Los herederos de la promesa

Los mexicanos tienen que estar preparados para administrar la abundancia.

Tal afirmó en el sexenio de López Portillo, y a nombre de él, un cierto priísta Rubirosa Wade, y lo que tantos temíamos: no se extinguía el eco de la promesa cuando ahí nomás, ominosa, en la economía petrolizada se reciclaba una más de las tantas crisis que a lo recurrente padece la economía familiar. Y hablando de la abundancia, lo afirmó en su momento el actual presidente  de Estados Unidos Barack Obama:

La clase media será prioridad. Para rescatarla aplicaré de inmediato el plan adecuado.

Algo semejante a lo que afirmó Fox en llegando a Los Pinos:

Nuestra clase media se está cayendo a pedazos, pero yo trabajo fuerte para extenderla y construirle un futuro mejor para las siguientes generaciones.

Yo por aquel entonces relaté aquí mismo cierto incidente que me mostró con más elocuencia que cualquier análisis de economista la depreciación que mal soportaban las clases medias de este país. Pero sucede que en el sexenio del Verbo Encarnado  las clases medias ya no se cae a pedazos. Hoy mismo nuestro país se afana en plena tarea de administrar su abundancia, según el martes pasado lo comunicó a todo México Ernesto Cordero, titular de Hacienda ante una tandada de patroncitos de la COPARMEX congregados en el auditorio de la Univ. Autónoma de San Luis Potosí. Sus palabras:

México dejó de ser un país pobre. Ahora se considera un país de clase media alta. No somos un país de desarrollo bajo, sino de desarrollo humano medio.  México es ya un país de renta media que viene a consolidar clases medias como hace tiempo no se lograba.

¿Esa explosiva revelación del Cordero,  mis valedores, habrá tornado obsoleto el incidente que hace algunos años me aconteció con un cierto representante de las clases medias de mi país? Aquí, para el juicio de ustedes, el incidente de marras.

Fue aquel domingo a media mañana. El doctor Pérez Y Hernández (como los políticos mediocres, el profesionista más fácilmente perdona una mentada de madre que su apellido de madre se omita) me invitó a comer.

– Pero como Dios manda, no a lo que da el pago de sus fabulillas. Trépese.

A su volks rojo. “Directamente a las patas, mi valedor. Patas de mula, ¿le gustan los mariscos? No, y más antes eran todavía mejor para el organismo. ¿Le gustan?”

Se me hizo agua, me refiero a la boca. El doctor de los dos apellidos:

– Conozco un restaurante en Toluca donde mmm, una gloria de camarones.

Y a la gloria nos fuimos; la de  los mariscos. Dizque por su virtud tonificante no estoy seguro si del cerebelo, el apéndice o no sé qué clase de bulbo, ha de ser el raquídeo. Ya en la carretera (carretera libre, para evitar el peaje)  por boca del doctorcito se expresaron las clases medias de mi país:

– Mire nomás qué chulada de arboledas. De ensueño, ¿no? Lindo mi México, se lo digo yo, que todavía en pasados sexenios no perdonaba mi viaje semestral a las Europas, nomás gastando divisas a lo pendejo. ¿Sabe que aquí donde me ve yo he andado desde Sumatra hasta La Sutra?

Iba a contestársela, pero me aguanté. Por una pata de mula, a este mula doctor le aguanto cualquier patada. De mula.

– Mire: serranías pachonas de vegetación. Abedules, algarrobos o chicozapotes, sepa la madre. ¿Qué le piden estos bosques a los de Viena? Esos pinos, ¿qué le piden a Los Pinos espurios? Para qué derrochar divisas en Europa, ¿no le parece?

Lo miré de reojo. Me dieron una lástima las clases medias de mi país…

(Esto sigue mañana.)

Bandas pueblerinas

Los viejos sones de la tierra vieja, dije a ustedes ayer. El ánimo lastimado por las laceraciones que provoca el áspero oficio del diario vivir,  por un momento hice a un lado sinfonías y cantatas y me puse a escuchar algunos de los aires pueblerinos que había abandonado hace décadas, y oyéndolos describía los instrumentos de la murga que ejecutaba los sones de mi región. Aquí el final del escrito.

Ese que se áhija al clarinete, dije a ustedes ayer, cuál  otro, si no el saxofón, haciéndole una segunda que va ladereando, contrapunteándosele como pariente mal avenido, yéndosele de pronto por la travesía y como al sesgo, como buscándole dificultades. Pero qué de armonías en tono de sol…

¿Y qué me dicen de la flauta dulce, escarmenadora de hilitos de oro, paridora de esos lloraderos de música que salen del mero cogollo del corazón? En la banda pueblerina la  flauta dulce es pura mielecita en penca, un barroco  cuajarón estallante como la cantera del frontispicio en la ermita de Ajusticiados. Y esta nostalgia, terca como un repentino sarpullido, y el suspirar…

Se me viene  a la mente el trombón aquel con que se lucía el mi señor tío don José Encarnación, ciudadano de Las Güilotas, Zac., y padre natural de mi primo el Jerásimo, licenciado del recién resucitado Revolucionario Ins., el cual tío retacaba de fiorituras las callejas de mi niñez con aquel madrigal romántico donde el machismo ha encontrado su cabal y aborrecible expresión al darse gusto (tristeza, más bien) cantando (increpando, más bien) contra esa amantísima compañera a la que tratamos de ofender ofendiéndonos, el sonsonete arreado a tamborazos que a la letra dice:

“Para que salga el lucero, carbona primero sale la guía – para que tú te enajenes, carbona – falta la voluntad mía

Oigan el redoblante: faceto y alborotero de profesión, salpimentando el sonsonete con  un ritmo brincadito que repercute en las corvas y saca ganas de raspar en la tierra del tecorral dos que tres quiebras de danza apicarada en los bailes mezquiteros, donde en medio de la jácara salta el grito motivoso:

– ¡Ya repican las doce y todavía ni un muerto!

Ah, y la tambora, mis valedores, esa tambora que, parodiando al poeta, cuando suena es una lástima que no la escuche el Papa (mejor que Ratzinger ni la oiga. Mucha campana para él). Esa tambora que a los muertos resucita, que hagan de cuenta clamor del juicio final; unas percusiones de cuero crudo que pegan aquí, miren, en la mera boca del estómago, que es decir la boca de este sentimiento que acalambra los compañones. La tambora zacatecana, y no digo más…

Bandas pueblerinas. Hoy que los aspirantes al gobierno del Edo. de México levantan su tinglado para manipular a unas masas sociales necesitadas de creer y esperar contra toda esperanza, y al venteo del voto instrumentan la rutinaria campaña politiquera de promesas y buenos propósitos, digo: callen las bandas pueblerinas, que tambora y ejercicio político mutuamente se ofenden, porque decir ejercicio político es mentar lo más noble del humano quehacer, el humanismo en su más alta expresión. ¿Y badajearlo a tamborazos?  Pero corrijo: callen los sones porque la banda de música es mucho de arte y de sentimiento para engordar acarreos politiqueros.  ¿Permitir que el trío de bergantes reincidan en la horrorosa tradición de violar la vihuela y la flauta dulce para pespuntear con arpegios sus embusteras promesas y labiosos discursos? Terminarían por empañar la dignidad de El Rascapetate y  La culebra pollera. (A’hijuesú.)

Esta vez La Chirriona

Pero un momento, mis valedores, no pensar mal. Cuando hablo de La Chirriona, y perdonen el tufo un tanto cuanto machista,  no me refiero a figura política alguna, ya sea la Gordillo, la Paredes de batón y huipil o una Vázquez Mota escritora de la reputadísima obra que a modo de título eleva a los santos cielos esa plegaria: “Dios mío, hazme viuda”. Tampoco aludo a esa Martha que allá en tierras nayaritas, convenenciera que nos resultó, acaba de pegar estridente chaquetazo desde el Sol Azteca para ir a caer en aureolas y beatitudes  del Verbo Encarnado.

Yo, al mentar La Chirriona, tampoco aludo a una cierta Luisa María Calderón Hinojosa, apellidos que no me son del todo desconocidos, y que cuando en la tertulia  los mienta algún contertulio imprudente se me estrujan los compañones y los pelos del espinazo se vuelven alfileres en la pelleja. Es por eso que evito testerear a esa Luisa María que con el alias de La Cocoa intenta pegar un  michoacanazo más escandaloso que el de los treinta y tantos funcionarios inocentes encerrados en la de alta seguridad, y asentar sus dos reales en el  sillón que en noviembre deje vacante Godoy. Ninguna figura política evoco con La Chirriona de marras.

Ya sea este sopor vespertino, ya sean la fatiga, el desánimo, el desencanto del diario vivir o una especie de menopausia que me ha acarreado la edad; lo cierto es que yo, amador de cantatas, conciertos y sinfonías, ahora me he puesto a escuchar en el aparato, como en los años en que yo lucía, mis viejos sones de la tierra vieja, la mía; sones arribeños, sones abajeños, sones de tarima y esos de tambora que es decir los de mis derrumbaderos zacatecanos. Por reanimarme púseme a oírlos, y salió peor, que escuchándolos se me fue empantanando el ánimo de una terca nostalgia, de una porfiada decepción. Y este desánimo…

Oí hace rato La culebra, Las olas, El cuatro, Las alazanas; cambié a La Chirriona y Los górgoros, con sus frases apicaradas: De la pi- de la pila nace lagua – delaguá – delaguá caracolitos – señorá – señorá no vaya a lagua – donde lehá – donde le hace gorgoritos, seño-rááá…

No, y esta lloroncita en tono menor que entre desgarros de voz se duele, se queja, llora: Si oyes tocar a difunto-no me reces agonías – que alcabo no me quisiste – que tú nunca me quisiste – como yo a ti te quería…

Ustedes, los que me atienden y entiende han de dispensar,  porque de pronto se me ha contristado la enjundia del ánima según voy oyendo en el par de bocinas  el pespunte de esos regocijamientos, como allá decimos, que me están faceteando de cuero adentro-, esos que han sido la alegría del diario vivir y que hoy, esta tarde…

Escúchenlos. Oigan esos instrumentos ejecutados (“ejecutados”) por manos gafas a punta de arado y barzón, manos de aquellos mis músicos cimarrones que son los mantenedores de la buena música de la buena tierra. El pregón gozosamente lamentoso:

Ay, Virgen del Patrocinio -ayúdame con mis penas – mi vicio son los conquianes – y las mujeres morenas… (Aolí.)

Distingo los instrumentos; ese que lleva los arreboles de la voz cantante, cantarina voz en primera de sol mayor, es el clarinete. Juguetón él, medio sentimental, llorón cuando se propone reblandecer voluntades de enagua y corpiño y un su poquito de amalditado cuando de pagar mal se trata, jijodiún…

Ese que se le ahija al cuadril es el saxofón, haciéndole una segunda que va ladereando, contrapunteándosele como pariente mal avenido, yéndosele de pronto por la travesía. (El final de la murga, mañana.)

 

Indecorosa mancuerna

No es mi intenciòn alarmarlos, pero la señora de marras torna a la luz de las candilejas, al brillo del oropel y al protagonismo desbozalado. Permìtanme, mis valedores,  ser màs explìcito. De lo que ahora les cuento hace ya sus buenos tres años y meses, pero lo reproduzco hoy dìa porque ha ocurrido que la protagonista no era un despojo polìtico, sino que  permanecìa en estado de hibernaciòn. Recuerdo lo que sucedìa por aquellos tiempos…

Atònito y con la bilis desparramada, bilis negra, observaba este servidor de todos ustedes el indecoroso espectáculo de una señora esposa de un señor esposo,  empresario èl y polìtico en sus tiempos perdidos,  que ya a punto de rematar su sexenio intentaba  a lo desesperado y por todos los medios, incluso los lícitos, rematar la faena con la estocada final, que era legar el sillón del gobierno a la susodicha Martha. Indecorosa mancuerna. Y que hacer.

Què hacer, sino redactar a la susodicha Martha, en este mismo espacio y en la pàgina elvaledor.com.mx de la internet, el mensaje que ahora me veo precisado a transcribir porque (peripecias de la politiquerìa cimarrona) para desgracia de tantos esa misma arribista, esa Martha logrera y oportunista  regresa al terreno pantanoso de la polìtica. Macabròn.

Este es, actualizado según las nuevas circunstancias politiqueras, el mensaje que nunca como hoy habìa adquirido tanta actualidad; juzguen ustedes si no.  Decìa y, según pintan los nuevos tiempos polìticos, tengo que reiterarlo:

Señora Martha: ¿lo ve usted? Fue flor de un día, o más propiamente: flor de un sexenio, el de su marido. No más. El polvo retornó al polvo y lo del agua, al agua. Así pasan las glorias en este mundo, y no vaya usted a olvidar que lo que  salió de la nada a la nada ha vuelto. Como usted misma, señora Martha, a quien muy bien cuadra la cancioncilla antañona en todo de sol:

“Hagamos de cuenta que fuimos basura –vino el remolino y nos alevantó”.

Como a usted. Porque eso fue y eso sigue siendo, con perdòn: basurilla, según la exhibieron sus propias acciones cuando, por ascender, se ahijó no a sus mèritos sino al cuadril de su complaciente marido, que me la encumbró durante los seis años en que él mismo se encaramó al poder sin más merecimientos que ser un exitoso vendedor de aguas embotelladas y similares. Ese mediocre que todavía hoy tiene usted por marido me la vino a “alevantar” en el remolino de una politiquerìa basurienta, de una turbulencia politiquera. El hombre de negocios la encumbró de manera efímera y artificial, y ya cuando usted se miró en las alturas, incapaz de ejercer un gramo y un grano de autocrítica, perdió la proporción y, pequeñaja como es, se sintió con los tamaños para suceder al marido en el sillón de gobierno. Crear una dinastía, ni más ni menos, y seguir mamando (del presupuesto).

(Esto, mis valedores, lo afirmaba yo ayer. Hoy, según pintan las nuevas jugadas politiqueras en ese sòrdido tablero de ajedrez donde la partidocracia mueve cuacos, peones y reinas de oropel y hojalata,  yo no tendrè màs opciòn que tragàrmelas, me refiero a mis palabras. Y sigue el recado a tal Martha , convenientemente actualizado.)

¿Pues en qué andaba pensando usted cuando dejó filtrarse en su mente tan desmesurada ambición? ¿Una nueva Eva Perón, engrandecida a la sombra del marido gobernante y dispuesta a hacer historia en el país? Pobre de usted, gusanillo que nunca logró metamorfosearse en crisàlida. Así de efímeros son los sueños desbozalados y así de… (Sigo mañana.)

Episodios nacionales

La cofradía de los mendigantes, mis valedores, ese fruto mostrenco de la humana desigualdad que nunca ningún sistema económico, político o religioso ha podido desarraigar. Entre nosotros cambia el sexenio, pero no ese inacabable borbollón de humanas miserias y purulentosos bagazos que integran la cofradía de las lacras, las pústulas y la corcova, gremio  de huérfanos, ciegos, baldados y demás entenados de la fortuna que cargan encima el mal fario y el santo de espaldas en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada, y sobrevivirla apenas, a penas, la mano extendida, húmedos los ojos y los labios susurrando la cantinela que es gancho  para prender las elusivas fibrillas, tan escurridizas, de la humana piedad:

– Un bocado qué llevar a mis criaturas…

Los pordioseros. ¿Notan ustedes la proliferación de mendicantes que ha producido el sexenio del Verbo Encarnado? Entonces se habrán topado con el corridero y el que estruja el acordeón, y el que acompaña su limosnear con la flauta dulce o la guitarra de son. La cultura de la limosna, reflejo fiel de este México que sexenio a sexenio alimenta y expande la cofradía de los segregados de la comunidad que escalón por escalón se afanan a lo monótono implorando la de por Dios, estos a viva voz y estos otros a mortecino instrumento del mal trovado sonsonete y la tonadilla mal acordada, y aquél rasguñando la desafinada y el de más allá pegándose, como a la ubre, a la armónica de boca con el airecillo que exalta la vida hazañosa del capo del narcotráfico.  “Una moneda que no lesione su economía…”

A propósito: “El gobierno de Sinaloa firma el decreto que prohíbe que se toquen e interpreten narco-corridos en bares, cantinas, centros nocturnos y salones de fiestas”.

De pie en la escalera del Metro el ejecutante suspendió el chirrido de su violìn. “¿Y ahora qué? ¿Defenderme con aquello de que ‘el chorrito se hacía grandote, se hacía chiquito’? Chance y los de Garcìa Luna me lo tomen a albur.

Le expliquè: “la prohibición, compañero, se reduce al territorio de Sinaloa. Aquì puede usted seguir con sus odas a Jesùs Malverde”.

–         No odas. Baladas al Mayo Zambada y al Chapo Guzmàn.

Dejè al cantor, me subì al Metro, siempre hervoroso de mutilados, deformes y contrahechos que de vagón a vagón se la viven pidiendo la de por Dios; de ciegos que, sentido de orientación y  equilibro, sin auxilio del pasamanos vienen y van, esta mano en la armónica de boca y la otra sosteniendo el cacharro de hojalata, para rematar su tonada con la tonadilla:

– Perdonen la molestia que les vengo causando, damitas y caballeros…

Y el tullido que a bamboleos se desplaza en un vagón atascado de “señores usuarios”,  a capela regurgita el bárbaro pregón carcelario:

Escalones de la cárcel – escalón por escalón…”

Los menesterosos; como hongos patéticos y desastrados se crían al amor del atrio del templo, de la esquina de la barriada, de la plaza pública. Aquí arrodillados, acá en cuclillas o engarruñados, y más allá de errabundos, esta mano tentaleando las paredes y la otra extendida: “Animas caritativas…”

La cofradía de los pordioseros enraiza en la historia de la España medieval y renacentista toda una portentosa cultura que se sintetizó en la que denominamos “picaresca española”, una de cuyas cumbres se regodea con las aventuras entre patéticas y regocijantes  de El lazarillo de Tormes que por calles, tabernas y plazas públicas guía, mano en mano, al buscavidas ciego y truhán. (Sigo mañana.)

¿Y los instintos?

El de conservación, por ejemplo. Salvaguarda esencial del antropoide, tal pulsión instintiva se nos empozó en el inconsciente y, atenta siempre y siempre vigilante, en la situación de peligro salta como rayo en seco, y venga el disparo de adrenalina, y entonces…

Pues sí, ¿pero qué ocurrió con nuestro instinto de sobrevivencia? Recuerdo, a propósito, el caso de la Bicha y el Rosco, mininos que aceptan vivir bajo mi techo y al amor de mi gente, tan amorosa con ellos más que conmigo. Mansos de corazón, medio día se la pasan remoliendo croquetas y el otro medio durmiendo entre ronroneos, y todavía se dan tiempo para condescender, si traen el humor a modo, con arrumacos como esos con los que los incomodan Ariel  el güerejo y la jovencísima Mayahuel de las zarcas pupilas, ella tan hermosa que en ratos creo que lo hace a propósito. Luego de permitir a lo displicente que les soben los lomos, la Bicha y el Rosco tornan al sueño, y la paz. Apenas oscurezca van a escabullirse por la azotehuela hasta las vecinas azoteas, y entonces sí, a participar en la zanfranza de orgías nocturnales con los congéneres del vecindario, y a convertir la azotea de mi habitación en campo de amor, guerra florida, torneo galante y territorio iraquí que invadieron gatazos atrabiliarios, que hagan de cuenta Bushes, Obamas y demás autores de miles de muertos, dañeros felinos que producen una dolorosísima ración de sangre, cadáveres, llanto y desolación; como en Iraq, en Afganistán, en México. Porque así aman los gatos en mi azotea, muy al estilo del macho mexicano: de noche, a oscuras, validos de la sorpresa, el asalto, la viva fuerza y garras y colmillos. Lo dijo el poeta:

“Los gatos erizan el ruido y forman una patria espeluznante”.

¿Algún episodio más allá de lo cotidiano y doméstico podría acontecer con los animalillos caseros que habitan  en esta su casa (la de ellos), conmigo como el servidor de los dos? Pues aquí lo asombroso, que me ha llenado de estupor y cavilaciones. El día de autos (óyelo),  solicitada telefónicamente la presencia del veterinario, el susodicho acudió a aplicar a los dos gatos su respectiva ración de vacunas contra rabia, sida, moquillo, papiloma humano y cáncer de mama. La Bicha y el Rosco, entretanto, dormían acá arriba, sobre la mesa donde redacto estos párrafos, engarruñados entre alteros de carpetas, libros de consulta y mi libro de oraciones que, por pudor, he camuflado con fotos pornográficas en las carátulas. Desde mi estudio no se alcanza a ver la puerta de entrada y el veterinario no tuvo necesidad de tocar el timbre, que ya el Arieluco lo estaba esperando. En llegando el veterinario subieron Mayahuel y el güerejo y con la naturalidad de costumbre tomaron en sus brazos al par de mininos, y mis valedores:  fue entonces.

Dos, tres pasos, dos, tres escalones de la escalera que baja hasta el rincón del corredor donde aguardaba, invisible a nuestra vista, el veterinario, y de repente los animalejos revolviéronse entre los brazos, y que se encrespan y se acalambran, tirando arañazos, bufidos y tarascadas. ¿Y estos? En mala hora acudí en auxilio de la de las zarcas pupilas: de la Bicha que sostenía en brazos recibí furibunda ración de arañazos, tatuajes de hemoglobina. ¡Refuerzos!  Acudieron Aída (tú, la de todos los días), doña Lupe con todo y mandil y un ayudante del veterinario con experiencia previa, que había sido granadero y experto en amansar antorchistas y pancho-villistas.  Y a repartirse con nosotros los arañazos. (Esto sigue mañana.)

Los “activistas”, ¿la entenderán?

¿Seguiremos exigiendo a nuestro enemigo histórico? ¿Demandarle al tigre  que por amor a nosotros se vuelva vegetariano? Para ilustrar esta que ha sido mi tesis  Tommy Douglas, canadiense, utiliza otra clase de personajes. Aquí, recreada,  una fábula que si no la entendemos peor para nosotros y para el país. El ganancioso va a ser, como siempre, el tigre. Aberrante.

La fábula describe un país de ratones, Mouseland, donde los pequeños roedores vivían y jugaban, nacían y morían como ustedes y yo, y que incluso votaban y se habían dado su gobierno,  integrado por enormes y gordos gatos negros.

¿Extraño que los ratones elijan un gobierno de gatos? Estudien tan sólo la historia de México, desde Guadalupe Victoria hasta hoy día,  y podrán comprobar que los roedores, jura el canadiense,  “no eran más estúpidos que nosotros”. No estoy hablando mal de los gatos, dice. Ellos eran buenos felinos, ejercían el gobierno con dignidad, creaban buenas leyes, unas leyes excelentes… para los gatos, por más que funestas para los ratones. Una de estas leyes decretaba que la entrada a la ratonera fuese lo suficientemente grande como para que un gato pudiera introducir su pata. Otra estipulaba que los ratones sólo podían desplazarse a cierta velocidad para que el gato obtuviese su desayuno sin esfuerzo físico. ¿Lo iremos entendiendo?

Las leyes era muy buenas para los gatos, pero tan rudas para los ratoncitos que de repente, cuando no pudieron soportar más, decidieron que algo tendría que hacerse, y fue entonces: echaron del gobierno  a los gatos negros… para sustituirlos con gatos blancos, que habían realizado una soberbia campaña electoral. “Lo que Mouseland necesita es más amplitud de criterio. El problema son las entradas redondas a las ratoneras. Si nos elijen decretaremos por ley unas entradas cuadradas”.

Con argumentos como ese convencieron a los votantes, y ya en el poder las ratoneras fueron  cuadradas y el doble de grandes, con lo que a los gatos les fue posible meter dos patas en las ratoneras. La vida de los ratones se tornó crítica. Y a  buscar el remedio.

¡Eureka! Cuando los ratones ya no pudieron soportar esa situación votaron a favor de los gatos negros, que regresaron al poder antes de que, desilusionados, los ratoncitos acudieran a gatos mitad negros y mitad blancos. Coalición, llamaron a la maniobra. Los ratoncitos, de mal en peor. Ya en el colmo de la desesperación intentaron un gobierno de gatos de piel moteada, y hasta creyeron haber encontrado la solución en un gobierno de gatos que producían sonidos idénticos a los de los ratones. Pues sí, pero lástima: comían como gatos. México.

¿Entendemos ahora? El problema no está en el color de los gatos. El problema es que se trata de gatos, que como gatos cuidan los intereses no de los ratoncitos, sino  de los propios gatos. ¿Algún día lo llegaremos a entender y adquirir conciencia de enemigo histórico?

De repente, el escándalo: llegó un ratoncito con una idea (mucho cuidado con quien tiene una idea): “¿Por qué seguimos eligiendo un gobierno de gatos, compañeros? ¿Por qué no elegimos un gobierno de ratones? “¡Horror!”, exclamaron. “Ese es un comunista, ¡Enciérrenlo!” Y lo encarcelaron.

“Pues sí, los ratones pueden encerrar un ratón o un hombre, pero no pueden encerrar una idea”. ¿Lo entendió alguno? ¿Lo comprenderían los “activistas” que ¡exigen! a los gatos que por amor a nosotros cambien su dieta a yerbitas del campo y a los ratoncitos nos dejen en paz? Lo dudo. (Lástima.)

Éxodo y llanto

(Para Aída, “gachupina” de todos los días.)

Fue un día como hoy,  14 de abril, pero de 1931, cuando los españoles proclamaron su Segunda República. También fue en abril, pero de 1936, cuando un tal generalísimo, “caudillo de España por la gracia de Dios”, inició su dictadura. Ahí se iba a desgranar la mazorca de exiliados por todos los rumbos de la rosa. Lázaro Cárdenas, para fortuna de tantos, recogió la arribazón que tanto bien iban a generar al país en tantas ramas del arte, la ciencia, la industria,  el pensamiento filosófico, en fin.

Estoy mirando en las fotos los niños de ayer que hoy ya son ancianos y ancianos que hoy son sombra, polvo y un persistente recuerdo. Miro al fondo la imagen del navío  Sinaia, que en mayo de 1939 nos trajo  la flor y el espejo de una España que tras la masacre de la República se moría de la otra mitad, que dijo el poeta. Ellos iban a insuflar una bocanada de oxígeno a la cultura nacional.

Hoy, muertos la mayoría, dejaron entre nosotros y acá se nos queda su voz poética, y de ella espigo estos fragmentos en los que, frente a un retorno por entonces imposible –que aún existía aquel generalísimo de todas las Españas-, vislumbraban la querencia “del éxodo y el llanto”.Y la requemante nostalgia, desahogada en poemas.  Océanos, tierra y derrotas de por medio, Juan Domenchina y la ausente presencia de Madrid:

“Cómo me dueles y me sobresaltas – en ti y sin ti, por próximo y distante – Cómo te llevo a mal traer, errante; – cómo mis brincos de ternura saltas. – Cómo te siento aquí, porque me faltas – y allí en tu estar y ser, tierra constante – donde se llenan de tu luz radiante –  los días, y las noches son tan altas…”

Los campos de Castilla, en la añoranza de Ernestina de Champorcin: “Te sueño con palmeras y un cielo sin celajes – cristal inconmovible de insólita pureza – espejo sin ternura donde apenas tropieza – algún árbol reacio a todo vasallaje…”

Gente, hontanar y raíz que atrás se quedaron a la hora de la desbandada, Rafael Alberti: “¿Quiénes sin voz de lejos me llamáis – con tan despavorido pensamiento – y en aterrado y silencioso viento – sin sonido mi nombre pronunciáis…?”

Luis Cernuda, poeta dulce y blasfemo, amante de su distante España  hasta los entresijos del tuétano: “¡Si nunca más pudieran estos ojos – enamorados, reflejar tu imagen! – ¡Si nunca más pudiera por tus bosques –el alma en paz caída en tu regazo – soñar el mundo aquel que yo pensaba – cuando la triste juventud lo quiso! – Tú nada más, fuerte torre en ruinas – puedes poblar mi soledad humana…”

Pedro Garfias, poeta mayor, un mísero destino y una vida arrastrada: “Tus cordilleras de salvaje aliento – tus íntimas, profundas, dulces vegas – tus eriales rutilantes al sol – como medallas de tu pecho presas – y tus altos castillos apoyando – en tu bastón, una vejez sincera – mirando eternamente, España mía, – sobre la palma de mi mano abierta…”

Y así también Agustí Bartra, Nuria Parés, Luis Rius, Emilio Prados, Moreno Villa, tantos. Hoy cuánto se antoja decir sin ruido, de pensamiento adentro, esto de León Felipe, que murió sin volver a lo que vivió añorando:

A tus entrañas vuelvo, Madre- (…) – Que ya no quiero más que esto: – volver a las primeras sombras de mi cueva materna – y al pozo profundo de mi huerto familiar – cuyas aguas antiguas tienen las mismas sustancias que mi sangre”.

El español del éxodo y el llanto; el poeta de la memoria y la nostalgia de la raíz. Hoy, aquí,  su voz y su nostalgia. Exodo y llanto. (Aída.)

Crónica de una infamia

El aprendiz de brujo, mis valedores. De tal mediocre les hablé ayer aquí mismo, sólo que en una versión hasta ahora desconocida, tal vez porque se trata de una modalidad apócrifa, creada según la voy redactando.  Apócrifa, sí, porque el impostor a que me refiero nunca estuvo a la altura de una soberbia leyenda como la del Aprendiz de brujo, que arranca de los más antiguos relatos populares milenios antes de nuestra era. Por cuanto a los individuos medianamente enterados, ellos la conocen por la balada de Goethe y el scherzo de Paul Dukas. Las masas identifican El aprendiz de brujo por alguna deleznable Fantasía  de Walt Disney. Lógico, cómo pudiese ser de otro modo…

El protagonista de la versión apócrifa es un hombrecillo insignificante al que la ambición de poder masca los hígados casi tanto como la envidia por el magnetismo personal y el arrastre en las masas del brujo principal  de la comarca. “Cómo hacerme del poder”, y el mediocre interrogó a lo más deleznable del noble oficio de la brujería: a alguno que vive en la Casa Blanca, a algún otro que intriga en basílicas y catedrales, a los que acaparan las riquezas de  la comunidad y a los patrañeros de la falsa crónica del diario acontecer. “Cómo, amigas y amigos”.

¿Cómo? Pues calumniando al brujo (“un peligro para México”), y espiando sus hechizos, hasta aquel mal día en que logró robarle un conjuro mágico. “¡Ya tengo el poder! ¡Haiga sido como haiga sido, el poder es mío! Y el brujo de pacotilla se mudó a la casa del brujo legítimo y emprendió la empresa imposible de  “legitimarse”, de limpiar su imagen de espurio, de impostor, ¿pero cómo?

Pues nada, que en su compulsión por lavar la mancha de origen, ¿no fue el desastrado a escoger el peor de los detergentes? Sangre, sí. Sangre humana. Chorros, torrentes. ¿Cuánta podrá caber en las venas de más de 40 mil seres humanos? Niños, viejos, mujeres, jóvenes, adultos, unos inocentes y algunos facinerosos, pero vidas humanas también. Y ándenle, que ahí se inicia la delirante carnicería…

Del demencial destazadero que provocó, mis valedores, ¿habrá que decir más?

A su muerte nada de mérito mereció el aprendiz. Cuando aquello sucedió y el insensato cayó víctima de su misma violencia, ningún epitafio propio logró el infeliz, que hasta para ello le prestaron uno que, genio y figura, le quedó holgado. Y cómo no iba a quedarle guango, si se trató del epitafio hace siglos adjudicado a un  purpurado intrigante,  pero nunca asesino a la manera del brujo aprendiz cuya historia quedó asentada en los códices, pero que en la memoria colectiva no logró trascendencia ninguna. Odio al principio, desprecio después, desdén, olvido, polvo, nada de nada, y no más.

Cuando la mano anónima de alguno que en la carnicería del insensato perdió al hijo, al padre, a la esposa, pudo segar la vida de semejante dañero (bien a bien, del fin del mal aprendiz de todo y oficial de nada muy poco registran los códices), fue un epitafio prestado el que otra mano anónima grabó en una tumba que se ignora si fue o no la suya. A ese que en vida provocó la muerte de 40 mil lugareños,  un número semejante de desaparecidos y uno multiplicado de viudas y huérfanos de hijos, de padres, de hermanos (dolor, luto, duelo, odio, lágrimas, aborrecimiento y desprecio para finalizar aventándolo al olvido definitivo), aquí el epitafio ajeno que le endilgaron al mínimo:

“En su vida hizo cosas malas y cosas buenas. Las cosas buenas las hizo muy mal. Las cosas malas las hizo muy bien”.  (Y RIP.)

Apócrifo

Los estudiosos lo conocen por el relato original, que se remonta a Luciano, dos mil años antes de nuestra era, y que el griego tal vez haya tomado de los más antiguos relatos populares. Por cuanto a los individuos medianamente enterados, ellos la conocen por la balada de Goethe y el scherzo de Paul Dukas. Las masas identifican El aprendiz de brujo por la versión de la cinta de Walt Disney. Lógico. Aquí la versión apócrifa.

Un brujo existía en la comarca conocedor de todos los secretos del oficio, por más que uno se le escapaba, y era que no lejos de ahí merodeaba cierto hombrecillo común, vulgarzón de aspecto, ente humano sin pizca de carisma y simpatía personal, sin duende ni ángel que no fuera el de su guarda, que lo despreciaba. Nada de nada tenía el infeliz más allá de una corrosiva envidia por el arrastre popular y el magnetismo personal del brujo sapiente, a más de una desaforada ambición por dominar el villorrio. Lóbrego.

Y es que a aquel mínimo habitante de la villa (un villano desde acá arriba hasta allá abajo, miren), todo lo que Madre Natura le negó de talento e ideales se lo alquiló un Mefistófeles de pacotilla, malas entrañas y malas mañas, que el villano aplicó para espiar al brujo a la hora de los hechizos. Pero ocurría que de secretos pura madre que lograba robar al brujo, y eso lo traía por la calle de la neurosis. Porque siendo todo un costalito de mañas, el fisgón era también un perfecto cretino, que sólo en el cretinismo llegaba a la perfección. Por ahí va la cosa. Y qué carambas hacer…

Hacer lo que hizo, el felón. Ocurrió que  valiéndose de malas artes logró herir y dejar por muerte al brujo que, despreocupado, se acercaba al laboratorio. De inmediato, impulsado por una irrefrenable compulsión por legitimarse ante los lugareños, el temerario pronuncia aquel terrible conjuro mágico, declara la guerra y entonces: el golen, y el zoombi y Frankenstein cobran vida y se desparraman por el villorrio, y la pesadilla: herir, masacrar, aterrorizar,  producir pánico, lágrimas, dolor. El espurio, observando el desastre…

Pues sí, pero lástima: hasta sus orejas llegaban el llanto y el crujir de dientes. El brujo de masquiña, por acallar lloros y lamentos y amansar una conciencia devota del Verbo Encarnado, buscó en el caserío a algunos descastados con mala fama de pícaros y vividores, duchos en las malas artes del engaño y la superchería, falsos hechiceros y chamanes de pacotilla, pero ni así. A ladridos, entonces. Para acallar la agonía de las víctimas y el gemir de los deudos, el aprendiz de brujo pobló el recinto de chuchos ladradores de Nueva Izquierda. Ni así.  Allá, afuera, ¿escuchan ustedes? Es el clamor de las viudas, los huérfanos, los deudos que velan sus muertos.

Y la guerra del falso brujo seguía. La masacre era alucinante y acrecentaba el odio y el repudio de los lugareños.  La carnicería tenía que cesar. Pues sí, ¿pero cómo? El impostor intentaba acertar con el conjuro adecuado que detuviese desgarramiento y masacre, pero el derramamiento de sangre, en lugar de amainar, se volvía borbollón que empapaba una tierra que había sido pacífica y productiva hasta días antes de que el dañero tomara usurpara el laboratorio del brujo mayor. Miren ahí, contemplen al pequeñajo espiritual remoliendo entre dientes y repasando en voz alta (¡esa aprendiz de voz!) este conjuro, esta fórmula verbal, el rezo al Verbo Encarnado, pero en vano: sangre, dolor y todas las lágrimas que el impostor había provocado, clamaban al cielo. (Sigo mañana.)

Goliat Eruviel

Y se llegó la fecha de la contienda.  Fresco amaneció Goliat, hombre de guerra, como fresco amaneció el día en aquella explanada orillera del desierto. Del caserío, a lo lejos, el vientecillo acarreaba toques marciales, cajas de guerra,  rumor de  muchedumbres que se acercan, expectación. Hoy es el día. Hoy se jugará la suerte de dos tribus enemigas, y todo depende de él, de Goliat, hombre de guerra…

Confiado, sereno. Para el guerrero terminaron los días de tensión y esas noches que pasó en un dormitar miserable, del que a sacudidas lo desenterraban aquellas visiones donde se veía a sí mismo roto y caído, desmadejado y a merced de un enemigo todavía incógnito. ¿Quién sería él? A tantos rudos de talante fiero  observaba en la tribu enemiga. ¿A cuál de los tales en duelo a muerte tendría que enfrentar? Esta incertidumbre, las pesadillas y el amargor en la boca por tragos no de mosto sino de bilis.  Goliat Eruviel…

Pero la angustia quedó atrás; terminó por los buenos oficios de sus espías que día con día, infiltrados en las líneas enemigas, esforzábanse por descubrir la identidad del guerrero que se le iba a enfrentar. ¿Ese héroe curtido a contiendas, aquel gigantón, el de las correosas carnes, ducho en la lidia cuerpo a cuerpo? ¿Qué arma mortífera tendría qué confrontar? Y esa tensión,  el insomnio, el ahogo. Por momentos olvidaba resollar…

La noche de anoche, de la que hoy  se ríe con desdén, resultó la peor de las noches: al peso de las sombras se soñó decapitado por el rival incógnito. Lo zarandeó el ahogo y se alzó, jadeante y empapado en sudor, y a tarascadas buscaba el aire con qué revivir los pulmones. Mi enemigo, mañana, ¿quién irá a ser? El alba, allá afuera, hacía amagos de clarear. Eruviel, hombre de guerra…

El tal abandonó el lecho y trepó al montículo. A la lechosa claridad de la luna contempló la explanada donde se decidiría la suerte de dos tribus enemigas. Trémulo contempló el claro en la zona musgosa donde él (los de su tribu, detrás, expectantes), confrontaría  al enemigo. Y tal flaqueza del ánimo, que le retiraba el apetito de vivir. En figones, prostíbulos y tabernas lo extrañaban. Goliat.

Amaneció en el campamento. La hora sonó.  Los combatientes y sus tribus, en un ambiente electrificado, aguardan la señal. Ahora, sereno ya, despectivo, el gigantón mide con la vista al enemigo que tiene enfrente, que lo ve con tranquilo mirar. Y qué enemigo, dioses…

De no creerlo. ¿En qué estarían pensando los estrategas enemigos? Le enfrentan (¡a él, león guerrero!) no a un soldado de combate, no al veterano de mil contiendas, no a un general de su ejército, sino (de no creerse, dioses) ¡a un simple pastor de ovejas! A semejante Encinas de esmirriada catadura y tan corto de alzada, que no acaba de embarnecer. ¡Y sin armadura ni almete, ni escudo ni arma ninguna, que no sea el pecho al aire, la barba cana al frente ¡y una honda en la diestra! Dioses…

Goliat, en cambio: altísimo, formidable, corpachón forrado de acero y  el arma ofensiva dispuesta. Véanlo mirar al antagonista no con temor, no con precaución, ni siquiera con odio: con desdén. ¿Y ese redrojillo fue el que en mi mal sueño me revolcó en el polvo frente a mi tienda para terminar trozándome el cuello? Y luego crean en los sueños, espejismos de la tenebra. “Revolcar a Luis Felipe era  PAN comido; a este redrojillo Encinas, más fácil aún”.

¿Lo que más tarde ocurrió? La respuesta,  después del próximo tres de julio. (Se reciben apuestas.)

Servidumbre humana

(A doña Lupe esta vez. La conclusión de la fabulilla que describe al agónico, mañana.)

Ellas laboran en condiciones de esclavitud, sometidas a maltratos, ofensas, discriminación y acoso sexual. Ellas trabajan sin vacaciones, seguro social, jubilación. Ellas, por doce o catorce horas diarias de trabajo rudo, devengan salarios de hambre. Ellas, las trabajadoras domésticas, carecen de todo derecho frente a la “patrona”.

– Cuando yo exijo mis derechos, me responden: ¿cuáles derechos, si tú sólo eres una sirvienta? ¿Una “gata”, derechos?

Alardoso, el macho: “¡Para carne buena y barata, la de la gata!”

La empleada doméstica, mis valedores, mal sobrevive en  una esclavitud no muy distinta de la de aquellas infelices que en la Grecia antigua servían a las amas de casa. Para que capten ustedes que 24 siglos apenas han desbastado esa condición de esclavitud, aquí copio un fragmento de cierto documento que muestra la condición de la esclava en el siglo III antes de nuestra era, a ver si notan demasiada diferencia entre la escena antigua y alguna de hoy día en algún hogar mexicano de clases media. La escena, entre dos matronas de nombre Metro y Corito:

– Siéntate, Metro. ¡Tú, levántate y acerca un asiento a la señora! Todo tengo que ordenártelo yo: tú, infeliz, no eres capaz de hacer nada por ti misma. Eres en esta casa no una esclava, sino una piedra. Ah, pero cuando mides tu ración de harina, bien que cuentas los granos, y si cae un tanto así, el día entero estás rezongando y bufando, que ni las paredes te aguantan. Bendice a esta señora, bribona, que si no fuera por ella, ya te habría dado de palos.

– Querida Corito, a mí también me tienes sufriendo este yugo; también a mí me hacen temblar de rabia, y día y noche ando ladrando como perro tras estas malditas. Pero lo que me hizo venir a verte…

– ¡Largo de aquí, imbéciles! ¡Son todas oídos y lengua, y en lo demás, pura pereza..!

(Más allá de la ruda escenilla contra las desdichadas y sólo a modo de detalle curioso: ¿saben ustedes a qué se debió la visita de Metro a Corito? Fue a pedirle  en préstamo cierto adminículo con el que la mujer se auto-gratifica, y a preguntarle quién se lo fabricó, para encargar uno propio. ¿Algo ha cambiado entre las..?)

La empleada del hogar. El poeta la mira pasar, y sonriente, bonachón y distante,  reflexiona acerca de la que llama “gatita”:

“Con la flor del domingo ensartada en el pelo, pasea en la alameda antigua. Ropa limpia, el baño reciente, peinada y planchada camina por entre los niños y los globos, y charla y hace amistades…

Al lado de los viejos, que andan en busca de su memoria, y de las señoras pensando en el próximo embarazo, ella disfruta de su libertad provisional y posee el mundo, orgullosa de sus zapatos, de su vestido bonito, y de su cabellera que brilla más que otras veces…”

Y su desafortunada reflexión:

“Las gatitas, las criadas, las muchachas de la servidumbre contemporánea, se conforman con esto. En tanto llegan a la prostitución (¡!) o regresan al seno de la familia miserable, ellas tienen el descanso del domingo, la posibilidad de un noviazgo, la ocasión del sueño. Bastan dos o tres horas de este paseo en blanco para olvidar las fatigas, y para enfrentarse risueñamente a la amenaza de los platos sucios, de la ropa pendiente y de los mandados que no acaban nunca. Danos, señor, la fe en el domingo, la confianza en las grasas para el pelo, y la limpieza de alma necesaria para mirar con alegría los días que vienen”. Lamentable reflexión. (¿O no?)

¿Peor que el alcohol?

Entre la vida y la muerte después de destrozar su auto por evadir un retén del alcoholímetro

Leí la noticia, mis valedores, y recordé la benemérita labor de Carlo Coccioli, a varios años de su viaje definitivo. Aquí, de su libro Hombres en fuga:

¡Ayúdeme! Si usted no me ayuda moralmente… tres días, tres noches… No logro dejar… ayúdeme…

“Es una equivocación, pensé; no conocía aquella voz. Luego he oído mi nombre bien pronunciado. He dicho: Soy yo”.

Soy Carlo Coccioli, pudo haber contestado a la urgida voz del  anónimo desesperado, desgajado por el licor y a punto del derrumbe final que, desde el teléfono público, imploraba el auxilio del novelista que había logrado sobrevivir al licor. En páginas estrujantes de la obra documental titulada Hombres en fuga lo asienta el valedor lo mismo de dipsómanos que  de animalillos en desamparo:

“Eran las ocho de la noche. Toda la tarde había llovido, esta estación de las grandes lluvias es interminablemente tétrica”. Y que al otro lado de la líneas, la anónima voz:

– Ahora estoy lúcido, es decir, casi lúcido: ¿cuánto durará? Puedo beber hasta quince días, hasta morir…

– ¿De dónde está telefoneando? ¡Contésteme!

“Un silencio. Después: que estaba en el centro”.

– Escúcheme con atención. ¿Lograría llegar al Cine Las Américas?

Arreglada quedó la cita. Que él era humilde y muy mal vestido.   Que al verlo, Coccioli se espantaría. “Nada me espanta. Nada”. Ni la voz del alcohólico desahuciado, ni la de tantos redrojillos humanos que gracias a la humana calidad de Coccioli, supieron de la resurrección de la carne hasta entonces  ahogada en licor.

– No resisto el dolor; quiero dejar la botella…

Y al grupo de Alcohólicos Anónimos, milagro del humano valimiento, hasta donde Coccioli, suave y sin turbulencias, los conducía:

“Aquí, en Alcohólicos Anónimos, nos quitan la botella, pero a cambio mucho nos dan. Lo que nos quitan (nos quitamos) nos lo devuelven con usura. El enfermo alcohólico que intente eliminar la botella sin recurrir al grupo no sólo es muy probable que no lo logre, sino que también aumenta sus penas. Aquí, nosotros, vivimos con alegría”.

Bendito sea Dios, que da la alegría. El canto de Coccioli tiene, para mí, resonancias bíblicas: “¡Cuán terrible es el grupo, cuán majestuoso, apoyado así sobre lágrimas y sangre, cuán bello, y cuán rebosante de amor, rebosante de amor ¡Cuán bello es el grupo, cuán lleno, lleno, lleno de Dios! Bendito sea Dios que ha creado A.A., el grupo”. Mis valedores…

Yo, por traer ante ustedes, a varios años de su ausencia definitiva, la memoria de Coccioli, pude haber espigado en alguno de los 32 libros que nos legó el novelista italiano avecindado en México, desde  ese Fabricio Lupo que hace medio siglo fue piedra de escándalo porque el novelista sacaba del “closet” el amor que por aquel entonces no se atrevía a decir su nombre. O de Cuauhtémoc, obra ya cercana a nosotros, o alguno de sus artículos periodísticos en donde reiteraba su decidida pasión por la defensa de la vida en su mínima expresión para los insensibles: la de  los perracos, que hasta allá abarcaban su humana calidad y su valimiento humano, pero preferí traer a ustedes el sub-mundo reflejado en Hombres en fuga, obra testimonial por la que siento un reconocimiento particular porque a cuántos habrá auxiliado a salir del licor, esos que en la botella habían requemado vida, destino, futuro, familia, autoestima, dignidad, todo. Por eso y más recuerdo hoy a Coccioli. (Benemérito, sin más.)

Parejas sado-masoquistas

Al tema del amor me referí ayer aquí mismo, y el espacio se agotó cuando me disponía a analizar uno de los símbolos que encuentro en La zorra y las uvas, la fábula popular. Porque de repente te entusiasma esa sota moza seria y honesta, de rostro agraciado y físico soberbio. Y esa nariz, esos labios, ese mirar que… Nada, que ella será la mamá de mis hijos.

Ilusionado, la abordas una y otra vez, y le confiesas tu sentimiento y tus intenciones, y una y otra vez ella se niega a corresponderte. Derrotado, por fin, abandonas tu asedio y, dolorido, ahí la autodefensa de la zorra:

– Que se largue, pues. No aceptó un sentimiento limpio como el que yo honestamente le ofrecía, pero salí ganando. Pues qué se ha creído, si es una pretenciosa, cuando no pasa de ser lo que es, una pobre empleada de banco. Y de un banco extranjero. Quién dice que no ande por ahí con su jefe o con alguno de los empleados. Total…

(Total, que están verdes las uvas.)

Pareja sado-masoquista, el lado oscuro del amor. Erich Fromm diferencia dos maneras de manifestar amor: en el modo de tener o en el modo de ser.  “Experimentar amor en el modo de tener implica encerrar, aprisionar o dominar al objeto “amado”. Debilita, sofoca, es mortal. La mayoría de las veces hacemos mal uso de eso que llamamos amor. Esto, para ocultar que en realidad no se ama, sino que confundimos el amor con algún otro sentimiento. ¿Pero qué eso que se disfraza de “amor”?

Eso se nombra soledad. El ente humano se siente solo, está solo, la soledad es su segunda naturaleza y lo acompaña del nacimiento a la muerte. Por eso es que aunque la persona sea maltratada, humillada por su pareja como un “objeto” más, continúa convencida de que es amor lo que siente, y que la agresión que recibe es una prueba de amor. Ella depende de su pareja, y se niega a ver su situación de esclava. Mientras el ser amado  la humilla y maltrata,  ella jura que esa es su forma de amar. Mentira. Han integrado una relación sado-masoquista aunque no se manifieste más allá de las palabras, una co-dependencia y una aberrante simbiosis. (Ahí nuestro espejo en cuanto pareja. ¿Nos reconocemos en él, o mejor apartar la mirada y seguir como hasta hoy día?)

Fromm describe los impulsos sado-masoquistas a partir de un concepto al que llama “carácter autoritario”. Para la persona con esa característica solo existen dos tipos de humanos, los que tienen poder y los que no lo tienen. Esa persona con carácter autoritario también puede presentar otras manifestaciones de conducta, como la total admiración por la figuras de mayor poder que él. Incluso podríamos decir que para él nada significa quien no tiene el poder. Es así como se integra la pareja sado-masoquista: “me dejo someter ante los que tienen poder, por el amor al poder mismo que yo siento, pero desprecio, ataco y humillo a quienes no lo posean.”

La persona con impulsos sádicos puede mostrar su carácter de forma abierta u oculta, pero con su conducta hacia la pareja exhibe su necesidad de dominación. Esas parejas celosas, esos esposos golpeadores, esas mujeres resignadas a la violencia intrafamiliar. Pero ocurre que la parte explotada llega a necesitar del explotador, y entonces reprime su sentimiento de odio y temor y presenta sustitutos hasta el grado de  ddisfrazar la violencia que recibe con una profunda admiración hacia el explotador. Así, termina por desear el poder bajo la sumisión ante alguien más poderoso. Y el torcido razonamiento de la pareja. (Ese, mañana.)

El amor, ese estado de gracia

Yo vi repuntar el sol – en un vaso de cerveza – bonito sería el amor – si acabara como empieza – pero acaba con dolor – y punzadas de cabeza”.

Pues sí, pero a fin de cuentas, ¿qué es eso que nombran amor? ¿Una mezcla de serotonina y otras sustancias químicas en el cerebro? ¿Nada más? ¿A eso se reduce el amor? Yo traté de encontrar una respuesta más acorde con el sentimiento que me inspira a estas horas Mi Única, y de manos a asombro me fui a topar con la afirmación del filósofo, y lo cito de memoria:

“Habla del amor quien no lo conoce. El enamorado no se detiene a definirlo. El lo vive, sin más”. Y esta otra: “¿Definir el amor? ¿Mirar el sol de frente?” El creyente en ese estado de gracia: “La edad no te protege del amor, pero el amor sí te protege de la edad”.

Aunque ahí la frase despectiva del cínico: “El amor es la ocupación de los desocupados”. (Diógenes.)

“Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y expectaciones y que, no obstante, fracase tan a menudo”.

Tal afirma Erich Fromm, que trata el amor en tres de sus libros: Tener o Ser, El miedo a la libertad y, por supuesto, El arte de amar,  indispensable para conservar la mutua afección como indispensable es el oficio para el carpintero que construye una mesa. ¿El maestro que nos enseñe el arte de amar, la receta para conservar ese sentimiento? Búsquelos, dice Fromm, cada amoroso, cada pareja en amor, que el secreto es único, personal e intransferible, lástima.

Y que es nuestra actitud frente al amor lo que lo hace tan difícil: uno busca que lo amen, sentirse amado, pero no se enfoca en amar. El proceso:

a).- Le pides a una persona sea tu pareja. ¿Qué hacemos cuando esta persona nos dice que no?  Quizá se produce un sentimiento de tristeza, de frustración, y de menosprecio por quien nos rechazó (autodefensa). Porque pedimos ser amados, no amar.

b) Te aceptó, te dio el sí. Me siento en las nubes, entro a un gran estado de “enamoramiento”, pero ¿por cuánto tiempo? Ese es otro dilema del amor: ¿hasta cuando somos capaces de amar? El enamoramiento es precioso, pero amar verdaderamente no es cosa sencilla.

El amor como mercado. La advertencia de la madre, las amistades, las personas que influyen en nosotros: “Hija, busca un hombre de posibles. Ese no te conviene. ¿No ves que no tiene en qué caerse muerto? Ese no pasa de ser un ni-ni: ni trabaja ni estudia”.

“Hijo, cómo te fuiste a fijar en una chica tan fea”. “¿Que qué? ¿Enredarte con esa coqueta, falta de pudor?” “Apártate de esa impúdica. ¿No ves cómo se viste, cómo camina por la calle nomás provocando a los hombres?”

Y él: “Mamá,  ¿si primero te enterases de qué chica te estoy hablando?”

La soledad. Otro aspecto importante es el sentimiento de aislamiento o soledad que siente el ser humano. A propósito,  Karen Horney:

“Uno de los rasgos predominantes de los neuróticos de nuestro tiempo es su excesiva dependencia de la aprobación o del cariño del prójimo. Todos deseamos ser queridos y sentirnos apreciados, pero en los neuróticos la dependencia del afecto o de la aprobación resulta desmesurada. {…} Pueden sentirse heridos por el mero hecho de que alguien no acepte sus invitaciones o deje pasar algún tiempo sin hablarles por teléfono {…}; tal hipersensibilidad es susceptible de ocultarse, empero, bajo una actitud de ¡qué me importa!”

Actitud que ilustra a cabalidad la fábula de La zorra y las uvas, ¿la recuerdan ustedes?

El amor sigue mañana. (Aguárdenlo.)

 

¡Culpable soy yo!

Mi primo el Jerásimo, mis valedores. Amante de la botella como todo buen licenciado del Revolucionario Ins., cierta noche logré llevarlo conmigo a una sesión de Alcohólicos Anónimos. Qué más. Y es que para un borrachales cinco derrotas al hilo son muchas botellas.  No salía del duelo por Guerrero cuando se le vino a empalmar el de Baja California Sur. Y ahí estábamos, atejonados,  en la sesión de “Doble A”.

Y qué confesiones las de esa noche de miércoles; qué testimonios humanos que gañote y criadillas me anudaban y  fruncían en la catarsis colectiva de las humanas miserias.

– Mi nombre es Josefo y soy un alcohólico. ¿Alguno de ustedes ha tocado fondo en el fondo sin fondo del delirium tremens?

Y fue entonces; entonces fue. De repente el Jerásimo, estremecidas de tics sus facciones, se dio el levantón. Vi que de acá, del cuadril, sacaba su anforita disimulada en una bolsa de hojaldras, mi desayuno de esa mañana, y que le da un mordisco al gollete. Un rápido amamantón. Un súbito suspirillo. Ahora hablaba aquel muy pálido, de cotorina color mamey.

– ¿Vivir? ¿Vivía?  ¡Mi cuerpo se desgajaba por dentro, exigía alcohol, ríos de alcohol! Sobre de mí orfandad toda la angustia del mundo. Ven, muerte, clamaba yo en vano. Y aquella soledad…

La soledad del que perdió a su amantísima, los chamacos, los amigos, todo. “¡Dios,  y así me juras que existes..!”

Y el gemidillo, y el lamento, y el… ¡Jerásimo! ¡Qué haces, insensato, cuando menos esconde esa ánfora!

Un brinco, dos, un trastabilleo, y ahí estaba detrás de la mesita que servía de tribuna:

– ¡Licenciado es mi nombre, y el Revolucionario Ins. mi divisa!

Y ándele, que (prodigio de la catarsis colectiva) suelta su guácara de gemidos, y que se cimbra, manotea, grita su compulsión:

– ¡Culpable soy yo! ¡Toda mi trayectoria política la he perpetrado en plan cacardioso! ¿Saben cuál es mi crimen mayor, que estoy perpetrando ahora mismo, y por el que respetuosamente les pido la pena de muerte?

– ¡Jerásimo, cierra la boca! ¡Esconde esa botella! ¡Baja de ahí, ven a sentarte, qué desfiguros!

– ¿Saben cuál es, correligionarios? ¡Yo soy aquel! ¡Yo, en punto pedro, he dañado profundamente al país! ¡Yo, yo, mírenme bien, arrímense acá y castígueme, mándeme capar en el penal de El Altiplano, que merezco esto y más! ¡Todo por culpa de esta, correligionarios del pedro!

Y bandereaba la cacardiente Ah, los efectos de la catarsis.

A gritos: “Mea, mea, mea culpa, conciudadanos anónimos! ¡El tamaño de mi delito nomás calcúlenlo! ¡Culpable soy yo! ¡Cuatro años de ser su asesor! ¡Yo, sí, yo soy el que le ha venido aconsejando  todas y cada una de sus medidas de gobierno! ¡Política, finanzas, economía, relaciones públicas, combate al narcotráfico, defensa de la soberanía nacional! ¡Todas! ¡Tú, cacardienta, maldita seas!”

Y que a todo vuelo de brazo la arroja al suelo, donde formó un charquito apestoso. Entre seis, ocho anónimos, lo redujeron. Desmadejado en el volks, me lo llevé a Urgencias. Y sí, ya el primo resucitó de entre los crudos.

– El sí, ¿pero nuestra asociación qué?

Y don Gil., el decano de aquel grupo de Alcohólicos Anónimos, me miraba sin parpadear, qué pena. Y es que la noche de miércoles, al derrame del pomo, media docena de anónimos se aventaron al piso, lo olisqueaban y se soltaron lengüeteando y arañando el cemento. “A dos ya los localizamos. Ahogados”.

– ¿Ahogados en el Gran Canal?

– Ahogados en alcohol. Del paradero de los otros cuatro nada hasta estas horas.

Yo agaché la cabeza. Qué más. Ah, el asesor. (En fin.)

El hijo desobediente

Malagradecido también. ¿No fue gracias al apoyo de la bancada tricolor como logró enjaretarse la tricolor aquel trepidante primero de diciembre en el jacalón de San Lázaro? ¿No fue Manlio Fabio Beltrones su asesor en aquellos tiempos iniciales de sus mandato? ¿No fue el priísta quien le enseñó los rudimentos en el arte de gobernar porque él, “haiga sido como haiga sido,”  llegó todo encandilado y sin una mala experiencia de haber despachado en el más humilde sillón de alguna presidencia municipal, tan siquiera? Que no haya aprendido los consejos y advertencias del sonorense, eso ya es otro cantar (de más baja calidad que “El hijo desobediente”, la tonadilla favorita del de Los Pinos, más allá de Bach, Beethoven y Mozart, allá él.) ¿Qué hubiese sido de su gestión sin el co-gobierno inicial de Manlio Fabio Beltrones? ¿Qué..?

Malagradecido que vino a resultar, como ayuno de toda autocrítica, el muy devoto del Verbo Encarnado: ahora, con esa su voz,  previene a los votantes en potencia (en impotencia) para que se abstengan de propiciar un regreso al gobierno por parte del Revolucionario Ins., al que no baja de corrupto, autocrático y autoritario. “Un peligro para México”.

Yo, por lo pronto, nunca llegué a imaginarme que llegase a perpetrar, sé lo que digo, siniestros compinchajes politiqueros con los cupulares de un tal partido político, revoltura de chuchos y gente de bien, que no lo baja de impostor y de espurio, y que mientras con la siniestra ordenaba tales acuerdos, con toda la fuerza de sus pulmones negaba por esta, miren, que hubiese ordenado o siquiera tener conocimiento de tales arreglos. ¿Cómo fue, cómo ha sido que así se conduzca el de Los Pinos?  Hasta ayer yo dudaba que sus medidas de gobierno fueran producto de los consejos de Manlio, y no, no lo son. Ahora ya estoy seguro. Hoy sé de cierto de dónde procede la asesoría que guía las beatíficas medidas de gobierno del fiel devoto Verbo Encarnado. Mis valedores…

Esto de la asesoría al de Los Pinos lo vine a saber cierta noche de miércoles en aquel saloncillo destartalado, tufo a humedad, donde un almacigo de redrojillos humanos, con voz resquebrajada, confesaba su  áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada.

– Me llamo Pascual y soy un alcohólico. Media vida me he pasado entre una celda penal y otra del manicomio. Choques insulínicos y electrochoques. Ustedes dos, los recién llegados, sean bienvenidos.

Y ni cómo decirle que yo soy abstemio, que conmigo el licor topó en tepetate, y que si acudí al domicilio de Alcohólicos Anónimos fue por forzar a mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins., a que acudiese conmigo y se mirase en el espejo de aquéllos que, de bagazos humanos en sus días cacardientos, hoy nacen cada mañana a pura fuerza de sus redaños. Azorado, pistojeando, el susodicho Jerásimo seguía los patéticos testimonios de sus semejantes anónimos:

– Mi nombre es María. Soy una alcohólica. Al volver en mí entre el perraco y el vómito, ya perdida la noción de mi tiempo de vida, me preguntaba: ¿tengo que vivir todavía un día más? Quería aullar…

Inquieto, el Jerásimo, se revolvía en la silla. Observé que a lo disimulado metía la mano a la pretina de la camisa y que, como al tablón el náufrago, sin sacarla de su nidal se prendía al ánfora para no terminar derrumbándose. Yo, a su oído: “Cálmate”.

¿Calmarse? “Mi nombre es Josefo y soy un alcohólico. ¿Alguno de ustedes ha tocado fondo en el fondo de un infierno de licor?”

Y fue entonces. De repente… (Mañana.)

Santería popular

El Santo, mis valedores. Extemporáneo y rabón por achaques de espacio, va aquí, para todos ustedes, el retablillo anual que dedico a la memoria de ese Santo de la santería popular que parió, creó y crió la imaginería de las masas populares, y que  permanece vivo en la memoria colectiva por gracia y milagro de esas vetustas películas que exhuma el cinescopio. Porque vivo está, redivivo en la conciencia colectiva a contracorriente del tiempo que todo lo borra. El Santo, El Enmascarado de Plata. Fue un día cinco de febrero de hace 27 años,  me acuerdo…

Otro día el paisanaje amanecía huérfano porque, de repente, se le fue el Santo al cielo, el Santo de su devoción, El Enmascarado de Plata. Qué tiempos. Nosotros, los de El Santo, ya no somos los mismos, que no es lo mismo El Santo que 27 años después. Yo, al recuerdo del símbolo popular, le entono mi endecha anual, y así clamo a la memoria del que se nos fue El Santo al cielo:

Santo, Santo, Santo señor de los cuadriláteros, Santo Enmascarado de Plata, de rogamos, óyenos. Sanchopancesco quijote de máscara y capa cirquera: ahí donde ahora tomas resuello tras de caer vencido en la rigurosa lucha a una sola caída y sin límite de tiempo, escucha a tus devotos, los que acá quedamos. Esto te lo digo porque eres el Santo tutelar de la fanaticada de todas las arenas del barrio, donde se creyó y se cree en ti y en ti se confía como nunca en ninguno de esos luchadores rudos, villanos del golpe bajo, la trampa y el costalazo, que han dejado memoria ingrata en esa arena que se nombra “México”. Y ahora esa manga de beatos mediocres que se arriman a la advocación de Felipe del sagrado corazón de Jesús… Macabro.

Esto te lo digo, Santo, por lo que en mi gente eres de ánima y estilo, de amalgama e identidad, contraseña y memoria colectiva; porque mueres al modo del purulentillo del panteón náhuatl, requemado en la hornaza para revivir Quinto Sol, símbolo y Santo de la santería popular. Porque a tu advocación se arriman ésos a los que dejaste solos y huérfanos porque se  quedan sin Santo y seña. Desde el cuadrilátero al que hayas ido a parar mira por nos; por la desfalleciente esperanza de esa fanaticada que acá se queda luchando día con día en este encuentro desigual a cotidianas caídas que tiene sentenciado a perder con los rudos del costalazo por las malas artes de árbitros vendidos, cuando no comprados. Mira por ellos que, siempre perdidosos y patéticos héroes por delegación, de tus triunfos sacaban los suyos y el desquite contra los rudos, esos del negocio de la política y de la política del negocio que me tienen al paisa con la espalda en la lona. Santo señor de la menesterosa esperanza en esta arena que se nombra México: tu capa y tu máscara fueron y en olor de leyenda lo son todavía, la materialización lentejuelera del heroísmo y la honestidad, el valimiento de desprotegidos y el triunfo del bien sobre el mal, símbolo populachero de la Justicia, acá donde Justicia no existe para el respetable más que en el pregón de los gritones del cuadrilátero. Nos la nombran, sí; nos la cantan, nos la predican, nos la mientan a cada rato. ¿Y..?

Santo: tú que en gallardas contiendas desenmascaraste a tantos, ¿y a ésos cuando, Santo señor? Te rogamos, óyenos a los que en lugar de asumir, preferimos seguir delegando; en mesías, en “impuestos”, en “espurios”. Mis valedores: quedo a deberles la continuación de esta endecha anual que entono en honor de El Santo, Enmascarado de Plata. (A su memoria.)

Lodo biológico

Siglos atrás, en la anchurosa imaginación de Rabelais, novelista francés, existió un reino de encantamiento que regían Gargantúa y Pantagruel y poblaba una sarnienta galería de curas rijosos, pícaros de la engañifa, hembras del toma-y-daca carnal y toda suerte de esos vagamundos que vienen y van a contracorriente de leyes y reglamentos. La picardía en pleno, pues.

Entre pícaros tales el más tal de todos era  Panurgo, rufián tramposo y  camandulero que cierto día, viajando en algún navío cargado de carneros que un comerciante llevaba al mercado, trabó con el borreguero agria disputa por un asuntillo teológico: que si Dios, siendo uno, era trino también. ¿Uno y trino? No me ech-inglés. La disputa terminó en una zanfranza a estacazos. De súbito:

– ¡Alto, los valientes no asesinan! El clérigo de a bordo logró amansar la tranquiza. Pues sí, pero no, que Panurgo  era de muy mala condición, mala entraña y corazón bandolero, y no quedó conforme con la ración de estacazos, y mucho menos con aquello de que Dios, siendo uno, es trino también. Rencoroso de natural, en un rincón del navío cavilaba buscando un desquite que no fuese a enfrentarlo con la justicia, como la puñalada trapera que tuviese que pagar en galeras. ¿Qué desquite será el adecuado, Dios mío según esto uno y trino?

Panurgo, como todo baquetón, era ingenioso, de modo tal que, de súbito, eureka; con el perfecto plan enfrentó al comerciante en carneros:

– Haya paz, y por que mire su buena merced que no le guardo rencor por aquello de que Dios, de ser uno, es trino, quiero tratar con vos un asunto de carneros. Vendedme uno, mi señor.

– Todo fuera como eso. ¿Por cuál os interesáis?

– Por aquel que está olisqueándole las verijas a la borrega. ¿Cuánto?

– El más gordo requerís; el más caro también.

Ahí se inició la maniobra del regateo. Que os ofrezco tanto por el carnero, pagadero en tres monedas de oro que son tres odas, y que no odas, que mi animalito no me robé, y que no voy a malbaratarlo como si  yo fuese Calderón, vos el gringo  y mi animalito PEMEX. Se cerró el trato y el remate del plan: Panurgo, con el carnero pataleándole los brazos, de repente arrimó el animal a la borda y a la vista de la manada lo arrojó de panza a las olas del mar. Venganza cumplida.

Cumplida, porque siendo el carnero el animal estúpido por excelencia, que a lo acrítico reacciona al lema de que “lo que hace la mano hace la tras”, el animalero de miércoles –de jueves- comenzó a saltar en fila india detrás del que le precedió en el salto, carneros dejaran de ser. ¿El mercader, entre tanto? Ese, chillando, en vano intentaba detener la borregada. ¿Panurgo? El tal, pepenado del palo mayor, se pandeaba de risa:

– Caro me costó el carnero, pero qué sabroso me vengo, por Dios uno y trino. Cómo me vengo, que hasta me estremezco al sabor de la dulce venganza.

A esto quería yo llegar: en esta temporada electoral: ¿cuál fue el primer  borrego que pegó el brinco de su partido al rival? ¿Cuáles, cuántos chaqueteros se fueron tras de él? ¿Cuántos convenencieros están a estas horas en el gobierno de cuántos estados federativos? Estúpidos son los borregos, sí,  pero no inmorales como esos chuchos ortega pragmático-utilitaristas huérfanos de ideología y dignidad personal, heces politiqueras que al  precio de la indignidad han logrado su tajada de medro personal. Provecho, chuchos  “perredistas” de la calaña de Angel Heladio, ángel de la guarda de tantos cadáveres no tan sólo de  Aguas Blancas y El Charco, sino también de la base social perredista. (Borregos y chuchos, agh.)

Baile, mi rey…

Los salones de baile, mis valedores. Aquellos de ustedes que lograron llegar más allá de la media vida rasparon suela, qué duda cabe,  en el Salón Colonia, el Nereidas, el California, Los Angeles...

Noche de sábado. Todos a embrocarse  el tacuche y los cascorros de dos vistas, y a danzonear como manda el Floresta.  Ah, los tiempos que fueron del mambo y la rumba, la guaracha y el danzón; tiempos aquellos no de un siniestro Fox sino de un glorioso fox trot, y  a moverlas al ritmo de la salsa y el rock, y vuelta al danzón, que no es moda efímera. “¡Hey, familia..!”

Los bailes del viejo salón de baile, qué tiempos. (Tú, la de la piel canela y el púrpura corazón bordado en la blusa transparente y sutil. Tú,  que siendo tan niña me enseñó a pescar. (Arponazos de penicilina, y la paz.) ¿Cuál fue tu nombre, dónde te hallas a estas horas, qué tierras andas pisando, vives aún? Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. ¿Me permiten? El lagrimón.)

Hoy día, en el horror de una inexistente guerra que genera muertos y heridos, vencidos y vencedores, pero que, amigas y amigos,  no es guerra sino  lucha por la seguridad que antes de la que no es guerra existía en el país, pareciera que vuelve la moda del baile de salón, porque después de todo, ¿que viene siendo la moda sino eso que pasa de moda para ponerse de moda otra vez? Esto lo vi y lo viví una noche de estas en cierto salón para baile y bautizos, primeras comuniones, quince años, fiestas de graduación, bodas, defunciones y vuelta a empezar con bautizos. La biografía del barrio, con su maestro de ceremonias: “Tú, quinceañera feliz, que arribas a la edad de las ilusiones color de rosa. ¡Un aplauso aquí para la agraciada  Yénifer Dayana Yeneví!”

Noche de baile. Llegué al Floresta, me atejoné en un rincón y observé a las parejas: dinámicas, entusiastas, escurriendo sudor, que al son de la Sonora Rastacuerabailoteaban pecho a pecho, hombro con hombro, cachete con cachete, cuadril con cuadril, monte con monte. Gózame, negra. En el sonido, a 10 mil decibeles, una descoyuntada música en brama que forzaba a los bailadores a zangolotearse como a las convulsiones de la epilepsia. Y de súbito: ¡La boa!