A todas sus víctimas

La maldición de los dioses. El anatema que arrojan sobre la testa del criminal. ¿Alguno de ustedes leyó o ha visto en teatro el Edipo Rey, de Sófocles?  De memoria y sin muchos detalles esbozo aquí el argumento de esta obra cumbre del teatro universal.

Reinaban en Tebas Layo y Yocasta. Al nacerles un hijo la profecía los previno: asesino sería de su padre, siniestro destino. Por evitar su muerte Layo decreta la del recién nacido, pero a los verdugos les flaquean los riñones y prefieren abandonarlo en el monte, donde lo recoge un pastor. De mano en mano aquel niño va a dar a las del rey de Corinto, que lo adopta como hijo de sangre. Más tarde el oráculo revela al joven Edipo la atroz predestinación: matará a su padre. Tanto ama al que cree padre biológico que por evitar su destino huye de Corinto buscando refugio en Tebas. En el camino se topa con La esfinge, monstruo dañino que  a cada viajero plantea  un acertijo (la muerte, de no responder de manera acertada): cuál es el animal que en la mañana camina con cuatro patas, a mediodía con dos y en la tarde con tres. ¿Lo saben ustedes? ¿No? Ahí hubiesen dejado su vida. Por si se vieran en  trance tan comprometido: tal animal es el hombre cuando niño, cuando adulto y cuando viejo de bordón.

Edipo acertó al contestar. La Esfinge (rabia, decepción) se quitó la vida mientras el hazañoso seguía su viaje, y fue entonces: en un cruce de caminos el viajero de cierto carruaje increpó a Edipo, que reaccionó asesinándolo. Sí, a Layo, su padre, y así se cumplió  predestinación tan atroz.

Pero el forastero había librado de La Esfinge a Tebas, y los tebanos le dieron recibimiento de héroe y le ofrecieron el trono vacante. El nuevo rey tomó por esposa a  Yocasta, la viuda, con la que engendró cuatro medios hermanos, porque Yocasta resultó ser la madre del infortunado.

Pero en este mundo nada es gratuito y ninguna acción queda impune. De ahí en adelante una plaga terrible asoló una ciudad meses antes próspera y rozagante, que ahora se fruncía, se erosionaba y acalambraba sujeta a toda suerte de calamidades sin que marchas, plantones y puños en alto lograsen conjurar el mal fario. Alguno tiene la culpa, dictaminó Edipo. A investigar, y el culpable reciba la muerte.

A investigar mientras la peste sigue crispando la ciudad, hasta que de repente se devela el misterio: cómo no sufrir un flagelo que a todos alcanza,  si el parricida cohabita con la propia madre, aberración que ha encrespado a los dioses.  Yocasta, al saberlo, se arranca la vida. Edipo sólo los ojos. Fin.

Yo ayer, releyendo a Sófocles, me puse a reflexionar en los tiempos de sangre, luto y tribulación en que mal sobrevive el país, cuando todavía hace algunos ayeres era feliz, discretamente próspero, con su gente en paz. Hoy, cuando en el desdichado sólo crecen pobrerío y desempleo; cuando el lacerado país llora la muerte de más de 60 mil vidas, entre ellas criaturas, mujeres y ancianos, en mi mente interrogué al dramaturgo creador  del Edipo Rey:

– ¿Qué malvado entre nosotros está irritando a los dioses, que así nos arrojan tal cargazón de calamidades? Esta plaga de horrores sólo puede ser un castigo por culpa de algún perverso que habita en la casa común. ¿Quién podrá ser el  tal?

Sófocles, en mi mente, callaba. Lo oí suspirar. Mis valedores:

¿Identifican ustedes al Edipo infeliz cuyas malas artes envenenan hoy día el aire que respiramos? ¿Quién podrá ser nuestra mala sombra? ¿Quién, omnisciencia del Verbo Encarnado?  (A saber…)