Tal como somos

Noche cerrada. El urgente timbrazo en la puerta me sorprendió contemplando  la ruina en que el remendón convirtió mis zapatos, aquellos botines de soberbia estampa, color alazán tostado y tacón de baqueta, de la punta aguzados y con sus orejetas detrás. Magníficos cuando nuevos, es ley de la vida a la que unos botines no se pueden sustraer, de tal modo que los míos fuéronse maltratando, se me fruncieron, y tan sutil se tornó la suela, que entre mis pies y la madre tierra (o el padre asfalto, según) no quedaba más que la tela del calcetín. Y qué hacer; arrumbé mis bienamados en el asilo de viejos (un arcón de pino, polilla y vejez) y saqué a relucir los domingueros, con lo caros que son, que al caminar pisaba con tiento, tratando de pesar lo que una pluma. Pues sí, pero en eso, la mañana de ayer:

– ¡Zapatos qué componer!

Zapatero ambulante. Corrí al arcón, saqué mis botines y bajando a la calle los puse en manos  del susodicho, que al momento los miró, palpó, sospesó, examinó de un lado, del otro, y por abajo, y por atrás, cuidado con la albureada, y su veredicto:

– Tacones, suelas corridas, y como nuevos.

Una hora me pidió para realizar la cirugía y ahí mismo, en el rincón de la cochera:  «Un espacio perfecto para instalar mi taller. ¿Me lo renta barato?»

Porque sin casa ni local comercial tenía que convertirse en itinerante. «El no dormir en la calle se lo debo  a un matrimonio amigo que me da cobijo en su casa».

Y a trabajar. Un timbrazo me anunciaría la resurrección de mis chanclas. Yo, luego de un rato de plática, subí a mi depto. y torné a la lectura.

Pasó la hora convenida y del timbrazo, nada.  Dos horas después el itinerante me entregó mis botines y se alejó por esa calleja. Horror, qué ruina de cuero y baqueta, qué metamorfosis vinieron a sufrir, que ante esta la de Kafka es juego de niños. Su color: de café oscuro como los confié al remendón, se tornaron negruzcos, con rosetones lívidos. Del material: se me había prometido, y eso pagué, suela de la mejor calidad; pero aquello tiraba a cartón mal pegado con plastas de engrudo. Por cuanto a la forma: de cálido albergue que fueron para mis pies, que algo tenían de condición femenina, mis botines se convirtieron en una covacha inhóspita, desapacible, erizada de salientes, recovecos, hondonadas, una a modo de estalactita a la altura del gordo y una estalagmita contrapunteada con el talón. Horroroso.

Y ni cómo localizar al malandrín que  por su madrecita testimonió  que habría de utilizar lo mejor de su arte y su baqueta para revivir mis botines, él que con tanta vehemencia renegó de la corrupción de SalinasMontiel y compinches, que aún parece que escucho su voz gargajosa, abrojuda:

– ¡Porque esos políticos no tienen madre, corruptos de miércoles! ¿No les darán verguenza sus marranadas?

Y aquellas chupadas al sin filtro…

Y lo insólito: esa noche yo vivía la soledad del agraviado por una injusticia que, solo y su alma, no encuentra instancia efectiva que lo dé a valer. (En el aparato, hablando solo,  Bach. Yo apenas lo escuchaba.) Y fue entonces…

De repente, los urgidos timbrazos. Bajé a la calle, ¿y eso?  Jadeante, rostro desencajado, el remendón:

– ¡Escóndame en su cochera,  y a ver qué rumbo agarro mañana!

Esconderlo de aquel paisano que le prestaba dónde vivir y que, fusca en mano, recorría la colonia.

– Es que agarré solita a la Toña, y para que se dejara amar tuve que aplicarle algunos manazos.

Jadeaba, a medio vestir. «¡Por esta noche nomás!»

Yo, aquel portazo. (Qué más.)

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