Tantas idas y venidas – tantas vueltas y revueltas -quiero, amiga, que me digas – ¿son de alguna utilidad?
Marchas, plantones, polémicas, controversias. Y que si este debate y que si aquellas encuestas, y que si una TV «democrática», y que si… mis valedores: ¿si leyésemos, a propósito, Pancho Papadas, relato de Vargas Pardo? Aquí, en el estilo sápido del autor, la síntesis:
Al pueblo llegó un cilindrero, y el máistro Delfino, cuetero de profesión, le ofreció un tostón por su mono huasteco. “Si no me lo robé, oiga. Tres pesos y el mono es suyo”.
Y como unos estamos a fregar y otros a no dejarnos, el máistro dejó el tostón y cargó con el mono. Todo fue verlo llegar, y los chamacos dejan de chambiar. “¡Mi apá compró un mono. ¡A quemarle un buscapiés por el cicirisco!” (Tomar nota)
Ahí se inician las jugarreras de los bribones. Día con día maltratarlo. “A aventarlo a la tina de fermentar”. “¡Que se ponga bien pando como mi apá! ¡Que se hogue!”
Ahogándose, el mono alcanzaba el borde de la tina, y va pa adentro otra vez. “¡A rellenarle las tripas de pólvora pa que truene!”
Pobre carcaje de pelos y huesos descoyuntados. ¿Pues no se les ocurrió a los bellacos meterle un chicloso entre las muelas y un chile por la trasera? El huasteco daba maromas sin saber a qué mortificación atender primero.
– ¡A darle toques! ¡Miren cómo se retuerce!
Pobre infeliz. Los chamacos le tronaban cohetes y le ataban a la cola mechas ardiendo. Ya el animalito fue quedándose ñengo, trasijadón, descoyuntado. Como que no andaba ya en sus cabales, como que apenas aguantaba la vida, como que ya todo le daba igual, como que soñaba en morirse. Atejonado en un rincón, las manos en la cabeza, el montoncito de sufrimientos pelaba unos ojillos rebrillosos de espanto. (¿Van ustedes tomando nota?)
Ese día llegó el máistro Delfino: “¡A trabajar, que hay muchos pedidos pa las fiestas de la iglesia! ¡Pónganle doble carga al barril! ¡A moler la pólvora, brutos! ¡Con mucho cuidado pónganle el nitro y la señal!
Trabajaron hasta tarde, le cebaron doble carga de nitro al barril y le pusieron, como señal de peligro, un hilacho blanco. Y la runfla de malandrines a la cocina a comer. (Reflexionar.)
Solo y su alma en el taller se quedó el huasteco, bolita de sufridero. Ahí permaneció sin moverse, montoncillo de pelos y güesos, nomás mirando. Sombra ya de sí mismo, miraba sin pistojear, quién sabe en que se fijaba tanto, como a piense y piense, como si de pronto reflexionara…
Y fue entonces. De repente el huasteco se alzó, se enderezó, se rascó las costillas, pegó un berrido, se dejó ir hasta el barril de pólvora, le desenredó la tira de hilacho y con ella se alejó y fue a treparse allá, lejos, en aquel guamúchil.
Después de la comida (fijaros bien), la sarta de bergantes entró al taller pa seguir chambiando. El máistro Delfino, como no vio ninguna señal de peligro en la manivela del barril, se fue a darle vuelta con todas sus ganas.
– ¡Ni siquiera el nitro le han puesto, güevones! – Y güevones fue lo último que dijo en su vida, porque ¡brrumm!, en mil pedazos su mundo. Mis valedores:
Al mono huasteco los brutos lo habían agotado a maltratos. A Pancho Papadas, un irracional, el sufrimiento cotidiano lo elevó hasta la hazaña de pensar, y adquirir conciencia de que quienes así lo golpeaban no eran aliados, sino enemigos de su bienestar. El arma del irracional fue la pólvora, la del racional, la organización celular autogestionaria, superior a la pólvora. ¿O a seguir exigiendo? (Válgame.)