Ni Huerta, el Chacal

Yo quiero ser el presidente. Quiero serlo porque me hiere en el ánimo mi país. Porque lo miro en semejante estado de postración, con unas instituciones mortecinas por culpa de quienes las manipulan en su provecho personal y de mafia. Porque observo una comunidad en crispación y polarizada como consecuencia de un proceso electoral empedrado de irregularidades que a muy pocos dejó satisfechos. Esa es la razón de mi empeño.

Yo quiero ser el presidente porque siento el deber moral de  restaurar el tejido social deshilachado después de las elecciones y consolidar un orden social desestabilizado por causa de una democracia onerosa e ineficiente, y porque siento la obligación moral de regresar la confianza de las masas sociales en sus instituciones democráticas.

Yo aspiro a ser el factor de concordia entre unos partidos políticos que se confrontan en función de  la ventaja personal y un Legislativo cuyas iniciativas resultan estériles y aun perjudiciales para una ciudadanía a la que se supone que representan

Yo quiero ser el presidente para enfrentar el deterioro en el poder adquisitivo de los salarios, detener la carrera alcista de los productos de primera necesidad y  evitar el desplome de millones de mexicanos en condiciones de pobreza y de pobreza extrema.

Yo quiero ser el presidente porque contemplo allá afuera un país desgarrado por una crudelísima guerra, tan mal planeada como ineficaz y resuelta de la manera más inadecuada;  una guerra fratricida en la que no se advierte cuál pueda ser el final.

Quiero ser el presidente porque veo que esa guerra provocada de forma unilateral e imprudente convirtió el territorio patrio en el cementerio de varias decenas de miles de cadáveres colgados de los puentes, y descoyuntados, descabezados y desintegrados hasta el grado de tornarse irreconocibles.

Quiero ser el presidente porque percibo allá afuera un clima de lamento y de lágrimas, y escucho el llanto de viudas y huérfanos por sus deudos heridos, asesinados o desaparecidos, y observo la huida y dispersión de los pobladores,  que dejan detrás pueblos fantasmas. Yo quiero ser el presidente. Lo necesito, porque México ha caído a ser hoy mismo la verguenza internacional. Intolerable.

Yo quiero ser el presidente para remendar ese mapa de mi país que hace apenas seis años estaba intacto y hoy desgarra la violencia demencial, porque «el interés de las bandas del crimen organizado por controlar territorios y expandir el mercado de las drogas a través del narcomenudeo provocó la violencia brutal, irracional y estúpida que se registra en varios lugares del país». ¿Podré lograr la anterior, ya como presidente? ¿Qué opinan ustedes?

De acuerdo, pues. Fuera máscaras. Evitemos hipocresías

De acuerdo, pues. Basta de hipocresías. Fuera máscaras.  No seguir encubriendo la verdad, y la mera verdad es que yo quiero ser el presidente no sólo porque, mediocre irredento, me enamoré del poder y le tomé el gusto al protagonismo, sino porque estoy solo, perdido, desamparado y a merced de un país al que agravié como ni Huerta el Chacal. Y como simple ciudadano cómo poder defenderme, a dónde huir, dónde esconderme, dónde encontrar protección contra unas víctimas que sueñan con mi muerte violenta. ¿La conseguirán?

Qué recurso me queda, si no es el de la presidencia. Y es así, amigas y amigos: con el pretexto de la mentada refundación, ¡yo quiero ser el presidente de Acción Nacional! ¡Haiga sido como haiga sido!

Y este miedo pánico, Verbo Encarnado. (Dios...)

Sicalíptica

Del amor hablé ayer aquí mismo, mis valedores,  y que para ir de visita a la casa de mi sota moza subí a la azotea por mis chonchines de lujo. Pues sí, pero lástima: las tormentas nocharniegas me los dejaron empapados, y qué hacer.

A lo sonámbulo deambulé entre los tendederos de la azotea, hasta que de repente, en el hotel de allá enfrente,  que da a Los Pinos,  ¿y esa luz, y esa ventana, y las sedas sobre la alfombra, y aquella cama,  y encima..?

Lo que vi  a lo vouyerista; lo que escuché y lo que supe: que el de la cama no podía rematar la faena. Impotente, sí.

– Ay, bárbaro, qué tallón. Cinco años y medio de puros tallones. Yo así no, si no se para el negocio mejor párale a la propaganda.  Ya me tienes toda mojada, pero sólo con  tus chorros de sudor. Déjala de ese tamañito, Felipe. Reconoce que no pudiste. ¿Qué? Apoco te sigue la cruda…

– Cuál cruda,  ahí voy de nuevo. Tú flojita, ¿ves? Esa rodilla, no me la claves, aguántame. Me extraña, si yo soy pero que gallo de espuela. A ver, no le frunzas.

– Ay, que torcida me diste, Felipillo. No, ya me entró, sí, pero esta urgencia de ir al bañito.

– Pérate, si yo nunca había fallado. Hasta bien pedro podía ponerle, me extraña.  –Jadeos, estrujones, Kama Sutra forzado, frustrado. En mí la lástima había anulado la morbosidad. Pobrín del pobre hombrecillo, pensé. “A ver, así, mira, como si te colocaras en suerte para una inyección intramuscular. Pero no en el brazo, amiga».

– Ay, ya estoy molida, muerta de cansancio. Mañana, ¿sí?

Vi el rostro del terco aquel: desencajado, desmadejado, los ojos brillantes de pánico, y alborotadas las cejas. “Me extraña, si yo soy de los que pa pronto».

– Pues sí, pero ya están cantando los gallos. Y ese ladrar de perros…

– Yo a esos perros, como decía mi asesor político, ni los veo, ni los oigo. Mira, amiga, necesito más flexibilidad, mucha apertura, o sea  democrática. Anda, por tu madre.

– Por la tuya, Felipillo, déjame ya.

– Y luego esa rodilla, la izquierda, que se me encaja en el nervio. Qué fregar con esa izquierda democrática, que quiere mamar de la ubre.  Mira, si te pusieras así como… ¿Has visto una conejita cuando se dobla así,  para luego pegar el brinco? Así, así, no te me descuadres, déjame perfilarme.

Tensón, desesperación, impaciencia contenida, impotencia, que hagan de cuenta delantero mexicano del clásico pasecito a la red: llegue y llegue a la puerta contraria, y al tirar a gol, vil cancetinazo. Por cuanto a esa pobre virilidad: exánime. Pero ándenle, que de repente, desgarrada voz:

– ¡No, Felipe, no, por dónde andas, qué haces, despistado!

Yo lo estiré, el pescuezo, pero ándenle, que en eso que se apaga la luz. Felipillo  y su Comisión Federal de Electricidad, que valen lo que ese redrojo del cuarto de hotel. Me quedé a oscuras. ¿Y ahora? Con desgano pensé en regresar al tendedero, comprobar que mi íntima prenda seguía empapada y enfilar hacia mi habitación, qué remedio. Pero esta morbosidad vouyerista… Ya el escenario en tinieblas, me embebí en los ruidillos, y los traducía mi imaginación. Oí la vocesilla aguada también:

Mi gestión quedará marcada por la búsqueda incesante en la seguridad, la justicia y la aplicación de la ley.

Mis valedores: fue entonces. Sentí cómo la masa social se alzaba de la cama, y a gritos:

– ¡Felipe, sicalíptico, qué haces! ¡Basta ya de  bla, bla! ¡Cinco años y meses de pura lengua,  pero de acciones, nada! Y a pura lengua fíjate que no…

Me sorprendí aplaudiendo. Yo sin calzones, pero aplaudiendo. (Qué pena.)

Tú, el impotente

Mi compromiso ha sido con los fines de la seguridad, la justicia y el bien común. El  “santo y seña”, la guía señera en la conducción del rumbo del País es seguridad, justicia, de bien común y, por supuesto, la preservación y vigencia de la ley y de la democracia misma.

Esta vez las escenas sicalípticas. Lo que ahora voy a contarles ocurrió la medianoche de ayer. Porque, mis valedores,  yo tengo un pecado nuevo y ando oliendo a manta nueva, quiero decir:  en los preparativos de mi cita amorosa con la recién llegada a mi vida, bien haya mi vida,  trepé a la azotea y en el tendedero comprobé, para mi desdicha, que el chonchín (morado, cocolitos magenta) seguía empapado por las tormentas nocharniegas,  y qué hacer. Buscando alguna solución deambulaba a lo sonámbulo entre los tendederos de la azotea (edificio de Cádiz) cuando en eso: ¿y eso? Sin proponérmelo observé la luz encendida en aquella habitación del hotel de enfrente,, el que da directamente a Los Pinos, y observé en la alfombra unas íntimas sedas,  y enfrente un catre rechinador, y encima…

– Ya cálmate, que te puede dar un infarto. Mejor dejamos esto para mañana.

– No dejes para mañana lo que puedas travesear hoy.

– Pero es que hoy no puedes, ni pudiste ayer. No pudiste en cinco años y medio y quieres poder en cuestión de horas. Anda, vístete ya, que va siendo hora de que desocupes en cuarto. Bájate y vámonos.

– Oh, tú aguanta tantito. Paciencia, que  ya casi, ¿ves?

– Veo, y me das lástima, Felipillo santo…

Pelambre en desorden, sudor. El susodicho, cueros vivos, se agita en la misión imposible de rendir la plaza y entrar a saco frente a una muralla todavía incólume. Y cómo no, si el ariete, así, miren, todo desmadejado, válgame.

– Yo con otras  nunca antes había fallado, amiga. A ver, tú, blandita, como desmadejada. Así, así. A ver, ahí te voy…

Fatiga, jadeos, amagos de angustia, tensión. “Tú aguántame, amiga. Tantita paciencia. ¿Ves? Son los nervios, pero creo que ya mero. Ya casito”.

– Es que estoy muy magullada. Esto de acá, mira, ya se me engarrotó. Y como tú no te engarrotas….

– Tranquila, amiga, que orita reacciono. Si yo soy pero que mira, yo pa pronto, si hasta esa fama he tenido. Haiga sido como haiga sido, el mío como el encendedor de la propaganda: no sabe fallar.

– Pues sí, pero lo que es hoy…

–   Me extraña, si yo, mira: un gallito bravo, un gaucho veloz. Yo pa pronto: pas, pas, y va pa dentro. Pérate, ¿sí? Mi segundo aire…

– El segundo y el tercero. Llevas ya varios aires…

Angustia, desesperación, y los intentos frustrados, y esos desacompasados movimientos, y el desatino, y aquellos jadeos…

– Pero si para mí esto de aliarme en la cama es PAN comido con botana de chucho de Nueva Izquierda. PAN y circo, maroma y teatro,  mis meros moles. Me extraña que orita… A ver, si levantaras esta. Así, flojita.  ¿Y si  te voltearas?

– ¿Como los chaqueteros chuchos Robles, Zambrano,  Ortega,  Arce y Círigo?

– Uh, ya me sacaste de concentración. Aguántame tantito así, mira, entibada, como si fueras a…

– Me estás lastimando. Mejor lo dejáramos para otro día.

– No me explico. Si yo, te lo juro, huy, si te contara, yo la pura efectividad, para qué iba a engañarte. Hasta me decían: qué bárbaro. Mira, si te flexionaras así, como dándome de frente para que yo tenga chance de…

Sudores, jadeos, resoplidos, pánico. “Ya me torcí, espérate. Ya me torciste, más bien. Ay,  condenado Felipillo santo…»

Más de ese tal Felipillo condenado -por la Historia-,  mañana. (Vale.)

Perito en odios

Que en medio de la noche y de un bosquecillo de pinos, dije a ustedes  ayer, se alza un bunker custodiado por escuadrones de sardos y policíacas equipados con fauces de alto poder, que tal es el tamaño del miedo que acogota al impostor. En el intestino grueso del bunker el susodicho padece en sueños un fiero tropel de pesadillas que lo cimbran y estrujan, lo acalambran y fuerzan a clamar al cielo implorando un milagro ahora que va a tener que abandonar el bunker y buscarse un escondrijo lo  más distante posible de toda esta gente a la que haiga sido como haiga sido  tanto agravió con su llegada a los pinos. Por ahí va la cosa.

. Que en su auxilio acuda el celeste espíritu que su devoción de hijo predilecto del Verbo Encarnado haya merecido, suplica en sus pesadillas. El tocayo San Felipe de Jesús, pongamos por caso.

Y sí, ocurrió entonces. Qué milagro no implore un beato del Verbo Encarnado que no le conceda el Altísimo. Ahí, de repente, al conjuro del angustiado, en la evanescente región de las pesadillas se produjo el portento: arropado en capullo de vivas llamas, entre acezantes hocicos de lumbre y apestoso a azufre casi tanto como el que en su  pesadilla  convocó al ángel de lo sobrenatural, el espíritu de ultratumba que el dormido merece ascendió hasta el cubil escondido entre los pinos.  “¿Quién osa llamarme?”

«¿Eres tú el que merezco? ¿Eres Miguel Arcángel, vencedor del Maligno? ¿O eres el propio Maligno?  Como que tu cara me resulta conocida.

«Soy el espíritu que mereces, un perito en odios, desprecios, aborrecimientos. Mírame bien».

«¡Pero si eres Díaz Hordas! Yo esperaba que en mi auxilio viniera el propio  Verbo Encarnado.

Tal es el espíritu que merece el chaparrín. ¿Quién osa mentarlo en sus pesadillas? ¿Quién ha invocado a Díaz Hordas, el más despreciado de los mortales?

Tufos, tizne, pestilencias. Manos chorreantes de sangre, sangre inocente, sangre de «daño colateral». Díaz Hordas. Al  conjuro del nombre, el chaparrín de la pesadilla clama, acalambrado, desde el mero cogollo de la esperanza:

“Espíritu del mal, santo señor de los despreciados, patrono de los abominados, libérame del aborrecimiento general,  Díaz Hordas bendito».

Los del bajo vientre se le acalambran. Retortijones. Aires que apestan a azufre.  “Tú que supiste del odio popular, que en vida y muerte padeces la repulsa general, que en el recuerdo de tus paisanos serás el maligno per secula seculorum, y que de eso  tuviste que morir, de maligna dolencia en el seculorum. Diaz Hordas, auxíliame».

Eso, en el bunker. Acá,  afuera,  ante unos habitantes insomnes frente a la realidad objetiva de todos los días y de todas las noches, en calles y callejones el santo y seña  de la ciudad: repicar de bombazos, crepitar de incendios, tableteo de armas de alto poder, granadas de dispersión y apagados gritos, órdenes, retemblar de disparos, pánico.  Y rápido, a recoger descuartizados, descabezados, colgados en los puentes del periférico.  ¿Cuántos esta vez..?

Silencio. Luego un aullar de bestias montaraces y ese relámpago en seco. Ave María. En el intestino grueso del bunker se va a producir el milagro mayor. Milagro de pesadilla, pero milagro.

«Así que el bendito Díaz Hordas es el celeste espíritu que merezco…

“Yo, sí, el matancero y perito en odios multitudinarios. Yo, que tras de la carnicería viví –si aquello haya sido vivir- apestado, execrado, canceroso (porque al que obra mal se le pudre el seculorum). Este que ahora soy viene en tu auxilio. Levántate y anda”.

(Mañana.)

Quemadero

Por supuesto que existen los herejes. Son los que encienden la hoguera.

Tal jura Shakespeare con toda razón, y yo pienso en los herejes de esa Inquisición que, ironía trágica, con el alias de «santa» y en nombre de Dios chamuscaba vidas humanas,   y que ya cuando se le agotaron cátaros y hugonotes brincó de Europa a la Nueva España y con su colección de instrumentos de tortura vino a encuevarse en un siniestro edificio del norte de la Alameda Central. Domini canes; perros de Dios.. México.

Un nativo iba a encabezar la sucesión de ajusticiados por medio del «fuego purificador». Moxtla su nombre, príncipe descendiente de Nezahualcóyotl. La crónica del suceso, apócrifa:

Según lo asentado aquí el viernes pasado, a lomos de mula y atado de brazos el relapso era conducido al quemadero. Dolidos del espantable destino que le aguardaba a la distancia de media vara,  los deudos suplicaban al rebelde magnífico:

– Arrepiéntete, Moxtla. Abjura de Tezcatlipoca y dí que crees en  el  Dios que mienta aquí  Su Ilustrísima, ese Dios que siendo Uno, es Trino también. Qué te cuesta decirlo.  Jura que ya eres católico y escapa a la hoguera.  Total, ¿no son los meshicas católicos de dientes afuera?

Rebelde magnífico, el «hereje» callaba, sus pupilas absortas en el quemadero:   poste enhiesto, leña hacinada, rebaño de curiosos que por anticipado gozaban con el espectáculo de las vivas llamas enroscadas en la viva carne del Moxtla que nació príncipe.

– Di que te acoges a la advocación de  la madre esa, una Iglesia que como toda madre tiene por corazón un cáliz de amor encendido en la lumbre de sus quemaderos. ¿No es verdad, Su Ilustrísima?

– Verdad es. Más que a su ovejuela descarriada ese castigo le duele  a la santa  Iglesia.

–  ¿Oíste?  Júrale aquí  a Su Ilustrísima que ya eres todo un converso, más los chaqueteros Fox y el chaparrín  bienamado del Verbo Encarnado. Si esos apoyan al PRI  aquí Moxtla se convierte y  usted se la perdona, ¿no, Su Ilustrísima?

– Con sus asegunes. Como católico siempre  tendrá que darle su voto a todos los beneméritos que en bien de su alma se sirvan aprontarte El Yunque y la santa madre Iglesia de Roma.

– Una equis en un cartón, es toda tu penitencia. Anda, no seas penitente, que ya se siente el calor de la leña. Invoca al Dios Uno y Trino, y de aquí nos vamos a las recogidas:  con la cacariza de pulque,  recogida de bilis, y luego la recogida de tu credencial de elector, jurando ante Leonardo Valdés que crees en su «democracia» ¡Sálvate de la hornaza!

Habló Moxtla el magnífico: “¿Salvar mi vida? ¿Salvarla para ver que esos beatos del Verbo Encarnado asesinan, con cientos de miles de paisas, el Estado laico? ¿Vivir para ver cómo unos mediocres de vocación matancera han convertido mi tierra en vergüenza del mundo? ¿Vivir para resollar el mismo aire de los matanceros? ¿Vivir sobre esta tierra empachada de cadáveres, entre el hedor de la sangre y el llanto de las víctimas? ¿Es eso vivir?

– ¡Todo antes que dejarte achicharrar! ¡Mira el poste, mira la leña, salva tu vida!

– ¿Salvarla? Si hasta ayer prefería morir antes que renegar de mis dioses tutelares, ¿vivir ahora con mi  tierra sometida a los cojones del PRI y su muñeco de sololoy? ¡Arre, mula! ¡Y usté, mula, quíteme de enfrente su cruz, que me pica  un ojo. ¡México-Tenochtitlan!

Carbonizado murió en  sin convertirse en católico ni rendirle al virrey de la Nueva España, mucho menos al Dios Uno y Trino  de Onésimo Cepeda.

Dios lo haya perdonado. No a Moxtla, a Onésimo. (Amen.)

————–

 

Amen sin acento, por favor, compañeros.

Perros de presa

Moxtla fue quemado en la plaza pública, bajo el cargo de “hereje”, el 30 de noviembre de 1539. Hoy, la figura del príncipe texcocano nos parece altiva y digna de respeto.

Tal es el justo elogio del historiador  Edmundo O’Gorman a la entereza del hombre que eligió la muerte por sobre la claudicación.  Moxtla el magnífico.

Va aquí la fabulilla de aquél a quien cupo el requemante honor de encabezar el desfile de ajusticiados por los beneméritos perros de presa de una crudelísima Inquisición que se gastó la humorada de colocarse el alias de «santa». Víctimas serían de los fanáticos dominicos (rapaces, por añadidura, que participaban de los bienes confiscados a las víctimas) Alonso de Avila, su hermano Gil González y muchísimos más, entre los que se cuenta el traicionero  de muy mala condición Martín Cortés, hijo de don Hernán y segundo Marqués del Valle. Una mala persona, el de marras. Así le fue.

Así pues, el probable nieto de Nezahualcóyotl tuvo el lóbrego honor de ser el primer ajusticiado del primer inquisidor efectivo de México-Tenochtitlan,  un tal Juan de Zumárraga, obispo. El edicto:

“Será condenado a ser llevado por las calles públicas desta ciudad y con voz de pregonero que manifestase su delito, al tianguis de San Ipolito y en la parte y lugar que para esto está señalado sea quemado en vivas llamas de fuego hasta que se convierta en ceniza y dél no haya ni quede memoria».

Y acaesció, mis valedores, que aquella aciaga mañana amigos, dolientes y familiares se acercaban al sambenitado, y mirando al cuytado que una mula conduscía al quemadero, con lágrimas en los sus ojos ansina le suplicaban:

– Conviértete al catolicismo y salva tu vida. Di que adoptas por tuyo al mesmo Dios de Norberto Rivera y Onésimo Cepeda, y aquí don Zumárraga te perdona la vida. ¿Verdad que se la condonáis, Su Ilustrísima?

– Bueno, sí, aunque una multilla por gastos de arrastre…

– De dientes a afuera di que eres católico. Total, ¿no lo son de ese pelo todos en la Nueva España, que de serlo de dicho y acciones no viviría la sociedad tan huérfana de valores morales? Grave sería que te quisieran hacer cristiano, lo que tendrías que certificarlo con obras, ¿pero católico, Moxtla?

El cual, rebelde magnífico, con la testa negaba; atado como iba de manos y pies a la bestia, acicateábala con talones y suave meneo de las zancas. Alguno advirtió un amago de sonrisa en el rostro del penitente.

– ¡No seas penitente, no te quemes! ¿A vara y media del quemadero sonríes? ¿Acaso no amas tu vida? Anda, abjura de Tezcatlipoca y orita mesmo te desamarran y nos vamos directamente a conseguirte la llave.

Habló el seráfico obispo, reverendo  Juan de Zumárraga: «¿Cuál llave, decís? ¿La del cielo, posiblemente?  Antes tendrá que abjurar de su herejía y jurar que Dios es Trino y Uno.  Así tendrá la llave de los santos cielos, donde habrá de alabar al Increado per secula seculorum».

– Cuál cielo, cuál seculorum. Nosotros nos referimos a la llave de la democracia que tiene en su poder Leonardo Valdés, consejero presidente del IFE, Instituto Federal Electoral. Ya con su credencial de elector, a elegir candidato en las intermedias. En el 2018 votar por Ebrard, no se te olvide. Pero antes salva la cuera. ¿Verdad que todavía está a tiempo, Su Ilustrísima?

– Bueno, sí, pero no. Aquí el relapso salvará la pelleja si jura por Dios Uno y Trino que se lo va a dar, su voto, no al que mientan ustedes, sino al que se sirvan proponer los bienaventurados de nuestra santa madre la Iglesia y…

(El lunes.)

Las tandas de La principal

Edificante espectáculo ese que cimbra a estas horas soportes y lonas de La Nacional, con unas tandas donde tanto roban (cámara)  equilibristas y saltimbanquis, el maromero y el transformista, el profesional de la cuerda floja y del  pastelazo. Los payasos del circo.

Dije circo, y la evocación  me llevó al tiempo de mi niñez. De repente la memoria se me alumbró con entrañables imágenes del circo trashumante de mi niñez. Qué tiempos. Qué joven fui una vez. El niño que fui hace carretadas de tiempos, de vidas. Y qué evocación de la magia circense, esa magia intemporal que exuda la carpa con tufo a pelambre de león y tigre enjaulados, de contorsionistas  y águilas humanas…

El circo, encanto secreto que encandila al niño que se nos quedó así de virgen y así de inocente dentro de cada uno. El Brothers Hermanos,  errante espectáculo que hollando los bajíos de la memoria de tarde en tarde cruza la noche de nuestros años primeros, en el filo de la duermevela donde desfila, en los sueños soñados despiertos, esa caravana de alucinación que cruza nuestra niñez y se nos queda, raigón de magia y encantamiento, junto a las consejas de la abuela, los primerizos amores –zozobra y temblor- con la vecinita, y la tonada de cuna que nos solía cantar Tula, mi madre.  Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…

La magia del circo, su tufo de exóticos animales, garra, joroba y moteada piel; ojos de ferocidad y espantables rugidos que ponen el pánico en el  niño que a todo vivir  deshoja  la flor de su edad, que es la del candor y, apreciable virtud, de la credulidad. Desde sus jaulas las fieras nos hablan (nos rugen) de tierras ausentes, de mundos que vienen quedando al otro lado del mundo; fieras que hasta antes del circo sólo habíamos entrevisto en el libro de estampas y en la cena neoliberal: el tapir, el jaguar, el dromedario que, de jorobado, simula ser el nahual (¡no anual, nahual! Computadora estúpida, no me corrijas. ¿De mitología meshica quién va a saber más,  yo o Bill Gates?); nahual, decía, del obrero en los tiempos del “presidente del empleo”, y el camello también, que en su doble  joroba viene a representar no al obrero, sino lo más ardoroso: a esos hijos de la desdicha que son los desempleados de mi país. Es México. Son sus galletas de animalitos.

El circo. A su contacto fui niño otra vez,  limpio de costras y costurones que va dejando en nosotros, negra viruela, el áspero oficio del diario vivir, con lo que ello supone de ilusiones fallidas,  malaventurados amores y mal saturadas heridas después del desamor de Martha, la ausencia de María y el conflicto con la Verónica (tomé puros nombres a tí cercanos, Nazareno, tú me has de perdonar), y tantas heridas y sangraduras, tantas mataduras y lobanillos y jiotes sentimentales…

Un domingo en la tarde me tiré al ruedo (el de tres pistas.) Al entrar vínome a recibir la tufarada a camello y tigre sarnoso, que es decir a visión y revisión de mis años muchachos, y en la tarde festiva  fui niño otra vez, y otra vez ingenuo, y por eso mismo feliz, o casi, y de nuevo percibí en mi boca el sabor de la risa, aquí en este México nuestro donde tan pocos motivos nos van quedando para reír, que los dichos y hechos de los cirqueros de La Nacional no nos invitan a la risa sino al rencor y la verguenza, propia y ajena. En fin, que ya en la carpa me acomodé en un asiento de pino que, como Los Pinos, se comienza a apolillar. Sin más. (La fabulilla, después.)

Destazadero

Aquí el final de la pesadilla del bunker arropado en los pinos.  Porque, a querer o no,  es el final. Con sólo resistir de aquí a diciembre, total…

En su pesadilla el chaparrín convocó al Verbo Encarnado. No él, sino el perito en desprecios y aborrecimientos se le apareció en sueños, que el del bunker no mereció más. «Vámonos, toma mi mano».

«¿A dónde me lleva, Díaz Hordas

“A agasajarte con lo que por falta de méritos no has conocido.Toma mi mano”.

«Se resbala, señor. ¿Se la untó con aceite de cocina? Huelen a…»

El durmiente se remueve. Una babilla le escurre por las jetas. (Hasta el bunker, como gritos de parturienta, un aullar de sirenas de ambulancia en contrapunto con las sirenas de los vehículos policiales. En los bandazos del viento, tufos de sangre. Fresca, recién derramada.)

“Vamos a donde escuches el son deleitoso de los aplausos, las aclamaciones. Levántate”.

El durmiente se remueve. Una babilla le escurre por unos labios de este grosor.    “Usted bromea. ¿Aplausos a mí? ¿Aclamaciones a mi persona? Tendría que escucharlos en una grabación, detrás de vallas de acero y de una muralla de lomos y nalgas verde olivo que me traen de huelegases”.

Pero, mis valedores, ahí fue. En sueños, el malquerido fue transportado por el Mefistófeles cimarrón a través del éter hasta la ceja de alguna barranca umbría repechada entre roquedales. Ahí Fausto y su Mefistófeles de masquiña hicieron pie.            “Los lugareños la nombran Barranca del Eco. Es aquí donde yo, en vida –vida es un decir-, después del destazadero venía a consolarme solito. Masturbación mental. Pon atención”.

Y acercándose al filo de la barranca, el aborrecido de Tlatelolco toma aire y se echa a aplaudir mientras grita a todo vuelo de voz: “¡Vivaa Díaz Hordaas!”

La Barranca del Eco, entre lúgubres desgarramientos: “¡Ívaa-Íaz-ordaas!” Y aquellos aplausos, ecos de aplausos, ecos de ecos. “¿Ves qué fácil? Anda, hazte ovacionar de gratis. Una vez en tu vida date el agasajo».

Y sí, dicho y hecho. A la tentación de las ovaciones y en la medianía de la pesadilla (el manchón en la almohada; babilla verdinegra, espesa), el despreciado del bunker se acerca a la ceja de la barranca, enarca la ceja zurda, se suelta aplaudiendo que hagan de cuenta que llegó Obama,  y  se pone a ulular, voz, estridente: “¡Amigas, amigos, viva el presidente del empleo!»

Y aquel batir de las palmas. Se frena. Aguza la oreja. Nada. «¡Viva el presidente abstemiooo!»

La Barranca del Eco, silencio. ¿Huraña, hostil, caprichosa?

“¡Viva el presidente que cumplió todas sus promesas de campañaaa!»

Como asqueada ante la tufarada de mal aliento, la barranca reprime sus ecos.

“(Ni esto mereces», piensa Díaz Hordas.) «Anda, inténtalo otra vez. ¡Pero con huevos!”

Traga aire. Desconfiadón: “¡Viva el presidente de los pobresss!” Y sí esta vez. Al grito del chaparrín  el mundo mineral (peña viva, peñascales) le arroja, a pulmón de roca, el bofetón en la cara:  “¡Vivan-los-muertos-que-cargas-en-la concienciaaa!»

Y qué claridad, cuánta contundencia. A la desesperada, contra el roquedal su aliento corrompido:  “¡Viva el presidente que combate la corrupciónnn!» El roquedal: “Viva-tu camposanto-particular-de-60- mil-muertosss!»

Díaz Hordas observa de reojo al chaparrín. (Y luego dicen que el matancero fui yo). Reprime el asco. «Inténtalo otra vez».

«¡Viva el presidente que defendió la soberanía nacionaal!»

Y fue entonces. La Barranca del Eco: «¿Quieres-aplausos? Anda-a-que-te aplaudan-tus-víctimas, matancero-de-miércoles!»

Era jueves. (En fin.)

Las yeguas de la noche

Tal nombra el idioma inglés, frase expresiva, las desbocadas pesadillas que atropellan a los de conciencia en rescoldo. Al protagonista de la fabulilla, sin ir más lejos.

Es noche cerrada en cierta ciudad de embeleco a la hora en que se inicia el horror. Bajo la negritud del firmamento el caserío se tiende como arpillera en el pellejo de un valle parduzco. Aquí la zona residencial, minúscula pero ostentosa, que habitan los del negocio de la  política y la política del negocio.  A prudente distancia, el barrio de las clases medias y las medias bajas o de plano ya sin medias (chicotazos de la crisis). Allá, en la entrepierna del yermo y la agrura del basural, donde no enchinchen, los arrabales del pobrerío. Vean, apiñadas aquí y allá desparramadas, las villas miseria y las favelas, los muladares y las barriadas que evacua nuestro mundo democrático neoliberal. Allá, muy arriba, un firmamento grifo de luceros. Presidiéndolo todo, fría, hermosa y distante como tú, mujer, la luna.

Silencio. La ciudad duerme el sueño de los justos; de los justos que no padezcan de insomnio. Pues sí, pero no, que hay de sueños a sueños. Encuevado en el pétreo corazón del bosquecillo de pinos se alza ese bunker monumental, y atejonado en el bunker del bunker se rebulle en sueños un pequeño individuo, se agita bañado en sudor, zarandeado a cuartazos de pesadillas. Entre fruncimientos de ceño,  los labios del hombre farfullan retazos de sílabas y agargajados estertores que lo estremecen, le humedecen el rostro y lo fuerzan a arquear hasta el máximo la ceja derecha. Macabrón.

¿La causa de que las yeguas de la noche pataleen al durmiente? Los espectros de más de 60 mil cadáveres con su cauda de luto, dolor y lágrimas, al tiempo que una desbozalada corrupción embija de lodo biológico un canceroso gobierno que enriquece a unos pocos  y empobrece a los más, cuya exasperación hace brotar salpullido de focos rojos en el rostro de la ciudad, que la mantienen al filo del estallido. Cuidado; mucho cuidado.

El durmiente se sabe aborrecido por todos. ¡Hasta por sus enemigos! Y sí, todos lo detestan, y con razón, que sólo aborrecimiento se ha logrado granjear, y es así como odio, desprecio, desencanto y rencor repercuten en los sueños nocturnos del chaparrín del bunker. Y esta noche carga encima toda la repulsa, todo el rencor de un fregadaje al que sañudamente ha castigado hasta el límite. ¡Y es entonces! En la pesadilla, la tronante voz del Angel de la muerte:

“¡Alto, impostor! ¡Alto a tu impericia e insensibilidad social! Tú, aprendiz de brujo político, cuida de no continuar despertando la mala voluntad de tus víctimas. Mira que no todo el tiempo has de tener el apoyo de tu vecino imperial. ¡Duerme con un ojo abierto (de la cara)!”

Rebulléndose, el chaparrín intenta conjurar la visión. “Juan Pablo II, ven en auxilio de tu siervo, este   beato del Verbo Encarnado”.

Espada flamígera, el Angel: “Periodistas alquilones te alaban. De carismático no te bajan. Y tú, insensato, que te la crees. ¿No ves que al tanto más cuanto te queman incienso?”

“Santo señor Dios de los ejércitos, incluyendo a mis guaruras presidenciales,  mira que por quedar bien contigo un Estado laico lo he vuelto beato. Manda en mi auxilio a alguno de tus ángeles, a algún querubín. Mándamelo, Señor, ¡mándame al espíritu que yo merezca a tus ojos!”

«¡El que mereces te envío!»

Y horror, que en lo profundo de un hondón de vivas llamas ahí el perito en odios: que merece el actual:  «¡Díaz Hordas». (Mañana.)

Amenaza tormenta

Crimen Imperfecto  es un relato escrito por Gonzalo Fortea, que aquí sintetizo con dedicatoria especial  para los titulares del IFE y el TRIFE, Leonardo Valdés Zurita y Alejandro Luna Ramos, La síntesis del relato del mencionado Fortea:

– Sí, señor fiscal. Soy un asesino.

Mi defensor se levantó, indignado: “¡No se reconoce culpable!”

– Pero maté a la víctima.

El juez: “Demuéstrelo. ¿Tiene testigos?” Yo: “No se buscan testigos para cometer un crimen”. El juez: “Quizá a usted le hubiera convenido tener uno. ¿Dónde está el arma homicida?” Yo: “La perdí. Puede que la haya arrojado a una alcantarilla”. El juez: “Toda la zona se registró en su día y el arma no apareció. Tendrá usted que demostrar su crimen”.

El fiscal estaba nervioso. Le hice un gesto como diciéndole: no se preocupe, lo conseguiremos. Se animó: “¿Los motivos del crimen?” Yo: “Robarla, naturalmente. Me encontraba en una situación muy difícil. Hacía dos meses que había perdido mi empleo. Necesitaba dinero para poder comer. Creí que el piso estaba vacío, pero de pronto apareció la señora. La maté para que no se pusiese a gritar”. Mi defensor: “¿Gritar? Paralítica, no podía emitir sonido alguno”. Yo: “No lo sabía. Tuve miedo, perdí la cabeza y la maté”.

– No nos convence, dijo el juez. “¡Ustedes no estaban ahí, y yo sí!”. “Demuéstrelo”, dijo el juez, y el abogado defensor: “Usted afirma que penetró en la casa con intención de robar. ¿Qué fue lo que robó?” Yo: “Nada, no encontré nada”. “Sin embargo, la anciana señora guardaba una importante colección de joyas en uno de los cajones de la cómoda, que no estaba cerrado con llave”.

– Nada encontré.

– ¿Usted nos toma por imbéciles?  La cómoda no fue registrada. No había huellas dactilares.

– Utilicé guantes.

– No se observaba el menor desorden.

Mi abogado defensor: “Señor juez, señores del jurado: el asesinato conlleva pena de muerte.  ¿Vamos a consentir que el acusado se ría de nuestras sagradas instituciones justicieras y que utilice el dinero y el prestigio del Estado para consumar lo que sería su suicidio? ¿Hemos de volvernos idiotas para creer en su desmañada sarta de absurdos? Observen su rostro cansado. “Es que estoy aburrido. (Me levanté.) ¡Ya está bien!”

El juez golpeó la mesa: “El acusado se abstendrá de alzar la voz”. Dije: “¡Soy culpable!” “¡Cállese! ¡No invente que es culpable!”“¡Protesto!”, gritó el fiscal. “¡Denegada la protesta”, sentenció el juez. “Puede retirarse el jurado a deliberar”

– No es necesario, señor juez. Todos estamos de acuerdo.

– Levántese el acusado.

Cuando salí a la calle el fiscal caminaba con la cabeza hundida mientras se dirigía a su automóvil. Un hombre se me acercó sonriendo. Era mi abogado defensor, con la diestra tendida. “Enhorabuena, señor Peña Nieto”.

– Maté a la vieja -le dije-. La vieja democracia. Para ello mis operadores pusieron en práctica todas las viejas trampas, toda la subcultura del fraude del viejo PRI, con un derroche demencial de dineros públicos en la compra del voto. Maté a la tal democracia y usted lo sabe, Leonardo Valdés.

– Claro, sí, ¿y eso qué importa en México?

Subió al auto. Yo, ahora, aquí estoy, el recinto atascado de cómplices, planeando entre todos el reparto de utilidades ahora que comencemos a administrarnos el país. La conciencia, tranquila. Todo legal. No hubo trampas. Si acaso, «rregularidades». Nada que altere los resultados de la votación,  jura el juez Luna Ramos.

Allá, afuera, por todos los rumbos, retumban amagos de tormenta.  Nada grave. (Es México.)

Delirante

De un caserío que se arropa en cierta hondonada hablé a ustedes ayer, y de La  Mansión donde los restos del monstruo aquel se tornaban polvo en su nido de telarañas y raso descolorido.  Por luchar contra tal demonio compartí el terror con los lugareños hasta que  la muerte de mi única en los colmillos del tal me forzó a huir del horror. Pero ellos se había decidido…

Que se congregaron todos y entre todos lograron dar muerte al endriago, supe después. Que aplicaron la fórmula que les reveló alguno luego de llorar sobre las flores de la tumba recién abierta. Los lugareños, medrosos y renuentes a la acción colectiva, se decidieron. Al rayo del sol y dándose valor unos a otros ascendieron al crestón y con la estaca de punta afilada penetraron en el nidal del dañero, dormido a media mañana.  Por alguno lo supe:

– Afuera brillaba el sol, pero adentro todo era oscuridad. Afuera ni una nube empañaba el azul,  pero en el salón de cortinajes decrépitos y a través de una ojiva se advertía la nublazón. Afuera vientos de  polen, perfumes, feracidad. Adentro, olor a cadaverina. Fatigados al esfuerzo de la ascensión, unos a otros nos veíamos lívidos. Pero la estaca en mitad del sueño y del corazón, aniquilamos al demonio de los colmillos ávidos. Ahí el engendro, reducido a huesos resecos y carnes amojamadas. No más.

Pero qué experiencias perduran en la memoria de algunos. Después de años de malvivir velando a las víctimas, en poco tiempo (¡la memoria del payo!) el engendro derivó en folklore, color local, espantajo de folletón, señuelo para turistas. Sólo algún viejo solía recordar las noches de desgarramientos que asolaron la región, el horror y el espanto, las sartas de ajos, el ensalmo, el crucifijo. ¿Entonces?

¿Cómo es que el endriago no pasaba de amable conseja en la tertulia familiar? Como existir, sí existió el demonio, dicen los payos, pero su mundo ha sido desintegrando. Y sonriendo requieren la copa y la romanza de amor. Alguno ensaya el pasillo de baile, tarareando la tonadilla que les enseñó el juglar trashumante, y al arcón de los cachivaches la leyenda de La Mansión. Pero aberraciones del payo…

Fue  esta medianoche, yo de vuelta al poblado y a la tumba de mi única, muerta por unos colmillos hincados en la yugular. Congregados los lugareños, antorcha en alto, enfilaban a La Mansión. ¿A qué, ya destruido el engendro?

Hasta mi ventana entreabierta se alzaba el rumor de los pregones con que mutuamente se jaleaban. ¡Entonces lo supe! En el cielo un renegrido nuberío. Retumbaron los primeros truenos. El zigzag de un relámpago primerizo. Y el firmamento se derrumbó sobre el caserío.

Después… a los relámpagos columbré las siluetas de los  payos que regresaban de La Mansión. Algunos la porra, el cohetón, la tonada juguetona. Porque ahí lo inaudito:  al juzgar que ya no entrañaba peligro ninguno los payos, acuerdo de todos, sacaron la estaca a los restos del vampiro de La Mansión. Revivió. Rejuvenecido. Abrió los ojos. Les sonrió. Los halagó. Les prometió una vida de bienestar.  Los colmillos apenas se le insinuaban…

Yo, estremecido, requerí el crucifijo y  los ajos. Porque el vampiro ha tornado a su vida viciosa y perjudicial y el peligro se cierne sobre el caserío de los insensatos. ¿Y la memoria histórica? ¿Pues qué, para esta clase de payos todo es inútil? Lástima de los otros,  quienes sí  ejercen el ejercicio de pensar…

Es noche cerrada, de insomnio para mí. Rayos y centellas chicotean el poblado. Allá, afuera, un furioso batir de alas. (PRI.)

Gótica

Es noche cerrada Yo, el crucifico en la diestra, a través de una rendija de mi ventana contemplo la tormenta que se derrumba sobre el caserío y azota la montaña rocosa en cuya cresta aparece, a la  intermitente luz del relámpago, la silueta de La Mansión. Hace un rato, antorchas apagadas por la fuerza de la tormenta, los lugareños bajaron en estampida, lívidos rostros por la enajenación colectiva que produce el linchamiento. Horror.

Pero no, que esta noche de espeluznos el rito no fue de aniquilación, sino del retorno  a su vida aberrante de un engendro de la tenebra cuyos restos se resecaban en La Mansión. Yo, sartas de ajos en mi ventana, observo a los oficiantes del rito nefando mientras se escurren por las callejas y se esfuman detrás de puertas y pasadizos. Ya tendrán tiempo de arrepentirse. La tormenta en todo su rigor.

Noche. Yo, en el filo del espanto y el ánimo contristado,  tras la rendija de mi ventana reflexiono sobre el destino de los pueblos débiles. El de esta aldea, por ejemplo, que visité por primera vez cuando enterizo de edad y carácter, me propuse investigar que había más allá de la conseja del monstruo, y descendí hasta la almendra del horror y la pesadilla.  Pero, repito, destino de pueblos débiles: perdida ya la memoria, lo inaudito ha ocurrido la noche de hoy.

En tiempos remotos semejante endriago  había invadido todas las noches y todas las vidas de los lugareños y vivía una vida aberrante extraida de la sustancia de cuanto despistado a deshoras de la noche y entre alaridos caía víctima del depredador. Los sobrevivientes, armados con sartales de ajos, se atejonaban en el rincón y en el pasadizo, el conjuro en una boca y el crucifijo en la diestra. Y es así como la aldea iba raleando de lugareños, que huían sin volver la mirada. Yo, el fuereño,  entre ellos. Pero a la vuelta del tiempo me urgía visitar una tumba. Aquí estoy.

Solo y mi alma pasé la primera noche de mi regreso. Muy temprano al día siguiente iría a visitar a mi única en el cementerio. ¿Quién de los dos se sentiría más solo? (Ella se había empeñado en acompañarme en la aventura insensata. Aquella noche, al volver yo de mi visita furtiva a La mansión, pude observar el vuelo del depredador. Como recuerdo mi única me dejó su lamento y un amado despojo vaciado de sangre. Huí. Pero ella, desde su tumba, me requería…)

Y aquí estoy. Viajero imprudente, investigador insensato, con mi maleta negra llegué hace unas noches y me instalé en la única posada de un caserío que se recuesta al pie del crestón de rocas, La Mansión en la cresta. (Hasta anoche, en el más recóndito pasadizo en tinieblas se apolillaba el ataúd que guardaba los restos de la bestia dañera. Hasta anoche. Olvidar es maldición de los pueblos débiles.)

Noche. Descorro la cortina unos centímetros. Allá, un oscuro firmamento constreñido de nubarrones preñados de tormenta. Acá, un caserío que después de su maniobra viciosa en La Mansión duerme en la placidez de la inconsciencia, puertas y ventanas abiertas de par en par. Porque a la tormenta siguieron el calor y una sofocación de horno  en rescoldo que empaña ropas y carnes. Y esta paz engañosa, y esta irresponsable placidez. Pueblos débiles.

Columbro la silueta del crestón de viva roca con  La Mansión en lo alto y compruebo que el lugareño extravió el recuerdo de llantos,  responsos y  sepulcros en el cementerio, y que muy pronto tendrá que abrir fosas nuevas. Tal es el oficio de esta comunidad: olvidar la experiencia y vivir al día. (Lóbrego. Esto sigue  mañana.)

Tres XXX

Excitante la cita con esa mujer. Asuntos del corazón. Ya al pardear de la tarde arribé al recinto escondido en la entraña del edificio donde ella me recibió con su sonrisa de luz y el rebrillar de sus garzas pupilas. Sabia, diligente, me recostó, desabrochó botones y corrió cremalleras. Yo, semidesnudo, sentí en mi pecho recorrer la tibieza de sus dos manos. Cerré los ojos. Me dejé llevar por los preparativos del ritual. Suspiré. Mi corazón comenzó una irrefrenable taquicardia. Casi virgen y no acostumbrado, ¿no iría a sufrir? Como todo novatón era un penco desbocado, el muy penco. “Tranquilízate”, su aliento tibio en mi oreja. “¿Es tu primera vez?” La segunda. Le tuve que describir la primera. «Fue en un camastro, con un varón».

Me escuchó, y entre sofocos llegamos al final. Pero tanto le había interesado mi primera vez, que  la anotó en una carpeta.  «¿En un camastro?»

– Del ISSSTE, sí.

Y que ya en el camastro el facultativo se me vino encima echando mano a sus fierros como queriendo operar; bitoques, agujas, estetoscopio y ese aparato con el que mi corazón trazó caligrafías como palotes de párvulo que, juró el del ISSSTE, eran simples latidos, y el resultado del examen: un corazón perfecto y normal, pero caprichoso y excéntrico. Un costalito de mañas, mi corazón. “Obsérvelo, me dijo el cardiólogo.  Todo marcha a compás, pero enrevesado”. Algo que mal pude entender, a lo neófito, y que yo esa tarde explicaba a mi amiga la doctora:  al modo de Calderón, que es zurdo de derecha, mi ventrículo derecho resultó de rosca zurda, razón por la que la aurícula envía la sangre al contraflujo, cuando lo cristiano en este país es que irrigue sólo el área derecha, la del Verbo Encarnado. «No, y las precordiales están emplazadas en el centro-izquierda». Y los espasmos. Que lo raro es que se acalambren de aquí para allá en lugar de fruncirse de allá para acá. “Extraño. ¿Puedo sacarle algunas gráficas extra para los Colegios de Medicina?”

“Y una más para Ripley.  Para Casos de Alarma.

Tal fue mi primera vez. Ahora, tras del examen a que me sometió la amiga  doctora, mis niñas se clavaban en esos signos indescifrables que mi corazón, con la inhabilidad de niño de párvulos, había rayoneado en el papel, resultado del electrocardiograma que, según la doctora, mostraba las excelencias de un corazón sano al ciento por ciento. Sin más.

“¿Pero por qué un electrocardiograma, compañero? ¿Algún dolorcillo en el pecho, el brazo izquierdo, en la..?”

Ningún dolor. Precaución. Fuerte y sano me sentía cuando fui a consultarla. «¿Entonces?»

Le expuse la razón de mi pánico ante el riesgo de que se me pare. “La tensión a que lo somete la politiquería barata, carísima.  Millones de anuncios publicitarios, imagínate. Proyectos, promesas, buenas intenciones, planes y compromisos de unas campañas loderas, excrementosas. Yo, con mis ventriculitos enrevesados, temo que mi corazón no resista la segunda agresión: conocer al que seis años va a manosear el país. ¿Te imaginas?»

Se regreso a mi soledad ya era noche cerrada, ya acompasado el latir de un corazón ahora tranquilo, pacífico después de que la amiga doctora me lo amansó.  Y la paz.

¿La paz? Cuál paz.  En mi primer sueño sonó el celular. La doctora: «No puedo dormir. Taquicardia. Temo que no resista mi corazón. Todo fue culpa mía».

Imprudencia la suya. Que sin medir el peligro escuchó todo el debate de los candidatos.  «¿Algo en tus grillas de teoría política pudiera calmarlo?»

Ya no pude dormir. (Tétrico.)

Usted no puede morir

(A su hora me informaron que mi padre había muerto allá, en su nidal zacatecano, pero juro que está vivo todavía, o qué hiciera yo sin esa estrella polar. Aquí, el retablillo anual a Don Juan, mi padre.)

A usted le hablo, señor; a usted que es como la patria: inaccesible al deshonor, y de quien se aprende (con el ejemplo) valores morales de los que norman la humana conducta: justicia, verdad, libertad, amasijo que da sustancia a la varonía. Porque usted fue (es) decencia, dignidad y humanitarismo en todos sus actos de cada día. Porque tan comprensivo fue para con los demás como severo con usted mismo. Porque valedor lo fue de todos, y generosidad y humanismo en el trance en que hay que abrirse las telas del corazón. Filósofo de lo fugaz, del fatalismo suave y sin estridencias, usted se mantuvo tan ajeno al ruiderío como aledaño de la sonrisa y el buen humor. El  pudor y el decoro, la vergüenza y la dignidad, padre Juan.

Lo miro y miro de ojos adentro a tal varón de virtudes, pura reciedumbre y verticalidad, y una conciencia que en la humana conducta sólo un par de colores distingue: el blanco y el negro, sin más; el de la dignidad y el de su contraparte; sin medias tintas y sin matices, sin disculpas ni tartufismos. Y ya.

Miro esos ojos donde se columbran, machihembrados, mansedumbre y rebeldía, severidad y comprensión, la tolerancia, la gravedad y el humor juguetón, como también  una que otra lagrimilla de las enjundiosas, todo a su hora. Porque claro, usted tiene el don de las lágrimas, y ese don me lo enseñó a practicar con mesura; con decoro, aclaro; con claro decoro. Mis valedores:

Zapatero de nacimiento, o casi, don Juan fue cristiano en el mejor, en el único sentido del vocablo, el de la obra de amor a sus semejantes; religioso y creyente fue, pero sin fanatismos, sin sectarismos, sin dogmatismos, y tan respetuoso del ajeno derecho, la disensión y la disidencia, como de lo propio y natural. Mi padre, filósofo sin tratados de filosofía, antes de echarme su bendición porque la vida nos separaba me dijo cosas: que si habrá que volar sobre el vocerío y la estridencia, y volar tan alto como lo acepten las fuerzas; que apartar de sí la quincalla y moldear el espíritu; que, rebelde a toda mediocridad, “álzate, vuélvete pura ánima y después de encomendarte a Dios, el tuyo; sé siempre varón a los ojos de tu conciencia, tu único juez”. Y me echó encima su bendición, y con ella (sé que alguno me va a entender) me tornó indestructible, invulnerable con su bendición. La de don Juan, mi padre…

Óigame, usted que me hablaba quedo y sonreía:  frente a mi zozobra lo miro todo el tiempo, y de tarde en tarde frente a mi paz interior, cuando  emparejo mis hechos a mis proclamas. Lo tengo enfrente, donde quiera que estemos usted y yo, y sonríe, y sé entonces que para mí nada está perdido. Eso es todo, padre Juan. Con mi amor, el testimonio: usted es la sabiduría que encamina, el consejo que guía, la ponderación que sosiega,  el ejemplo que incita, la ausente presencia que sanciona mis actos y el impulso para poner la proa hacia esa estrella inasible. La conciencia de mi conciencia. Usted, padre…

Muy cierto, señor; ya lo veo, incómodo, menear la cabeza. Decirle esto que le digo salía sobrando, y en público, más aún; pero cuántos de quienes en fecha impuesta celebraron, uncidos al calendario del comercio y más allá del regalito, tienen seco el corazón para la figura del padre. Algo podrá decirles esto que le digo a usted, padre Juan. Y la paz. (Vale.)

Y la paz

Del humor inestable de madre Natura me quejé ayer, y cómo no iba a quejarme, si de esta  a la otra semana nos trae sudorosos o tiritando, este día  soles en brama y este otro cielos anubarrados y repentinos chubascos. El temperamento de la Carlotta, qué le vamos a hacer.

Aquella tarde navegaba en la internet y visité tierras lejas y lugares exóticos cuando, de súbito, ¿y eso? Quedéme ratón en mano. El de la computadora. La luz se apagó y se encendió el ventarrón, y soliviantó el limonero, excitó la buganvilia y arrancó aromas y petalillos a la madreselva y madres anexas. Y qué hacer, sino aguardar la vuelta de la energía eléctrica. Y fue entonces.

De repente se va el chaparrón, el viento desgarra los cielos y a la tierra desciende la paz. Miré hacia el firmamento recién asperjado de luz, y en la comba paz y el irisado silencio como nunca antes entendí a  Pagaza, el místico:

Tiende la tarde el silencioso manto – de albos vapores y húmedas neblinas – Y los valles y lagos y colinas – mudos deponen su divino encanto – Las estrellas, en solio de amaranto – al horizonte yérguense vecinas – salpicando de gotas cristalinas –  las negras hojas del dormido acanto. – De un árbol a otro en verberar se afana – nocturna el ave con pesado vuelo – las auras leves y la sombra vana – Y, presa el alma de pavor y duelo – al místico rumor de la campana – se encoge y treme, y se remonta al cielo

Y la tarde, y la paz, y los altos cielos que, gatitos,  se abajan y se me arriman a que les rasque la panza. De repente, mis valedores: ¿y eso? ¿Qué, dónde? Ahí, semioculto en la higuera (esta no maldecida por la rabieta del Nazareno), el cenzontle, molotito emplumado, rompió a cantar; y qué limpidez de escalas y qué equilibrio de melodía quebradiza, pero entera siempre, emplumada garganta que hacía escoleta, purísimo cristal, en el ramaje recién llovido.

Yo, escuchándolo, ¿en qué mágica geografía me encontré? La mente se me pobló de techumbres y bardas y un río rumoroso de jarales y jacalazúchiles, y aguardaba en cualquier momento el mugir de las reses de vuelta al redil. Mi Jalpa Mineral, que es decir mi hontanar, el de mis años muchachos, escondida en su nicho de peña viva, donde vivió y vive bajo tierra la niña de mi primer amor, el único. Escuchando al cantor en aquella paz y en el tiempo que señalaba la agonía del Justo, apareció otro poeta, Othón, y susurraba, quedo:

Oid la campanita, cómo suena – el toque del clarín, cómo arrebata – las quejas en que el viento se desata – y del agua el rodar sobre la arena (…) – Todo esto hay en mis cantos, me enamora – la noche; de los hombres soy delicia – y paz, y en los árboles cubierto – sólo yo alcé mi voz consoladora – como una blanda y celestial caricia – cuando Jesús agonizó en el huerto.

Suspiré y dije entre mí (y me brotó del ánima del alma): “Señor: gracias te doy porque esta tarde, con su minuto de paz, tu santa mano alejó de nosotros al beato del Verbo Encarnado, que fue a codearse con jerarcas neoliberales y un carnicero Nobel de la Paz. Importante se habrá sentido el anfitrión, cuando nadie puede aumentar a su estatura un codo, como tú mismo lo afirmaste en la Biblia.

Gracias, Señor, porque en este minuto de paz olvidé el macabro legado de tu siervo Felipe: terror y cuerpos decapitados, descuartizados, bombazos, incendios que achicharran medio centenar de criaturas, y lágrimas,  luto, dolor. Él distante, he recordado el dulcísimo sabor de la paz.  Que de tarde en tarde se vayan Felipe y la energía eléctrica”. (Amen.)

(Lejas, no lejanas. Amen sin acento. Gracias.)

Oración de la tarde

Humor inestable de madre Natura, mis valedores, que debe andar en sus días premenstruales o ya de plano con síntomas de menopausia, porque así trae a sus hijos en el desatino total. ¿Por qué hace de junio su agosto con semejantes calores,  fríos invernales, veraniegas tormentas y ventarrones que encelan  a un sol como toro en brama? ¿En qué quedamos, pues? Más seriedad con mensajeras tan revoltosas como Carlotta,  madre Natura.  ¿O acaso no se conduele de este otro ciclón Carlotta  en el que los mercachifles de la política traen a sus entenados como pollos descabezados?

Recuerdo, a todo esto, el ventarrón que sacudió la tarde aquella que se me tornó inolvidable. El susodicho llegó de mal humor, emberrinchado, embistiendo todo a su paso, y esto fue derribar árboles, cerrar de golpe ventanas y puertas y secuestrar la energía eléctrica de mi arrabal. Yo, que en la internet viajaba por tierras exóticas, de Palestina y su vecino crudelísimo,  me sobresalté: ¿y ese estrépito? ¿Los terroristas “al por menor” de Al-Qaeda, como los denomina Noam Chomsky,  que así responden al terrorismo imperial de todo un Nobel de la Paz?

Desde el mediodía se insinuaba el rezongo climático, con aquel calorón que parecía resuello de un soterrado don Goyo y que mantenía la ciudad en rescoldo. En el bochorno del alto sol, los pulmones de la megalópolis con fuelles recalentados: allá, la manada de sirenas en brama que serían de patrullas, que serían de ambulancias, vaya Dios a saber. Y aquel jadear de motores sobreexcitados, y el llanto de la Caribe, que los rapaces de lo ajeno, no pudiendo raptársela, abandonaron despeinada y doliéndose a gritos desde todas sus alarmas, que hagan de cuenta sota moza a la hora de malparir.

Yo, churretes y goterones  de sudor que desembocaban en el estrecho de mis recónditos dardanelos, por el mare nostrum de la internet navegaba por esos mundos, doliéndome al verlos como lo que son:  simples tableros de ajedrez, con el imperio de los premios nobeles de la paz enfrentándose al mundo y jugando las piezas negras, tintas en sangre, pobreza, dolor. Líbano, Irak, la desdichada Iberoamérica de Bolívar, que por negarse a escuchar a Martí ahora tiene que soportar a los proyanquis, titerillos de Washington que hoy mismo, destino de pueblos débiles y mediocres espíritus, en la reunión del denominado G-20, tienen el señalado privilegio de codearse con el asesino de Bin Laden y Premio Nobel de la Paz.

De repente, válgame: a oscuras me fui a quedar y con el ratón en la mano. El de la computadora. Y qué hacer. A la espera de la consigna ancestral: hágase la luz, me recliné en el sillón, y entonces, tras de los bandazos de un viento aborrascado  ahí llega embistiendo el chaparrón, jarioso becerro que alborotó la bugamvilia, enceló el limonero y sobresaltó la madreselva y alguna otra madre de esas; a lo furioso, a lo desatinado, como sin puntería, como adolescente primerizo estremecido de urgencias. Y como vino desgarró  la cortina de lluvia y desarropó el firmamento, y entonces aquella paz…

La paz aquella, y con la paz, en este mundo doméstico bien barrido y bien bautizado, el milagroso silencio, los verdes recién renacidos y ese cielo que el limpiaparabrisas divino me dejó relujado, rechinando de limpio. Y esta calma y esta paz de día santo, de santo día. El tiempo que se detiene, y pasa frente a mí el pajarillo de la gloria. Allá, lejos, ¿figuraciones mías?, un esquilón. Mis valedores: miré el cielo recién asperjado de luz…

(El resto viene después.)

Nuestros astronautas

¿Alguna moraleja le pudiésemos pescar al cuentecillo?

«Las naves espaciales dejaban tras de sí sus estelas estallantes de luz. Desde nuestras chozas las mirábamos hundirse en el firmamento en representación de nosotros, los que costeábamos el proyecto espacial. Acuclillados frente a la abollada cacerola en que hervían las hebrillas de carne sabíamos que la nave enviada al espacio era nuestra nave y nuestros los astronautas. Éramos los pioneros de la era espacial. Nosotros…

De noche, insomnes en el jergón, escuchábamos un lejano zumbido de reactores que rasgaban la inmensidad. Entonces, más allá de la anemia, sentíamos aumentar la presión sanguínea. Nuestros astronautas, en los que habíamos delegado  todo el orgullo de ser, de sentirnos  héroes hazañosos, burilaban en el espacio el verso del himno al progreso. Nosotros, felices…

Al hurgar en los montones de desperdicios algo qué llevar a la choza nos topábamos con el diario que anunciaba el lanzamiento de nuevas naves espaciales. Sus tripulantes eran ángeles de esperanza, de riqueza futura para nosotros. Tomados de nuestras mujeres, apretando esos huesecillos náufragos de carne y rodeados del enjambre de nuestros niños, sus moscas, enfermedades endémicas y avitaminosis, sentíamos la garganta anudada de emoción: nuestros representantes proseguían la carrera espacial de todos nosotros, los de acá abajo. Nuestro amor, devoción y recursos económicos los acompañaban. Éramos los arquitectos del Cosmos.

Cada día, al mascar las hilachas de carne, levantábamos la cabeza para observar estrellas humanas rumbo a la eternidad, y aquel nudo en la garganta. Al tomar a nuestras mujeres nos nacía un rescoldo de placer en el vientre. Estábamos copulando en representación de nuestros enviados celestes. Al sentir nuestro renaciente vigor sollozaban las mujeres, resignadas a recibir un hijo más en sus destartaladas entrañas,  su mente gozando con los navegantes que se las llevaban consigo más allá del Sol y el terror, de Júpiter y las penas, de Plutón y el hambre Cuánta felicidad…

¡Ah, los alaridos cuando la nave espacial se desplomó más allá de nuestras cabañas! La explosión hizo llorar a los niños y desgajarse por dentro a millones de ilusos mendigos de la hazaña ajena que delegamos en esos que tripularon la nave espacial denominada México. La decepción nos forzó a soltar acres lágrimas. Nuestra  esperanza se redujo a un gusano retorcido y disforme que ventoseaba un humo pestilente, y no más…

Honda fue nuestra pena y amargo el llanto por las promesas incumplidas de quienes no estuvieron a la altura de los que delegamos en ellos, y que nos hicieron volver a la realidad de la choza, el hambre, la desesperanza. En silencio nos fuimos acercando a los restos ennegrecidos y renegamos ante ellos. De nuestra esperanza colectiva sólo quedaban un agujero y una ceniza que el viento dispersó en las chozas. Nosotros, los que pagamos a nuestros ángeles…

Hemos vuelto a la vida de siempre: buscar desperdicios, robar a transeúntes, fornicar toscamente. Los astronautas nos defraudaron del primero al más reciente de los “Nopalitos”. Hoy, al sorprender a nuestros niños mirando al cielo, los golpeamos rudamente Yo, insomne, en la madrugada suelo preguntarme: ¿quién será más niño, quiénes estará más golpeados, ellos o nosotros? Ah, esta compulsión de nunca asumir, de delegar siempre en quienes siempre van a terminar defraudándonos. Esta terca, irracional esperanza de inmaduros que se niegan a crecer. Ah, México». (Este país.)

A todas sus víctimas

La maldición de los dioses. El anatema que arrojan sobre la testa del criminal. ¿Alguno de ustedes leyó o ha visto en teatro el Edipo Rey, de Sófocles?  De memoria y sin muchos detalles esbozo aquí el argumento de esta obra cumbre del teatro universal.

Reinaban en Tebas Layo y Yocasta. Al nacerles un hijo la profecía los previno: asesino sería de su padre, siniestro destino. Por evitar su muerte Layo decreta la del recién nacido, pero a los verdugos les flaquean los riñones y prefieren abandonarlo en el monte, donde lo recoge un pastor. De mano en mano aquel niño va a dar a las del rey de Corinto, que lo adopta como hijo de sangre. Más tarde el oráculo revela al joven Edipo la atroz predestinación: matará a su padre. Tanto ama al que cree padre biológico que por evitar su destino huye de Corinto buscando refugio en Tebas. En el camino se topa con La esfinge, monstruo dañino que  a cada viajero plantea  un acertijo (la muerte, de no responder de manera acertada): cuál es el animal que en la mañana camina con cuatro patas, a mediodía con dos y en la tarde con tres. ¿Lo saben ustedes? ¿No? Ahí hubiesen dejado su vida. Por si se vieran en  trance tan comprometido: tal animal es el hombre cuando niño, cuando adulto y cuando viejo de bordón.

Edipo acertó al contestar. La Esfinge (rabia, decepción) se quitó la vida mientras el hazañoso seguía su viaje, y fue entonces: en un cruce de caminos el viajero de cierto carruaje increpó a Edipo, que reaccionó asesinándolo. Sí, a Layo, su padre, y así se cumplió  predestinación tan atroz.

Pero el forastero había librado de La Esfinge a Tebas, y los tebanos le dieron recibimiento de héroe y le ofrecieron el trono vacante. El nuevo rey tomó por esposa a  Yocasta, la viuda, con la que engendró cuatro medios hermanos, porque Yocasta resultó ser la madre del infortunado.

Pero en este mundo nada es gratuito y ninguna acción queda impune. De ahí en adelante una plaga terrible asoló una ciudad meses antes próspera y rozagante, que ahora se fruncía, se erosionaba y acalambraba sujeta a toda suerte de calamidades sin que marchas, plantones y puños en alto lograsen conjurar el mal fario. Alguno tiene la culpa, dictaminó Edipo. A investigar, y el culpable reciba la muerte.

A investigar mientras la peste sigue crispando la ciudad, hasta que de repente se devela el misterio: cómo no sufrir un flagelo que a todos alcanza,  si el parricida cohabita con la propia madre, aberración que ha encrespado a los dioses.  Yocasta, al saberlo, se arranca la vida. Edipo sólo los ojos. Fin.

Yo ayer, releyendo a Sófocles, me puse a reflexionar en los tiempos de sangre, luto y tribulación en que mal sobrevive el país, cuando todavía hace algunos ayeres era feliz, discretamente próspero, con su gente en paz. Hoy, cuando en el desdichado sólo crecen pobrerío y desempleo; cuando el lacerado país llora la muerte de más de 60 mil vidas, entre ellas criaturas, mujeres y ancianos, en mi mente interrogué al dramaturgo creador  del Edipo Rey:

– ¿Qué malvado entre nosotros está irritando a los dioses, que así nos arrojan tal cargazón de calamidades? Esta plaga de horrores sólo puede ser un castigo por culpa de algún perverso que habita en la casa común. ¿Quién podrá ser el  tal?

Sófocles, en mi mente, callaba. Lo oí suspirar. Mis valedores:

¿Identifican ustedes al Edipo infeliz cuyas malas artes envenenan hoy día el aire que respiramos? ¿Quién podrá ser nuestra mala sombra? ¿Quién, omnisciencia del Verbo Encarnado?  (A saber…)

Gasolinazos

Estremecido te invoco, payaso del arrabal; te honro en el horror de la hora aciaga y en los días del espanto.

Todo ocurrió a esa hora mortecina en que acosada por las farolas municipales huye la tarde. Yo, en la banca del parque, con un mi amigo rumiaba asuntos del sentimiento, de los amores idos, del tiempo que pasa para nunca más, de las cosas que en el camino se quedan, de que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismo. Y el suspirar…

Más allá, la vida que pasa a frenazos, acelerones, altisonancias. De coche a coche, cuando el semáforo en rojo, un rumoroso panal de buscavidas: chicles, flores, tapetes para auto y fregaderitas de plástico y artesanía con las que medio México sobrevive vendiéndolas a la otra mitad. Y entonces, oh dolor, pobre payaso que malabareaba sus pelotas (de goma); y de mano en mano se le cuatrapeaban, y allá va la tricolor, y acá le rebrinca la verde, y allá le rebota la azul, y tiene que alagartarse bajo la panza del Neón para pepenar la amarilla, que hasta allá fue a dar. Ridículo.

– Pobrín. Tú y yo aquí tristeando, cuando ese pobre payaso…

Se le quedó viendo. “A ese yo lo conozco. Claro, es el Boquerones. Vamos a saludarlo”.

Joven de cuerpo, pintarrajeado el semblante, en la testa greñuda una peluca ya medio calva. Mi amigo se le acercó: “¿No es usted tragafuegos?”

– El mejor del rumbo. ¿Por qué la pregunta?

– Como veo que cambió de giro y anda en la payasada.

– Es que el hambre es cabrona, y a puras pelotas hay que aplacarla.

– ¿Podría hacernos el acto del lanzallamas?

– Los lanzallamas los ando haciendo sobre pedido. ¿Por qué no se cotizan los dos y me llegan al precio?

Cerrado el trato entró en la caseta del encargado del parque, abrió en la puerta un par de candados y con el cuidado con que se maneja la nitroglicerina sacó aquella latita.   «Sésguense, que ái les voy”.

Y allá troza el aire la primera columna de fuego, con la lata alcoholera entre los brazos. Y allá va la segunda llamarada, y la tercera, y ya.  “Servidos”.

¿Ya? ¿Fue todo? Pagamos. Y allá va el tragafuego a seguir haciendo el ridículo con sus pelotas (de goma). La tristeza, en vez de írsenos, se enconó.

– Bueno, ¿Y por qué el Boquerones cambiaría de profesión?

– Por el costo de la gasolina. ¿Te fijaste en las llamas?

– El chispoteo, dirás. Antes unas columnas de fuego que encendían la vía pública, que sollamaban a los viandantes y chamuscaban cejas y pestañas del chafirete. Qué horrísono el zumbar de aquellas llamas de apocalipsis, de infierno de Dante. ¿Lo de hace rato? No un órgano, un organillo de viejo impotente, un soplidillo de monja, un moco de guajolote. Tales llamas fueron como el sol de invierno y las amantes frígidas: calientan, pero no satisfacen.

– Pero el Boquerones qué culpa tiene.  Harto hace. ¿no ves que para cubrir costos la gasolina la campechanea con agua al 85 por ciento? Por eso fue que de fuego salía nomás el chisguete y un rociadón de agua y baba y gargajos que hasta acá me alcanzaron a salpicar. El rugido del fuego ¿no lo notaste? Con la garganta, estilo ventrílocuo: ¡fuzz, fuzzz!

Y que el pobre ya nomás se echó tres. Culpa del beato del Verbo Encarnado.  No que antes columnas de fuego para iluminar el mundo. “¿Por qué en mi México todo se va degradando? Estado, políticos, sociedad. Como en los chorros de lumbre del Boquerones todo en nosotros ya es más la saliva que las llamas. Gasolinazos.

Callamos. Nos fuimos yendo por la penumbra de un ensayo de noche aún sin amacizar. Más melancólicos que antes. Es México. (Mi país.)

Tu mano siniestra

Tu siniestra mano. Esa mañana, al despertar, Gregorio Samsa se miró convertido en un escarabajo apoyado sobre su espalda, ahora un duro caparazón. Al levantar la cabeza pudo ver su vientre oscuro. Incontables patitas, flacas y débiles, se movían desmañadamente. “¿Qué me está ocurriendo?”, exclamó. No era un sueño…

No, no era un sueño, sino tu espejo. Tú, el menospreciado, mírate en él. Gregorio, afirma Kafka en La metamorfosis, también nació y creció al igual que yo y que tú mismo para despertar bicharajo que en todos los de su mundo causara repulsión. Como tú mismo, escarabajo, con sus diferencias: su metamorfosis fue súbita, no prevista ni provocada. Tú, en cambio, tu existencia entera la haz vivido, desgraciado de ti, transformándole paulatinamente en lo que Samsa aquel amanecer: un bicharajo.

¿Que cómo te fuiste ejercitando? Los que te conocen desde tu juventud lo certifican, como también quienes tuvieron la tarea de educarte en el aula. De mal natural,  tal parece que El Verbo Encarnado te formó de un barro menos limpio que al común de los humanos. Un barro estercolero. Fobias, taras, complejos, represiones, instintos torcidos; a todo agrégale el combustible del licor, y se explica tu personalidad como retrato de Samsa.

Hoy, al término ya de la infausta jornada, te percibes depreciado, despreciado, humillado por todos. Lo eres, sí. Ahora, finalmente, ejerce la autocrítica y plantéate la interrogante:  ¿eres un bicharajo porque todos te desprecian o te desprecian todos porque de mal bicho no pasas? Frankenstein, otro engendro de la imaginación, era limpio, puro, de buen natural hasta que el desprecio de todos, el rechazo y la consiguiente soledad le volvieron piedra el corazón y crueles sus instintos.  Tú no. Tú desde tu nacimiento haz sido Frankenstein.

¿Bicho porque todos te desprecian, o al revés? De mi experiencia personal te doy un ejemplo: tuve una María (ella me tuvo) a la que amé como a mí mismo y tantito más. Era yo grande, y el centro del universo, cuando me llamaba “amor”, así fuese tan sólo con su mirada, forma la más elocuente de expresarlo. Pero de pronto mi única se oscurecía, y con toda su boca y con todas sus letras me motejaba de indigno de su amor. Yo, entonces,  sarna, tiña y pitaña en los ojos, me echaba en un rincón, y con las patas rascábame la picazón de las pulgas en la pelambre del costillar. ¿Me vas entendiendo?

Sobre seis líneas de la Biblia referentes a Job expreso ahora mismo mis dudas y formulo la interrogante:  Yahavé permitió a Satán despojar al varón de virtudes de todo bien material y matarle a los hijos. “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, las palabras del Justo. Pero en una de esas: “Job fue herido por una maligna sarna desde la planta de su pie hasta la mollera de su cabeza, y tomaba una teja para rascarse con ella, y estaba sentado en medio de ceniza. Díjole entonces su mujer: ¿Aún retienes tú tu simplicidad? Maldice a Dios, y muérete”.

Y aquí mi pregunta: ¿Job ya estaba sarnoso cuando lo abandonó la mujer? ¿No sería cuando su única lo abandona que Job se tornó sarnoso? Elocuente la versión de Sabines:

“Abandonado estoy, sarna de Job, paciencia mía».

Y tú, ¿cuál sea la causa de que te ahogue este crispado desprecio general, preguntas? ¿Lo corto de tu mecha, tu rampante mediocridad? ¿Tu alcoholismo, tal vez? ¡Eso y todo el podrido racimo de tus malas acciones, las que haiga sido como haiga sido tiznaron todo lo que tuvo la mala suerte de caer al alcance de tu siniestra mano! La zurda. (Sigo después.)