Cascajo y mundo nuevo

Los documentos apócrifos, mis valedores. Uno de ellos, falsamente atribuidos al soldado cronista Bernal Díaz o a alguno de sus paisanos, es éste que alude al episodio de la «noche triste», que fue la del triunfo efímero de los guerreros ocelotes y guerreros águilas y que aquí finaliza con los gritos destemplados de don Hernando el conquistador ante el espectáculo de las aguas broncas que engullían mulas, caballos y tandadas de aborígenes pesados por el áureo metal. «¡Nadad tlaxcaltecas, nadad hasta la otra orilla! Y vos, Señor Santiago, acorrednos».

Don Hernando Cortés encaraba a los naturales que nos seguían zurrando con sus primitivos misiles (y forzábannos a zurrarnos del puro temor): «¡Ay, jijos! ¡Pero qué jijos!» Corcoveando su penco en la orilla de la acequia, el capitán de Castilla desgañitábase:

– ¡Nadad, con una tiznada! ¡Tlaxcaltecas, no os ahoguéis en un vaso de pulque, que orita, con esa carga, valéis vuestro peso en oro!”

Fue entonces: mirando el desastre don Hernando se rajó, de plano; rajueleó, y reculando (en el buen sentido del término castellano) fue y se sentó al pie del árbol de la noche triste, y ahí se puso a tristear. Nos, en derredor del, hicimos corte de caja de vivos, muertos, agónicos y desparecidos, viniendo a dar en que esa noche habíanse ido a gozar las delicias de la gloria eterna un tercio de castellanos, amén de cabalgaduras, mulas y tlaxcaltecas con su cargazón de metal; mala consejera es la codicia y rompe el saco, según reza el cantar. Daos a la codicia y habréis de terminar nadando así, de muertíto…

Total, que en el lance malaventurado los tercios de sus Católicas Majestades habían perdido casi tantos oros como los que han perdido y siguen perdiendo los naturales con el Fobaproa y la deuda externa, las devaluaciones del peso y el rescate carretero, las demenciales riquezas de sus tlatoanis y toda la corrupción lucrativa e impune de su Sistema de poder. Mirando talegas y quimiles desaparecer en las barrosas aguas de la acequia, se lamentaban y la mentaban los esforzados de España: «Lo del agua al agua…»

Y ándenle, que de repente ahí, en medio de la noche, óyese un suspiro profundo, y el capitán de los tercios españoles: «Con este tercio no me levanto». Pero, ¿y eso? ¿Seria posible? ¿No nos engañaban las niñas de nuestros ojos? Allí vimos que el gran capitán se nos soltaba llorando a mares, arroyos, charcos y lodazales, desmorecido y embijándose de mocos y lágrimas la barba bermeja. Uno de los tlaxcaltecas le aprontó una toallita de papel.

– Ay, hijo, qué pena, díjole don Hernando. Cuánto más os hubiese valido el haberos quedado en vuestros jacales…

– Qué va, mi señor -contestóle el otro, prieto él, dientes de oro, los ojillos jalados y lampiño de su cara (a lo mejor de allá también; caras vemos, peluseras no sabemos). No se arrepienta de habernos acarreado hasta acá, que nosotros no nos arrepintemos, ¿verdá, tú, Cacomixtlin?

– Así es, don Cortés. Mejor arriesgar la  cuera en estos jelengues que no seguir en plan de juandiegos allá en Tlaxcala.

– Pero os he traído a esta vida arrastrada donde arriesgáis la pelleja.

– Mire hacia el valle, mi señor. ¿Qué observa en Anáhuac?

– Para observar valles está mi ánimo, cuitado de mí.

– Mírela, y mire si valen o no los peligros en que nos metimos, si con ellos logramos destruir este mundo para encima del cascajo alzar uno nuevo.

– No me parece lo que decís, porque miro cúes y templos de grandísimo primor en una ciudad de encantamiento, que no parece sino salida de los libros de caballerías de Amadíz o de Lanzarote

– ¿Y más allá de los templos y cúes primorosos que ve su merced? Millones de chozas, covachas, ciudades perdidas, arrabales y muladares donde sobreviven en la miseria los macehuales que edificaron templos y cúes. Entre el templo aquel y la choza, mi señor, ¿qué tamaño le advierte a la justicia? ¿Columbra por ahí a la tal? ¿Nosotros preservar un mundo donde los ricos Slim son unas cuantos y los macehuales millones, hundidos en la pobreza cuando no en la plena indigencia? ¿De qué barro fueron amasados, que no sólo humillan la testa, sino que aun viven orgullosos de que uno de los más ricos del mundo viva junto a la pobreza de unas mayorías a las que él ayudó a empobrecer? ¿Mundo nuevo o preservar este que tendió a la justicia en la piedra de los sacrificios, la violó minuciosamente y luego le arrancó el corazón? ¿Qué opina, señor?

Don Hernando se puso de pie. «¡Griten México!», clama Tlacaélel. (Pero nosotros…)

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