Tula, mi madre

En fin, que el festejo inducido quedó atrás. Atrás se quedaron el beso, el abrazo, el regalo envuelto en papel celofán. Yo, mis valedores,  no agasajé  a mi madre, que hubiera sido agasajar, al trascuerno, a los comerciantes. A mí me la celebraron. La crónica:
Diez de mayo. Noche cerrada. De milagro alcancé el metro Indios Verdes en su corrida final del día. Acunado en mi asiento me deleitaba a la idea de tenderme en la cama y morirme unas horas. Bostecé, desplegué el vespertino. “Este año medio millón de empleos”. Qué bien. Música para mis oídos, el optimismo del chaparrito. Me adormecí. Y aquella música. De cámara. Barroca. ¿Una romanza medieval? Hice un esfuerzo y fugándome del sueño los entreabrí. No, no era música producida por el optimismo oficial, sino por esos músicos ambulantes. ¡Y ejecutaban aquella dulce balada de la Europa medieval! Me despabilé…
¿El por qué del asombro? Por la metamorfosis que se puede advertir en el arte musical del metro. En anteriores sexenios, el viejo resquebrajado con una ciega guitarra, o al revés, voz de gargajo: “Gabino Barrera – no entendía razones – andando en la…” Sexenios después, el desempleado, haciendo de tripas acordeón: “Ay, quiéreme –  porque ya logré ponerte…” Más tarde (la necesidad), dos estudiantes, flauta y guitarra: “El cóndor pasa”. Después el trío, el cuarteto. Hoy, con el presidente del empleo, todo un conjunto de cámara, con director, ejecutantes e instrumentos de época. Hasta parecen del Conservatorio, pensé, y  al de la batuta. “¿Pueden ejecutar algo de Bach?” El del violín, arete en la oreja: “No le haga caso al bigotón, maestro, que  hasta con la batuta puede perder. Y el boteo, mire, la gente se baja sin cooperar”.
– Y en pleno vagón del metro utilizan violín y clarinete.
– Clarinete el que nos dio Feli-pillo, que nos pintó violín.
– Y ese instrumento antiguo.  Hermosa siringa.
– Siringa la que nos vino a acomodar, que al concertista profesional lo botó a botear en el metro. ¿Sabe a dónde vamos ahorita mismo? A una serenata de día de la madre,  y tocar para una madre ajena me sabe a madres. Todo por llevarle unos cobres a la madre propia. ¿Qué le parece la madriza que nos acomodó el hijo de su santa madre?
Ahí, vivo de temperamento, el de la viola da gamba: “¡No le haga plática al bigotón, que ya mero debemos bajarnos, y hay que estar puntuales, acuérdese!”
-Y esa flauta dulce –dije yo-. Ese corno. Bella rondalla.
– Nosotros, que hicimos rondalla con ese hijuesú que de promesas nos dio mucha flauta dulce, pero de empleo, puro corno y en toda la bandurria…
Ah, las tristuras del desempleo. El del violín: “¡Maestro, que se nos fueron sin su cooperacha. Ya estamos solos en el vagón y no sé ni en qué estación andamos! Todo por su plática con el bigotón”.
¿La estación en que estábamos? El de overol y aceitera en mano nos sacó de la duda: “A ver, no estorbar, que ando midiendo el aceite…”
Me azoré. ¿Y este? ¿Un mecánico? El de la zampoña: “¿Ve, maestro? Ya estamos en el depósito, en el taller del metro. Nos fuimos en blanco porque usted se puso a echar plática con el bigotón. ¿Y ahora cómo nos regresamos a la serenata? ¿Gastar en taxi lo que no recolectamos?”
Válgame. Lo pacifiqué: “No importa. ¿Cuántos son ustedes? ¿Once? Aquí tienen”. Puse en sus manos dos pesos con treinta y cinco centavos. “Todo suyo. Se lo reparten como hermanitos”.
Fue entonces, mis valedores: entre todos los músicos, ejecutantes profesionales, me la festejaron. A Tula, mi madre. (Bueno…)

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