Humanidad…

El estadio Stapless Center de Los Angeles se convirtió hoy, martes, en La Meca de miles de peregrinos, la mezquita que guarde las plegarias de millones de fans a lo largo del globo…

Leí, oí lo ocurrido y miré las fotografías que exhiben la psicosis colectiva que ha producido en el orbe el fallecimiento de un cierto drogadito esmirriado que dejó a nuestro mundo, por toda herencia, unos pasitos de baile y algunos sonsonetes entonados con vocecilla de andrógino.

La tabla de valores impuesta por la Unión Americana, comenté ayer con el doctor Octavio Medina, amigo mío y generoso melómano. «¿Sabe cuántos dolientes asistieron al sepelio de Mozart…?”

Y que hoy me avergüenzo, porque después de todo, como el clásico lo afirmó, humano soy y nada de lo humano me es ajeno. «Este día, créame, experimento un sentimiento de pena y vergüenza por ser uno más de esa humana ralea que Chomsky moteja de rebaño de perplejos. Porque, caramba, qué le parece el innoble espectáculo que exhibe el rebaño ante la muerte de esa especie de cantante y bailarín que ha contaminado todos los países del orbe. Hasta qué grado de enajenación puede manipular el imperio…

Si quiere usted afianzar su escepticismo en lo que esos perplejos tienen de injusto y malagradecido y al propio tiempo su fe en el humanista que saca la cara por la comunidad, ¿sabe quién fue Ephraim McDowel? ¿Qué saben de él esos de la psicosis colectiva que acalambra al mundo?

El doctor Medina esbozó el retrato hablado del visionario ejemplar, valeroso, que nos legó una herencia invaluable:

Existió a fines del siglo XVIII y principios del XIX en el citado país norteamericano, un personaje llamado Ephraim McDowel, natural de Kentucky y médico de profesión, esto en una época en que se realizaban pocas intervenciones médicas como amputaciones y abrasiones, porque la experiencia les decía que al abrir la cavidad abdominal el aire frío, lleno de «miasmas», entraba en contacto con los intestinos y producía una inflamación inmediata, seguida de fiebre supurada que provocaba una muerte inevitable. Con frecuencia los enfermos morían en la operación por el choque causado por el dolor, que la anestesia comenzó a experimentarse quince años después de fallecido el doctor McDowel. Si el médico se atrevía a abrir el vientre de un enfermo era llevado ante un juez, y en su caso juzgado por homicidio. Si no había tribunal, los vecinos tenían facultades para juzgarlo y ejecutar la sentencia Y ocurrió aquella fría mañana de diciembre de 1809…

«Lo que tiene usted no es un niño sino un tumor», diagnosticó el doctor McDowel a la señora Jene Crawford. «¿Se arriesga a que le abra el vientre y se lo extirpe?» Ella aceptó. «Tengo cinco hijos, es muy prematuro para morir».

El doctor la ató a una tosca mesa e intentó cubrirle la boca «No es necesario, doctor, que no he de gritar». Y comenzó la operación. El doctor le abrió el vientre y fue avanzando hasta toparse con la gran tumoración. La enferma entretanto, cantaba salmos. (De abajo subía el rumor de la multitud que había rodeado la casa gritando amenazas. Dos hombres trepaban a un árbol y colgaban la cuerda con la cual hacer «justicia». El canto de salmos se tornaba débil en unos labios blancos, traslúcidos.) Así hasta que el doctor terminó con la maniobra de extraerle del vientre un líquido gelatinoso que pesó siete kilos. En ese momento se presentó el alguacil, que desde el quicio de la puerta observó la escena y al ver tanta sangre: «Ha matado a la señora Ya sabe lo que le espera Vamos».

Suturando la herida el doctor McDowel: «La he operado, y vive».

El peligro no había cesado. Ahora se producirían la fiebre y el olor pútrido de la supuración que anunciaba la muerte. Pero llegó el tercer día y la fiebre no aparecía Jene se había salvado. Se levantó y dio unos pasos. Al quinto día se alzó de la cama Dos semanas más tarde prácticamente hacía su vida normal. El doctor McDowel había traspasado la «frontera de Dios» y desafiado creencias y conocimientos científicos de principios del XIX para crear un nuevo paradigma y hacer avanzar la ciencia médica Como todo humanista y varón de ideales, el doctor McDowel no juzgó relevante publicar detalles de la novedosa intervención quirúrgica agregó el doctor Medina.

En fin. Ha sido este benemérito Ephraim Mcdowel, médico norteamericano, quien me regresa la fe en la humana ralea Para un saltarín de vocecilla atiplada siempre existirá un doctor McDowel, y entonces, mis valedores, para nosotros no todo estará perdido. (Creo.)

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