La Bicha y el Rosco, mis valedores, esa pareja de gatos domésticos que han aceptado vivir en esta su casa (la de ellos), al amor y cuidados de mi gente, que se les ha aquerenciado (a los dos). Mansos de corazón, medio día se lo pasan durmiendo entre ronroneos, y el otro medio remoliendo croquetas, y todavía se dan tiempo para condescender, si a modo traen el humor, con arrumacos como esos con los que los incomodan el guerejo Ariel y mi Mayahuel de las zarcas pupilas, ella tan hermosa que en ratos creo que lo hace a propósito. Luego de permitir a lo displicente que les soben los lomos, la Bicha y el Rosco tornan al sueño (apenas se insinúen las sombras nocturnas, el par de bolas de pelos van a escabullirse por la azotehuela hasta las vecinas azoteas, a “forjar una patria espeluznante”, que dijo el poeta…)
Pues sí, pero aquí lo asombroso, lo que me llenó de estupor: cierto día solicitamos los servicios del veterinario, que acudió ya prevenido para aplicar a la pareja de gatos su ración de vacunas. La Bicha y el Rosco, en tanto, ronroneaban su siesta acá arriba, en mi cuarto de trabajo, engarruñados entre libros, carpetas y discos compactos. Música de concierto. Favor de ir tomando nota, mis valedores…
Y ocurrió que en llegado el veterinario, la puerta abierta de par en par, y mientras el susodicho aguardaba allá abajo, subió Mayahuel y con la naturalidad de costumbre tomó a la Bicha, y al Rosco el Ariel, y ándenle, de no creerse: el par de animalejos revuélvese entre los brazos aquellos, se encrespan, se engrifan, se crispan y se acalambran, tirando arañazos y tarascadas. Ma, ¿pos estos? Y en mala hora acudí en auxilio de la de las zarcas pupilas, que recibí generosa ración de arañazos, tatuajes de hemoglobina que me cuadricularon la pelleja, válgame. Abajo, aguardando en silencio, el veterinario…
Y qué hacer. Aída (tú, la de todos los días) compartió con nosotros la ración de arañazos y ayudó a bajar el dúo de rebeldes sin causa hasta donde el veterinario los tomó entre arañazos y rápido, me jeringó al par: próstata, rabia, moquillo, parásitos, papanicolau. Y la paz. Yo, de regreso frente al aparato este, me puse a reflexionar en el incidente de los mininos. Mientras me daba el pasón (ándale, ¿tú también? Un momento); mientras me daba el pasón de yodo sobre la desatinada caligrafía de los arañazos, que hagan de cuenta electrocardiogramas de esquizofrénico en celo, me puse a reflexionar en torno al misterio del que fui testigo, verdugo y víctima. En mi mente formulaba aquella sucesión de preguntas, y no me explicaba la razón del extraño incidente. Con trabajos volví a la lectura del matutino, que había suspendido para meterme a amansador. Leí, con esa sintaxis:
“En el 2012 el PRI volverá a Los Pinos. Porque ante un futuro que parece incierto, una luz en el camino se vislumbra. Esa luz, es la reconstrucción del proyecto de Nación que representa nuestro partido totalmente renovado, el PRI…”
Y que después de su triunfo como candidato único a la presidencia de esas ruinas que sobreviven de la apodada Confederación Nacional de Organizaciones Populares, CNOP, según lo afirma en el matutino del pasado miércoles Juan Ignacio Zavala, “Emilio Gamboa se tomó la foto del recuerdo. Están las mismas caras del 82, del 88, del 91, del 98, es una foto que también podría haberse tomado hace 28 años, pero es ahora, en 2010. Son los mismos de siempre”.
(¿La relación entre el Rosco y el PRI? (El lunes.)