Un cerdo perfecto

El asunto Cassez en esta ocasión. Y nada, que un Arturo Zaldívar,  ministro de la Suprema Corte, ha lanzado una iniciativa que afecta de forma directa la actuación de la Proc. Gral. de la República y coloca a Florence Cassez en el  centro de la noticia y en la sección editorial de los matutinos.

¿Culpable Cassez, inocente? ¿Desaseo en su proceso hasta el grado de que es de justicia liberarla? De modificarse el estado de reclusión de la sentenciada, ¿va a alterar la situación de Israel Vallarta y demás miembros de la banda de secuestradores El Zodíaco? ¿La contundencia de las pruebas amerita que se le mantenga en el reclusorio? De liberar a Cassez, ¿el caso creará jurisprudencia? ¿No? Y a realizar foros, consultas y cabildeos en busca de la salida al dilema que plantea el asunto de la presunta secuestradora de origen francés, que ha motivado choques de gobierno a gobierno.

Y qué equilibrio se advierte en la abundancia de estudios que publican los matutinos, donde la mitad de de los analistas «demuestran» la culpabilidad de Cassez, como la otra mitad  «demuestran» su inocencia. Cuántos en este momento se han erigido de jueces. ¿De buena, de mala fe? ¿Buenos o malos, acertados o erráticos?

El rebumbio que han alzado los tales, que se erigen en jueces, me recuerda el episodio de los cómicos de la lengua que en aquel lugarejo dieron su primera función.

Se cantó, se bailó, y el acto supremo:  salió al escenario el artista aquel cubierto de cabeza a cintura y el cuerpo doblado al frente. De súbito, bajo la capa de colorines,  se escuchan tales gruñidos de cerdo que resultaron todo un primor y que prendieron la admiración de los lugareños, y eso fue aplaudir, y jalear, y exigir al artista que descubriera el animal. Y entonces…

Entonces se yergue el artista, levanta la capa y el “¡oh!” de la concurrencia: ahí no había cerdo ninguno; los gruñidos habían sido producidos por el artista. La carpa se convulsionó de aplausos, y en eso estábamos cuando lo inaudito: un lugareño increpa a los entusiastas:

“¿Y ustedes por qué le aplauden? ¡Mal ejecutada fue la imitación del marrano! ¡Yo lo hago mucho mejor!”

Asombro, estupor ante la audacia del payo:

– ¡Sí, yo reto al artista a que mañana gruñamos los dos a ver quién mejor gruñe! ¡Todos ustedes  serán los jueces!

Sellado quedó el desafío. La noche siguiente, la carpa a reventar, que aparece el comediante, medio cuerpo cubierto, y que resuenan unos gruñidos todavía más gruñidos que la noche anterior: ásperos, estridentes, copia fiel del original. Un cerdo perfecto. Un perfecto cerdo. La carpa, engrifada de aplausos. «Señor retador: su turno».

El cual, cuerpo agachado y cubierto con una cobija, apareció en escena,  y ahí arranca su tanda de gruñidos. Ah, decepción; gruñidos eran, sí, pero qué porquería, qué mala copia de gruñidos, todos desafinados, destemplados todos, falsos y sin  gracia ni ingenio; una traición al original, o sea el puerco. Los lugareños:

– ¡Callen a ese ridículo! ¡Bájenlo de los..!

Y aquellos silbidos, y los abucheos, y una que otra de madre, y fue entonces: ahí se alza el payo, ahí se descobija y  aparece, entre sus brazos, un puerco real, un añejón al que se las jalaba, las orejas, y por eso aquel gruñir que los payos tomaron por una mala imitación de gruñidos. A medias del estrado, el lugareño:

– ¡Para que todos ustedes calculen lo buenos jueces que son!

Y colorín colorado. Pero no, que ahí persiste la interrogante: la Cassez, ¿inocente o culpable? ¿Qué? (La justicia.)

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