Fue a la hora de entre dos luces, ya al pardear. Por la Zona rosa caminaba yo rumbo al metro cuando me topé con el trío de vendedores que a la orilla de la banqueta hacían corte de caja. El de la guayabera:
– Vamos a ver: yo vendí caja y media de chicles. Ya descontando la mochada de los blue demon y uno que masqué hace rato para a buches de saliva engañar el hambre, me vienen quedando unas ganancias líquidas, tan líquidas como la saliva, de vamos a ver. dos por diez…
– Según mis cuentas (el de la cotorina), yo vendí caja y cuarto de camotes de la tierra del gober precioso y me eché a la bolsa estas de a diez. No me puedo quejar.
– Con qué poco te conformas, vale.
– No me puedo quejar porque ya sé a qué le tiro. Una vez me puse a quejarme del chinche gobierno, y “haiga sido como haiga sido”, directo a Urgencias de Xoco. Días sin huella fuera de circulación…
– Pues a mí sí me fue mal, de plano. Este mal fario, esta salación…
El chimuelo se le queda mirando. “Es que usted tiene la culpa, cómo se le fue a ocurrir ponerse a vender libros en México. Droga al menudeo, en cambio…
En eso, de súbito: “Orale, ¿ya vieron? Allá donde dice Entrada de artistas” (Yo, al instinto, torcí el pescuezo y válgame. Allá, taconeado y meneos, venía acercándose una que resultó ser, a decir del molacho, bailarina de un ballet hawaiano o de waca-waca.
– ¡Y acá esta otra que viene meneándolas como cualquiera de las estrellitas cuando ya les anda por ir al dos, al de las estrellas. ¿Ya viste a aquella de mini-mini, Jitanrrón?
– Y cómo no la voy a ver, si no estoy sordo. Bárbara, bárbara, ¿cuántas arrobas de silicones le calculas en cada una, tú?
Y una más, que al puro pasón (por la acera) me dejó ir aquella mirada ardiente, que me sollamó. El de la chamarra de Los Dodgers: “Saleroso, el Maripepa”. (Cerrando los ojos lo dejé pasar.) Y fue entonces cuando apareció aquella soberbia estampa, delgadita de cintura y abultadita del pecho.“¿Se fijaron? ¡Y sin sostén!”
La vi. Tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida. “¡Y sin sostén, clávense!” Y el vendedor de libros: “Sin sostén como mi señora esposa”.
Silencio. Luego, el molacho: “Oiga, señor, no es por nada, pero en materia de la ñora como que hay que tener ora sí que delicadeza, ¿no”.
– Sí cierto, cómo de que su señora sin sostén. Nomás falta que ya a lo desvergonzado nos vaya a salir con que tampoco allá abajo…
– ¡Momento, momento, no malinterpretar! Yo, aquí donde me ven, no soy vendedor de oficio. Yo todavía hace tiempo tenía mi empleo, que me daba para un honesto pasar en compañía de mi señora esposa y mis hijos. Ahora todos vivimos arrimados con un cuñado. Van varias veces que nos corre de su vivienda…
Silencio, motores, un claxon. “Cada anochecer llego a casa y entrego a mi única el producto de la venta de libros en un país que lee medio libro al año, el país de Laura en América, donde “el gol es de todos”. Díganme ahora, yo, ingeniero titulado en la UNAM y ahora vendedor de libros en México, ¿soy sostén para mi amantísima y las criaturas? ¿No anda la pobre sin sostén, sin apoyo, sin valimiento de un infeliz desempleado?
Se detuvo el tiempo. Tragué saliva. El de la cotorina: “Perdonando la regazón, compita. ¿Pues de qué empleo lo chisparon, quién fue el hijo de su repelona?”
– Del Sindicato Mexicano de Electricistas. Un tal Calderón. A ver, voy a revisar mis cuentas con la venta de libros en México…
Los observé. Uno tragó saliva, otro se mordíó un labio; el tercero agachó la cabeza. (Calderón…)