Esta vez el lenguaje, mis valedores. En el taller de lectura del domingo anterior me referí a ese tema que me parece fundamental para salir de ese lóbrego hondón de la mediocridad en que tantos vegetan, y ni aun tienen conciencia de su condición. Principio y fin del citado taller es, aun antes que el propio lenguaje, el amor. Amor a nosotros mismos, a la Nallieli amantísima, a los seres del mundo que nos rodea, a la vida en todas sus manifestaciones. Qué más, qué mejor.
Porque el único recurso para no morir del todo y permanecer algún tiempo en la memoria de algunos es el amor, esa fuerza espiritual que nos impele al valimiento, a esa solidaridad que nos garantice la trascendencia, o al final de la ruta nos aguarda una muerte definitiva. Yo, a propósito, profeso enorme amor al lenguaje, ese vínculo del pensamiento que si falsificas, falsificas también el pensamiento (Chomsky).
Ese es uno de mis grandes amores, y cómo no voy a amar el recurso supremo de comunicación entre humanos, si con él confesé a mi Nallieli mi naciente amor, que se acrecienta al ritmo con que lo reafirmo y lo reafirmo al ritmo con que se acrecienta. Cómo no valorar el lenguaje, si es el medio de expresión espiritual con el que expreso mis pensamientos, mis sentimientos, mis sensaciones, mi desprecio por la mediocridad de quienes no tienen respeto por el idioma, y que ni siquiera son conscientes del naufragio al que lo arrojan apenas abren la boca. Lóbrego.
Los entes humanos estamos configurados de forma tal que lo más familiar nos resulta transparente y por ello con dificultad lo advertimos, mientras que sólo lo novedoso llama nuestra atención. «Los aspectos de las cosas más importantes nos están ocultos por su simplicidad y familiaridad. Uno es incapaz de advertir algo porque lo tiene siempre delante de sus ojos». Esto ocurre con muchos factores de la vida, pero de forma preponderante con nuestra facultad lingüística, porque el lenguaje, de sernos tan natural, nos pasa inadvertido en sus sorprendentes características.
Yo soy lo que hablo y como lo hablo. Me enaltece al enaltecerlo, y al degradarlo me degrado con él. Respetarlo es respetar mis propios pensamientos, mis sentimientos, mi comunicación con el mundo, el mío. Sentir hondo, pensar alto y hablar claro, la recomendación del filósofo.
¿Pero si al sentir hondo y pensar alto le falla el hablar claro, de modo tal que el lenguaje se reduce a un innoble cantinfleo? Ello sería como si el individuo dotado de altivez, un alto concepto del decoro y un su retazo de vanidad, cuidase al máximo su arreglo personal y se presentara ante los demás con un atuendo impecable, pero apenas abre la boca, a cantinflear; su atuendo atildado no pasó de apariencia, porque el lenguaje acusa una estructura de adobe y cartón corrugado.
El cantinfleo. Por su comicidad en la carpa y las primeras cintas de cine trascendió Cantinflas, pero sobre todo por el “retrato hablado” que trazó de la forma de hablar de las masas sociales, con todo y esas espinillas en la piel de un rostro hermoso que son las muletillas.
“Este, digo, o sea, ¿no? Quiero decir, porque de repente, ¿verdá? Ora sí que esto…como si dijéramos, pero más sin embargo “tiene” mucho que no lo veo, y es que, la verdá, ¿cómo se llama? ¿Sabes qué? Lo que pasa es que” “¡Guau!” (Hasta eso aprendimos del gringo: a ladrar. ¡Guau!)
“Hay una sola manera de degradar permanentemente a la humanidad, afirma el filósofo, y es destruir el lenguaje”.
(Sigo mañana.)