Tanta vida, y jamás…

Porque sólo venimos a soñar. Con la desalentada filosofía del rey poeta, y para todos ustedes, mi retablillo anual:

No es cierto, no es cierto que venimos a vivir sobre la tierra. Si yo nunca muriera…

Con reflexiones en torno a la fugacidad de la vida que a su hora han formulado poetas de la hondura y reflexión de Ommar Khayyam y Jorge Manrique hoy entrego   a todos ustedes, al igual que cada fin de año por estos días, este mi mensaje de fin y principios de año  con la secreta esperanza de que a alguno sea de provecho con la reflexión de lo efímero de festividades como las que en el tiempo han quedado atrás dentro de la fugacidad de una vida que en estampida se nos huye para nunca más. Mis valedores:

El cuerpo aún fatigado después de la celebración navideña y  mañana estragado el gaznate por el regusto a festividad y derroche imprudente, y una vez que a regocijos y litros de alegría embotellada se habrán  deseado felicidades y parabienes para el año que está ahí nomás, acechando, ¿me permiten que los invite a frenarnos el tanto de un suspirillo para reflexionar sobre el tiempo que pasa para nunca volver? Por desdicha. Y qué hacer…

Estamos a la vuelta de un año más que fue, a la postre, uno menos, contradictoria la aritmética de nuestro humano existir. Andamos algunos doblando ya el Cabo de Buena Esperanza. Será por eso que, al menos de forma inconsciente, alienta en nosotros la sentencia inmortal de Manrique:

Nuestras vidas son los ríos – que van a dar a la mar – que es el morir.

¿Por qué este ánimo ceniciento, cuando en derredor todo es júbilo, azucarillos y aguardiente? Será, tal vez, porque a algunos se nos quiebra el ánimo, se nos resfría con la certidumbre de que vivimos en el cogollo de lo fugaz, lo finito, lo perecedero; de que existimos en la sustancia misma de nuestra muerte propia y particular, intransferible, a la que vivimos alimentando día a día con el tiempo de nuestro cotidiano existir. Clamor dolorido, Job: Mis días fueron más veloces que la lanzadera del tejedor y fenecieron sin esperanza…

Acá, en el otro polo del mundo, Nezahualcóyotl: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? – No para siempre en la tierra – Sólo un poco aquí – Si yo nunca muriera – Si nunca desapareciera…

¿No es verdad que al cabo del año y principios del nuevo, con el que iremos a amanecer,  tal sentimiento de lo transitorio y una sensación de errabundaje y romería vienen a depositar en la almendra del ánimo un regustillo a ceniza, a terral, a aliento de despedida apenas postergada? Y qué hacer con esta tristura que se nos aposenta aquí, miren,  en lo más blando de la corazonada, por cuestión de este otro año que se nos ha ido para nunca más. Y qué hacer. Mis valedores:

Hoy, porque los miro correr a lo desalado rumbo a ninguna parte, invoco para ustedes la voz de poetas filósofos que de repente perciben el aletazo del tiempo que pasa para no retornar; voz que es sabiduría quintaesenciada que provoca serenidad y quebranto machihembrados, y un como regustillo a lejanía y desprendimiento del ánimo bien dispuesto en el final de un año más, que a fin de cuentas vino a ser uno menos. Y cierto sabor de amargura en el villancico que entonamos hace apenas  algunas noches:

La Nochebuena se viene – La Nochebuena se va – y nosotros nos iremos – y no volveremos más…

Hoy, con el poeta, Tanta vida, y jamás, digo a todos ustedes. En fin. A vivir el presente, lo único nuestro. Qué más. Qué mejor. (Vale.)

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