, y de congoja en congoja su vida entera, penduleando de la depresión al insomnio,  y de ahí a la angustia. Pero aquel día, de repente:

– ¡La solución! (Tomar nota, señores justicias.)

Y ocurrió que con paciencia y salivita, como es fama se logra todo en el salivero mundo de ratas, avaros y señores justicias, el codicioso ejecutó la primera parte del plan, que fue armarse de paciencia y de una escoba y apostarse cerca del agujero que daba al bajo mundo de los roedores. Y a esperar, vigilar, contener el aliento, hasta que de repente cayó una rata.

Y a encerrarla en una jaula de alambre, y a dejarla sin comer. (¿Captan el plan?)

Y ocurrió que al paso y peso del tiempo (que todo lo cura, lo enferma, lo agrava y agravia)  la rata bufaba de hambre, brincoteando y acalambrándose.  El avaro, entonces, le fue cebando cachos de carne fresca, con la que le amansó el hambre. Pero a ver: ¿un  avaro derrochando en filetes? Carne era,  sí, pero de una rata que acababa de asesinar a escobazos. ¿Pescan ustedes la idea?

Y así los siguientes días: tres rajuelas de carne de rata le amansaron el hambre, pero luego a cerrar la despensa, y hasta más ver. ¿La siguen pescando, señores justicias? A carne de rata sobrevivió la reclusa, y le fue tomando sabor y le agarró el gusto, pero  al suspendérsele  todo era bufar y convulsionarse. ¿Adivinan ustedes el resto?

Exacto: con la roedora en delirio por un ayuno de días, el avaro aprontó la jaula a la boca del agujero que hervía de ratas, abrió la reja y dejó escapar el famélico animal, que de ahí en adelante inició una terrible devastación y una mortandad espantosa entre los roedores, que devolvió la calma al ruincejo después de que aquel su ingenio le hubo ahorrado el gasto del gato y el queso en la ratonera. Y aquí mi mensaje: señores justicias.

Ratas ya tienen en su poder, civiles y de uniforme que conocen el mundo del narco y el del perseguidor. Presas como las tienen  en celdas de alta seguridad, tales ratas andan a estas horas como perros del mal, espuma en la boca y bilis desparramada. Bilis negra. ¿Y si se decidieran ustedes, señores justicias? Ya vejaron a esas ratas, las maltrataron y enfurecieron al máximo. Una argolla de control y a soltarlas allá por los rumbos de Michoacán, Sinaloa, Chihuahua, todo el país…

¿Será más mortífera esa contienda que la abominable guerra particular del devoto Verbo Encarnado? A no ser que  tema alguno de ustedes que  tras de las confidencias de algún roedor venga la DEA y les pise la cola.   Pudiera ser. ¿Que no? ¿No es México? (En fin.)

Mediocridad

Las masas sociales, mis valedores.  Por demás elocuente el dilema que se les planteó a principios del mes, cuando los medios de condicionamiento las pusieron a  escoger, en la misma noche, entre un partido futbolero y varios partidos políticos representados por sendos aspirantes a la presidencia del país.  Rudo y permanente dilema, que esta vez se resolvió en una especie de empate entre  la demagogia y el esférico. ¡Gooo!

Dilema rudo, en verdad. ¿Qué habrá resultado más provechoso para quienes tuvieron que elegir entre el debate entre las patadas en una cancha de futbol y las patadas de los candidatos del Poder? ¿Cuál de ambas opciones dejó una migaja de beneficio para el individuo y para las masas sociales? ¿Cuál beneficio, cuánto de beneficio? Al final del encuentro pelotero o de la pelotera de los políticos, ¿qué de provecho le quedó  al espectador de la «democracia» o del encuentro futbolero? ¿Algunos grados habrá escapado de la mediocridad, del intolerable subdesarrollo mental en que lo ha mantenido la calidad de la educación que  imparte  esa altanera Gordillo que hasta al de mecha corta acaba de doblarle el filo? Pero sí, aquí el beneficio que a las masas les dejó el dilema: ya en futbol tienen sus milagrosos «Santos», como en mes y medio tendrán su «santo» milagroso que les va a conceder  el prodigio de transformar el país gracias a que el día señalado trazaron a su favor  una equis en la papeleta electoral.  Así de fácil. Así de milagroso.  Los santos sexenales, en tanto…

Esos en brama hoy día, a estas mismas horas, quemando  copal al santito de la papeleta electoral. Esos, en la industria del chiqueo y la alabanza a  unas masas a las que ensalzan de viva voz, en persona y en anuncios publicitarios desde todos los medios de condicionamiento de masas. Esos, al clamor y el juramento de ver por  «los más necesitados»,  porque «primero los pobres; haré más por los que menos tienen». La náusea. Mis valedores:

Esa es la industria que más dividendos aporta al fascismo y demás sistemas de poder. Oigan, si no, pero sin darles crédito,  los juramentos de amor y devoción de los candidatos del Sistema a «los que menos tienen», gente pobre (pobre gente)  acarreada al olor del refresco y el taco hasta el templete del santo demagogo que clama, palabras al viento, ventosidades:

«¡Nunca más un México sin oportunidades! ¡Nunca un México sin justicia, sin respeto a la ley, sin respeto a los derechos humanos!» Ante un contingente de gente pobre acarreada hasta el templete del santo de su devoción: «Los desheredados de la fortuna son mi interés. Yo, de contar con su voto,  he de rescatarlos de situación tan atroz». De pie, índice en alto, frente al grupito de indígenas que se logró acarrear: «Nunca un México sin sus comunidades autóctonas integradas al desarrollo nacional!» Ante los campesinos: «Voy a reactivar las luchas agrarias». ¿Jóvenes «nini»? «¡Seré el presidente del empleo!» Frente a los trabajadores arremolinados en el zócalo el  Día del Trabajo: «Seré el abanderado de todos ustedes, el sector obrero!»

Y terminaron por aplaudir  esos mal llamados «sindicalistas», el pecho forrado con la camiseta de este partido o del candidato aquel, que a simples productores de votos los ha reducido el Poder. Mis valedores:

¿Llegaremos a entender algún día que esos candidatos son del Sistema y no de todos nosotros? ¿Seguiremos soportando la democracia representativa, que usurpó la soberanía que nos corresponde a través de la democracia participativa?  (Lástima.)

Medieval

Surgida de varias iniciativas, México aprueba la Ley General de Víctimas, que  servirá para facilitar los trámites a los afectados y a sus familiares.

«¿Así que exigir no produce buenos resultados, mi valedor? ¿Qué me dice ahora de la estrategia aplicada por Sicilia en su Movimiento por la paz con Justicia y Dignidad?»

Leí el donaire en mi correo electrónico. Pensé unos instantes y luego, del respectivo librero, tomé el ejemplar de El Conde Lucanor, escrito en 1335 por el Infante Don Juan Manuel, en donde el Conde de marras, enfrentado a algún problema del diario vivir, consulta con su ayudante Patronio, que por medio de ejemplos le resuelve la situación. Aquí un problema apócrifo y una respuesta real. Habla el Conde:

«El despotismo del monarca sexenal y su corte es ya intolerable. He comprendido que la comunidad necesita un cambio, pero radical, a fondo. ¿Para lograrlo los paisanos deberemos plantarnos ante el palacio real y exigir ese cambio que precisamos? La respuesta de  Patronio:

«Señor Conde Lucanor, una zorra entró una noche en un corral donde había gallinas y tanto se entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya era de día y las gentes estaban en las calles. Cuando comprobó que no se podía esconder, salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese muerta. Al verla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso.

Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente de la zorra eran buenos para evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unas tijeras los pelos de la frente.

Después se acercó otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro, que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron el pelo que la dejaron repelada. A pesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo no era un daño muy grave.

Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era muy buena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse.

Después llegó otro que dijo que los dientes de zorra eran buenos para el dolor de muelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez.

Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era bueno para el dolor del corazón, y echó mano al cuchillo para sacárselo».

¿Que qué? ¿El corazón? ¿Cómo que el corazón? Todo le aguanto a los lugareños: que me forjen marchas, plantones y huelgas de hambre. Me entrevisto con Sicilia y sus marchantes y les apruebo las leye que  e-xi-jan. Todo les doy, incluyendo elecciones con candidatos donde escoger. Total, que se trata de mis candidatos. Eso y más. Lo que quieran les doy.  ¿Pero un verdadero cambio en el Sistema de poder?

«Viendo la zorra que le querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban no era algo de lo que pudiera prescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes que perder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida». Mis valedores:

¿Entendimos la moraleja? ¿Será el propio Sistema de poder el que haga por nosotros ese cambio por un Sistema aliado nuestro, que significaría la muerte del actual? La raposa, ¿suicidarse por amor a nosotros?  «E-xi-gir-me, y no más. Yo les proporciono cuantas leyes,  placebos y chiqueadores de ruda me e-xi-jan. Pero hasta ahí».

El final de la nota de prensa, con esa sintaxis: «De cualquier manera, la Ley General de Víctimas aún no cuenta con recursos económicos para instalar los mecanismos ‘que contempla’«.  Es México. (Mi país.)

 

Esperpéntico

Favorable, el saldo económico. Las generaciones me recordarán por haber combatido al narco. Actué a tiempo. La lucha va por buen camino.

El ser y sus desviaciones.  ¿Alguno de ustedes conoce el caso de San Simón Estilita, que vivió en lo alto de una columna? ¿Alguno habrá leído Bartleby, donde Melville narra el caso del escribano aquel que cierta mañana, al recibir de su jefe la orden: “Copie estos documentos”, “preferiría no hacerlo”, contestó? De ahí a su desastroso final se mantuvo en su extraña actitud de resistencia pasiva. Léanlo. ¿O «preferiría no hacerlo»?

Cierta comedia de un Jardiel Poncela que no respeto como escritor consigna el caso de Edgardo, cincuentón que un mal día, al resultado de una decepción amorosa, decidió nunca más levantarse de la cama, donde llevó a cabo su vida de todos los días, hasta que cierta noche…

Leí de la chifladura del sabio aquel, personaje incidental de Mascaró, el cazador americano, novela de Haroldo Conti, que lo llevó a perfeccionar una bicicleta voladora con la que se dio a vivir en las alturas y desde su eminencia regodearse en orinar a los viandantes. Y qué decir del protagonista de El barón rampante, novela de Italo Calvino, al que pega la chifladura de vivir trepado a los árboles del bosque cercano a la ciudad, y ahí llevar una vida social «normal”, sin nunca volver a poner un pie en tierra. Excéntrico.

Oskar, personaje de El tambor de hojalata, de Günter Grass; un día a sus diez años de edad, decide nunca crecer, y es así como de adolescente transcurre su tiempo vital. En plena chifladura, El licenciado Vidriera, de  Cervantes, se cree forjado de vidrio, y toda su vida se cuida de que nadie lo vaya a romper. Y a esto quería yo llegar.

A ese otro, mis valedores, yo no le pido que de repente se sienta de vidrio y viva temeroso de que algún desesperado me lo vaya a quebrar. Cómo pedirle que se encarame hasta la punta de una columna y ahí se engarrote, de hinojos y en oración, hasta que muera. No le voy a pedir que de súbito decida atornillarse a su cama y que desde la cama contemple el transcurso de los episodios nacionales, sin más. No le habré de suplicar que se encarame en algún armatoste volador, porque desde allá arriba seguiría emporcándonos con sus desechos corporales. No. Yo, del tal…

Del tal sólo hubiera querido que, al modo de Bartleby, y tan medianejo como él, tuviese los ríñones que de pronto le salieron al escribano, de modo tal que cuando el gringo le impuso esa Iniciativa Mérida, los agentes de la DEA o los contratos en PEMEX él, de repente varón de tamaños, a las exigencias de Washington hubiese replicado: “Prefería no hacerlo”.

De él quisiera que, al contrario de El barón rampante, ya se bajara de la copa, la de Los Pinos, que no están para sus pinitos políticos, y que  por fin dejara de andarse por las ramas. Y lo mejor de lo mejor:

Que al igual que los monjes cenobitas, de aquí a diciembre hablara con las neuronas, no con las glándulas salivales. Que por aquello de que ya nadie lo toma en cuenta dejara de hacerse notar opinando, declarando, recalando, reculando, acosando, acusando, atacando, atracando, desdiciéndose. Que pensara para hablar y no  hablara para pensar y darnos a todos en qué pensar, y alarmarnos, y detestar esa salivosa diarrea que a todos salpica. Que resistiera la compulsión. ¿Imposible? Ariel, mi hijo psicoanalista, pudiera auxiliarlo. Ansiolíticos retroalimentados. Una trepanación, cuando menos. Silencie esa vocecita, que su tiempo ya feneció. (Cállese.)

Holocausto

Marcelo Ebrard esta vez. El jefe de gobierno del DDF y los corralones  (¿de su propiedad?) donde va a caer el vehículo al que pescaron descuidado. Mi volks. fue uno de ellos. Ayer mismo corrí a pagar una fianza altísima y logré liberarlo de esa prisión de alta seguridad que es el corralón. Amarga la boca, desparramada una bilis negra y bebiendo una de valeriana para amansar  el cableado nervioso, dejé  el volks. reponiéndose en la cochera (ya con antecedentes penales, fichado y con su expediente abierto) e inicié el ejercicio de un inútil onanismo mental. Don Marcelo:

¿Ha leído El Proceso, de Kafka? Peor es la burocracia con que se manejas los corralones. ¿Ha visto en una película esa fila de prisioneros judíos a los que (desnudos, un jabón en la mano) encerraban en galerones con duchas que soltaban  gas venenoso? Lo que no ha visto, o tiene de piedra el corazón, es esa fila de desesperados que avanzan a dos, tres por hora rumbo a la covacha donde se atejona un blue demon para arrebatarnos la fianza con qué sacar un ánima del purgatorio. Anima de cuatro ruedas.  Señor:

¿Un solo cobrador? ¿Un solitario blue demon atejonado en aquella covacha ya oscura al punto del mediodía, cuando la cola avanza a dos, tres víctimas por hora, bajo el rayo del sol? ¿No alcanza el presupuesto para conchavarse uno más, encuevarlo en otro cuartucho y que de manera menos tardada (menos abominable) nos hiciera pagar lo que no debemos? ¿Nuestros impuestos, 18 o 20 mil millones con los que le hacen propaganda al valido de los dos Salinas, el orejón y el de lentes, no alcanzan para un verdugo más? (Aquel jovencillo que no alcanzó a cubrir el total de la fianza: «¿Puedo mirar mi moto?» «Pero no se le arrime demasiado, jovenazo».  De lejos la contemplaba, y lo que es el amor: a un lado dos motos grandes,  potentes, pero para él su motoneta era el más hermoso adorno de un lóbrego corralón.). Y la viva metáfora de la burocracia, señor Casaubón:

La joven que recibió mis originales y les sacó copias me veía la cara, miraba la foto, me volvía a mirar («¿le cái que es usté? Se ve rete cachetiado, qué distinto en la foto». «Es que me la tomé ya hace un par de semanas»); ella hacía su labor en una silla de ruedas mientras que acá, a la intemperie, una treintena  de víctimas me antecedía y otra treintena sentía yo detrás de la cola, qué feo se oyó. Con cada víctima se tardaba el blue demon el tanto de 20, 30 minutos; y en la cola, señor Casaubón,  aguardaban mujeres con sus criaturas, mujeres  embarazadas, un hijo con la madre llorando a lágrima viva (era al revés). Una guera robusta, único ser que protestaba:

– ¡Ya mero me exigen  mi acta de defunción!

– Con dos copias, señito -el blue demon, alzada la visera del casco. Y el de la fila: «Eso,  si no  alcanza a llegar con vida hasta la puerta del cobrador».

Yo, como los demás aguantando a pie firme, pero como los demás  ya aflojando el derecho, que la pierna se me acalambró, ya el izquierdo, en el que comencé a perder sensibilidad. Me recargaba en la pared, intentaba ponerme en cuclillas, agitaba esta zanca, no fuera la gangrena. Observé a la señora que, acá bajita la voz, con el rosario en la mano imploraba el milagro de que avanzara la cola. Y la media tarde, con un firmamento que amenazaba lluvia…

Un tejabán, señor jefe del DDF. Unas cuantas butacas, unas bancas de madera, unos tabicones que sirvan de asiento a quienes miré a punto del desmayo. Los niños, señor, las criaturas…

(Más de la atrocidad, un día de estos.)

Caí en los infiernos

Fue ayer a media mañana, y aquí mi recado para el Diablo mayor. Señor Casaubón:

Acabo de bajar a los apretados infiernos. ¿Son de su propiedad, don Marcelo? A mí no me consta ni tengo pruebas para afirmarlo; sospecho que quienes le atribuyen la posesión de los susodichos tampoco tienen las pruebas. En fin. Sea como sea, señor jefe de gobierno del DDF., quienes planearon y ponen en operación los corralones de esta noble y vial qué poca Tula tuvieron para celebrar el jueves pasado. Muy poca madre, de veras.

Yo el día de ayer me vi forzado a invertir una buena parte de mi tiempo vital (mala parte para quien tiene la desgracia de caer en esa trampa donde se degrada  la humana dignidad. Las pruebas, más adelante); de mi tiempo vital, repito,  en arrancar mi voks. cremita de las garras de una famélica jauría de blue demon armados con fauces de alto poder. Ah, la humana condición. La humana miseria y sus víctimas…

De no creer, si no las hubiese padecido, esas humillantes condiciones  en que opera un corralón del DDF (¿suyos, mi buen don Marcelo?) en un país al que el padrino de Peña embombilló a la fuerza en la OCDE, y que ahora presume de formar parte del G-20. Háblenle de OCDE y G-20 al trabajador de salario mínimo a la hora de la comida con la única y los chilpayates mientras oyen al Zurdo del Verbo Encarnado alabarse por su política financiera, que mantiene al país arañando los niveles económicos del Primer Mundo. Ah, México.

Puros embustes, señor don Marcelo.  Puras engañifas. Más allá de éxitos económicos de hojalata y masquiña, el tamaño de país que se torna cada día más rabón por culpa de  Calderón y congéneres exhibe su retrato hablado en aquel corralón atascado de coches en reclusión con derecho a fianza excesiva, motos amontonadas  y motos de pupilas rebrillosas después de la violación de mi volks cremita, que hasta me lo despatarraron. Y aquí ya lo oigo decir, don Marcelo (al infeliz gobernado le hablan de tú):

– Tú tienes la culpa, por qué lo dejaste mal estacionado.

Para qué jurarle por mi santa madre que no fue así. Ya oiría su réplica:

– No, si todos los criminales juran ser inocentes.

De acuerdo, señor. Criminal soy yo. ¿Pero las condiciones infrahumanas, infra-bestiales, violadoras de la humana dignidad, que los blue demon del corralón aplican al criminal para, luego de someterlo a pruebas que Hitler, Stalin, Nazar Haro y Eisenhower nunca hubiesen imaginado, permitirle reencontrarse con el delincuente de cuatro ruedas, tratar de calmarle su sistema nervioso y después de inyecciones y lavativas  de gasolina (¡ah, los gasolinazos del Verbo Encarnado!)  volverle el alma al cuerpo con la promesa de la vuelta al hogar? Señor jefe de gobierno:

Si en la propiedad de los corralones de esta ciudad no tiene cola que le pisen, ¿podría un día de estos probar la cola de quienes aguardan llegar a la boca de la covacha donde pagar, y muy caro, la osadía de haber estacionado el cremita en una ración de vía pública, patrimonio común, donde no existía aviso oficial alguno eque lo prohibiera?

Horas y horas bajo el rayo del sol. Un solo blue demon recibiendo los documentos originales y las copias que sostenía yo en la diestra, con los dos billetes de 500 en una mano siniestra que me tembloriqueaba. No sé que aversión me provoca esa zurda desde que a mi país le cayó el mal fario, la salación y la mala sombra de ser gobernado (es un decir) por una mano siniestra. Señor Casaubón: ¿ya en su cartera mis dos billetes? (Las pruebas de tal horror, mañana.)

¿Y yo por qué?

Chicago, ciudad capital de un imperio naciente. El burbujeante Chicago de la Ley Seca, la Cosa Nostra y la Depresión. Unas flappers ahijadas del gangster pespuntean la noche a los contrapuntos del charleston. Madrugada de un 27 de diciembre. Esta es la noche. Adormilada, la víctima; en desvelo, el hampón. He ahí al victimario, encuevado en un búnker en cuyos muros resuenan los acordes de la tonada napolitana. De repente, aquel secuaz de sombrero de fieltro y cara cortada, qué horrible lugar común:

– Jefe: el negocio de su competidor en el norte de la ciudad sigue prosperando,  pero él  se niega a pagar la cuota y compartir las ganancias.

¿Que qué? ¡Porca miseria! Suelta el hampón terrible manotazo sobre base de la victrola, que hace pujar y soltar rechinidos a O sole mio. Quitándose de encima el asunto que traía entre manos (corista ella, pelirroja y querendona), remuele el cigarro puro que mascaba entre dientes:

– Pronto, juntar a los muchachos! ¡Hay acción!

Y rápido: siniestras siluetas en la madrugada, diversos vehículos erizados de gángsters erizados de ametralladoras enfilan rumbo al norte de la ciudad. Madrugada. Aire resfriado. Zona norte. Chicago.

Tras de cruzar la ciudad con los faros apagados, los Ford han frenado a lo sigiloso frente al jacalón en penumbra. Al arropo de las sombras esas sombras sigilosas a señas se comunican y van rodeando la edificación. ¿Destilería clandestina? ¿Policías en un operativo contra una banda de hampones? ¿Detectives antinarcóticos? ¿Los intocables de Eliot Ness? Su atuendo es de simples paisanos, ¿pero paisanos con estuches de violín en las manos? ¿Músicos, tal vez, otro horroroso lugar común? En el interior del inmueble, ¿lo escuchan? Algún aparato de radio (¿del vigilante, del velador?) zangoloteándose al ritmo de un fox-trot.  De repente,  enérgicos ademanes y el cigarro puro en los belfos, Al Capone: (¿de lentes? En fin.)

“¡Contra ellos! ¡A tomar las instalaciones, caiga quien caiga, caiga lo que caiga, caiga como caiga y caiga donde caiga!”

Cayó el estado de derecho, pero eso a quién le importa. Cayó entre una escandalera de ametralladoras cuya ventosidad corrompió  los vientos nocturnales. A los golpes cayeron las puertas, las ventanas fueron derribadas, y acribillados los equipos de transmisión, y destruidas las  instalaciones, y hecho garras el estado de derecho. Entre el fragor de las balas y la hedentina a pólvora, la pandilla de hampones se ha posesionado del jacalón, alineados contra la pared a los vigilantes y… Chicago, Día de San Valentín, que esta vez cayó en la madrugada de un 27 de diciembre del 2002.  Al Capone.

Misión cumplida. La acción del comando armado ha sido un éxito para el gangster. A punta de ametralladora y con la justicia en la mera punta de una antena metálica, ley, códigos y reglamentos son habilitados como papel sanitario para limpiarse el Chiquihuite (un cerro ubicado en el norte de Chicago). Los de la banda silencian armas, en sus fundas de violín  guardan las ametralladoras y se apiñan en torno a un Al Capone que, sonriente, se encara a los reporteros que acudieron al estrépito de las balas. De cara a Chicago y a la nación, el de la masacre del Día de San Valentín decembrino, Al Capone Salinas Pliego,  lo  afirma:

-¡Hemos tomado las instalaciones del Canal 40 para preservar el Estado de Derecho, con mayúsculas. TV Azteca seguirá actuando, como hasta hoy,  en el marco de la ley! ¿No, señores míos,  Fox y Calderón?

Ellos aplaudieron. (Es México.)

Tula, mi madre

Nueve de mayo. Noche cerrada. De milagro alcancé el metro Indios Verdes en su corrida final. Acunado en mi asiento me deleitaba a la idea de tenderme en la cama y morirme unas horas. Bostecé, desplegué el vespertino. “Este año generación suficiente de empleos», el de Los Pinos. Qué bien. Música para mis oídos. Me adormecí. Y aquella música. De cámara. Barroca. ¿Una romanza medieval? Hice un esfuerzo y fugándome del sueño los entreabrí. No, no era música producida por el optimismo oficial ante el empleo floreciente, sino por esos músicos ambulantes. ¡Y ejecutaban aquella dulce balada de la Europa medieval! Me espabilé.

¿El por qué de mi asombro? Por la metamorfosis que se puede advertir en el arte musical dentro del metro. En anteriores sexenios, el viejo resquebrajado con una ciega guitarra, o al revés, voz de gargajo: “Gabino Barrera – no entendía razones – andando en la…” Sexenios más tarde, el desempleado, haciendo de tripas acordeón: “Ay, quiéreme – porque ya logré ponerte…” Sexenios después (la necesidad), dos estudiantes, flauta y guitarra: “El cóndor pasa”. Y después el trío, el cuarteto. Hoy, con el presidente del empleo, todo un conjunto de cámara, con director, ejecutantes e instrumentos de época. Hasta parecen del Conservatorio, pensé, y  al de la batuta. “¿Pueden ejecutar algo de Bach?” El del violín, arete en la oreja: “No le haga caso al bigotón, maestro, que  hasta con la batuta puede perder. Mire, la gente se baja sin cooperar”.

– Y en pleno vagón del metro utilizan violín y clarinete.

– Clarinete el que nos dio Feli-pillo, que nos pintó violín.

– Y ese instrumento antiguo.  Hermosa siringa.

– Siringa la que nos vino a acomodar, que al concertista profesional lo botó a botear en el metro. ¿Sabe a dónde vamos en esta medianoche? A una serenata de día de la madre,  y tocar para una madre ajena me sabe a madres. Todo por llevarle unos cobres a la madre propia. ¿Qué le parece la madriza que nos acomodó el hijo de su madre?

Ah, pues ya va a amanecer el día del comercio, del festejo inducido y el beso, el abrazo y el regalo en papel celofán. Yo, que no acostumbro festejar a mi madre, cuándo iba a imaginar que hoy, al trascuerno y muy temprano,  me la iban a celebrar.  «Así que van a una serenata». Vivo de genio, el de la viola da gamba: “¡No le haga plática al bigotón! Ya mero debemos bajarnos, y hay que estar puntuales, acuérdese”.

-Y esa flauta dulce -dije-. Ese corno. Bella rondalla.

– Nosotros no hicimos rondalla con ese hijo de su bandurria que de promesas nos dio mucha flauta dulce, pero de empleo, puro corno. (Ah, las tristuras del desempleo.) Al de la batuta, el del violín: “¡Maestro, todos se nos fueron sin su cooperacha! Ya estamos solos en el vagón y a saber en qué estación andamos. Todo por su plática con el bigotón, maestro”.

¿La estación en que andábamos? El de overol y aceitera en mano nos sacó de la duda: “A ver, no estorbar, que ando midiendo el aceite”.

Me azoré. ¿Y este? ¿Un mecánico? El de la zampoña: “¿Ve, maestro? Ya estamos en el depósito, en el taller del metro. Nos fuimos en blanco porque usted se puso a echar plática con el bigotón. ¿Y ahora cómo nos regresamos a la serenata? ¿Gastar en taxi lo que no recolectamos?”

Válgame. Lo aplaqué: “No importa. ¿Cuántos son ustedes? ¿Once? Aquí tienen”. Puse en sus manos dos pesos con treinta y cinco centavos. “Todo suyo. Se lo reparten como hermanitos”.

Fue entonces, mis valedores: entre todos los músicos, ejecutantes profesionales, muy de madrugada me la festejaron. A Tula, mi madre. (Fin.)

«Más seguro, más justo y más…»

«Y más próspero». Por adjetivos no vamos a parar. Así pues, mis valedores, ¿a eso redujo el «presidente del empleo» la conmemoración del Día del Trabajo? ¿Con semejante retahíla de calificativos tanto más sonoros cuanto más vacíos honró la memoria de los ajusticiados de Chicago? ¿Esa fecha, la del Primero de Mayo, se redujo a la redacción de un texto de sintaxis paupérrima? ¿Todo terminó con aquello de que «El movimiento obrero mexicano se mantendrá a la vanguardia en estos esfuerzos y contribuirá a sembrar la semilla de un país más» etc.? Total, que la hoja de papel se distribuyó entre cupulares de los organismos corporativos de control obrero conocidos con el alias de «sindicatos». Uno es el Poder, explotador, y otro el obrero explotado.  Sin más.

Yo, que acechaba las palabras oficiales para contrastarlas con las de los ajusticiados aquel 1o. de mayo de 1886 me convenzo, una vez más,  de que el Poder diluye sañudamente y termina por extinguir en las masas la memoria histórica. Y ahora qué hacer, sino cumplir la promesa del martes pasado: transcribir para ustedes las palabras últimas de los condenados a muerte.

Así pues, llegó la hora de la verdad. Vamos”.

Rumbo al patíbulo: ¡Tiempo llegará en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy estrangulan ustedes!

Mientres lo conducían fuera de la celda Louis Lingg comenzó a decir: “No es por un crimen por lo que nos condenan. Es por…” Y guardó silencio. Cinco de los ocho anarquistas condenados a la horca por la justicia de Illinois habían sido concentrados en un saloncillo de la prisión federal, no lejos del “portón de entrada” (para ellos nunca más “portón de salida”). Pálidos, tranquilos, los condenados a muerte se miraron. “Salud, compañeros”, dijo uno de ellos. Los otros intentaron una sonrisa. “¿Listos?”, preguntó el celador de los grandes mostachos. “Listos”, contestó Spies.

– No es por un crimen por lo que nos condenan, repitió Lingg. “Nos condenan por nuestros principios. Pero yo desprecio su…” Guardó silencio. Afuera sonaban las 10 de una mañana caliente en Chicago. Ya ante el patíbulo, Lingg iba a completar su mensaje final: “No es por  un crimen por lo que ustedes nos condenan; es por nuestros principios. Desprecio a todos ustedes; desprecio su orden, sus leyes, su fuerza, su autoridad. ¡Ahórquenme!

– Las leyes de ustedes –Engel- están en oposición con las leyes de la naturaleza, y mediante ellas roban a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar. ¡Estoy listo!

 – Pueden ustedes sentenciarme –Spies-. Pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres fueron sentenciados a muerte por pensar en un bienestar futuro, por no perder la esperanza en el último triunfo de la libertad y la justicia.

Creen tener derechos sobre todas las personas, sus vidas y su libertad, aun el derecho a asesinar a quienes les son incómodos, cuando son diferentes, cuando no son parte de la amorfa masa o rebaño servil -Fisher-. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces yo lo digo muy alto: ¡dispongan de mi vida!

Al pie de la horca, Parson,: “Sobre el veredicto de ustedes quedará el veredicto del pueblo, para demostrar las injusticias sociales de todos ustedes, que son  las que nos llevan al cadalso. Pero quedará el veredicto popular para decir que la lucha social no ha terminado por tan poca cosa como es nuestra muerte”.

Héroes civiles de la lucha obrera contra el explotador. (A su memoria.)

Al peso mexicano

Así que ante el dólar vuelve usted a perder peso y devaluarse una vez más, pesito mexicano. Y qué hacer, sino expresarle el testimonio de aliento y solidaridad para uno tan ruda y reiteradamente devaluado, hoy que una comunidad erosionada de frustración, desesperanza y desánimo ante el Poder ha acabado por ver a usted con una revoltura de menosprecio y desdén, minimizándolo y denigrándolo sin percatarse de que con tal acción se denigra. Porque usted, valga poco o nada valga y apenas se distinga en la palma de la mano, es tuétano de lo nacional, sello e identidad que nos distingue como pueblo sobre la faz de la tierra. México.

Lo veo entelerido, trasijadón, con el rabo entre las zancas, y pienso en su prosapia y blasones, con  antepasados ilustres como aquel peso 07.20 de forma gallarda, sonido argentífero,

potencia cabal y ley de la buena; un peso entero todavía, que dictaba condiciones aquí y en corral ajeno. Hoy a usted, sombra de sí mismo,  lo  observo rodando sin rumbo. Las manos que apenas ayer lo atesoraban, hoy se desembarazan de usted como de alguno contagiado de enfermedad pegadiza. Mirándolo por la calle del menosprecio medito en los tiempos, qué tiempos, en que pisaba fuerte, con su empaque de señorón, de mandón. No lloro, nomás me acuerdo…

Lo que entonces pesaba, lo que se le guardaba en la bolsa a la divisa convenenciera,  pero realista: “En este mundo no hay más amigo que un peso en la bolsa». ¿Y ahora? Hoy se le mira, cachivache en desuso, sin enjundia, sin consistencia, sin peso -¡usted, el peso!-, sin eso que hay que tener. Capado.  Más antes, tema de conversación entre los pesudos que lo poseían; entre los fregados, que lo añoraban, entre un paisanaje que decía “un peso”, como decir Cuauhtémoc, Pancho Villa o la Virgen Morena. Pero ahora, en un Estado libre y asociado protegido por la Iniciativa Mérida y que  tiene al dólar de divisa nacional…

Y yo digo: que vuelva su real valía, que tornen águila y sol como signo de la vida y de la muerte. ¿O nunca más ese peso entero, todavía sin capar?

Lo miro en mi niñez, como entre sueños. Veo el gesto aquel, de las dinerosos, cerrar el trato de las hectáreas de tierra o la caballada, y decir trato hecho,  darse la mano y desabrocharse de la cintura la víbora de cuero crudo, vaciarla sobre la mesa y por el hocico de la cueruda alcancía  dejar salir la lluvia argentina de los pesos fuertes. Ah, aquel sonido, me acuerdo, que hagan de cuenta esquilas de jubileo y resurrección. El de usted, en cambio, hoy cascado cascajo y gargajo, y no más…

Pero ánimo, no fruncirse, no pandearse, no acabarse de arrugar. Usted volverá a ser lo que era cuando la gente de México vuelva a ser la de los pesos fuertes. Animo. Por ahora,  y en tanto ruede por ahí, bocabajeado, sépase que conmigo cuenta con un amigo que no se afrenta de usted; que cuando me lo pandeen soledad y abandono, patrimonio de vencidos, yo aquí lo aguardo con la bolsa abierta, y que mucho me cuidaré de desconocerlo como cualquier descastado de esos. ¡Cómo, si vivo en México, no en Puerto Rico! ¡Cómo, si usted aún porta la viva estampa del águila devorando la serpiente! Pero sigan los «guanabís» con sus sueños de gringos segundones  culimpinados ante el dólar, y va a ser la serpiente la que termine por devorar al águila, y entonces…  (México)

La náusea y el vómito

A la feria del caballo en Texcoco me referí ayer, y que la visité con mi única y el Ariel, y que observé con la rueda de la fortuna la fortuna de los creadores de nueva hornada de briagos, y en la casa de la risa la risa idiota de los ahogados de licor, y en los carros locos los locos de droga y licor. A marearse en el volatín cuando el alcohol ya los mareó hasta la náusea y el vómito. En la piquera disfrazada de figón: tres copas por un solo boleto, pero cuidao,  joven,  no se me caiga sobre el pipián. Nauseabundo.

Porque, mis valedores,  esos que año con año arman su trampa para inducir a las juventudes al licor tienen ahí el principal negocio: las cataratas de licor que a partir de la feria, con toros, cirqueros, berreantes y falseteros -ellas, en ropita procaz que exhibe pubis, cóccix y tatuajes vecinos del clítoris ante una concurrencia babeante de licor y lascivia- harán de los jóvenes un poco más briagos y afectos a toda suerte (mala suerte) de drogas. Vi a los feriantes deambular bamboleándose, insomnes sonámbulos, en la diestra una de presidente, casi tan dañino como los que malparen, para perjuicio de todos nosotros,  los partidos políticos. ¿Culpa de ellos o de los sobrios y los  borrachales? México.

Asistí a la feria y observé a los feriantes, jóvenes la mayoría: clavado en el pecho el mentón, erraban de la carpa al palenque, del merendero al bar y de ahí al muro donde recargarse, y al vómito. Pálidos todos, fija la pupila y la pupila errante, qué contrasentido, volvían al siniestro ritual de la borrachera en el antro de la feria internacional. Texcoco.

Final de fiesta, la tarde ya entre dos luces:  la fiesta de la rifa. «Por tantos pesos se lleva usté la de a litro, con la anforita pa la bolsa de su chamarra Sí, usté, ese que pasa babeando». Mi única y yo, en el espanto, tomamos al Arieluco, y a huir. Y fue entonces.

A la salida del recinto corrompido a licor, orines y vómito, observé la exhibición de dos caballos de la perico domé. El cuaco blanco, cuando pasé por su vera, miróme con sus ojos amarillosos mientras me pelaba toda su dentadura y decíame con los puros tomates: “Si serás cándido. ¿Qué tiznaos te ganas con hacer bilis y denunciar que ferias como la de Texcoco son gigantescas piqueras donde se envilece a la juventud y a la runfla de adolescentes aturdidos que caen en sus redes? En este país de borrachos, ¿quién canacos te va a escuchar? Mejor hicieras en darte al pedro tú también. Anda, llégale a la cacardienta ¿O quieres seguir haciéndole al idiota con prédicas en el desierto? Los briagadales, o sea todo México, ¿van a escucharte? Anda, ponte a chupar o lárgate, pero ya no la hagas de pedro”.

¡De pedro! El prieto azabache volteó los cuartos traseros, y… ¿porque le caí mal, porque me reconoció y supo que yo iba a alertar a ustedes contra la piquera descomunal de Texcoco? Lo cierto es que al pasar por su lado, la bestia (bestia, sí, pero ella en su juicio) me estampó en pleno rostro aquella exhalación, el suspiro salido de lo más recóndito del delgado, y con vía libre y a sirena abierta por todo el grueso. Me la hizo de fumarola, y qué hacer. ¿Competir con el penco, pagarle con la misma moneda? Más penco resultaría yo. Y el hedor.

Ya en la carretera, el Ariel: “Feria horrible”.

Mi única y yo nos miramos, sonreímos. Alcé los ojos al cielo, un cielo tan alto como el techo del volks. “Gracias, Dios,  que a mi niño le conservaste el candor”. Pero lástima:

– Horrible la feria.  Mucho chupe, sí, ¿y de botanas? ¿Nada? (¡Agh!)

¿Y usted conoce el rosadito?

Conque la Feria Internacional del Caballo, mis valedores. Conque después de tantos ayeres persiste la anual feria con la sede (Texcoco) convertida en la cantina más grande de Iberoamérica. Semejante condición pude comprobarla  hace algunos ayeres, cuando en mala hora se me ocurrió visitarla, y más malo todavía: que conmigo me haya llevado a mi única, y lo peor de lo peor: que con ella cargase también con el Arieluco, ocho años de su edad. Trágico.

Lo trágico se desató en la feria del cuaco de hace unos años, cuando aquella tarde sorprendí al Arieluco a 5 pulgadas del cinescopio. «¿Que qué? ¿Otro débil mental en la familia? ¿No basta conmigo? ¡Rápido, a desenajenarlo!”

A la viva fuerza lo aparté de la choricera de anuncios de sostenes de  diseño moderno que aderezaba una  botana de emputecidas jovencillas que bailoteando presentaban a las cámaras el redondeado volumen de su nalgatorio.“Deja de recibir esa radiactividad y trépate al BMW -al volks. cremita, más propiamente. Vamos a la feria provinciana, mi hijo. Ya verás qué hermosura de espectáculo”. Y mi única “Cálmate, hijo,  ya deja de llorar, que Televisa y TV Azteca no merecen una sola de tus lágrimas. Eso déjalo para los pobres de espíritu que ven sus telenovelas. Tú, a divertirte en el volatín y la rueda de la fortuna”.

A divertirte, dijo. Y allá vamos, a la feria provinciana…

La de Texcoco. Campo y tablas, la clásica lotería de cartones. Cantándolas, el gritón. Y que por abajo está la dama y por arriba está… ¡el catrín! Y que con polvos de guiscachota me querías enhechizar: ¡la muerte! Y que me la han vestido de charro,  y el Ariel: “¡Buena con esa! ¡Gané!” (¿La figura? Imagínenla.)

– Suerte de chamaco -el gritón-. ¿Pues no se acaba de ganar una de a litro con seis cocas seis para campechanear?

– ¡Salva a tu hijo, amor! ( mi Nallieli.) Nos zafamos de la lotería, dejamos al gritón con los brazos extendidos, un racimo de pomos colgándole en cada mano. Rápido, a buscar un juego infantil que no resulte dañino.

– ¡El tiro al blanco, pa!

El feriante le entregó un vetusto mosquetón, y ahí fue el tumbadero de patos, gansos, un burro de buen tamaño y uno que otro viejo güey. El feriante: “Caray con su puntería: doce tiros, nueve blancos. Y usted bigotón, no vaya a malograrle al chamaco su prometedora vocación. Va para Zeta que vuela”.

Y que intenta entregar el premio a su buena puntería: una de a litro, dos damajuanas y otra más de un líquido amarillento, que hagan de cuenta cuando uno lleva sus humanísimas muestras al examen de laboratorio. “Pal desempance va a llevarse este añejo; dos semanas añejado en barricas de ayacahuite legítimo”. Logramos huir.

El juego del dardo y los globos. El feriante: “Te los tronastes, güerejo. Te vas a llevar dos de a litro y una de rosado. ¿Conoces el rosadito?” Como si -culpa de tantos millones de briagos- México no estuviese ya demasiado rosadito. Texcoco.

Y que va a haber palenque (hubo palenque, con pomos, botellas, garrafas, damajuanas de licor, tal vez no todo adulterado), y que corridas de toros (las hubo, con litros y medios litros de alcohol), jaripeos y rodeos (frascos de a litro), juegos mecánicos, circo y gastronomía (cerveza para abrir boca; para cerrarla, cacardiosidad). Y mis valedores:  fue entonces.

En la noche de Texcoco observé a los feriantes: ellas y ellos, adolescentes y jóvenes, deambulando como zombis, muertos vivos, vivos muertos del licor que los mercachifles de la humana degradación les embombillaron, lavativa bucal. (Mañana.)

Espantajos

(Inusitado: en un acto de gobierno De la Madrid logró reunir a dos espantajos históricos:  LEA y JLP. Inusitado también: en sus exequias, logró reunir a otros dos, y fue así:)

Existió, mis valedores, un hombrecillo que vivía, solo y su alma, en la medianía de una plantación que cultivó el tanto de 6 años, por más que todo lo que sus manos tocaban se malograba y fruncía. Las pocas vainas y espigas que se lograsen terminarían como botín de animales dañeros que él, temple de jericalla, no se atrevería a enfrentar. Tal situación lo mantenía en la almendra de la angustia y la soledad. Lóbrego.

|           (Porque el temor, si no da vida, mata.)

Al amanecer cada día el granjero dejaba el jergón y salía a examinar el cielo, no fuese ocurrir que un sol demasiado ardoroso sorbiera la humedad del terreno y resecara la plantación. Después se daba a deambular por almácigos, arbustos y árboles frutales, y examinaba el estado en que amanecieron la fruta, el racimo, la vaina la espiga, la flor. Y aquello era allegar tierra a la mata y abono a la tierra y agua al abono y cauces al agua para que regase la tierra Así días, meses, 6 años. Pues sí, pero lástima, porque de todos los males del sembradío la culpa era del hombrecillo; de su torpeza y mediocridad. En fin.

Y ocurrió que para espantar cuervos y gavilancillos predadores de la mazorca dio en clavetear el sembradío con espantajos a cual más de esperpénticos; ventrudos algunos y flacos los más, este disfrazado economista, de político el otro, y uno de sardo y otro de policía que metiesen espanto en las negras alas que tachonaban un cielo estallante de luz.

(Porque la soledad, si no templa, aniquila).

El solitario oteaba los horizontes donde los peñascales se plagan de nuberíos ovachones. Que no llueva más; que el exceso de lluvia no venga a pudrir las raíces; que el granizo no desgarre los retoños. Que…

La plantación se arruinaba. Frutillas en agraz se desprendían de la rama y caían al suelo, se encanijaban los racimos y las vainas se enroscaban, se desfloraban y escupían la semilla, y así el tubérculo, y así la espiga, y así la flor. El solitario, impotente e incompetente ante aquel desastre, como alucinado recorría la plantación, y aquí intentaba resembrar, y allá enriquecer con abono el terreno, y por dondequiera desparramar chorros de agua que de tuviesen la catástrofe, pero nomás la regaba. Y fue entonces…

Al solitario le dio por hablar solo mientras palpaba cada frutilla; olisqueábala, le buscaba la plaga dañera. “¿Será una plaga de insectos? ¿Llegaría con el viento? ¿Qué animalejo predador pudo atacar los racimos mientras yo dormía? ¿Por qué todo lo verde que tocan mis manos se marchita y se torna gris? ¿Por qué?  Y esta angustia, esta soledad ante su torpeza de granjero improvisado”. Miguel.

(Malo cuando el solitario cae en el embeleso del soliloquio. Pésimo.)

Y ocurrió que soledad y torpeza terminaron por hacer mella en el infeliz. Cierto día, ronco de hablar su monólogo, detúvose a la mitad de la finca, en silencio contemplo aquel desastre de hojas, frutas, espigas, racimos, vainas y flor. Desencajó del terreno aquel par de espantajos, se los llevó consigo y de repente sonrió con una enajenada sonrisa, y entonces…

Sereno por vez primera (el grado más alto de la angustia arroja una desesperada serenidad), junto a su propio féretro clavó los dos espantajos, miró los rostros de paja de Calderón y Salinas y así les decía, sonriendo: «Juntos los tres colegas. ¿Platicamos?»

Y es que el hombre, cuando… (En fin.)

Judío Errante

Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?

Y díjole Jehová: «La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Por legitimar tu llegada ilegal al paraíso desataste entre tus hermanos  una matanza que no sabes como frenar. La guerra que en mala hora declaraste contra los de tu raza ha provocado sangre, duelos, quebrantos y lágrimas. Contra ti claman las almas de más de 60 mil cuyos cadáveres se esparcen en una tierra que de no ser por la misericordia de mi corazón sería tierra baldía y estaría maldita por culpa de  tus  acciones carniceras».

– Tuve valor para enfrentar a los criminales.

– ¿Valor tú? ¿Cuántos guardianes precisas para acallar el temor, porque sabes que cualquiera de los que habitan la tierra sueña con arrebatarte la vida? ¿Acaso te has ganado el aprecio y el reconocimiento de los que te rodean? ¿A alguno reconoces por amigo?

Caín humillaba la testa. «Ahora, pues, que se agota el tiempo de tus iniquidades, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tus hermanos. Cuando labres la sementera fruto mostrenco te habrá de dar;  errante y extranjero serás en la amplitud de toda la tierra antes de lo que imaginas. ¿Dónde te ocultarás? ¿Qué comunidad de humanos aceptará dar sustento a uno que así se ha empantanado las manos con el torrente de sangre de sus hermanos de raza?»

Fatalista, resignado, el matancero: «Me echas hoy del suelo que habito, y de tu presencia me esconderé, y seré errante y extranjero en la tierra, y cualquiera que me hallare me matará».

– Ninguno podrá darte el consuelo de la muerte.

Y Jehová puso señal en Caín.  Ni la merecida muerte violenta ni la inmerecida hospitalidad de quien ignorase  la sangre derramada por el carnicero. «Para ti no existirá la hospitalidad, que así como algunas flores cierran sus pétalos ante la presencia del insecto dañiño, hostiles te serán todos los pueblos de todos los rumbos. Errante andarás por la tierra, y mi señal te hará cargar la verguenza por toda una eternidad».

Torva mirada, Jehová observó al asesino de sus hermanos abandonar la heredad. (Ya había enviado emisarios secretos  a todos los rumbos en procura de asilo, pero sabía que una tras otra, las comunidades le negarían la entrada. Pueblos de todas lenguas, sistemas políticos y creencias religiosas rechazarían la idea de acoger entre ellos al Judío Errante que tras sí dejaba un almácigo de cadáveres a flor de tierra y otros más hacinados en fosas clandestinas.)

Diciembre. Ahí fue el ir y venir del Judío Errante, encuevado en los escondrijos donde le sorprenda la noche, lejos de todo humano contacto. Ahí sobrevive apenas, a penas, marcado con el signo de la sangre derramada, sin más familia que mujer e hijos; sin más riqueza que la mal habida, sin más ángeles guardianes que escuadrones ya de verde olivo, ya de civil. «¿Me protegen o me tienen cautivo, vigilantes de que no me vaya a escapar?»

A Caín, como a Macbeth,  el sueño se le ha desterrado. «Desearás la vida, y la vida se te ha de negar. Convocarás a la muerte, y no escuchará tus lamentos». Caín.

Y ocurrió que observando desde este montículo un caserío arropado en capullo de llamas vivas, Lot se dolía:  

– Trágico tu final, ciudad hasta ayer dichosa. Virtuosa fuiste, y bienamada del cielo, pero tu buen corazón te acarreó la ruina. No te atrevas a recibir a ese maldito de Dios, te repetía yo, pero tú, blanda de entrañas…»

Ah, Sodoma, entre todas desdichada. (Fin.)

Un cerdo perfecto

El asunto Cassez en esta ocasión. Y nada, que un Arturo Zaldívar,  ministro de la Suprema Corte, ha lanzado una iniciativa que afecta de forma directa la actuación de la Proc. Gral. de la República y coloca a Florence Cassez en el  centro de la noticia y en la sección editorial de los matutinos.

¿Culpable Cassez, inocente? ¿Desaseo en su proceso hasta el grado de que es de justicia liberarla? De modificarse el estado de reclusión de la sentenciada, ¿va a alterar la situación de Israel Vallarta y demás miembros de la banda de secuestradores El Zodíaco? ¿La contundencia de las pruebas amerita que se le mantenga en el reclusorio? De liberar a Cassez, ¿el caso creará jurisprudencia? ¿No? Y a realizar foros, consultas y cabildeos en busca de la salida al dilema que plantea el asunto de la presunta secuestradora de origen francés, que ha motivado choques de gobierno a gobierno.

Y qué equilibrio se advierte en la abundancia de estudios que publican los matutinos, donde la mitad de de los analistas «demuestran» la culpabilidad de Cassez, como la otra mitad  «demuestran» su inocencia. Cuántos en este momento se han erigido de jueces. ¿De buena, de mala fe? ¿Buenos o malos, acertados o erráticos?

El rebumbio que han alzado los tales, que se erigen en jueces, me recuerda el episodio de los cómicos de la lengua que en aquel lugarejo dieron su primera función.

Se cantó, se bailó, y el acto supremo:  salió al escenario el artista aquel cubierto de cabeza a cintura y el cuerpo doblado al frente. De súbito, bajo la capa de colorines,  se escuchan tales gruñidos de cerdo que resultaron todo un primor y que prendieron la admiración de los lugareños, y eso fue aplaudir, y jalear, y exigir al artista que descubriera el animal. Y entonces…

Entonces se yergue el artista, levanta la capa y el “¡oh!” de la concurrencia: ahí no había cerdo ninguno; los gruñidos habían sido producidos por el artista. La carpa se convulsionó de aplausos, y en eso estábamos cuando lo inaudito: un lugareño increpa a los entusiastas:

“¿Y ustedes por qué le aplauden? ¡Mal ejecutada fue la imitación del marrano! ¡Yo lo hago mucho mejor!”

Asombro, estupor ante la audacia del payo:

– ¡Sí, yo reto al artista a que mañana gruñamos los dos a ver quién mejor gruñe! ¡Todos ustedes  serán los jueces!

Sellado quedó el desafío. La noche siguiente, la carpa a reventar, que aparece el comediante, medio cuerpo cubierto, y que resuenan unos gruñidos todavía más gruñidos que la noche anterior: ásperos, estridentes, copia fiel del original. Un cerdo perfecto. Un perfecto cerdo. La carpa, engrifada de aplausos. «Señor retador: su turno».

El cual, cuerpo agachado y cubierto con una cobija, apareció en escena,  y ahí arranca su tanda de gruñidos. Ah, decepción; gruñidos eran, sí, pero qué porquería, qué mala copia de gruñidos, todos desafinados, destemplados todos, falsos y sin  gracia ni ingenio; una traición al original, o sea el puerco. Los lugareños:

– ¡Callen a ese ridículo! ¡Bájenlo de los..!

Y aquellos silbidos, y los abucheos, y una que otra de madre, y fue entonces: ahí se alza el payo, ahí se descobija y  aparece, entre sus brazos, un puerco real, un añejón al que se las jalaba, las orejas, y por eso aquel gruñir que los payos tomaron por una mala imitación de gruñidos. A medias del estrado, el lugareño:

– ¡Para que todos ustedes calculen lo buenos jueces que son!

Y colorín colorado. Pero no, que ahí persiste la interrogante: la Cassez, ¿inocente o culpable? ¿Qué? (La justicia.)

¿Inocente o culpable?

Los criminales confesos y los renuentes a confesar. Al ministro Saldívar, de la Suprema Corte, que pugna por sacar de la cárcel a la presunta secuestradora Cassez, dedico la síntesis de un relato de  Gonzalo Fortea que remití hace un año  a los jueces que por escrúpulos de una “duda razonable” exoneraron de su crimen a un Sergio Barraza asesino confeso de Rubí Marisol Frayre, cuyo cadáver descuartizó. Luego de confesar su crimen en el juzgado y pedir perdón a Marisela Escobedo, la madre de la víctima, los jueces absolvieron al asesino descuartizador. ¿Motivo? No contaban con más evidencia que la confesión del asesino. La síntesis del relato:

– Señor fiscal: soy un asesino.

Mi defensor se levantó, indignado: “¡No se reconoce culpable!”

– Pero maté a la víctima.

El juez: “Demuéstrelo. ¿Tiene testigos?” Yo: “No se buscan testigos para cometer un crimen”. El juez: “Quizá a usted le hubiera convenido tener uno. ¿Dónde está el arma homicida?” Yo: “La perdí. Puede que la haya arrojado a una alcantarilla”. El juez: “La zona se registró en su día y el arma no apareció. Tendrá usted que demostrar su crimen”.

El fiscal estaba nervioso. Le hice un gesto como diciéndole: no se preocupe, lo conseguiremos. Se animó: “¿Los motivos del crimen?” Yo: “Robarla, naturalmente. Me encontraba en una situación muy difícil. Hacía dos meses que había perdido mi empleo. Necesitaba dinero para poder comer. Creí que el piso estaba vacío, pero de pronto apareció la señora. La maté para que no se pusiese a gritar”. Mi defensor: “¿Gritar? Paralítica, no podía emitir sonido alguno”. Yo: “No lo sabía. Tuve miedo, perdí la cabeza y la maté”.

– No nos convence, dijo el juez. “¡Ustedes no estaban ahí, y yo sí!”. “Demuéstrelo”, dijo el juez, y el abogado defensor: “Usted afirma que penetró en la casa con intención de robar. ¿Qué fue lo que robó?” Yo: “Nada, no encontré nada”. “La anciana guardaba una importante colección de joyas en uno de los cajones de la cómoda, que no estaba cerrado con llave”.

– Nada encontré.

– ¿Usted nos toma por imbéciles?  La cómoda no fue registrada. No había huellas dactilares.

– Utilicé guantes.

– No se observaba el menor desorden.

Mi abogado defensor: “Señor juez, señores del jurado: el asesinato conlleva pena de muerte.  ¿Vamos a consentir que el acusado se ría de nuestras sagradas instituciones, de la Justicia, y que utilice el dinero y el prestigio del Estado para consumar lo que sería su suicidio? ¿Hemos de volvernos idiotas para creer en su desmañada sarta de absurdos? Observen su rostro cansado. “Es que estoy aburrido.  ¡Ya está bien!”

El juez dio un golpe sobre la mesa: “El acusado se abstendrá de alzar la voz”. Dije: “¡Soy culpable!” “¡Cállese! ¡No invente que es culpable!”

“¡Protesto!”, gritó el fiscal. “¡Denegada la protesta”, sentenció el juez. “Puede retirarse el jurado a deliberar”

– No es necesario, señor juez. Todos estamos de acuerdo.

– Levántese el acusado.

Cuando salí a la calle un hombre se me acercó sonriendo. Era mi abogado defensor, con la diestra tendida. “Enhorabuena”. El fiscal, en cambio, caminaba con la cabeza hundida rumbo al automóvil.

– Maté a la vieja, ¿sabe?, le dije.

– Claro, sí, ¿y eso ahora qué importa?

Subió al automóvil. Yo metí las manos en los bolsillos del saco y me fui a vagabundear hasta la hora de apertura de esos lugares en donde dan sopa gratis a mendigos y desocupados. Estaba a punto de llover.

Mis valedores: este es nuestro país, estos sus jueces, sus asesinos,  su Justicia. Todo esto es México. (Cassez.)

Que lo callen

Las desviaciones psicológicas, mis valedores, las deformaciones de la personalidad. ¿Alguno de ustedes habrá leído Bartleby, donde Melville refiere el  caso del escribano aquel? Cierta mañana, al recibir de su jefe la orden: “Copie estos documentos”, “preferiría no hacerlo”, le contestó Bartleby. Y de ahí en adelante, en una extraña actitud de resistencia pasiva y rotura total del orden establecido, a todo y a todos contestó lo que sería su desgracia:  “Preferiría no hacerlo”. Así hasta un final acorde con tan extraña manía.

Como resultado de una decepción amorosa Edgardo (comedia de Jardiel Poncela) decide nunca más levantarse de la cama, donde transcurre su vida de todos los días, hasta que cierta noche… En fin.

Leí de la chifladura del sabio aquel, personaje incidental de Mascaró, el cazador americano, novela de Haroldo Conti, que lo llevó a perfeccionar una bicicleta voladora con la que se dio a vivir en las alturas y desde su eminencia regodearse en orinar a los viandantes. Y qué decir del protagonista de El barón rampante, novela de Italo Calvino, al que pega la chifladura de vivir trepado a los árboles del bosque ribereño de la ciudad,  sin nunca volver a poner un pie en tierra. Extraño.

Oskar, en El tambor de hojalata, de Grass; un día, a sus pocos años de edad, decide ya no crecer; en plan de adolescente transcurre su vida. El licenciado Vidriera, del autor de El Quijote,  se cree forjado de vidrio y se cuida de que nadie lo vaya a romper. Y a propósito:

A ese otro, al que estoy pensando, yo no le pido que se vuelva de vidrio y viva espantado de que algún tabasqueño me lo vaya a estrellar, ni que en lo alto de una columna viva de hinojos y en oración hasta que levite. No le voy a pedir que decida no alzarse más de su cama y deje en paz mi país. No le habré de pedir que se encarame en algún armatoste volador para que desde allá arriba siga emporcándonos con sus desechos corporales. Yo, de él…

De él sólo hubiera querido que al modo de Bartleby (a cuyo temple no le llega ni al dedo meñique del pie derecho; el izquierdo, que es zurdo) tuviese los hovos del escribano, de modo tal que cuando el gringo le impuso la Iniciativa Mérida o esos contratos de riesgo en PEMEX que tanto lesionan al país y tanto nos lesionan a los mexicanos él, de repente varón de tamaños en su nidal, a las exigencias de Washington hubiese replicado, y no más: “Prefería no hacerlo”. ¿Pero él?

Ah, si al contrario de El barón rampante él ya abandonara la copa, no la de su afición sino la de Los Pinos, que no están para sus pinitos políticos, y dejara ya de andarse por las ramas. Y lo mejor de lo mejor, mis valedores:

Que él, como los monjes cenobitas que yo de seminarista intentaba emular, de aquí al primer día de diciembre intentase hablar con neuronas, no con las  glándulas, salivales y de las otras. Que de aquí a entonces dejara ya de opinar, declarar, recalar, recular, acusar, acosar, atracar, atacar, contra-atacar, desdecirse; que pensara para hablar y no hablara para pensar y darnos a todos en qué pensar, y alarmarnos con esa salivosa diarrea que a todos salpica. Que de aquí hasta diciembre, si es que alcanza a llegar, resistiera la compulsión. ¿Que tantea no poder?  Lavativas de Prozac, tal vez. De ansiolíticos, mejor. Una trepanación, lo máximo. ¿O vamos a seguir aguantando esa su voz, «amigas y amigos», mientras nos miente sobre su guerra particular contra el crimen organizado, que casi  «va ganando» mientras «casi» logra atrapar al Chapo Guzmán? (¡Agh!)