Gringo invasor

“Yo sólo puedo decir que si la bandera de Estados Unidos llega a ser izada en México, nunca será arriada. Este es el principio de la marcha de Estados Unidos hasta el Canal de Panamá”. (Senador W. Borah.)
Fue aquel 21 de abril de 1914, a las 11 horas con 20 minutos, la hora en que soldados de infantería yanqui descendían del Florida, el Utah y el cañonero Praire, y tomaban tierra en el muelle Porfirio Díaz. Así se iniciaba la invasión gringa a Veracruz.
Según documentos de época y para que no extraviemos la memoria histórica: «La fuerza yanqui marchó hacia la población. Cantando La Adelita, el pueblo veracruzano se lanzó a las calles. Se produjeron escenas de tremendo patetismo. Aureliano Monfort, gendarme, fue el primer patriota abatido por las balas expansivas dum-dum. Dramático fue el caso de la muerte de Charrito, un humilde vecino del puerto. Loco porque ya no tenía parque se echaba pecho a tierra gritando: “¡Viva México! ¡Viva México! Los vecinos lo enterraron ahí mismo, en la calle…
Entre tanto defensor anónimo caería asesinado Andrés Montes, carpintero de oficio. El testimonio de la hija huérfana cuando una bala expansiva le asesinó a su padre: “Recuerdo que del colegio nos despacharon a casa. Cuando llegué, mi mamá estaba muy azorada porque ya sospechaba que habría tiros y cañonazos. Mi papá estaba trabajando en la carpintería que teníamos en la misma casa donde vivíamos. Estaba callado, trabaja y trabaja sin decir palabra.
Eramos 6 hijos: la más chiquita tenía 10 meses de nacida. Sin decir palabra, sin decirnos nada, ni a donde iba, mi papá salió de la casa al oír los primeros disparos. No regresó sino hasta las 6 de la tarde y ya venía armado con un rifle y unos tiros. También regresó trayéndonos dos tanates de pan para que tuviéramos qué comer mientras él estaba afuera.
Como si lo estuviera viendo ahora mismo: mi mamá, rodeada de nosotros, le suplicaba: No te vayas, Andrés, no nos abandones, mira que tenemos niños muy chiquitos. ¿Qué hacemos si te matan? ¡Hazlo por nosotros! Mi padre, que siempre fue muy callado, pronunció tranquilamente estas palabras: Ahorita no tengo madre, ni esposa, ni hijos. Sólo veo que tengo una patria muy linda y tengo que defenderla de la infamia yanqui. Aquí te dejo colgado este machete: anoche lo afilé bien para que al primer gringo que se atreva a entrar en esta casa, le moches la cabeza.
Como mi mamá insistiera en que se quedara, él la hizo a un lado para que le dejara el campo libre. Y así fue como él pudo quitar la tranca de la puerta y salirse a la calle otra vez. Como mi papá no llegó en toda la noche, en la mañana salió a buscarlo mi madre. Era un peligro, pues los tiroteos seguían. Fue entonces cuando supimos: mi papá peleó solo, callado. Lo mataron al anochecer. Una bala expansiva le destrozó el estómago.
Ya no fui a la escuela. Mi mamá nos dijo: ahora todos tendremos que trabajar».
Cuando el cadete José Azueta, de 19 años, agonizaba en el hospital, el contralmirante Fletcher envió unos cirujanos para que lo atendieran. El joven héroe, al verlos, se cubrió el rostro con la sábana: “¡De los invasores no quiero ni la vida! ¡Que se larguen esos perros, no quiero verlos!”
El cadete Virgilio Uribe cayó de espaldas. Horas después se acercó un anciano y preguntó: “¿Qué nuevas me dan de mi hijo?” Le presentaron una guerrera manchada de sangre. El anciano besó aquella sangre mientras lloraba en silencio…”
Perro de guerra el gringo invasor. En el país invadido, hoy un gobierno proyanki. (Es México.)

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