El cantar de los cantares

Iréme al monte de la mirra, y al collado del incienso (…) Nardo y azafrán, caña aromática y canela, mirra y áloes, fuente de huertos, pozo de aguas vivas

Van aquí, para aquellos de ustedes que  habitan  ese estado de gracia que es el amor,  estos a modo de fulgorcillos de aurora boreal. Que los digan a su única;  quedo, de boca a oído, de boca a boca, a sangre, a entraña, a espíritu. Díganse los “siempre, siempre” y los “nunca, nunca”, del amor que se enciende, fulgura y, si no se le aviva cada día, termina por erosionarnos el corazón con su llovizna de cenizas. Aquí, de la abundancia del corazón, habla el poema:

“Maldije la lluvia que crepitaba sobre mi techo, impidiéndome dormir. Maldije el viento que sacudía mi jardín. Pero llegaste tú, y entonces di gracias a la lluvia, porque has tenido que quitarte tus ropas mojadas, y di gracias al viento, que apagó mi lámpara…”

“Habíamos agotado las palabras de amor. Callamos entonces, y al igual del silencio que se establece entre dos ejércitos que han de librar batalla, hubo un silencio profundo entre nosotros. Y libré la batalla de amor. El ruido de los sables estaba en nuestros besos. Los suspiros de los heridos en nuestros estertores. La algarabía de los carros de guerra estaba en las arterias…

Y te conservé, contra mí, como un estandarte destrozado…”

“Recuerdo esa mañana de Damasco y el silencio del jardín donde tú te adormías. La sombra de tu cuello era azul. Tus senos subían y bajaban con ritmo de fuente. Tus brazos, en abandono, eran dos arroyos de plata en la hierba; las mariposas se posaban sobre tus uñas, tomándolas por rosas. ¿Contemplaría mi padre, en ese instante, vírgenes más bellas en los jardines del Paraíso? Me extendí a tu lado, como un mendigo a la vera de una mezquita…”

“Aquella noche nevaba sobre el jardín. Yo tenía frío y tú no lo advertiste. Contemplabas los grandes árboles bajo los que antaño te esperé tantas veces. Toda aquella nieve caía sobre nuestro pasado…”

“¿Aquella promesa que me hiciste, ayer tarde, bajo la acacia en flor? ¿Dónde está el rocío que empapaba las flores de la acacia?”

“Dejaste caer en el polvo el tulipán rojo que yo te había dado. Lo recogí. Era blanco ya. En aquel breve instante había nevado sobre nuestro amor…”

“Yo había suspendido en su puerta una guirnalda de flores de manzano, haciendo exhalar a mi laúd un canto de amor. Al otro día, la encontré. Unos claveles rojos que crecen en el jardín de mi vecino adornaban su traje. Me encerré en mi morada, rompí mi laúd. Lloré…”

“Sus manos. La mañana de nuestro primer encuentro fue la mano derecha de mi bienamada la que me envió en gracioso saludo su corazón y sus labios. La tarde de nuestro primer encuentro fue la mano izquierda de la bienamada la que abrió su túnica para que mis besos se posaran sobre sus senos. Así, y por todo lo que les debo todavía, cantaré a las manos de mi bienamada… ¡Dolor, oh dolor! ¿Por qué despiertas? Mi bienamada partió, y cómo recordar algo más que sus dos manos sobre sus ojos en lágrimas…”

“Cuando el navío en que yo partía se alejaba de la ribera oí una canción de una dulzura desgarradora. El mar tenía ya mil pies de profundidad, pero los sentimientos amistosos que te impulsaron a cantar para mí, oh amigo, ¡eran aún más profundos..!”

 “Una canción a lo lejos… Es un mendigo. Puesto que este viejo, que nunca ha poseído nada, canta, ¿por qué lloras tú, que posees tan hermosos recuerdos?”

De ti, amadísima ausente. Y uno aquí, aniquilándose…

(Amor.)