Porque antes que mi pan viene mi suspiro, y mis gemidos corren como aguas…
Que todo ocurrió la tarde del domingo anterior, Día del Anciano, dije a ustedes ayer. Que, deprimido por la ausencia de mi única y como algunos se refugian (en plan de fuga, qué contrasentido) ya sea en la droga que se fuma, en la que se inhala o en esa, la más dañina de todas, que libremente se vende embotellada, yo me arropé entre los libros de mi biblioteca, tomé al azar un volumen de poemas y ahí el incidente: al abrir el libro se me vino a las manos aquel mensaje en cuyas primeras líneas algún ser anónimo se quejaba de que su hijo menor, el más amado de todos, lo internó en un asilo de alias rimbombante: “residencia”. El manuscrito:
“Fue en el asilo donde acabé de envejecer. Pero, fuerzas de debilidad, logré fugarme y me vine a refugiar, solo y mi alma, en este cuartucho de azotea, vecino de gatos y lavaderos, abierto a vientos, lluvias y carrasperas. (Afuera de mi covacha las palomas a zureos reniegan de la llovizna.)
Tardes de domingo como esta son las más deprimentes para el que envejece en una soledad de lomo engrifado como gata en brama. Por tratar de conjurarla me he aplicado a abrevar remembranzas en mi altero de viejas fotos, que más me dañan que aligerarme el espíritu. Aquí, macollo de ausencias, el oficio de mis fieles difuntos: desvaídos rasgos de la que fue mi amantísima (canto, risa, el geranio, el no-me-olvides, el deseo tensado, trenzado, en el catre de latón). Qué joven fui una vez…
No me pregunten qué quise decir – es que tenia un nudo en las palabras.
Me he puesto a brujulear mis fotos: hijas, partos, nietos, parientes ya muertos o más distantes todavía: desbalagados. Ah, esta herida que no cesa:
el hijo fallecido por oscuro conflicto de la sota moza, sota de bastos. Ausente uno más, que de mí se ha olvidado, pero cuyo olvido fue menos ingrato que el corazón de pedernal que me encerró en el asilo. En estas corrosivas tardes de domingo intento olvidar y recuerdo; busco recordar, y olvido. (Olvidar, invoco al piadoso alzhaimer…)
¿Dónde mi juventud? Se me trasminó entre los años. Tan escaso de dones como sobrado de ilusiones fui padeciendo gozosas heridas de la sucesión de mujeres que, costras de las heridas, me dejaron estas fotos, dedicatoria y fecha vetustas y unos marchitos pétalos emparedados entre sonetos, rimas y redondillas. De súbito, inesperado, el fogonazo: llegó ella, la única, y ahora mi mente burbujea de recuerdos: romanzas y trovas, luna llena y mandolina y ventana grifa de bugambilias. Y aquí estoy, y avizoro el final, y porque esta soledad pesa cual cresta de roca desprendida de la mente para dar en el corazón, envío este mensaje a ver si alguno…”
Al llegar a este punto (estos tres puntos) el manuscrito se interrumpe. Yo, el papelillo en la diestra, por la ventana miro una tarde que la llovizna torna remedo de noche, y de noche todas las tardes son pardas. ¿Quién sería el solitario? Yo, rumiante de soledades, ¿qué hubiese podido darle más allá un trueque de tristura por pesadumbre? Un súbito suspirillo, en las pupilas el picor. Contemplé la tarde aterida, observé el matutino: “Solos, millones de viejos”.
Día del Anciano. ¿Alguno se percató de la fecha, alguno agasajó a su “adulto mayor”, como le apoda el eufemismo ridículo? Mis valedores, quien sepa de edad, achaques y añejos pedimentos de auxilio conocerá la causa de esta mi depresión. Senectud, cuántos suspiros se cometen en tu nombre. Y qué hacer. (En fin.)