Fernando, el espino del Metro

El líder Espino mantiene en la nómina del Metro a por lo menos 22 familiares (parejas, hijos, suegra,etc.)  con sueldo de hasta 21 mil pesos a un costo de medio millón de pesos mensuales. El CEN del sindicato ocupa 42 plazas de confianza. Sueldos de 20 mil mensuales.

Al deterioro del Metro me referí el viernes pasado, y hoy continúo con mis anotaciones como usuario del transporte colectivo.

Examiné el resto del vagón: los indicadores de ruta despapelados, descarapelados, leprosos. Y qué fue de aquella agradable voz femenina que en el sistema de sonido de los vagones iba anunciando  el nombre  de la estación a la que nos aproximábamos y la hora exacta. El vagón, como todo joven (sangre roja, caliente),  cantaba al andar, canto jocundo de enamorado. Hoy, viejo asmático… ¡Dios!

“Por favor, permita el libre cierre de puertas”. ¡Cuando el convoy iba ya en frieguiza! Hoy, al llegar a su máxima velocidad, la femenina voz: “En breve reanudaremos el servicio. Por su comprensión, gracias”. Ya el infeliz, con alzhaimer y demás achaques de la edad, farfullaba dislates y  una cosa por otra. Yo, ¿por qué me encogí en el asiento? ¿Por qué aquella pena, la vergüenza aquella, la nostalgia? La vejez, el aletazo de la Descarnada…

Un soterrado quejido al arribar a la estación. Un largo lamento cuando lo forzaban a continuar. Como que en su queja reclamaba la piedad del depósito donde descansar antes del inevitable deshuesadero. Y allá vamos, a querer o no, él  rechinando y no precisamente de limpio, que debajo de los asientos observé el pomo de plástico, la caja embarrada de salsas y mayonesas, el pegote de la goma de mascar, todo oliendo a desgaste, desajuste, aflojamiento, vetustez. (Mi ánimo se añublaba). En su pelleja los viejos grafitos: “Warriors”, “Puto yo”. Fechas, mensajes, entrañables nombres que el punzón garrapateó en los cristales: “Isa, Lisa, “María”, «Aída» (tú, la de todos los días). El aletazo del tiempo que se nos fue para nunca más, dejándonos a su paso tan sólo un desplumadero de recuerdos. No lloro, nomás me… en fin.

Y allá vamos, el reumático y el suspirante, el gotoso de los engranes artríticos y el pasajero que meditaba,  se dolía, y en silencio moqueaba. Allá vamos, en la tripa de la madre tierra, metros debajo de donde la vida fluye de cara al sol. A quejido, pujido y jadeos avanzábamos entre cimbrar de articulaciones mal ajustadas. Y de repente la súbita sacudida. En lo oscuro del túnel y entre dos estaciones se engarrotó el convoy. ¡Se apagaron las luces! ¡Jesucris…!

De inmediato, la iluminación, qué alivio, por más que sólo al 60  por ciento, y pistojeando. Sentí que en la cabina de mandos el operador soltaba  la rienda y clavaba el acicate en los corvejones del anciano anquilosado que al castigo reventó en rechinantes lamentos y estridencia de  ventosidad. En el equipo de sonido: “Por favor, permita el libre cierre de puertas”. Válgame. Y ya se avistan las luces de la terminal, y ya el operador aplica los frenos, y al rejón, el viejo asmático suelta el  lamento que implora piedad. Yo, mi ánimo gemelo del ánima del vagón, andaba ya al borde de los pucheros y la lagrimilla, y fue entonces cuando alcancé a ver de ganchete:  «Potrero». ¿Que qué? Tíznale, ¿cómo de que «Potrero», si yo iba nomás, a «Viveros»? Quise brincarme las trancas, corrí a la puerta, y en un convoy a su máxima velocidad grité, y los ojos de todos encima de mí:

– ¡Bajan, chofer! ¡Esquinaaa..!

A rehabilitar el Metro. Es hora. Es ahora. (¡Ya!)

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