De aquel mi viaje a San Miguel de Allende les hablé ayer, y de que a mí, citadino distante de ciertos rigores de Madre Natura, un sol como toro en brama me sancochó los sesos y me arrojó a la región de la fiebre y los delirios. Aquel mediodía mi anfitriona sanmiguelense: “El balneario no te bajó la fiebre, pero la doctora sí te va a aliviar”. Y allá vamos. “Es veterinaria”, me dijo. Yo, aquella corazonada…
La granja porcina. Mi razón, enrevesada. La doctora hablaba por teléfono. Larga distancia al DF. “De inmediato va para allá su pedido”. Colgó. Me observó. Enterada de mi dolencia dijo a mi anfitriona: “Déjemelo aquí, yo lo regreso a su destino”. Y quedé en manos de aquella hembra de ojos verdes y redondos. “Circe es mi nombre. Aquí espere”. Y desapareció. El ruido de la licuadora. Yo, la punzada en las sienes. Insolación.
– Beba.
Bebí el líquido verdiespeso con leve gusto a licor, con ácido sabor de raíces y jugos de alguna yerba levemente olorosa a laurel. Y fue entonces. ¿Qué tan prolongado sería aquel sueño en que me derrumbé? ¿Fue desmayo, sopor, delirio que me arrojó fuera de mi? ¿Cuánto tiempo me habré salido del tiempo, del mundo, de la vida? Y lo que son de embelecadores los líquidos verdiespesos: poco a poco fui saliendo de mi muerte fingida, y sentí mi cabeza a punto del estallido, y el latir de mis sienes, y el quejido que me brotó de un gañote anudado. Hasta lo más recóndito de una conciencia entumecida escuché a la nombrada Circe, leve acento extranjero:
– Ya es hora de entregar el pedido. A cargar el camión.
Unos brazos me alzaron por hombros y piernas; quedé en posición fetal. Bamboleos. A las sacudidas sentí en mi inconsciencia la dureza del piso en cuadriles y costillar y el tufo aquel entre agrio y nauseabundo. Escuché en derredor la barahúnda de ásperos sonidos. Con precaución entreabrí los ojos, y ahí el leve claror de una tarde que cede ante la oscuridad que se insinuaba en el recinto que me transportaba. ¿A dónde? Mi mente, lúcida, ya sin rastro de la insolación, pero…
¿Y ese rumoreo como de sonidos que parecían salir de gargantas ebrias con algo animal en sus inflexiones? En la penumbra de la hora miré en torno, ¡y el horror! Iba yo rodeado de cerdos de toda forma y tamaño: cuinos, capones, ñengos talachones de lomo cerdoso que parecían sostener un animado diálogo de gruñidos. ¿Pero sus voces no tenían tintes humanoides? ¿Y no me observaban algunos? ¿No parecían secretearse? ¡Y ya no era el efecto de la insolación! ¿Tendría razón la delirante parrafada “científica” que acababa de leer?
“Con los avances de la ingeniería genética será factible reproducir gemelos idénticos o fecundar óvulos de otras especies con esperma humano. Será posible la cruza de humanos y animales”.
En la entraña del espanto me puse a atender el gruñir de los cerdos. Algunos seguían observándome, se secreteaban, sacudían las orejas. Sentí enloquecer ¡porque al modo del mítico Melampo entendía yo el lenguaje de los irracionales! ¡Y discutían acerca del destino que les aguardaba en la ciudad! Se me acercó una cerdita de pelaje blanco:
– ¿Y usted, compañero? ¿Va destinado al narco, al ejército, o a la policía?
– No, yo lo miro como que medio zacatón. Pa mí que a ese lo mandan pa candidato del PRI o del PAN.
Habló el ñengo talachón, espinazo de cerdas amarillentas:
– ¿Ese? ¿No ven que es capón? ¡Ese va pa candidato de los chuchos! ¡Es nuevo izquierdero, el muy poca madre!
¿Yo chucho? ¡Nooo!, y el gruñido me salió del cogollo del corazón.
Quezque chucho. (Agh.)