(De rito anual para todos ustedes, el presente retablillo navideño.)
– Por fin has vuelto, José. Toma mis manos…
Engarruñada sobre el montón de paja, María la doncella se cimbra a los espasmos de las entrañas, tiritando al viento decembrino que se cuela por entre las piedras mal asentadas. Belén.
– Cuánto tardaste, José…
– Perdonarás la tardanza, mujer. ¿Sabes? los pies se me fatigaron del mercado al tianguis en procura de ese elemento extranjero que es el arbolillo de Navidad, y de luces y esferas, y musgo, y harta escarcha. Los ojos se me iban tras de confites y canelones, y cacahuates y colación, y un par de regalitos, el tuyo y el de ?l. Pero María, si hubieses visto los precios. ¿Pues a qué ciudad de rapaces hemos venido a parar? ¿En manos de qué mercachifles vino a parar el misterio santo de la Navidad? Si hubieses visto los precios. ¡Y en dólares..!
– Siéntate aquí. Pon mi cabeza en tu pecho. Dime que aguardas con júbilo la llegada del Niño.
– ¿Por quién, sino por ustedes dos, intenté entibiar este pesebre? Por ti, María; por El, para que El no se hiciera una idea demasiado lóbrega de esta que vendrá a ser si tierra hasta el día del Carmelo.
– El frío, José, para las carnes desnudas del que está por llegar.
– Y ni cómo proporcionarle una chispa de calor, porque en la ciudad: ¿arbolitos? Ni de plástico vil. Carísimos. ¿Pelo de ángel? «Qué bicho es ese», y se mofaron. Y que la escarcha es importada (escarcha en el trópico, mentes colonizadas), y foquillos y esferas, costosísimos, y una triste estrellita de sololoy haz de cuenta que les pedía la estrella del Oriente.
– Pon aquí tu mano. ¿Sientes la llegada del Niño? ¡Está por llegar a este mundo, compañero! Creo que voy a gritar un poco. Quedo…
-Ánimo, aprieta mi mano, resuella hondo. Llámalo por su nombre. -Jesús, Unigénito…
– Y fue así como tuve que renunciar a los entrañables símbolos de Navidad y resignarme al recurso de los pobretes: el nacimiento.
– ¡Jesús, Jesusillo, ven ya, ven…
– Pero ni para un pobre nacimiento pudieron alcanzar los dineros. De comercio en comercio todo se me fue en suspirar. María, ¿sabías que en este país ya todo es importado? ¿Pues qué fue de Galilea, que así se ha dejado enajenar al Imperio Romano? ¿Qué ralea de desenraizados es esta de los galileos, que así han vendido o dejado que les enajenen su tierra? Dios…
– ¡Llega, Jesús, ven con los tuyos. Allá en . las alturas, suspensa en ese cacho de firmamento, la estrella del Oriente aguarda por ti, y por ti tronos y potestades afinan arpas y cítaras. Ven, y en tu busca llegará la arribazón de cristianos a la gloria de Dios…
– No, María, de ellos ya nada esperes. En este mundo, mujer, el espíritu de la Navidad ha sido trocado por el espíritu del vino. Con los vapores vinosos qué puede interesarles un simple recién nacido entre paja y pasturas de un pesebre de Belén.
– ¡Ya llega, José! ¡Ya el Ungido se acerca..!
– Mira a lo lejos el reguero de luces: Belén. Música, luz, alegría. Alegría, sí, pero embotellada. Pobre Galilea, Jesús. ¿Valdrá una gota de tu sangre…?
– Está por llegar. Ya llega. Siento que toda mi carne se transfigura…
– Ya los cielos afinan celestas y virginales y flautas dulces. Arcángeles y serafines se aprestan a entonar la gloria del que se desasosiega en tu vientre, María; del León de Judá, que viene a instaurar en las Galileas de este mundo la Palabra Nueva y la Paz, y el amor de todos para todos. Hosanna en las alturas.
– Ah, los desgarramientos…
– Ánimo, María, respira hondo, llámalo por su nombre, ayúdalo a bien nacer como a bien morir habrás de ayudarlo.
– Jesús, hijo, pequeñín. ¡Hijo del Hombre..!
– ¡Cristo ha nacido! ¡Aleluya! ¡Emmanuel! ¡Dios con nosotros! Y el milagro nuevo, ¿los oyes? Por los caminos resuenan los guaraches de pastores y rabadanes, y vagabundos y trashumantes. ¡Vienen a la adoración..!
– Por qué tan pronto esas lágrimas, Niño…
– Si al menos un poco de infusión para con algo tibio recibir a los cristianos, muertos de frío. Pero tú reposa, que el Niño ya está contigo. Ya en las alturas se delinea la escala de Jacob. Ya paren los cielos, y la tierra se cimbra en estremecimientos por más que en Galilea no los percibían. ¡Gloria al Chamaco que arrullas entre tus brazos! Anda, María, ábrete la túnica y dale tu leche, que Jesús el Niño comienza a llorar. (¡Aleluya..!)
oh!
probando 1,2,3.