Crimen imperfecto

El presente es un relato escrito por Gonzalo Fortea, que aquí sintetizo con dedicatoria para los tres jueces que en el pasado abril, en un juicio oral y por cuestión de una “duda razonable”,  exoneraron de su crimen a un Sergio Barraza Bocanegra, asesino confeso de Rubí Marisol Frayre, cuyo cadáver descuartizó. Luego de confesar su crimen y pedir perdón a la señora Marisela Escobedo, madre de la víctima, los jueces de marras absolvieron al asesino descuartizador. ¿Motivo? No contaban con más evidencia que la confesión del asesino. La síntesis del relato de Gonzalo Fortea:

– Sí, señor fiscal. Soy un asesino.

Mi defensor se levantó, indignado: “¡No se reconoce culpable!”

– Pero maté a la víctima.

El juez: “Demuéstrelo. ¿Tiene testigos?” Yo: “No se buscan testigos para cometer un crimen”. El juez: “Quizá a usted le hubiera convenido tener uno. ¿Dónde está el arma homicida?” Yo: “La perdí. Puede que la haya arrojado a una alcantarilla”. El juez: “Toda la zona se registró en su día y el arma no apareció. Tendrá usted que demostrar su crimen”.

El fiscal estaba nervioso. Le hice un gesto como diciéndole: no se preocupe, lo conseguiremos. Se animó: “¿Los motivos del crimen?” Yo: “Robarla, naturalmente. Me encontraba en una situación muy difícil. Hacía dos meses que había perdido mi empleo. Necesitaba dinero para poder comer. Creí que el piso estaba vacío, pero de pronto apareció la señora. La maté para que no se pusiese a gritar”. Mi defensor: “¿Gritar? Paralítica, no podía emitir sonido alguno”. Yo: “No lo sabía. Tuve miedo, perdí la cabeza y la maté”.

– No nos convence, dijo el juez. “¡Ustedes no estaban ahí, y yo sí!”. “Demuéstrelo”, dijo el juez, y el abogado defensor: “Usted afirma que penetró en la casa con intención de robar. ¿Qué fue lo que robó?” Yo: “Nada, no encontré nada”. “Sin embargo, la anciana señora guardaba una importante colección de joyas en uno de los cajones de la cómoda, que no estaba cerrado con llave”.

– Nada encontré.

– ¿Usted nos toma por imbéciles?  La cómoda no fue registrada. No había huellas dactilares.

– Utilicé guantes.

– No se observaba el menor desorden.

Mi abogado defensor: “Señor juez, señores del jurado: el asesinato conlleva pena de muerte.  ¿Vamos a consentir que el acusado se ría de nuestras sagradas instituciones, de la Justicia, y que utilice el dinero y el prestigio del Estado para consumar lo que sería su suicidio? ¿Hemos de volvernos idiotas para creer en su desmañada sarta de absurdos? Observen su rostro cansado. “Es que estoy aburrido. (Me levanté.) ¡Ya está bien!”

El juez dio un golpe sobre la mesa: “El acusado se abstendrá de alzar la voz”. Dije: “¡Soy culpable!” “¡Cállese! ¡No invente que es culpable!”

“¡Protesto!”, gritó el fiscal. “¡Denegada la protesta”, sentenció el juez. “Puede retirarse el jurado a deliberar”

– No es necesario, señor juez. Todos estamos de acuerdo.

– Levántese el acusado.

Cuando salí a la calle un hombre se me acercó sonriendo. Era mi abogado defensor, con la diestra tendida. “Enhorabuena”.

El fiscal, en cambio, caminaba con la cabeza hundida mientras se dirigía al automóvil.

– Maté a la vieja, ¿sabe?, le dije.

– Claro, sí, ¿y eso qué importa ahora?

Subió al automóvil. Yo metí las manos en los bolsillos de la chaqueta  y me fui a vagabundear hasta la hora de apertura de esos lugares en donde dan sopa gratis a mendigos y desocupados. Estaba a punto de llover.

Este es nuestro país, mis valedores. Estos son sus jueces, sus asesinos,  su Justicia. Todo esto es México. (Dios…)

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