De mi don Joaquín Fernández de Lizardi les hablé ayer, y lo relacioné con el grado de heroicidad que suponía el oficio de periodista en los tiempos aciagos del porfirismo. Porque ese fue el sello de identidad de El Pensador Mexicano: censura y prisión, persecuciones y agobios económicos, y vuelta a empezar, algo lógico para un periodista de su trascendencia y valor personal en gobiernos como el de Díaz.
Es menester tener presente que el pueblo no ejerce los derechos de soberano sino en las elecciones…
(Derechos de soberano, digo yo, perfectamente acotados, porque «el pueblo», con su voto, elige a quien le presenta un mejor proyecto de nación, pero su voto resulta perfectamente inútil a la hora de hacer efectivo semejante proyecto. ¿O no? En fin.)
Todos los campos de la expresión escrita dominó El Pensador: el periodismo y la sátira, la versificación, el drama y la novela, donde crea ese personaje inmortal, El Periquillo Sarniento, flor y espejo de la picardía que a todos nos resultaría familiar si en este país se acostumbrase la lectura
Por cierto: El Periquillo nació en 1816, y de inmediato recibe la aceptación popular, no así la crítica, que se mostró reservona ante los hechos «escandalosos» y el lenguaje desenfadado el personaje Noches tristes data de 1818, al igual que el primer volumen de La Quijotita y su prima, cuyo segundo tomo aparece al año siguiente. Don Catrín de la Fachenda se editó en 1819. Tiempo después El Pensador deja de lado la novela y se dedica de lleno al periodismo, su genuína vocación. Atrás quedaba una obra copiosa, raíz de la literatura mexicana como de la francesa son, distancias guardadas, Gargantúa y Pantagruel. Lizardi dejó la obra de intención didáctica y de ejemplaridad, visión esperpéntica con la que poma en evidencia las desmesuras y los desafueros de su tiempo, tal como a su hora lo llevó a cabo Rabelais con sus dichos Gargantúa y Pantagruel: las que perpetraban entonces las autoridades civiles, el clero, los militares de aquel entonces…
¿Por qué Lizardi caería en prisión? Por sátiras como la presente, que describen el México de principios del siglo XIX, y yo les pregunto, mis valedores: ¿es muy distinto al México actual? ¿Qué tan distinto? La sátira:
«Nada falta a tu dicha, patria mía, – Tienes frailes, langosta, policía, – Puertos sin naves, tropas sin calzones, – Caminos solitarios con ladrones, – Siempre apretada tu tesorería, -Partidos y colores a porfía, – Papel que vale menos, aunque debe, – Un rey que lo conoce y no se atreve, – Faltaba un año santo: en este día, – ¡Bendito Dios!, el Papa nos lo envía»…
Y qué vigencia mantienen, hoy mismo, las reflexiones que Lizardi nos dejó en las planas de los periódicos que fundó a lo largo de su ejercicio periodístico, periódicos más o menos efímeros. Juzguen, por el párrafo que escogí para ilustrar mi dicho:
Compárese los males que pueden sobrevivir a la República, entre que se anulasen las elecciones y los que le vendrían con algunos diputados elegidos por tramoya, esto es, que no merezcan serlo. En el primer caso se mina la soberanía de la nación. En el segundo nada se pierde con seis u ocho representantes ineptos, sino diez y ocho o veinte y cuatro mil pesos anuales…
Y cuánto de humano, mis valedores; cuánto de aleccionador, cuánto de melancólico se trasmina en la nota que redactó el periodista cuando tuvo que dar por muerta la publicación del Correo Semanario de México. La nota la tituló Despedida, y a la letra dice:
«La escasez de subscriptores, que no proporciona que se costee este periódicos, y mis graves enfermedades, no me permiten continuarlo.
Doy gracias a los señores subscriptores que han tenido la bondad de favorecemos hasta el final, suplicándoles dispensen las erratas, dilaciones y otros defectos que no he podido evitar.
A los señores subscriptores que aún restan algunos piquitos, suplicamos proporcionen su remisión, pues no habiéndose costeado el periódico, claro es que nuestro bolsillo debe pagar lo que falte…»
México, 4 de mayo de 1827. El Pensador.
Esto escribía nuestro progenitor literario y periodístico ya atacado de tuberculosis, pobreza, desaliento, soledad…
Mi don Joaquín Fernández de Lizardi. (A su memoria)