Clítoris delirante

Hay quien anhela hasta el patíbulo con tal de lograr la fama…

Patético que ya tengamos La revolución de la esperanza y que no tengamos la esperanza de la revolución. No la que se forja con pólvora, sangre, y lágrimas, sino una en que algún día, ya capacitados para pensar, nos demos un gobierno que mande obedeciendo. Sin violentar la ley. Entre tanto…

La revolución de la esperanza es un libro que escribió (¡imagínense!) el especialista en «José Luis Borgues«. ¿Se lo habrá inspirado esa Marta Sahagún que, aludiendo a Rabindranath Tagore, le llamó «La gran Rabina Tagore«? En fin. Y a propósito: de que pasé por el mundo, mis valedores; para que alguno se acuerde de mí. De que en mi tiempo de vida fui algo más que el palo blanco (ni echa vaina ni florea, nomás ocupando el campo). Yo toda mi vida he procurado satisfacer una de las necesidades básicas del humano que valora su salud mental: la trascendencia. No morir del todo, quiero decir. Ah, necesidad humanísima de sobrevivir, de mantenerse el tanto de un suspirillo en la memoria de aquellos que se beneficiaron de nuestras acciones, si es que en vida conocimos el amor a los semejantes y les legamos esta o aquella realización que a alguno o algunos haya venido a aprovechar.

Y ya llegando a este punto (a esta coma, en realidad), cuidado: en su necesidad de trascender, quien no ama a sus semejantes suele también conseguirlo, pero no por lo que construye, sino por lo que logra destruir. Pregunten, si no, a Erostrato, zafio gañán que, inhábil para la obra positiva, para no morir del todo incendió el templo de Diana en Efeso, torpe manera de ubicarse en la memoria colectiva, como a base del colectivo aborrecimiento trascendieron Hitler y Bush, El Mochaorejas y el Halcón hoy muerto en vida, el judío Sharón de vocación carnicera Por cuanto a nosotros, ¿cómo lograr la trascendencia? Plantar un árbol, engendrar un hijo y escribir un libro. Tal es, de alguna manera, la receta para sobrevivir a los despojos mortales, al puñito de cenizas en que yo me he de convertir. Ah, que al morirme no caiga en esa muerte definitiva que es el olvido; seguir viviendo en la memoria de alguno al que haya dado a valer. ¿Cuáles de esas 3 condiciones han cumplido ustedes?

Porque de mí yo puedo decir y digo: integrante de varias brigadas de reforestación no uno, sino muchos árboles he plantado en tierras baldías. Sombra y frutos ahí queden para que hablen por mí. Por cuanto a engendrar un hijo: no uno, varios también, que también ahí quedan. Cuando yo muera, ¿me recordarán? Un consuelo me queda: que de mí ya no podrán tomar desquite. Tocante al libro: he escrito una decena para que saquen la cara por mí, y ustedes han de dispensar por los siete u ocho que se han publicado; la culpa no ha sido mía del todo, que la comparten El Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz, Novaro, Gríjalvo y Empresas Editoriales. Es culpa, además, de tantos miles de ustedes que agotaron ediciones. Mis libros…

El escritor. Justo es reconocerle, sin ningún otro mérito, que en el áspero trayecto que se ve forzado a recorrer para la publicación de su obra padece como penitencia cuaresmal la obligada visita a las siete casas (editoriales), y su pendulear de este otro escritorio, en uno de cuyos cajones va a quedar sepultada nuestra carpeta, de donde será exhumada meses o años después ya en calidad de momia, y colocada ante los lentes implacable de los escrutadores. Su sentencia, inapelable, determinará la publicación o el cambio de cementerio: del cajón del escritorio al cesto de la basura, y RIP. Cuántos de mi oficio han tenido menos suerte que yo, beneficiado por editores que han sido menos el rigor y más el espejo y la flor de la generosidad…

¿Que para qué hablo de mis asuntos personales? Me salva mi buena intención, porque deseo prevenir a ustedes de esa nueva tormenta de estiércol que puede emporcarlos. Noble el libro, como es, y satisfactorio el ver nuestro nombre en letras de molde, nauseabundo resulta mirar ahí la arribazón repentina de estiércol zurrado por individuos ajenos al quehacer literario, sean hombres públicos o mujeres públicas, y así de la grilla política como del bataclán, de la estridencia de nota roja o la zafia pornografía. Esos, hoy día, a cada rato malparen libracos apresurados, improvisados, de esos de coyuntura y efímera vida, tan ayunos de calidad como sobrados de exhibicionismo barato, el del nalgatorio y lugar excusado. ¡Cuidado, precaución! Andan por ahí esos especímenes, hermanos de la leche, bodrio y heces, del alimento espiritual que da a tragar a las masas el duopolio de la TV, desde La oreja hasta La Nalga, la entrepierna y el Cóccix Ustedes, ¿compraron La Jefa o los engendros de Chayo Robles o Annel?¿Van a comprar esa ventosidad apodada The Revolution of Hope cuando alguien de mala leche la traduzca al español? ¿O prefieren, anhelantes -acezantes- ese que anuncia una Niurka de clítorís delirante? Allá ustedes. El que por su gusto es… (Conste.)

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