Yo no me voy a morir, afirmé ayer ante todos ustedes, y que como uno más de los lemas de mi vida adopté de Unamuno esa frase que regula mis cotidianas acciones. Que la muerte me asesine, que de ella es la obligación, pero lo que es yo, no me voy a morir. Vale.
La costumbre de algunos viejos, dije también, es la de adoptar simbólicamente la posición fetal y como ejercicio cotidiano recordar a lo inútil esos tiempos que se fueron para nunca más. Onanismo mental, el único que a la mano tienen tales ancianos.
Yo no he caído ni pienso caer en costumbres tan estériles, pero ocurrió que de repente, una noche de miércoles, ya en la duermevela, de repente se me vinieron imágenes que vivió mi niñez en la gayola del Cine Morelos, de Aguascalientes, donde cursé mis primeros ejercicios de una materia tan inútil para el humano como inevitable también: la fantasía.
Recordé las hazañas del Charro Negro. En mi mente el galope del alazán cruzó la pantalla del cine y ante villanos tales como el hacendado, el jefe de los rurales y el hijo del patrón que tiene tumbada a la doncellita con las faldillas a la cintura, ahí el vozarrón gargajoso:
– ¡Alto ál! ¡Alcen las manos!
Aquí llegó el Charro Negro, para el que quiera algo de él. Y la gayola, que se cimbra de gritos y aplausos. Qué tiempos aquellos. Qué niño fui una vez…
Pues sí, pero ocurre tengo la mala costumbre de cumplir años, hábito pernicioso que me va a llevar a la muerte. Con los años, los daños y los hogaños, se hicieron presentes las hormonas y, ley de la vida, desalojaron de mi existencia como cinéfilo al Charro Negro. Ahora la pantalla se zangolotea a los caderazos de las beneméritas del bataclán y el sainete: Amalia Aguilar, Ninón Sevilla, Maritoña Pons. Yo, fatigado al ritmo de la rumbera, seca la boca y ardorosos los ojos, y aquel jadeo…
Hoy, en el ejercicio de la nostalgia recuerdo a aquella soberbia Susana Cabrera, a la que algún reportero, micrófono al frente: “¿Profesión?” “Payasa”, contestó ella sin titubear. Payasa.
Ahora mismo la recuerdo en su espléndida caracterización de guila barata, piruja del arrabal: vientre rotundo, medias negras de red, zapatos de latiguillo y tacón de este grandor; transparente el blusón, con escote que deja las pechugas a la intemperie; en el rostro de buscona cargazón de cosméticos y unos labios estallantes de carmín, y esas caderas cautivas en una mini-mini tres tallas menor de lo que pide, implora, exige su nalgatorio. Bajo las ojeras de pintura las ojeras del vicio, la depravación y las desveladas. En este cachete un lunar simulado, y en el cogote una verruga auténtica. No, y las postizas de este tamaño, las pestañas, y al cuadril el bolsón. Ay, Cabrera…
En su papel de piruja me la vine a encontrar a las puertas de un edificio allá por el Centro la madrugada del miércoles antepasado. Pues sí, pero, ¿y ese ridículo disfraz?
– Un capricho de mis clientes, una damisela y cuatro individuos. Que para una encerrona de mucha depravación estas fachas los prenden mejor que el viagra. Ya están por llamarme.
– ¿Usted sola para todos ellos?
– Para completar el destrampe ya mandaron sacar a una francesita del reclusorio. Que ella y yo les hagamos el paro.
– Feos esos adefesios.
– Pura depravación. A mí, como putancona, me amarraron una venda a los ojos (sólo veo con uno), con esta espada de palo en la diestra y en la zurda la pinche balanza. Impotentes mis clientes, ¿no crees?
(Pues…)
El Derecho: una invención de los hombres contra la Justicia. (Delavigne).