La razón, mis valedores, no podría definirla, pero ocurrió que aquel pasaje de alguna novela de Rubén Romero me atacó a mansalva ayer noche, y a lo obsesivo me rebulló en la mente para terminar perpetrando fulminante insomnio. Me refiero a un cierto incidente que relata Romero y que según lo evoca mi mente va más o menos así:
“Era yo un joven despierto, audaz, novelero. Aquel día mi padre entró al corral y con semblante preocupado me comunicó la novedad: se rumoraba que en la capital del país había estallado la revolución de Madero, y que por estos rumbos se habían ubicado espías federales. Yo –poca delicadeza del novelista- me levanté (estaba acuclillado) y amarré el cordón de los calzones”.
Y que a la posibilidad de la aventura le latió fuerte el corazón, y ahí la respuesta de joven que, aburrido en el poblacho, ventea nuevos vientos para cambiar de rumbo su vida: “Yo, revolucionario de chisguete, me junté con diversos de jóvenes de mi camada, y armados con unas viejas escopetas enfilamos al puente donde tendrían que pasar los federales”. – Allí vamos a afortinarnos, dije, dirigiendo la operación.
– ¿Y esos? ¿A dónde se dirigen en bola?, preguntaban los curiosos.
– Al puente, a fornicarnos, respondía uno de los gañanes.
Y que sin saber cómo ni por qué, los bisoños ya habían detenido a algún militar desbalagado, un coronel que, ajeno a cualquier revolución maderista, pacíficamente se dirigía a la población. Lo toman preso y lo encierran en alguna troje, con centinela de vista. “Prepárese, que va usted a ser pasado por las armas”. El desdén del uniformado los sacó de balance. “Ah, jovencitos, conque me van a fusilar…”
Y así pasó un día, y pasaron varios más, y entre los novatos el conciliábulo: ¿qué hacer con el coronel? “Fui y en la cárcel improvisada me entrevisté con él. La revolución ha decidido conmutarle la sentencia de fusilamiento. Tendrá usted prisión perpetua”.
– ¿Que qué? ¡Nada de eso, no estamos jugando! ¡Ustedes me fusilan! Y les volvió la espalda. Se azozobraron. La actitud desdeñosa del militar los desconcertaba. De la capital, ninguna noticia de ninguna revolución, y el prisionero se tornaba una carga. Nuevo conciliábulo, y…
– Coronel, hemos decidido revocarle la pena.
– Nada de eso. A mí me fusilan, o pobres de ustedes.
Los revolucionarios de utilería se reunieron, discutieron, deliberaron cómo salir del compromiso de la manera menos desairada posible, hasta que aquella tarde: “La revolución ha decidido dejarlo en libertad, coronel. Puede usted retirarse”.
– ¿Que qué? ¿Retirarme? No, jovencitos. Ustedes me fusilan o se atienen a las consecuencias. ¡Se los exijo!
– Váyase, coronel.
– ¡Yo fui sentenciado a muerte y ustedes me tienen que fusilar!
– Váyase, coronel, nosotros lo perdonamos.
– ¿Y ustedes qué diantres me tienen que perdonar? ¡Soy su prisionero de guerra, fui condenado a muerte, y exijo que se cumpla en mí la sentencia!
Embarazosa situación: “Coronel, por vida suya, tenga piedad, váyase”. La puerta abierta de par en par, le imploraban: “Por piedad…”
Tal fue, en versión libre, el relato que anoche me desveló, porque, a ver: ¿fue un coronel al que los bisoños se atrevieron a secuestrar? ¿No sería algún perverso abogado político? ¿No habrá ocurrido que los novatos, al percatarse de la serpiente que se echaban al seno, se aterrorizaron a la vista de sus colmillos, rebosantes de un veneno para el que hasta la fecha no existe el antídoto? A saber. Hace tanto que leí la novela. (En fin.)