Tristuras arrabaleras

La esperanza del cambio, mis valedores, esa esperanza irracional tan arraigada en un paisanaje inmaduro en materia de cultura política. Fue al  oscurecer de un día de estos; de algún taller de lectura regresaba desde el norte hasta el sur cuando, de súbito, bajo la llovizna nocharniega, el volks. se echó tres falsas, o sea explosiones, y luego un a modo de eructillo en el mofle, y ahí murió el motor. En el intento de revivir al difunto di muerte a la batería. Ya derrotado abandoné la cucaracheta y, pajareando aquí y allá, di con el techo de la parada del autobús, de la micro, vayan ustedes a saber de qué línea y a qué rumbo incógnito pudiesen llevar. Yo sólo sabía que la cucaracheta me había escupido sobre algún barrio norte de la ciudad. La llovizna se convertía en un chaparrón que de chaparrón crecía hasta alcanzar la estatura de tormenta. Y allá, por un rumbo que no pudiese ubicar, el relámpago, el trueno, el rayo que sobresalta aquel remoto arrabal. Solté la carrera hasta la techumbre que parecía guarecerse, guarnecerse, como debajo  de un macilento paraguas, bajo la luz del farolillo de la esquina, legaña y bostezo. Al acercarme escuché la voz de la barriada:

–  ¿Pero aguaceros en pleno enero? Qué falta de seriedad de la madre.”

– ¿A quién le echa madres, oiga? ¿La madre de quién?

– A la Madre Natura, qué falta de formalidad.

– ¿Falta de formalidad, o advertencia por la forma criminal en que la maltratamos? El calentamiento global…

El cielo, trizado. Y sí: bajo aquella techumbre con capacidad para unos diez aspirantes a pasajeros cómodamente parados, se atrinchilaban alrededor de noventa humanos y uno que otro nuevaizquierdoso, todos pistojeando hacia el rumbo donde entre fumarolas de smog habría de aparecer el vehículo. Mientras tanto, a seguir esperando.

Me arrimé a la techumbre. Los que ahí aguardaban me observaron así, miren, de ganchete, a lo desconfiadón ante el arrimadizo. A discretos codazos me forjé un hueco bajo el de lámina, y así me dispuse a esperar el mini, el pesero, la micro o lo que me se me apareciera por enfrente. ¿A dónde me llevaría? Sepa Dios. Lo importante era salir del atolladoro. Allì, entonces,  resonó la voz del arrabal, su dejo cantadito. Dos panzones y una flaca, a mi flanco izquierdo: “Chinche microbús, cómo se tarda…”

El de la bufanda bicolor: “No, si ora con “Mencera”como antes con  Ebrard, esto del transporte colectivo es una tizna, ¿no?”.

– Oiga, no despotrique. ¿Tizna por qué?

– Pues por el hollín que sueltan por atrás.

– Ah, las micros…

– Las micros, las mafias de micros que las controlan o las mafias  perredistas que las controlan a todas, que  todas se viven soltando hollín por el hoyín. Y lo que tiznan todos…

La de los mallones: “¡Tiempo de perros!” Un perraco, cuerpecillo caliente, se me untó a las zancas. En mi ánima se lo agradecí. La voz del arrabal, voz anónima: “No, si yo lo que digo: para el fregadaje todo pinta de peor en más peor. ¿Quién nos asegura que esta lluvia no es ácida?”

El de la reata (de mecapalero): “Ora a aguantarse. ¿No andábamos de culecos con aquello de que a  patadas primero para sacar al PRI de Los Pinos para luego volverlo a meter? ¿No votamos  por el cambio? ¡Tengan su cambio! Pero chintetes, ánimas con esa micro…

Del mercado cercano, ya cerrado a estas horas, me llegó un tufo a pudrición, coles rancias, popó de ratas –ratas comerciantes,  ratas salinas, ratas deschamps. El del pantalón acampanado: “No, y mis huevos”

– ¡Sus ésos los deja en paz, lèpero!

(Sigo mañana.)

 

Coccioli

De joven aficionado al licor, lo abandona para volverse valedor de animalillos irracionales en desgracia y entes racionales a los que la botella convierte en animalillos patéticos. Carlo Coccioli. Yo, incómodo por la ostentación con que el Sistema apapacha a sus conversos a la hora de la muerte física (la muerte espiritual los fulminó cuando claudicaron), compruebo que muy pocos aludieron al fallecimiento de Coccioli. Ahora, en la época de ingesta desaforada de licor,  yo recuerdo al protector de dipsómanos y perracos callejeros.

“¡Ayúdeme! Si usted no me ayuda moralmente… tres días, tres noches. Si usted no me ayuda…”

“Era de noche. Toda la tarde había llovido. La estación de las grandes lluvias es tétrica”. Y al otro lado de la línea, la anónima voz:

“Ahora estoy lúcido, casi lúcido: ¿cuánto durará? Puedo beber hasta quince días, hasta morir”.

Creí que era una equivocación. Dije: Soy yo. Y a acudir al llamado del anónimo desesperado que desde el teléfono público, desgajado por el licor y en el límite del derrumbe final, imploraba auxilio. “Oigame con atención, le dije. ¿podrá llegar a..?”

Que él era humilde y muy mal vestido.   Que al verlo se espantaría. “Nada me espanta”. Nada de los tantos redrojillos humanos que gracias a la humana calidad de Coccioli supieron de la resurrección de la carne hasta entonces ahogada en licor. Acudió a la cita del anónimo solicitante, como días antes con Inés, “voz de contralto”:

“Yo no resisto el dolor, jamás supe sufrir; si para dejar la botella tuviese que sufrir, ¡ay!, no la dejaría. Pero aquí, pero aquí…”

Aquí, sí, en el grupo Alcohólicos Anónimos, milagro del humano valimiento, hasta donde Coccioli, suave y sin turbulencias, los conducía:

– Aquí, en “Doble A”, nos quitan la botella, pero en cambio nos dan algo: nos dan mucho. Lo que nos quitan, o mejor dicho lo que nos quitamos nosotros mismos, nos lo devuelven con creces. El enfermo alcohólico que intente eliminar la botella sin recurrir al grupo no sólo es muy probable que no lo logre, sino que también aumenta sus penas. Aquí, nosotros, vivimos con alegría. Bendito sea Dios, que da la alegría.

Para mì su canto tiene resonancias bíblicas: “¡Cuán terrible es el grupo, cuán majestuoso, apoyado así sobre lágrimas y sangre, cuán bello, y cuán rebosante de amor! ¡Cuán bello es el grupo, cuán lleno, lleno, lleno de Dios! Bendito sea Dios que ha creado A.A., el grupo”. Aleluya, le faltó agregar. Mis valedores:

Yo, por traer ante ustedes la memoria de Coccioli pude haber espigado en alguno de los 32 libros que nos legó el novelista italiano avecindado en México. Pude referirme a ese Fabricio Lupo que en su tiempo fue piedra de escándalo porque el escritor sacaba del “closet” el amor que por aquel entonces no se atrevía a decir su nombre. O a ese Cuauhtémoc ya tan cercano a nosotros, o a alguno de sus escritos en donde reiteraba su amor por la defensa de la vida en su mínima expresión para los insensibles: la de  los perracos, que hasta allá abarcaban su humana calidad. Preferí referirme al sub-mundo reflejado en la obra testimonial y en la propia acción personal de Coccioli, por las que siento un agradecimiento muy particular porque a cuántos habrá ayudado a salir del licor, esos tantos que en la botella habían requemado vida y futuro, autoestima y familia y dignidad, y que gracias a Coccioli y “Doble A” resucitaron, resucitan cada día. Hoy, nada más hoy, no beber. Abstemios el día de hoy. Cada día hoy. Hoy cada día. Nada más. Carlo Coccioli. (A su memoria.)

¿Tù me conoces?

Pues claro que  me conoces, y durante estos día de Navidad y  fin de año me he tornado tu sangre, tu aliento, tu segunda naturaleza. Me conoces, y esto lo vengo afirmando desde hace algunos ayeres. ¿O qué, acaso no andas a estas horas, como andabas entonces, enajenado con las celebraciones  de  preposadas, posadas, Navidad y Año Nuevo? Y la Navidad la celebraste al modo de los buenos católicos: con bocanadas de alcohol. Lòbrego.

 ¿No me haz elegido como la sangre, el oxígeno y el espíritu de la navideña festividad? ¿Pues qué festividad celebra este mundo sin mi presencia? Porque claro, sí, yo soy parte de tu propio ser. Soy el licor. Tú, conmigo de cómplice, haz convertido el espíritu de la Navidad en el espíritu del vino. Del licor. De la fuente de toda humana alegría. De la raíz de todo goce mundano.

¿Goce? Efìmero, sin màs. Raíz  y generador de los pensamientos negros y criminales. Artífice de la pasión, el adulterio, el derramamiento de sangre. Yo, el cómplice de la muerte, con la que gobierno este mundo que gracias a mí avanza a traspiés. Yo, el licor…

El alcohol, mis valedores. El alcoholismo. De los millones de catòlicos adictos a tal intoxicante que registra el país, ¿cuántos, por motivo de la fiesta “religiosa” de Navidad, se retiraron del licor? ¿Cuántos, con ese  pretexto y la festividad de Año Nuevo,  se habrán iniciado en la botella? Las gravísimas consecuencias del alcoholismo de sobra las conocemos: en el país existen más de 6 millones de enfermos adictos, y cada año se suman otros l.7 millones, muchos de ellos desde la adolescencia. Y es asunto de todos que el bebedor provoca maltrato infantil, accidentes de tránsito y enfermedades como la cirrosis que los abstemios conocen de oídas, y los bebedores en hígado propio. Que el alcoholismo  lleva a perder cada quincena cientos de miles de  horas-hombre y un ausentismo laboral de más del 15 por ciento. Además…  el cuento de nunca acabar. Cuento macabro.

Yo soy el alcohol. A los bebedores los vuelvo inmorales. Soy padre de la corrupción y de la desgracia. Yo enveneno la raza, mancho los hogares, traigo el envilecimiento y la depravación, el crimen, la locura, el suicidio. ¿Me conoces?

“El alcoholismo (diagnóstico del Dr. J.M. Jellinek) es una enfermedad. Alcohólico es todo aquél que se crea problemas cuando entra en contacto con el alcohol. Un alcohólico, para serlo, no precisa de beber  a  diario, haber sufrido accidentes de tránsito, haber perdido el empleo,  haber estado en la cárcel o destruido su hogar, ni a causa de una amnesia alcohólica haber cometido un acto delictivo ni haberse muerto por una cirrosis o una intoxicación alcohólica. El alcohólico no es un vicioso, no es un degenerado, es un enfermo”. Su enfermedad es incurable, progresiva y mortal, con las  etapas sucesivas del enfermo: Pre-alcohólica (el futuro adicto comienza a beber) Prodrómica (la del malestar que se produce antes de una enfermedad) Crítica (ya en desarrollo, la enfermedad produce sus síntomas), y Crónica (el desarrollo final y más grave de la enfermedad).

Mis valedores: después de las fiestas de Navidad y Año Nuevo he recorrido calles diversas, plazas y rinconeras de mi colonia y de más allá, y el ánimo se me encoge a la vista de tantos grupillos de jóvenes y adolescentes que al amor de la botella y drogas anexas se estampan en  el quicio de una puerta, se alagartan a la sombra del arboluco o se agregan a la compañía de perracos y botes de basura orilleros del tianguis o del mercado, y a fugarse del mundo…

(Esto sigue despuès.)

Juguetes

Los romances frustrados, mis valedores. Al que yo aquella vez aspiraba se lo llevó el tren. Uno de juguete. Cierro los ojos y vuelvo a mirar a la sota moza tal como fue en aquella navidad, con su hermoso pelo de ángel de blancura angelical. No una anciana de cabello cano, sino  pelo de ángel con el que abatía un arbolillo pandeado a la cargazón de foquitos, esferas, estrellitas y madrecitas de esas. El trenecito eléctrico era mi último recurso.

Mi prima, la oveja negra de mi familia, que brincó el redil, brinco que le produjo aquel lozano chamaco que un trenecito pidió de navidad. Yo, venteando la oportunidad, tomé el sobre destinado a la renta y me fui al juguetero nacional. “Esta noche es nochebuena. Doy este alegrón al hijito, se enternece mi prima, y una vez que nos atasquemos de muslos (del pavo), a la cama el chamaco, y ándenle: nuestros muslos al catre”. Fantasías de solitario incestuoso. Y sì…

Sì, que a su hora el chamaco le desbarató el moño al regalo y sacó la preciosidad de ferrocarril de corriente eléctrica. El alegrón, y a armarlo. Y aquella emoción, la expectación aquella, la ansiedad por mirar la locomotora pita y pita y caminando, y llamar a la sota moza, mostrarle el juguete (el de corriente eléctrica) y enchufarla (la vía del tren). Pero, ¿enchufar la vía? ¿Y cómo enchufarla, si este tramo tenía con qué y toda la disposición de unirse al siguiente, pero el siguiente carecía de orificio por dónde? En el otro extremo se le alzaba un gancho de este grosor, pero trozado  por la mitad, que hagan de cuenta circuncisión fallida. Dos, tres tramos se dejaron enchufar, pero el resto, castidad absoluta.

– Tío, ¿y los vagones?

Y a jurgunear carros para un apareamiento imposible. Traté con este, con ese, con aquel. Nada. Tomé este y lo coloqué de ladito, pero enchufarse cómo, por dónde. Lo coloqué boca arriba y le abrí las ruedas. Nada. ¿Por atrás? Un agujero oxidado por falta de uso. Primero se acható el gancho que abrirse el enchufe. Tenso, el sobrinillo: “Con salivita, tío”. Llevé el furgón a mi boca y la saliva agarró un sabor a hojalata oxidada, pintura reblandecida y bilis desparramada. “¡Alicatas, martillo, échatelos para acá!”

– Así menos. Mejor fueras a reclamar a los jugueteros.

– ¿Reclamar a quién, ante quién? ¿En Mèxico?

Con las alicatas empecé a jurgunear rieles y vagones de tren, pero nada. Comencé a resollar recio, a jadear, a pujar. El sobrino: “¡Ma, ven a verlo, ya está echando humo!”

– ¿La màquina?

– Mi tío. Por las orejas, míralo. (Yo, mascullando al resoplar.)

– ¡Bigotón, cierra esa boca! Con lejía y estropajo te la voy a restregar.

Ahí, sobre la alfombra, el desastre. Se acuclilló la prima. Sus formas a seis pulgadas de mis ojos.  Yo, bizqueaba al mirarlas, y la súbita sacudida. Me acalambré. Sentí que ojos y boca se me torcían, los tomates chispándose. “¡Que te electrocutas!”  Y la sota moza corrió a desenchufar el cable; luego observó el juguete:

“¡Virgen santísima, qué desastre de ferrocarril! ¡Pero si hasta parece  que  Zedillo regresò al gobierno!

Allí terminó la aventura de la prima, el trenecito y el frustrado enchufe. Ya de vuelta en mi soledad reflexioné en la frustrante experiencia con los juguetes “echos eN mexjico”. Hoy, arrasados por el tsunami chino, los jugueteros rabian, chillan y claman que andan al filo de la quiebra, la ruina, el suicidio. Trágico, sí, ¿pero qué hay de los tiempos en que una industria sobrona y sin competencia nos enchufaba trenecitos sin enchufes?  Puro enchufar, jugueteros, acuérdense. (Bah.)

 

A su memoria

Hace un par de años, mis valedores, se nos fue don Samuel Ruiz García. El predicador de la palabra viva del Evangelio se ausentò  mientras acà se nos quedan finqueros, comerciantes y el alto clero católico, enemigos ancestrales de un indígena chiapaneco huérfano porque se le murió el padre, el benemèrito  tatic cuya tarea pastoral se encuadrò en la Teología de la Liberación. Va aquí un esbozo de ese Chiapas de indígenas, encapuchados y terratenientes que marcó el mundo del tatic Ruiz García.

Ocosingo, 1994. “¡Religión y fueros! La vieja consigna de militares, terratenientes y el alto clero tronó una vez más. ¡Acábenlos, aniquilen a todos esos de una vez por todas!

“El grito se paseó por las calles en boca de ganaderos que niegan ser caciques, comerciantes que rechazan ser encarecedores de precios y   finqueros que protestan si se les dice latifundistas:

– ¡Que se acabe, que se aniquile de una vez por todas a esos indios!

“Finqueros,  ganaderos y comerciantes, en marcha por las calles, son los más ricos de la región. ¡Aquí todos somos gentes decente. Si los indios no tienen ni lo más indispensable es porque son flojos y no producen ni lo que se comen! ¡La gente que tiene es porque trabaja! ¡Los indios no producen ni para ellos mismos! ¡Y todavía el obispo les da de comer!”

En Canek, de Abreu Gómez: “El padre Matías decía misa por las tardes. En los sermones no hablaba de los milagros; prefería explicar cosas relativas a la injusticia de los hombres. La iglesia donde oficiaba se llenaba de gente, es decir, de indios. Los ricos se quedaban en casa, murmurando. A los que le llamaban la atención por su conducta, contestaba:

– Has de saber que para eso tengo permiso del señor Obispo.

Las limosnas que recogía para el culto las repartía entre los indios. A los que le pedían explicaciones, decía:

– Has de saber que el padre Matías le dio permiso al padre Matías para hacer la caridad del mejor modo posible”.

México, 1995. Con esa sintaxis, diputados priístas enviaron una carta a Juan Pablo II: “Santo Padre: Comunicamos a Su Santidad con todo el respeto que el pueblo de Chiapas y México, durante 18 meses ha estado viviendo un conflicto armado que lejos de resolver la marginación de las comunidades indígenas y ante su indisposición al diálogo, el conflicto armado se ha convertido en interés político de desestabilización.

“Papel muy importante en esta situación ha desempeñado el obispo de la diócesis de San Cristóbal, Samuel Ruiz García, y los párrocos y catequistas de dicha diócesis, pues ha sido evidente su trabajo promotor al odio y al enfrentamiento entre hermanos, actitud que habla del trabajo pastoral. Por lo que solicitamos a usted en bien de México, de la Iglesia católica y de Chiapas que el obispo Samuel Ruiz García sea removido de esa diócesis a cualquier otro lugar, pero fuera de México”.

Pero el padre Matías se nos ausentó de su ermita; el tatic Ruiz García se alejó al modo de Canek, héroe maya, y el niño Guy, difuntos como el propio  tatic:

Cuando Jacinto Canek subió al patíbulo, los hombres bajaron la cabeza. Por eso nadie vio las lágrimas del verdugo (…) En un recodo del camino Canek encontró al niño Guy. Juntos y sin hablar siguieron caminando. Ni sus pisadas hacían ruido, ni los pájaros huían delante de ellos. En la sombra sus cuerpos eran claros, como una clara luz encendida en la luz. Siguieron caminando y cuando llegaron al horizonte empezaron a ascender”.

Con ellos ascendía don Samuel Ruiz García, el tatic del indígena. (A su memoria.)

Tanta vida, y jamás…

Porque sólo venimos a soñar. Con la desalentada filosofía del rey poeta, y para todos ustedes, mi retablillo anual:

No es cierto, no es cierto que venimos a vivir sobre la tierra. Si yo nunca muriera…

Con reflexiones en torno a la fugacidad de la vida que a su hora han formulado poetas de la hondura y reflexión de Ommar Khayyam y Jorge Manrique hoy entrego   a todos ustedes, al igual que cada fin de año por estos días, este mi mensaje de principios de año  con la secreta esperanza de que a alguno sea de provecho con la reflexión de lo efímero de festividades como las que en el tiempo han quedado atrás dentro de la fugacidad de una vida que en estampida se nos huye para nunca más. Mis valedores:

El cuerpo aún fatigado después de la celebración navideña y estragado todavía el gaznate por el regusto a festividad y derroche imprudente, y una vez que a regocijos y litros de alegría embotellada se habrán  deseado felicidades y parabienes para el año que estaba ahí nomás, acechando, y que acaba de pegarnos un primer zarpazo que ahora percibimos apenas, ¿me permiten que los invite a frenarnos el tanto de un suspirillo para reflexionar sobre el tiempo que pasa para nunca volver? Por desdicha. Y qué hacer…

Estamos a la vuelta de un año más; de uno menos, contradictoria la aritmética de nuestro humano existir. Andamos, dos o tres de nosotros, doblando ya el Cabo de Buena Esperanza. Será por eso que, al menos de forma inconsciente, alienta dentro de nosotros la sentencia inmortal de Manrique:

Nuestras vidas son los ríos – que van a dar a la mar – que es el morir…

¿Por qué este ánimo ceniciento, cuando en derredor todo es júbilo, azucarillos y aguardiente? Será, tal vez, porque a algunos se nos quiebra el ánimo, se nos resfría con la certidumbre de que vivimos en el cogollo de lo fugaz, lo finito, lo perecedero; de que existimos en la sustancia misma de nuestra muerte propia y particular, intransferible, a la que vivimos alimentando día a día con el tiempo de nuestro cotidiano existir. Clamor dolorido, Job: Mis días fueron más veloces que la lanzadera del tejedor y fenecieron sin esperanza…

Acá, en el otro polo del mundo, Nezahualcóyotl: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? – No para siempre en la tierra – Sólo un poco aquí – Si yo nunca muriera – Si nunca desapareciera…

¿No es verdad que al cabo del año y principios del nuevo tal sentimiento de lo transitorio y una sensación de errabundaje y romería vienen a depositar en la almendra del ánimo un regustillo a ceniza, a terral, a aliento de despedida apenas postergada? Y qué hacer con esta tristura que se nos aposenta aquí,  en lo más blando de la corazonada, por cuestión de este otro año que se nos ha ido para nunca más. Y qué hacer. Mis valedores:

Hoy, porque los miro correr a lo desalado rumbo a ninguna parte, invoco para ustedes la voz de poetas filósofos que de repente perciben el aletazo del tiempo que pasa para no retornar; voz que es sabiduría quintaesenciada que provoca serenidad y quebranto machihembrados, y un como regustillo a lejanía y desprendimiento del ánimo bien dispuesto en el final de un año más, que a fin de cuentas vino a ser uno menos. Y cierto sabor de amargura en el villancico que entonamos hace apenas  algunas noches:

La Nochebuena se viene – La Nochebuena se va – y nosotros nos iremos – y no volveremos más…

Hoy, con el poeta, “Tanta vida, y jamás”, digo a todos ustedes. En fin. A vivir. Qué más. Qué mejor. (Vale.)

“¡Pues que los maten!”

La masacre de Acteal, mis valedores, y por que no se nos muera la memoria histórica, aquí un esbozo de aquello, atroz, que se perpetró un 22 de diciembre de 1997 en la comunidad de Las Abejas, Acteal, municipio chiapaneco de Chenalhó, donde paramilitares priístas asesinaron a 9 varones, 15 niños y 21 mujeres, cuatro de ellas embarazadas.

Hablaban los noticieros de muertos a machetazos y pedradas, cosa de indios salvajes. “Falso, afirma el periodista Hermann Bellinghausen. El trabajo de exterminio fue eficiente, y a su manera, limpio”. Esa matanza no fue espontánea, que en la conciencia colectiva se vino preparando desde tiempo atrás, para que se aceptaran con naturalidad aberraciones como esta de un Luis Enrique Grajeda, entonces director del Centro Patronal de Nuevo León:

En Chiapas deben ser desarmados los grupos paramilitares y zapatistas sin importar que mueran miles de personas, pues su presencia ha dañado seriamente el prestigio internacional de México y propiciado que se vaya un mundo de dinero de inversión extranjera a otros países. Si se van a morir miles de gentes, que se mueran. De adoptarse esa decisión no habrá ningún riesgo para la población civil. Que salgan de Chiapas los que así lo deseen, para que cuando se entre con todo el ejército en Chiapas se actúe contra quien se tenga que actuar. Si se van a morir ahí miles de gentes, pues que se mueran, pero están afectándonos muy seriamente en las relaciones internacionales, en nuestro prestigio internacional, en la cuestión de inversión extranjera. ¡Se está yendo un mundo de inversión extranjera a Venezuela y Brasil! (Delirante.)

Una vez perpetrada la carnicería, la organización Las Abejas, de la que formaban parte las víctimas, denunció que el presidente priísta de Chenalhó “se ha dedicado a organizar a los grupos paramilitares y obligan a las comunidades a cooperar económicamente para liberar a los presos y apoyar la cancelación de las órdenes de aprehensión liberadas contra los autores de la masacre. Así provoca más conflictos y división entre las comunidades, y luego nos culpa de lo que él mismo está provocando”.

Que la memoria histórica no se nos diluya: “En los lugares donde ha estado la muerte se siente su fuerte presencia. Aquí acaba de suceder la mayor masacre de mujeres y niños en la historia moderna de México. En esta hondonada rota, surcada de huipiles ensangrentados y toda la destrucción de una horda, apenas antier se asentaba un campamento de 350 refugiados. Sus casas, antes de ser destruidas, quedaban en Quextic, barrio de Chimix. Hasta hace un mes. Los hoy muertos y heridos se encontraban rezando a orillas de Acteal. Estaban orando. Así, de rodillas, desde cerros circundantes los tomaron por la espalda los disparos de armas de alto poder. Y así  se fueron muriendo hasta sumar cuarenta y cinco.

Una mujer aprieta entre las dos manos el blanco rebozo ensangrentado de su hija Susana, muerta. Un hombre habla sollozante. Se murieron en la balacera todos sus hijos y un nieto. «Perdió 6 de su familia»: el traductor.

Rosa Gómez estaba embarazada cuando cayó moribunda en la explanada del campamento. Sus asesinos llegaron hasta ella para rematarla. Y uno de ellos, “con un cuchillo –relata un testigo y hace un ademán de puñalada que inmediatamente reprime con un temblor-, le sacó su niño y lo tiró allí nomás”.

¿Sobre la masacre de feligreses qué dijo Norberto Rivera? ¿Qué el alto clero católico, que no, por cierto, cristiano? Dios…

Es Acteal. Es la justicia. Es México. (Este país.)

 

Aleluya

(Para todos ustedes, a modo de rito anual, el presente retablillo navideño.)

– Por fin has vuelto, José. Toma mis manos…

Sobre la paja, María la doncella se cimbra a los espasmos de las entrañas, tiritando al viento decembrino que se cuela por entre las piedras mal asentadas. Belén.

– Cuánto tardaste, José…

– Perdonarás la tardanza, mujer. Los pies se me fatigaron  buscando en el tianguis objetos exóticos:  el arbolillo de Navidad,  musgo y escarcha, luces y esferas. Los ojos se me iban tras de confites y canelones, y cacahuates y colación, y un par de regalitos, el tuyo y el del que está por llegar. Pero María, si hubieses visto los precios. ¿Pues a qué ciudad de rapaces hemos venido a parar? ¿En manos de qué mercachifles vino a caer el misterio santo de la Navidad? ¡Precios en dólares, moneda nacional de este desdichado país!

– Siéntate aquí. Pon mi cabeza en tu pecho, tú que aguardas con júbilo la llegada de Jesús.

– ¿Por quién, si no por ustedes dos, intenté entibiar este pesebre? Por ti, María; por él, para que no se hiciera una idea demasiado lóbrega de esta que vendrá a ser su tierra hasta el día del Carmelo.

– El frío para las carnes desnudas del que está por llegar.

– Y ni cómo proporcionarle una chispa de calor. No en esta ciudad.

– Pon aquí tu mano. ¿Sientes la llegada del Niño? ¡Está por llegar! Creo que voy a gritar un poco. Quedo…

– Animo, aprieta mi mano, resuella hondo, llámalo por su nombre.

Jesús, Unigénito…

– Y ni para un pobre nacimiento pudieron alcanzar los dineros. ¿Pues qué fue de Galilea, que así se ha dejado absorber por el Imperio Romano? ¿Qué ralea de desnaturalizados es esta, que así han vendido o dejado que les enajenen su tierra? Dios…

– ¡Jesús, Jesusillo, ven con los tuyos! Allá en las alturas,  suspensa en ese raigón de cielo, la estrella del Oriente aguarda por ti, y por ti tronos y potestades afinan arpas y cítaras. Ven, y en tu busca llegarán los cristianos a la gloria de Dios.

– No, María, de los “cristianos” ya nada esperes. Entre ellos el espíritu de la Navidad se ha trocado en el espíritu del vino. Con los vapores vinosos qué puede interesarles un simple recién nacido entre paja y pasturas de un pesebre de Belén.

– ¡Ya llega, José! ¡Ya el Ungido se acerca!

– Mira a lo lejos el reguero de luces: Belén. Música, luz, alegría (embotellada). Una piquera estallante de alcoholizados.   ¿Valdrá Galilea  una gota de tu sangre, Jesús?

– Está por llegar. Ya llega. Siento que toda mi carne se transfigura…

– Ya los cielos afinan celestas y virginales y flautas dulces. Arcángeles y serafines se aprestan a entonar la gloria del que se desasosiega en tu vientre; del León de Judá, que viene a instaurar en las Galileas de este mundo la Palabra Nuevay el amor de todos por y para todos. ¡Hosanna en las alturas!

– Ah, los desgarramientos…

– Animo, María, respira hondo, llámalo por su nombre, ayúdalo a bien nacer como a bien morir habrás de ayudarlo.

Jesús, hijo, pequeñín. ¡Hijo del Hombre! ¡Jesús..!

¡Cristo ha nacido! ¡Aleluya! ¡Dios con nosotros! Y el milagro: ¿los oyes? Por los caminos resuenan los guaraches de pastores y rabadanes, y vagamundos y trashumantes. ¡Vienen a la adoración!

– Por qué tan pronto esas lágrimas, Niño…

– Reposa, que él ya está contigo. Ya paren los cielos, y la tierra se cimbra en estremecimientos. ¡Gloria al Recién Nacido que arrullas entre tus brazos! Anda, María, ábrete la túnica y dale de tu leche, que Dios el Niño comienza a llorar…

Acteal

(Por que no se nos muera la memoria histórica.)

Fue el 23 de diciembre del 97 cuando Acteal amaneció grifo de cadáveres. A la vista del almácigo de víctimas de paramilitares priístas se alzó la palabra viva del profeta Samuel Ruiz, que en su Carta Pastoral de Navidad clamó, y muy pocos lo escucharon (no la justicia ni el alto clero católico):

“Por si acaso hubiéramos olvidado que la verdadera Navidad se da en un contexto trágico de opresión y dominio, de inseguridad y puertas cerradas, de persecución y exilio, y aun de verdadero genocidio, los acontecimientos de estos días en Chelalhó nos lo vienen a recordar. La dicha más grande que el mundo ha conocido, el nacimiento de nuestra carne del Verbo de Dios, irrumpe en medio de la más densa niebla. La Navidad de este año es para el pueblo cristiano de nuestra Diócesis, de nuestro estado y del país entero, una Navidad luctuosa. No sólo es ignominioso el número comprobado, hasta el día de hoy, de muertos (45) y de heridos (25), muchos de ellos menores de edad, sino sobre todo el clima de violencia creciente e impune denunciado a las autoridades que lo podían haber frenado con anterioridad a este indignante desenlace.

Son tantas las circunstancias agravantes que hacen de este doloroso acontecimiento un verdadero crimen contra la humanidad: el hecho de que el ataque fuera perpetrado por hombres adultos, armados, contra un grupo mayoritariamente de mujeres y niños desarmados; que ese grupo victimado (“Las Abejas”) sea uno que ha hecho profesión pública y desde hace tiempo de su opción por los medios civiles, pacíficos y no violentos para la consecución de sus demandas, aun cuando viven y trabajan en el corazón de una zona donde la violencia se ha enseñoreado hasta el punto de ser obligados a abandonar sus casas y poblaciones, pues en Acteal se encontraban ya en calidad de desplazados; el hecho de que el ataque se haya verificado en el momento en que estaban reunidos en la ermita del poblado, orando por la paz; y seguramente orando por quienes les perseguían. Conocemos que tal es la calidad cristiana de esos hermanos y hermanas.

¡Qué horrible paradoja que el mismo día en que pudieron ser abiertas algunas ermitas que habían estado cerradas y ocupadas por grupos armados de civiles y de policías, en una ermita de Los Altos hayan sido masacrados todos estos cristianos! En el espacio de lo sagrado irrumpe la violencia. ¡Y para este pueblo tan hondamente religioso! Toda la tradición judeo-cristiana de que los templos son Santuarios para los perseguidos, aquí ha sido pisoteada. A muy temprana hora de hoy  las autoridades del estado han ordenado recoger todos los cadáveres, quizás con argumentos jurídicos o sanitarios. Ello es un agravio más a los sobrevivientes de la masacre. Ellos han venido hasta nosotros, suplicantes:

– ¡Queremos enterrar a nuestros muertos. No dejen que se los lleven!

Quien conoce el alma indígena sabe hasta qué punto es existencialmente indispensable hacer el duelo, llorar a los muertos. ¿Será que hasta ese consuelo les van a quitar? Sólo la fe y con ayuda de la revelación podemos comprender que así es la Navidad verdadera.  Esta, y no la de la sociedad de consumo es la que permite entender el misterio de la Encarnación. Aquí, en Chiapas, algo nuevo está naciendo, y no concluirá el parto sin estas dosis estrujantes de dolor…

Cuánto trabajo nos cuesta, en este momento, decir: ¡Feliz Navidad! A nuestra sensibilidad humana nos parece que el Niño nace muerto”.

El resto es silencio. (Acteal.)

El poeta y su gloria

Atabales tocan – en Belén, pastor -trompeticas suenan – alégrame el son.

La  Navidad, mis valedores, vale decir: la unción, devoción y recogimiento de todo católico, o el tal  no pasa de gesticulador. Yo, por ponerme a tono con la festividad, busqué la literatura alusiva, y ya todo autor, todo villancico con que me topaba, era ya del conocimiento general. Insistí, y rastrillando en mi biblioteca me fui a encontrar los villancicos, frescos y olorosos a pan de flor, del Romancero espiritual que escribiera ya va para cuatro siglos José de Valdivielso, clérigo poeta que en pleno Renacimiento tomó vinos viejos y los vació en odres nuevos para sus tiempo, como para el nuestro también.  Mis valedores: ¿lo conocen ustedes, lo habrán leído? ¿No..?

Van aquí, como vía de presentación, algunas reflexiones en torno a la vida y obra de uno de Valdivielso, uno de los más significativos cantores del Recién Nacido, que ha conocido la Cristiandad. De inicio tomo estas líneas sin firma, que afirman: “La  ternura fue su fuerte. Muy a su gusto se le siente en la evocación de escenas humildes y divinas personas, Jesús, María y José. Familiar con la que fuera sagrada, infantil hasta la ingenuidad. Delicado, tierno, con sus representaciones dramáticas contribuyó, y no poco, a la maduración del auto sacramental”. Que para su obra se basa, como Lope y varios más, en aires populares de vivísima gracia, de gracia divina y de muy humanos motivos emotivos y airosos. El donaire, vuelo y revuelo que las aviva, su alegre festividad, son animado prodigio, fabuloso juego de ritmos y variaciones métricas. “Seguro, atinado,  cierto, certero, dio en el blanco al ir a dar en la blancura de la Eucaristía.

Al lavadero del río – lleva el pastor montañez –  al Cordero que nació – a media noche, en Belén – Recental de la Cordera – a quien el zagal Gabriel – vino a visitar un día – por escogida del Rey.

De este modo el poeta expresa su ingenua ternura al Recién Parido en villancicos que saben a gloria, oro en los versos del Siglo de Oro, que se expresan con el sentir de entonces, dando a Dios lo que es del pueblo, el granito de sal, mucho de ingenuidad y algo de campechanía. Se dijera que ambos, poeta y Galán divino, fueron conocidos desde un remoto más allá, carne y uña con su amor antiguo, de tan a la buena de Dios que se tratan.

Pero volviendo a la poesía religiosa, mis valedores: bueno será traer aquí algunos de los villancicos que escribiera José de Valdivielso, poeta clérigo, recoleto y menor. ¿El tema? Un pesebre, claro, y una noche estrellera, el vaho de los  animales y los lloros de un recién nacido que andando el  tiempo llegaría a coronar con  dos maderos atravesados el Monte Carmelo.

José de Valdivielso,  cantor del Recién Parido, a quien se vive cortejando de mil y una formas, poéticas todas ellas, y al que agasaja con galanuras y airosos epítetos; aquí le nombra galán repulido y allá pan de flor. Hoy lo ensalza de recental y mañana le dirá lirio oloroso, y así a lo largo y ancho de su poesía de amoroso cantor del Niño, del Niño Dios. Así expresaba su delicado amor un poeta que fue, al par que canónigo de alguna de las tantas catedrales que erigió en Toledo la devoción de los siglos XVI y XVII, amigo y valedor de Cervantes y Lope, por más que sospecho que de este último sólo en lo que pudo caber, dada la condición arrebatada y tornadiza que dicen que tenía el Fénix de los ingenios.

Las sienes coronadas de espigas de trigo – entre ellas mezclando olorosos lirios.

(Y la paz.)

¡Y llegó Peña!

¿Quebrado PEMEX? “No, por supuesto”, respondía en el 2008 Francisco Rojas, ex-director de la paraestatal: “El asunto de la falta de recursos es simplemente un argumento falaz, que no se sostiene por ningún lado. Hay recursos suficientes para poder invertir en PEMEX, y una vez que se invierta habrá más ingresos”.

Pero tenía que seguir el proceso de una privatización que remataría Peña. Desde 1999  José Angel Gurría,  por aquel entonces secretario de Hacienda: “El gobierno de mi país deberá hacer a un lado la venta de (…) petroquímicas y enfocar su objetivo en la reforma constitucional para permitir la inversión privada en el sector eléctrico”.

El senador Manuel Bartlett: “Estoy en contra de modificar las leyes secundarias en materia energética. Lo  que se pretende es legalizar prácticas incorrectas. Las transnacionales ya están aquí, y lo que se busca con la reforma energética es legalizar lo que es un hecho”.

En 1996 Fidel Velázquez, líder de la CTM, reiteraba su rotunda oposición a la privatización disfrazada de PEMEX: “Violenta el estado de derecho”. Al día  siguiente  el presidente Ernesto Zedillo: “Los procesos de privatización que promueve mi gobierno en áreas como ferrocarriles, telecomunicaciones, gas natural, terminales aeroportuarias y petroquímica secundaria marchan de acuerdo con los tiempos previstos y en forma exitosa”.

Y entonces el reculón de Fidel: “En la privatización de la petroquímica secundaria no hay marcha atrás. El objetivo que el presidente Zedillo obtenga más recursos y cumpla los compromisos que tiene con los campesinos, los obreros y la gente desheredada de siempre«.

El petrolero Carlos Romero Deschamps: “El petróleo, sus productos, sus plantas, sus derivados, su industria, todo está a salvo gracias a la lección de democracia, patriotismo y sensibilidad del presidente Ernesto Zedillo. Puedo decir a los petroleros que los complejos se han salvado y seguirán en manos de sus legítimos dueños: los mexicanos”.

En el Reclusorio Preventivo Oriente, Joaquín Hernández Galicia: “La política privatizadora que comenzó con Miguel de la Madrid y siguió con Salinas no fue para beneficiar al país, sino a un determinado grupo. Yo vi las ganas de esos hombres de minimizar a PEMEX, vender muchas ramas, quitarnos los contratos no para licitarlos, sino para tener más ganancias. La política modernizadora no fue para beneficiar al país ni a los mexicanos, sino para mejorar a una familia y socios de ésta. Ellos no estaban de acuerdo con que las empresas fueran de la nación, y para hacerlas aparecer malas las quebraron reduciendo los presupuestos de las dependencias”.

Washington. Del memorándum de Zbigniew Brzezinski, consejero de EU. para Asuntos de Seguridad Nacional:

Debemos incluir las conversaciones sobre gas y petróleo dentro de una amplia agenda de cuestiones bilaterales, incluyendo la de los inmigrantes indocumentados. La clave para hacer avanzar las conversaciones bilaterales son los energéticos. Los mexicanos han dejado la puerta abierta. Nos toca a nosotros decidir si ya es tiempo de entrar o no”. San Diego, Calif., febrero del 2001. “G. W. Bush, podría ofrecer a México fondos para convertir a PEMEX en la mejor empresa petrolera del mundo. Si G. Bush padre proporcionó una ayuda similar a Carlos Salinas, el apoyo ahora tendría más razón, porque Bush hijo y Vicente Fox quieren integrar un acuerdo energético norteamericano.

Y el punto final. Categórico, G.W. Bush:

Necesitamos más energía. Así de simple.

¡Y entonces  que llega Peña! (México.)

 

Pragmáticos y claudicantes

El Perro, mis valedores. Así  se nombra el relato de un L. Turrent que hoy cobra requemante actualidad como elocuente metáfora de eso horroroso que se trama a estas horas en el pantanoso terreno de la politiquería, las traiciones y componendas, las claudicaciones y los turbios manejos del patrimonio nacional. Júzguenlo ustedes.

Soplaban los ventarrones de la Revolución. El militar villista era rudo,  áspero, insensible. Su contraparte, al contrario, un ser insignificante despreciado, infeliz. Era “El Perro”, como le apodaban, mote elocuente.

Y ocurrió  que al depreciado aquel le achacaron un crimen que no había cometido, y muy a la usanza “revolucionaria” ya lo iban a fusilar, y en un muro del camposanto le formaron el cuadro: “¡Preparen armas! ¡Apunten!”

¿Fusilar al pusilánime? Cómo, si no podían mantenerlo de pie. Un desmayo de ánimo, un desmayo de piernas, y aquel terror que acalambra y acogota al débil de espíritu y temple de jericalla. Un cobardón “El Perro”. El oficial de mando:

– ¡Párese, hijo de la tiznada! ¡Muera como los hombres!

Pero nada. Una vez más el terror, el desmayo, las convulsiones. Y lo que es el azar: el coronel que relata el suceso se enteró del incidente, acudió con los de turno y sin saber por qué rescató la vida del pusilánime.

No lo hubiera hecho: de ahí en adelante la sumisión absoluta del recién resucitado por el militar que, entre el desprecio y la lástima, le salvara la vida. El apocado se arrimó a la casa de su salvador y se dio a servirlo en todo y con todo, hasta granjearse el apodo de “El Perro”.

«Ahí lo tenía siempre, sus ojos humildes, fieles, puestos en mí. Me daban ganas de correrlo, de echarlo, tal como se hace con un perro de verdad, para que no siguiera cuidándome el sueño, pero él me seguía como mi sombra. Es repugnante que un hombre descienda a esos abismos de servilismo». (Tomar nota.)

De repente,  a deshoras de la noche:

– ¡Ahí vienen los carrancistas! ¡No podremos resistir!

Y la huída. Villistas y simpatizantes, por salvar la cuera (lo único con que pudieron huir), abandonaron el caserío tratando de ganar la sierra mientras los perseguían los primeros balazos. “No tuve tiempo de ensillar mi caballo. Iba a pie trepando cuestas, bordeando desfiladeros”. La luz del amanecer suponía nuevos peligros con los plomos silbándoles por los lomos.

De repente, el galope aquel. Nos parapetamos”.

Y ahí, ante el asombro de todos, en el caballo del coronel va apareciendo “El Perro”. “Las balas silbaban entre los árboles, pero iba yo sobre mi caballo. Detrás de mí, en ancas, mi sombra, aquel “Perro” que había cruzado las líneas enemigas entre los disparos de los carrancistas. Como montaba muy mal, se sujetaba en mis hombros con manos temblorosas. Muerto de miedo, como en el cementerio, cuando lo iban a fusilar. Corría mi caballo. Huíamos del peligro. Nada atendía sino esa fuga«. (¿Van tomando nota?)

Por fin. Ya estaban en la zona villista. El coronel detuvo su cabalgadura. “Sólo entonces miré, con asombro, aquellas manos lívidas, crispadas sobre mis hombros. Horriblemente crispadas”.

Y que al intentar volverse hacia el servicial éste resbaló y dio contra el suelo. Una bala destinada al coronel había sido absorbida por los lomos de “El Perro”. El militar lo llevó a sepultar al camposanto. “Pero la última visión que conservo de él: junto a un depósito de basura vi un perro muerto, de vientre inflado y patas encogidas, con unos ojos turbios tercamente fijos en la basura”.

Y ya. ¿La moraleja? (Piénsenlo.)

Cuando digo tu nombre…

A 30 años de la desaparición de Alaíde Foppa, traductora y feminista, poeta, y critica de arte, secuestrada en la ciudad de Guatemala el 19 de diciembre de 1980, los culpables del crimen permanecen impunes.

A Alaíde Foppa yo la conocí. Hoy me propongo traer hasta ustedes la memoria de la roqueña luchadora civil que vivió entre nosotros. Una luchadora de verdad, no “activista” ahijada al Sistema de poder. Luchadora por aquella su Guatemala secuestrada también, por cuyo rescate dio lo más valioso tenía, su propia vida. Alaíde Foppa.

Trasterrada de Guatemala por actividades en defensa de la mujer indígena, conmigo vino a compartir micrófonos y cabina de nuestra  Radio UNAM. Un día, de repente (la nostalgia de su tierra dulce y sombría, que dijera Cardoza y Aragón), se atrevió a retornar, de entrada por salida, a aquella su Guatemala tan apacible que “se oye cuando una garza cambia de pie”, pero trampa mortal para quien osara enfrentar a los Romeo Lucas García y congéneres de uniforme que por aquellos tiempos mal-gobernaban al país que es en tantos sentidos  hermano nuestro. A la luchadora civil la asesinaron aquellos por quienes clamó el poeta Otto René Castillo cuando en plena tortura iban a arrancarle la vida:

¡Ay, Guatemala, ellos conocerán la muerte de la muerte hasta la muerte!

Fue en diciembre de hace ya treinta años, y como si fuese apenas ayer. En algún punto de la ciudad capital de Guatemala  Alaíde Foppa se disponía a abordar el automóvil cuando acribillaron a su chofer, y a ella se la llevaron para nunca más. De su paradero nunca nadie de sus conocidos volvería a saber, y hasta el día de hoy, cuando aquí, frente a todos ustedes, me he puesto a recordar a esa Hécuba de Guatemala: su temple, su mística, su heroicidad, y con ella la lucha, la cárcel y la sangre de sus familiares; de Alfonso Solórzano, el marido, del hijo Juan Pablo y de Mario tiempo después; de la propia luchadora civil. Alaíde Foppa.

De Alfonso y Juan Pablo yo poco sé. Por cuanto a Mario, de su muerte conozco las revelaciones de cierta asociación guatemalteca de periodistas democráticos, donde se asienta que  combinó la máquina de escribir y el libro con el fusil, y así hasta su muerte violenta. “Mario Solórzano murió asesinado. Nada se supo de su destino final porque el régimen de Romeo Lucas García ocultó la información por conveniencia política. Pero Mario Solórzano fue descubierto por las fuerzas represivas del régimen en un apartamento de la ciudad capital. Acorralado, sin oportunidad de escapatoria».

Tal es la seña de identidad de Alaíde y sus hijos, a tres de los cuales la dictadura forzó a convertirse en guerrilleros al igual que a los poetas e intelectuales Otto René Castillo, Rodrigo Asturias y Danilo Rodríguez, amigos míos de cuando erraban por estas tierras, exiliados.

Ay, Guatemala – cuando digo tu nombre retorno a la vida – Me levanto del llanto a buscar tu sonrisa.

Pero sí, hay seres que nunca mueren. Mario es uno de ellos,  y otros son Juan Pablo y la madre de héroes, ella misma heroína. Ellos nunca han de morir porque, tal como afirma  Ernesto Cardenal, poeta,  la hierba renace de los carbones – y el héroe nace cuando muere… Mientras tanto, mis valedores…

Hoy, acá, en el México de los exiliados guatemaltecos, algunos aún recordamos a la poeta y heroína de la cálida voz y, también, según la evoca A. Rossi, “aquel hermoso rostro melancólico de grandes ojos castaños que se iluminaban con su espléndida sonrisa y revelaban su luz interior”. Alaíde Foppa. (A su memoria.)

Ventosidades de la católica

Es madrugada de miércoles. La noche me la pasé sin dormir, y cómo, si  arriba del mundo estalla un millar de bombazos. No de cohetes aborígenes, que los conozco por su tono menor, sino importados, porque se trata de unas  bombas de alto poder que activan la alarma de los autos, revocan el mastique en los vidrios y fuerzan a los perracos a gemir entre espeluznos y crispación de pelambre. Pólvora china, quizá, como  también sean los derechos sobre la guadalupana  que hace años enajenó  Norberto Rivera, cardenal amigo del dinero y los del dinero. Y este hedor de la pólvora, y este aire contaminado que reseca ojos, boca, pulmones. Pues qué,  ¿la devoción estará en relación directa con el fragor de la pólvora?

En fin, que esta noche los creyentes mexicanos testimoniaron su grado de catolicidad. No de cristianos, que el cristianismo se manifiesta no en coheteros escándalos, sino en amor al prójimo. Por otra parte quedó en evidencia que la maniobra perversa del Sistema  de suprimir del calendario cívico las fechas más significativas  para borrar en las masas la memoria histórica, con la Madre del cielo vino a darse en madre, porque a contracorriente de leyes y reglamentos la jerarquía católica mantiene modos, estilo y  celebración, y es que en esta fecha el poder no reside en Los Pinos sino en el Tepeyac,  y que para los mexicanos el 12 de diciembre es su 10 de mayo.

Amanece, y yo sin dormir. El tronar de los cohetones me tronó el sueño y apestó a pólvora mi habitación. En pleno insomnio bajé a mi  biblioteca, y como otros llaman al sueño contando borregas, de los miles que integran mi biblioteca yo me puse a contar libros, pero el sueño andavete.  Boca amarga, pupilas arenosas y el reventar de tímpanos a bombazos. Dios

Y así fue; recorriendo libreros me he puesto a rememorar los inicios de mi biblioteca. Qué tiempos aquellos. Eco del lamento que en una madrugada de insomnio lanzó la protagonista de la cinta Iroshima, mi amor, con la Deneuve me duelo: qué joven fui una vez. Y este suspirillo…

La tinta ya desleída en la dedicatoria de este libro de versos: «Para que al leerlos te acuerdes de mí. Tu inolvidable». ¿Quién pudo haber sido la inolvidable del regalo y la recomendación? Examino libreros. Novela, relato, muchos ensayos. Historia, filosofía, teoría política. Desde mi primera juventud (hoy vivo la quinta, pero a todo vivir) he ido añadiendo libros, carretadas de libros a la par de las carretadas de años que he acumulado de vivir en el mundo. Examino este tratado de química, tan antiguo que aún contiene elementos de alquimia, o tan moderno que en sus fórmulas de alquimia ya incorpora elementos químicos. Incunable. Sobre las cabezas de la cristiandad repetidos bombazos. ¿Su significado? A saber.

Insomnio. Al abrir las planas de El  liberalismo se me vienen a las manos retazos de pétalos secos de un  no-me-olvides. Extraño.

Mis libros. Amo mis libros. ¿Qué destino aguarda a mis libros? Cuán pobre resulta mi humano destino, que este Tratado sobre la muerte, apenas 100 hojas en rústica, va a sobrevivirme. Insomnio.

Pero en fin, que entre la cohetera ventosidad de la iglesia católica el alba comienza a desperdigar efluvios navideños, y en un cerebro macerado a bombazos  sobrevive la idea: estoy obligado a enviar un regalo. Tomo papel de colorines y envuelvo este par de volúmenes: El petróleo mexicano y la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.  «A Peña y compinches», escribo, y un timbre. (Vale.)

Peña y colaboracionistas

El Rosco y la Bicha, gatos que aceptan compartir este hogar. Ella, mansa bolita que rueda a los vientos de la caricia con sus modales de novia solterona o de recatada novicia. Frente a mí se engrifa El Rosco. Vejez y decrepitud, de repente sacúdese en accesos de tos, convulsiones y estornudos. Se arquea, toma resuello, y al sueño otra vez. Gato corriente, brusquedad de modales y la pelambre hirsuta, El Rosco es desapacible de ver, de tocar. Yo trato de sobornarlo con la croqueta, pero él ni pide ni acepta, ni implora ni se doblega. La dignidad pura, la solitaria libertad. Integro.

Y qué traqueteado a lastimaduras, qué áspera geografía su pelleja, fruncimiento y rasgaduras; y cómo no, si para sus nocturnas batallas más son los colmillos que le faltan que los caninos que le sobreviven. Pero él, indomable, irreductible, amo de la azotea. Gatazos de callejón me lo acorralan, lastiman, revuelcan, pero El Rosco y su colmillo, ni un paso de reculón. Vacilante el colmillo pero los redaños macizos, a enfrentar a los atrabiliarios. A la pura dignidad. Fogonazos sus pupilas y el colmillo desenfundado, El Rosco enseña esas encías huérfanas, y a espeluznantes maullidos mantiene a raya al sobrón, y al puro valor lo doblega, que valor es lo que al otro le falta; y a echarlo de la azotea, y a chisguetes ardorosos delimitar el territorio. Que El Rosco así es: temple, carácter, dignidad. En la defensa de lo justo no claudicar. No importa dónde, cuándo, cómo, con cuál o  con cuántos.

Y ya rasgada la cuera, no culimpinarse ni gimotear. Ya después bajará a la estancia y se echará a dormir, como si nada. Ahora alza la testa y se queda mirando algo a lo lejos, indefinido. (Ah, si pudieses pensar, o yo captar lo que piensas, qué paradigma serías de filósofo). Los aspirantes a guerreros vinieran a aprender del samurai. Los intelectuales pedigüeños vinieran a palpar el espinazo de El Rosco, indomable. Yo, al verlo enroscado en su duermevela:

– Si supieras sonreír, ¿sonreirías? ¿Cuándo, a qué horas, por qué? Cuando a solas contigo tal vez para ti sonríes, que el de la sonrisa, como el del llanto es, para el decoroso, placer solitario. Y piso de puntillas para no turbarle su sueño. ¿Sus sueños? ¿El Rosco sabrá soñar? ¿Qué altivos sueños serán los suyos, tanto como su integridad, su autenticidad? Llega la noche.

En la azotea sus maullidos. Con ellos me duermo y sueño con Lanzarotes, reinas Ginebra y Galaor con todo y el Santo Grial, y en sueños recorro azoteas de embeleco y, Sancho Panza que alucina con las hazañas de mi Dn. Rosco de la Mancha, tras de él camino entre merlines, endriagos y alucinantes molinos de viento. Cabalgo con él en Clavileño y me echo a hender los aires y remontarme hasta el éter, nidal de fulgores y errantes estrellas; más allá de la mediocridad, de la vulgaridad, de lo ruin, de lo pequeñajo.

Detrás de esos muros de embrujados castillos, magia y encantamiento, me aguarda mi Dulcinea, la amantísima. En las azoteas de mi sueño –mis sueños- yo, tras de mi Dn. Rosco de la Triste Figura, enhiesto el espíritu y el ideal flechando la inasible excelsitud, en sueños enfrento molinos de viento y gatos de la engañifa, la simulación, la ventaja, la gesticulación, la máscara…

Lo estoy mirando: decrépito, lastimado. Se me viene el impulso de compadecerlo. ¿Que qué? Alza la testa, me mira desde su altiva eminencia. Yo agacho el testuz…

El Rosco, la dignidad enteriza, inaccesible al deshonor. Bien haya. ¿Y esos gatos capones al servicio de Washington?  (¡Puaf!)

Y sus dos maridos

Termina aquí el drama de una Tonantzin a la que sucesivos maridos han terminado por reducir a la inopia, depredadores que van de Moctezuma II al actual.  Y aconteció en el México de hoy…

Despacho de abogados. Las pupilas de Tonantzin, hornazas al rojo vivo.

– Pero cálmese, señora, ¿tanto furor contra su marido? Aquí en el expediente  consta que sigue casada con el anterior, uno chaparrito, peloncito, de lentes.

– ¡Un multiasesino, licenciado, que después de empapar de sangre toda mi casa se me  huyó al extranjero! ¡Su dipsomanía no le excusa sus crímenes! De ése el amor no fui yo, sino la botella. Haiga sido como haiga sido, al tal me lo vinieron enjaretando la tele, las sotanas y los grandes capitales.

– Calmada, señora. No es el lugar ni el momento…

– !Y así quiere usted que me calme!

Tras el burladero de sus expedientes la  burocracia del despacho, rostro de aburrimiento olfatea problemas.

–  Casados por la Iglesia, según su expediente.

– Es que me salió beato, el muy hijo del Vaticano.

(Un largo son de sirena, primeriza en urgencias de parto.  Quién será el desdichado que acaba de recibir su cuarto de hora de mala suerte y en el vientre de esa ambulancia lleva a su muerte cuidándole la agonía. ¿Narco, sicario, algún inocente, que escardando entre el paisanaje aún queda por ahí alguno?)

– Mala suerte la mía, licenciado. Si viera lo cobardón que me resultó mi primer marido, un tal Moctazuma. Yel mercachifle que me resultó el de la pata postiza, que al vecino le vendió la mitad de mis tierras, y el dientón que me ametralló a mis hijos en Tlatelolco. ¿Por qué me vine a casar con aquel pelón, orejón, que malbarató mi herencia, ya tan disminuida por sus antecesores?

Flaca, avejentada,  mechón de canas en la frente y en los labios un leve temblor. Apretón de quijadas.

– Y tener que  hacer vida de casada con tales depredadores,  si es  eso pueda ser vida. Robo, saqueo, violaciones, entreguismo de mi casa al vecino sobrón.

Afuera, en la calle, repentina ráfaga de metralleta a dúo con los bombazos de los fuegos de artificio que la devoción hace explotar sobre la cúpula de Guadalupe.

– Pero yo no escarmiento,  porque años antes del seráfico borrachín del Verbo Encarnado, ¿pues no me volví a ilusionar? Alto él, fortachón, decidor y plantoso, en su labia me dejé enredar. Soltera  anochecí y amanecí con marido. ¿Fuerte, honrado y recio de carácter? ¡Un vil mandilón,  un zafio que me puso en vergüenza delante del vecindario, y tan pícaro e inescrupuloso con mis joyitas como cualquier Salinas! ¿Pues no lo enganchó por ahí alguna ofrecida de las que nunca faltan y siempre salen sobrando que se aprovechó del babotas de las bototas y le sorbió los esos (los  sesos, perdón)? ¡Con sus críos carroñeros saqueó mi casa, punta de baquetones!

– Que me rasga esos documentos, cálmese.

– Pero ahora resulta que soy bígama, licenciada. Metí al actual a mi cama sin divorciarme del borrachín con el que tuve que casarme por la Iglesia. Hay que romper ese vínculo.

– Es irrompible, señora.

Fox y la Sahagún lo rompieron.

– ¿Y usted puede dar jugosos sobornos a Norberto Rivera? Porque con dinero baila el Onésimo.

– Pero yo con qué, si todo me lo robaron, cuando lo había jurado ante las ruinas de mi heredad:   ya me saquearon, no me volverán a saquear.

Ira, dolor. Le tiemblan los labios. Intenta sofrenar el hilo de las lágrimas.

–  Y ahora, apenas  llegando a mi casa el gallito copetón…¡ya  me dejó sin petróleo y sin luz! ¡Ese y sus compinches me violaron, y  a oscuras!

(Ah…)

¡Ay, mis hijos..!

Retomo la fabulilla que inicié ayer. Tonantzin, a su marido, un tal  Santa Anna:

– ¿Así es que no andaba mi señor apuntalando con el filo de su espada la soberanía del águila real?

– Cuál espada, cuál águila real. Transacciones de mucha ventaja  para nosotros. Negocio de bienes raíces con unos marchantes de Tejas. ¿Te acuerdas, reinita, de aquellos terrenos que tenías allá por el norte? Total, que estaban nomás mosqueándose, llenándose de polvo…

Tonantzin, por no llorar, muerde el pañuelo. Piensa, mirando el andar cojitranco del espadón que enfila rumbo a la alcoba nupcial: “Mi honra, mi dignidad claveteadas en el suelo con la pata postiza del indecoroso vendepatrias».

(Apenas doncella y aún tiernas las telas del corazón, Tonantzin derramó lágrimas ardorosas ante la cobardía del primero de ellos, un tal Moctezuma II, que se arrugó frente a la cáfila de fuereños que vinieron a agredirla en su propia casa: saqueo y violación. Gacha la testa, el marido zacatón, aguantando…

Iba a llegar después cierto cojo jacarandosos que entre palenque, garito y gallera el muy baquetón malbarató algunos terrenos que Tonantzin poseía allá por los rumbos del norte. No se reponía de los destrozos que le ocasionó el vendedor de bienes raíces cuando en eso el mal fario, la mala sombra, porque ahora…

Ahora le tocaba en suerte, muy mala suerte, un matancero de oficio, tablajero del rastro municipal. Y fue así como iba a ocurrir que un mal día, en la Plaza de Tlatelolco…)

Dos de octubre, ya al pardear. En el departamento de abajo, a todo volumen, la música gringa se apesta a mariguana y ron. El tufo sube hasta acá, el 402, donde la señora Tonantzin, descalza, trapea el linolium del piso y piensa al trapear: “mi marido no vino a comer. ¿Problemas en su trabajo?” Al trapear bambolea unas carnes enflaquecidas, envejecidas. En el depto. vecino la nostalgia en tono menor: «Bañado en lágrimas…»  Abajo, la gran explanada que llaman De las Tres Culturas se va llenando de jóvenes en hervor. Gritos. Altoparlantes. Oscurece. De repente el espeluzno, la crispación. Estridentes, los fogonazos aluzan un retablo de tronchadas marionetas.  México.

Cesó del todo el estrépito. Un silencio aplastante se aplana sobre Tlatelolco. En la puerta de entrada del 402:

– Indita mía, te traje cena. Moronga, ¿te apetece?

Tonantzin observa al marido: la greña en desorden, corbata torcida, manchas rojizas en las manos. Alguna dificultad.

– Nada serio, mi amor. Tus chamacos, esos broncudos que se me quisieron insubordinar. Tres cachetadas, y a dormir en paz. Anda, cocíname la moronga.

Tonantzin se acerca a la ventana. La tufarada de sangre caliente en el rostro. Agacha la testa; en los labios un vivo temblor. Va a la cocina, y entre el chirriar de la sangre guisada la picadura de la cebolla le suelta el hilo de las lágrimas, y entre sollozos entre sí decía: “Ah, mis maridos. Esta punzada en el lado cordial…»

Una campanada a lo lejos. Ese bandazo de viento arrojó por la ventana tufos diversos: de azufre, de pólvora, de llanto recién llorado. ¿O son de la propia Tonantzin, que llora de pupilas adentro? A saber. Medianoche.

El matancero dientón, las manos pegoteadas de un líquido rojiespeso, ronca en su catre después de que a la estridencia de las ráfagas se refocilaba en el  catre de alguna putona de generoso cuadril. Una insomne Tonantzin vaga por la explanada del Tlatelolco antañón. Anima en pena, cabello suelto y ojos de fiebre, la noche de Anáhuac escucha su doliente clamor:

– ¡Ay, mis hijos..!

(El lunes.)

Mi retablillo anual

El martes, muy de madrugada, afirma el Nican Mopohua,  se vino Juan Diego de su casa de Tlatilolco, y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre pasar, dijo: “Me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora”.

Pero ahí salió a su encuentro al otro lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño? ¿A dónde vas?”

“Niña mía, voy a causarte aflicción: voy presuroso porque está enfermo un tío mío, Juan Bernardino, y voy a llamar a un sacerdote”.

Pero ahí siente Juan Diego, como escalofrío, que la Señora del cielo mirábalo con su modo de mirar, y que leía en lo profundo de su ánima. Avergonzado de su mentir clavó una rodilla en tierra:

“Y a ti cómo engañarte, Niña mía, cómo engañarte. Has de saber que de intento torcí mi andadura para hacérteme el perdedizo, por lo que ahora te he de decir: anoche mi tío Juan Bernardino, en sus delirios de fiebre, tuvo una revelación. Como  extraviado, al verme llegar se me quedó observando como si no me conociera,  y pegando un gran suspiro, clamó:

“¡Bienaventurada mi sangre, porque mi sobrino llegará a los altares!”, y sus ojos, Niña mía, fulguraban.

(La Señora del cielo, mansas pupilas, miraba a Juan Diego, y sonreía…)

“Entonces me eché a dormir, pero cuál dormir. ¿Yo a los altares? Eso significa que la Niña del cielo va a convertir el desierto en rosas, y las rosas de la tilma en el milagro de su Imagen del Tepeyácac, y que al prodigio la cristiandad va a edificar capillas, ermitas, templos y basílicas a la honra y gloria de Dios y su Madre santísima”

(Ella, sonriendo, le extendía sus brazos.)

“Lo supe entonces: de todos los rumbos de la rosa van a acudir hasta ti romeros y suplicantes, pero también un pontífice reaccionario y dado a los viajes, que en una de esas va a contemplar a mi pobre México metido hasta el cuello en la pobreza global, a una comunidad flagelada, castigada por el modelo neoliberal, y un descontento que amenaza tronar no como el cambio pacífico de una ciudadanía que aprendió a pensar y crea la estrategia para darse un gobierno al que obedecer como su mandante, sino como las masas saben estallar: a lo espontáneo, a lo inútil. “Ah, no, ¿revolucioncitas a mi?” Y el Papa de Roma va a urdir el truco de darles un bato –un beato, perdón-, más tarde santito, pararrayos de la  cólera popular. Yo, Niña mía, mirándome de santo reaccionario intentaba dormir, pero el sueño, andavete”.

(Vio entonces, o figurósele, que se añublaba el mirar de la Niña.)

“Y así, Madre mía, presentí que mi expediente, que en cosa de cuatro siglos había dormido en santa burocracia, de repente iba a levantarse y a andar, y que en el amanecer del XXI estaría yo en mi nicho de santo de palosanto.

“¿Y tal presentimiento atribula tu pecho, hijo mío?”

“Y cómo no. ¿Tú conoces a mis paisanos? ¿Te imaginas al más pequeño de tus hijos tieso en su nicho, con la marabunta de penitentes a mis pies –a mis sandalias-,  exigiendo de Dios por mi intercesión el milagro que su propia ignorancia les impide realizar por sí mismos, ahora que andan espantados porque los van a dejar sin petróleo y sin luz. Por eso fue que traté de hacérteme el perdedizo, Niña amantísima. Tú has de perdonar a la más pequeña de tus criaturas, ¡pero no milagrero! ¡Todo lo que quieras, Niña de mis ojos, pero santo no!»

La de Guadalupe, entonces, juntó sus manos, ladeó su cabeza, suspiró y parece que sus pupilas se rasaban de lágrimas. Y así se nos quedó en la tilma. (Obsérvenla.)

Tonantzin

Madrugada de Anáhuac. Hace rato se oyó cantar el cenzontle. Por el lado del lago sopla un viento rumoroso a cañas y tierra desflorada. Aquí, en la choza de varas, la joven Tonantzin aguarda, el corazón en la boca, la vuelta de su varón, guerrero que debe andar exhibiendo la gallardía del penacho multicolor en la guerra florida contra el tlaxcalteca. Madrugada.

“Y aún Moctezuma,  mi marido y señor, que no llega…”

Pupilas insomnes, la joven Tonantzin deja ir esas tensas miradas al exterior, al horizonte aquel de pirámides truncas, desparramadero de canteras con tigres, águilas y serpientes en bajo-relieve. Anáhuac.

“Ya amanece, y de mi marido y señor ni sus luces…”

Un son de teponaxtle a lo lejos. Aquí, la angustia de la desposada joven. “Que de la guerra florida vuelva ileso mi marido y señor…”

De repente, ¿y ese ruidillo? Ahí, junto al petate, un rumor solapado,  unos pasos en sigilo, esa figura que avanza a lo subrepticio, de puntitas, con las sandalias en esta mano –en esta otra, perdón; es que mal se distingue en la penumbra del amanecer-. Azorada,  Tonantzin se yergue, el puñal de obsidiana en la diestra:

–          ¡Quién anda ahí!

–          Soy yo, palomita torcaz, cálmate.

Un mal paso, un destanteo, la caída en el suelo.

– Mi dueño y señor vuelve a su casa no como guerrero triunfador, sino como indio empulcado. Ah de mis dioses tutelares…

Moctezuma II, alias El Zacatón: “Se me pasaron las aguamieles. ¿Qué haces despierta a estas horas, florecita de cempazúchitl?

Todavía tiernas entrañas, Tonantzin se echa a llorar al peso del desencanto. Conque la guerra florida era de tlachicotón…

– ¿Sabes qué, mi amor? Me entretuve con unos gachupines en la pulquería de aquí a la vuelta. Tuvimos una averiguata. Tiéntame las jetas. ¿Ves? Me madrearon entre varios.

En la penumbra del amanecer en el valle de Anáhuac Tonantzin lloraba quedo y entre sí decía: “Vergüenza de briago y de cobardón. ¿Es este el varón en el que vine a depositar mi honra y honor? Ah dioses, mis dioses tutelares, dioses vencidos, convertidos en cascajo…

México, medianía del XIX. Las cuatro en punto y sereno. La misa primera en la ermita de El Ajusticiado. “Por los caminantes, oremos; por los que agonizan, por el romero extraviado y los hombres de mar. Por los cautivos, los solitarios y los caídos en tentación, oremos».

Acá, por los rumbos de La Acequia, Callejón del Indio Triste, Tonantzin  –pupilas insomnes, ojeras violáceas- aguarda la vuelta del su marido, militar de carrera, corazón bandolero. Sepa Dios si viva o muera a estas horas. Por los que viven en pecado nefando, oremos…

De repente, ¿y ese estrépito? ¡Acudan los criados! ¡Enciendan candelas! ¡A mí, que hay ladrones en casa!

– Cálmate, mi amorcito tirano, cuáles ladrones. Soy yo, tu señor.

Y sí, descubierto a media escalera cuando subía a lo subrepticio –la única bota en la diestra, la pata postiza en suspenso, las dos posaderas, abundosas, en el escalón-, mi señor general don Antonio López de Santa Anna, que en fechas recientes se ha mandado apodar Su Alteza Serenísima, puja por levantarse del escalón donde fue a resbalarse:

– Sh, no la hagas de ventosidad, mi reinita del palenque. Soy yo, tu mandón.

– ¿De la batalla de El Alamo viene herido mi señor?

-Cuál batalla, cuál herido, cuál Alamo. Lo que me entretuvo hasta orita fue un asunto de bisnes. Franquicias. Yo, como tu apoderado legal, he agregado algunos oros al patrimonio familiar, mi reina de la gallera, mi sota de oros.

– ¿Entonces tú no..?

(La fábula sigue el viernes.)

¿Quién de ustedes le cree?

Peña garantiza que el 2014 será un año mejor.

A los limosneros me referí ayer; al río de necesidad con que vengo a toparme cada mañana, cuando viajo en el Metro. Corazón de malvavisco injertado de jerica (de niño al que la indigencia robó su niñez), me aprovisiono de monedillas que voy sembrando en la mano abierta con la vagorosa esperanza de que en mi otra vida pueda cosechar un cielo todavía más vagoroso. Y va esta moneda a la anciana que a puro valor y engarruñada soporta fríos, calores, ventarrones y lloviznas tempranas, y esta otra al cacharro de hojalata, y una más a la guaripa que nos aguarda boca arriba, boca abierta en el escalón, mientras el ciego nos jura a capela que Gabino Barrera no entendía razones andando en la borrachera. Y allá va la monedilla sin más valor que la buena intención, que ya con una moneda qué puede mercarse que no sea la ilusión, pobre ilusión de pobre, de ganarse el cielo. “Dios le dé más, joven«. (Ciego, sí, por supuesto.)

¿Viajan ustedes en el Metro? Entonces se habrán topado con el corridero y el que estruja el acordón, y el que acompaña su limosnear con la flauta dulce o la guitarra de son. La cultura de la limosna, reflejo fiel de este México  de nuestro tiempo y circunstancias, cuando la cofradía de los baldados, los segregados de la comunidad, escalón por escalón se afanan a lo monótono implorando la de por Dios.

Y unos a viva voz y otros a mortecino instrumento musical, éste rasguñando la desafinada y aquél pegándose, como a la ubre, a la armónica de boca. Más allá, sacrilegio y delito de lesa música, un violín y un guiro tropical, grotesco compinchaje, ejecutan (pero ejecutan al modo del verdugo medieval) un airecillo que exalta la vida hazañosa del capo del narcotráfico. Y “ái lo que sea su voluntad».

Escaleras del Metro capitalino. En aquel escalón, el viejo de la guaripa  ofrece al viandante la única alegría a la medida y al alcance del pobre, que en México lo somos todos si exceptuamos a los ricos:

– Alegrías de a 10 pesos.

Toda la alegría que puede caber en 10 pesos; alegría de amaranto.

Pero ándenle, que ayer, muy de mañana, la novedad: una nueva tandada de mendicantes en el rastrojal de los pedigüeños: “Animas caritativas». Válgame. Devaluados al máximo me los vine a topar, sin el tanto de un peso  en cuestión de autoestima. Los vi y me miraban, la mano extendida, que extendida más me apachurraba el corazón. Y yo ya sin una moneda qué poner en sus manos.  La aparición de tales arrimadizos me vino a extrañar porque yo a todo el almácigo de menesterosos ya lo conozco como a la palma de su mano extendida, y esto porque cada mañana paso revista en mi mente a todo aquel sembradío de penurias. Pero esos recién llegados, todavía con su timidez y su verguencilla para aprontar la mano abierta…

Me dolieron, y mucho, porque, mis valedores: fue por mí, por ustedes, por todos nosotros que  aquellos indigentes cayeron en la inopia y quedaron   más devaluados que el pesito mexicano que puse en sus manos. Todo el tamaño de su tragedia se originó en el servicio que prestaron a todos nosotros. Por nosotros fue que cayeron en la extrema penuria, que así pagaron la vocación de humanitarios que practicaron con todos nosotros. Los reconocí, y quizá ustedes también los hubiesen reconocido. Sí, los ex-presidentes. ¿Cuántos de ellos creen ustedes que por servirnos están en la inopia? Chaparritos unos y otros  borrachines,  peloncitos,  garrochones, orejones, garañones. Salinas, pongo por caso, y… (Sigo después.)