Cerdos nada más

De mi viaje a San Miguel (de) Allende hablé a ustedes ayer, y que lo recorrí de la mano de Tehua, que me alojó en su casa. Yo, mano en mano de mi amorosa sonsacadora, inicié aquel deambular de barrio en barrio, ella relatándome leyendas, consejas, díceres y tradiciones orales que hablan  (susurran) de personajes hazañosos en olor de formol y de  naftalina que poblaron, que fundaron San Miguel Allende. Tehua, la que enseñó a las alondras a cantar.

– En la casuca aquella, al final del callejón, se aparece el ánima de un caballero de alcurnia que mancilló a su propia hija, la cual, no pudiendo soportar semejante horror, ¿qué crees?

Y que detrás de esa barda barbona de yedras habitó La Malmaridada, que al ser muerto su amante por el marido (ay, Dios) invocó al Maligno, y por acá el ánima del ajusticiado, y el arriero del camposanto, el monje abarraganado que al entrar en trance de muerte… Las almas de las fieles consejas…

Noche cerrada. San Miguel Allende me llevó de la mano a deshilar el tejido de su vida nocturna.

Salón por salón, antro por antro, yo,  agua de chía o  mi café de olla, viví aquella noche tibia y callada que parecía aguardar a un Flaco de Oro que le romanceara el bolero de mucho amor. (¿No los estaré aburriendo? Sigo, pues.)

Otro día, la gloria de viandas sápidas, aromáticas, cilantro y orégano, dulces dulcísimos, unas pirámides, no de Keops sino de nieve, chupeteadas al amor de las frondas de la plaza principal, yo cerrando los párpados y abriendo de par en par las papilas gustativas para mejor percibir los sabores: nuez, coco, cajeta envinada (¿no les hace agua? Perdón). Nieve con qué torear ese garañón de fulgores y reverberancias que partía plaza por medio cielo, o partía cielo por media plaza. Cuándo iba a imaginarme lo que vendría después…

Ahí, las vetustas canteras, arte y abolengo, la Casa de la Cultura: óleo, acuarela, música de cámara. En el corredor murales, y en el aula el poema de pie quebrado, la endecha, el alejandrino, la octava real. Y el sol, que se desplomaba en olas de lumbre, sol en brama que me sollamaba los sesos, y el ardor en las venas, y el ahogo y las punzadas. “¿Acalorado? Al balneario, mi valedor”. Y allá vamos, al remolino de los delirios.

Allá enfilamos por una carretera que en pleno mediodía hervía de reverberancias. Yo, el calenturón. “La granja, ¿la ves?”. La vi: “Parece casa de gringos” “Es de gringos y cochinos”, dijo ella, y yo: “Cochinos y genocidas, que por el mundo desparraman sangre, miseria, lágrimas y dolor”.

Que ese era gringo de otros cochinos, de los que más allá de los cisticercos a nadie hacen mal; que aunque gringo, era amigo, y que alguna tisana me daría para retirarme el ardor de la sangre. Como calabaza en tacha los sesos, a punto de estallar como conflicto israelí-palestino, por más que ese no  es de los sesos, sino de los esos. Y el solazo, y la resolana, la sofocación y el ahogo. Llegamos. Oí vagamente: “Los capitalinos, mister, que no aguantan nada”.

El frescor de la finca. Más allá de la malla ciclónica, la promiscuidad de chanchos graneados, unos cuinos y otros ovachones, los guerejos trompa rosada, los enteros, los capones y los hocicotes,  los cerdosos cerdos de espinazo erizado de  púas, los gruñidores talachones, y aquel alboroto, que ni  diputados en plena sesión. Mi cabeza, mis pobres neuronas, ánimas que se me tateman en el purgatorio del sol.

En la oficina, el gringo al teléfono. Larga distancia. Al hablar apapachaba en sus brazos…

Esta fantasía termina después.  (Por hoy sólo Tehua.)

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