Una coraza de oro, un blindaje de oro… ¡Kilos de oro!
Rodolfo Fierro, mis valedores. El sanguinario al que aluden escritores de temas revolucionarios como Rafael F. Muñoz y Martín Luis Guzmán, el primero en Oro, caballo y hombre, y en La fiesta de las balas el autor de Memorias de Pancho Villa, donde se afirma que Fierro sacrificó en aquel recinto de altas bardas hasta a 300 carrancistas. Que el gatillo de las armas lastimó los índices del carnicero, todo un general de la División del Norte…
Rodolfo Fierro, el personaje de la más negra y roja leyenda entre los hazañosos Dorados de Villa. Fierro, que en sus 35 años de vida cegó 35 vidas multiplicadas hasta la alucinación y del que Rafael F. Muñoz traza el retrato hablado:
“”Sombrero texano arriscado en punta sobre la frente, tal como lo usan los ferrocarrileros, los del riel. Rostro oscuro, completamente afeitado, cabellos que eran casi cerdas, lacios, rígidos, negros; boca de perro de presa, manos poderosas, torso erguido y piernas de músculos boludos que apretaban los flancos del caballo como si fueran garras de águila”. Muchas consejas y alguna crónica cierta en derredor de su muerte.
Fue un día señalado aquel 13 de octubre de 1915. El revolucionario cabalgaba con sus tropas y al paso de la montura se enfrentaba al frío vaciando una de tequila. Fue entonces cuando la comitiva arribó hasta la orilla de cierto lago artificial conocido como Laguna de los Mormones, que los lugareños utilizaban para regar las tierras labrantías al oriente de Nueva Casas Grandes, Chihuahua, y aquí la desmesura, la temeridad enfermiza del hombre curtido a riesgos, peligros y hazañas con las que el inseguro arriesga la vida en el intento de mostrar y mostrarse “muy macho”:
Que el corazón de la charca medía cinco metros de profundidad. Que en cuestión de minutos un jinete sobrecargado de oro como iba él podría bordearla sin peligro alguno. Pero el alarde del pobre de espíritu que en tan poco valora la vida: “Este es el camino para los hombres que sean hombres y que traigan caballos que sean caballos”, y al decirlo clavó espuelas a su yegua alazana, que se hundió en el lago pantanoso. Fierro regresó nadando, y reía: “Ya me mojé, y ahora pasamos porque pasamos”.
Y montó a pelo una yegua prieta, que al no hacer pie y enredarse en los yerbajos del fondo comenzó a hundirse. “Cómo de que no pasamos. Síganme”, ordenó, y esa fue la última orden del general Fierro, porque después sólo se le escuchó aquella oferta desalada:
– ¡Una reata! ¡Echenme una reata! ¡Una bolsa a cada uno que me ayude a salir..!
La bestia había maromeado y lanzó al jinete debajo. Desde la orilla, los del contingente vieron flotar un sombrero tejano.
“La columna continuó su marcha en la nieve, y al ponerse el sol acampó en un bosquecillo cercano. Tronchando ramas de pinos y cedros los villistas medio barrieron en algunos trechos la nieve, bajo los más grandes árboles, y se acostaron a descansar”.
– Lástima de oro, comentó alguno de ellos.
– Lástima de caballo, dijo algún otro.
Y que del individuo ninguno lamentó lo ocurrido. Mis valedores: ese Tartufo desapareció con todo su oro, poderío y éxitos conseguidos con malas mañas. Desapareció con sus transas, claudicaciones y prevaricaciones, su codicia y voracidad frente a un Sistema de poder que lo colmó de prebendas. Desapareció con su bilis y sus dicterios contra enemigos políticos. “Lástima de oro”, dicen de él sus malquerientes. Legiones de ellos. Y no más. (Lástima…)