La voz de la tierra, mis valedores, voz que vibra en sus tonadas y consejas y en leyendas tales como Manchay Puitu, el cantarillo del miedo, título de una antigua leyenda nacida en Los Andes entre los pueblos quechuas peruanos y la Bolivia colonial. Hoy me nace traer ante ustedes esa remota historia de muerte y amor que nació en tiempos distantes en las grandes montañas de crestas nevadas. Manchay Puitu…
La conseja encierra ingredientes de amor, una quena doliente y la muerte. No más. Humanísimo, el humano dolorimiento resuena hoy todavía en los sones de la quena aquella por un amor rmalaventurado como suele ser el de tantos. Issa, tú, mi amantísima…
Manchay Puitu. Así pues, de protagonistas la sota moza, su amador, una quena y la muerte. Cuenta la leyenda colonial que para hurtarle el cuerpo a la esclavitud el indígena no tenía más que uno de dos senderos: el arte religioso o el sayal de fraile. El aborigen aquel, descendiente del Padre Sol hasta que Pizarro llegó a eclipsarlo en el juego de cruz y espada, se hizo fraile como artificio contra la servidumbre, y repartía su diario vivir entre el oficio divino y el muy humano de amarse con cierta soberbia moza de Potosí, donde ubicábase la parroquia. Pues sí, pero…
Pero aquel sentimiento expresivo y fogoso se tornó piedra de escándalo. La superioridad eclesiástica decidió intervenir y miró de separar al par de amantes enviando al fraile hasta la remota ciudad de Los Virreyes (Lima.) Ruda separación, días interminables, descorazonamiento de la sota moza, que se agostó hasta el límite de la vida y tantito más allá, hasta el camposanto potosino, donde quedaron sus restos. Pero el amor, vencedor de la muerte…
Los tiempos de la penitencia se cumplieron para el fraile que, desalado, se vino al olor de su pasión amorosa sólo para toparse con la horrorosa realidad: su amantísima, había fallecido en la espera. Lacerado de su razón el amador sin fortuna se encerró en su parroquia, malviviendo de responsos y rogativas entre visitas al camposanto. Y fue así, mis valedores…
Aquella noche de extravío el fraile cava la tumba, y de los restos mortales hurta una tibia, y en el despojo muerto iba a nacer viva la quena y con sus sones dar voz e identidad a los pueblos quechuas, y ocurrió que al soplar su instrumento aquel artista amador, poeta y hombre de amoroso ardor, dio en introducir su quena en un cantarillo forjado con una clase de arcilla especial, de modo tal que produjo unos sones con resonancias lúgubres, tormentosas. Y cuán melancólicos yaravíes no saldrían del humano instrumento, que al oírlos el vecindario se iba a santiguar, conmovido, para acabar bautizándolo como Manchay Puitu, cantarillo del miedo. Animo contristado, en la noche solían escuchar:
¿Qué tierra cruel ha sepultado – a aquella que era mi única ventura? – Lozana la dejé como una flor – ¿Algún viento maligno se la ha llevado? – Voy siguiendo su rastro – voy buscando su sombra – ¿Es ella quien me da su sombra en el camino – o es sólo el velo de mis lágrimas? Yo soy la noche misma. Busco la soledad -Yo soy la propia carne de lo dolorido – y quiero huir de mi pensamiento, pero no – Le arrancaré siquiera un hueso – y lo tendré en mi seno tal si fuese ella misma – Se convertirá en quena entre mis manos – Y llorará mis propias lágrimas – desde la eternidad – y desde el origen de la luz – ¿Es tal vez ella quien me está llamando? – No Es tan sólo el lamento de mi quena…
Issa, tú, la amantísima. (Amor.)