Vivir…

Un día tu alma caerá de tu cuerpo, y serás empujado tras el velo que flota entre el universo y lo cognoscible. No sabes de dónde vienes. No sabes a dónde vas. Mientras tanto… ¡sé dichoso!

El Rubaiyat, por supuesto, de Omar Khayyam, poeta “de la brevedad de la vida, el absurdo del mundo y la fugacidad del placer, consuelo único del hombre”. La del persa es poesía concebida en la entraña de una civilización de refinamiento y decadencia, la de la Persia de mediados del XII, nueva y deslumbrante, de acentos desesperados.

El Rubaiyat  constituye una sucesión de conceptos filosóficos bellamente armados en el molde del poema, y alude a esos elementos que desde siempre son y serán preocupación de lo humano: el tiempo en cuanto demoledor de la vida y los goces de los sentidos que, aunque efímeros, son el único medio de lograr el espejismo de vencer al tiempo, a la muerte, a la eternidad”. Agridulce, directa y desnuda de galas se nos entrega, que para el fatalista poeta del desencanto y la sensualidad machihembrados no existe más placer que el de los sentidos, ni más vida que la del instante; que la naturaleza sigue su curso muy por encima de nuestros dramas personales, tan pequeñajos, y de la angustia vital ante el tiempo que pasa. Que es vano empeño la rebeldía ante el dolor y la muerte y no nos resta más recurso que exprimir el zumo de la vida y la sangre de la uva, y existir dentro de la almendra del instante, y no más; que a manera de las mejores voces del Siglo de Oro  español, la existencia del hombre  no es más que sueño, polvo, sombra, olvido. Nada, pues.

“Cuando hayamos muerto no habrá ya rosas ni cipreses, ni labios rojos ni vino perfumado; no habrá penas ni alegrías, ni auroras ni crepúsculos. El universo se aniquilará, puesto que su realidad depende tan sólo de tu pensamiento. Mira y escucha. Una rosa tiembla por la brisa y el ruiseñor le canta un himno apasionado; una nube se detiene. Olvidemos que la brisa deshojará la nube que nos brinda su sombra…”

Soñemos, alma, soñemos, dice Segismundo,  y Torres Bodet: ¿Para qué contar las horas? – No volverá lo que se fue, – y si lo que ha de ser ignoras, – ¡Para qué contar las horas! – ¡Para qué..!

Atienda alguno de ustedes, uno, aunque sea, la escena antigua y actual que ahora les ofrezco, frutilla madura de la literatura oriental. Ya después todos ustedes a seguir con su trajín:

“Señor, no sirvas todavía el vino, que acabo de reflexionar. He aquí que ha llegado el momento en que los comensales están menos alegres, en que la risa duda; el instante en que las danzarinas vacilan, en que las peonías se deshojan. He aquí el único instante en que el corazón habla con sinceridad.

Señor: tú posees palacios, guerreros, vino perfumado. Yo no tengo más que mi laúd, que canta amargas canciones a la hora en que las peonías dejan caer sus pétalos. En esta vida, señor, sólo tenemos una certidumbre: la muerte. Estas bocas que nos besan estarán un día llenas de tierra. Este laúd que vibra bajo mis dedos servirá para refugio de las gallinas. El tigre saltó a los valles donde en otros tiempos erraba el pez Mrang. El coral tapiza los torrentes donde florecían antaño las violetas. Escucha allá lejos, en la montaña blanca de luna; escucha a los monos que lloran en cuclillas, sobre tumbas abandonadas…

Ahora, señor, ya puedes llenar nuestras copas”.

Mis valedores:   a vivir. Qué más. Qué mejor. Vivir, que es más tarde de lo que suponemos. Y el aletazo del tiempo, y  este estremecimiento. (Vivir.)

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