La pantalla de plasma y demás medios de acondicionamiento social, mis valedores. ¿Alguno de ustedes había imaginado hasta qué grado han logrado afectar las neuronas de los pobres de espíritu? De soberbia manera lo ilustra el relato del fabulista argentino. Ella es (¿o era?) una pareja de jubilados que en su modesta vivienda sobrevive (¿sobrevivía?) como cualquier pareja de mediocres irredentos, vale decir: comiendo, regando macetas, embebidos frente al televisor y recibiendo de frente y sin protección alguna para su mente la radiación que en tales mediocres emite el duopolio de TV: nota roja y series gringas, telenovelas, futbol y amañadas noticias. Y ocurrió aquella noche…
Después de horas frente al cinescopio Miguel observó de reojo a María: “Qué vieja está. Cuántos años hará desde aquella jovencita de mirada gris”. Cada vez más cerca de la muerte. Miguel seguía viendo en la TV las historias de siempre, que van de una violencia inaudita a la extrema felicidad. Sin matices. “Nunca un tema de pobreza ni una historia sobre las miserables pensiones que recibimos los viejos burócratas. Siempre problemas del corazón; nunca del estómago”.
– ¿Ya cenas, Miguel? ¿En el comedor?
– Aquí mismo, pero rápido, que ya viene el noticiero.
Y el noticiero llegó. Cenaban cuando el cinescopio se cimbró, morboso y aspaventero, al olor de la sangre, del escándalo, de la estridencia y el amarillismo. De súbito: “En la esquina de Avenida 10 y Calle 13, un ómnibus se trepó a la banqueta repleta de gente, atropellando al matrimonio de Miguel González y María Martínez de González. La señora falleció en el acto, y el señor cuando era trasladado a un nosocomio. El conductor logró darse a la fuga. Por cuanto a la situación financiera…”
Aquí, en la sala, silencio. Un muy largo silencio. Un quejidillo de María. El resto de las noticias ya no importaba.
– Miguel, ¿oíste? ¿Somos nosotros los muertos?
– Por Dios, María, se trata de una coincidencia. Las víctimas se llaman González y Martínez como los miles que viven en esta ciudad. Olvídalo y sigue cenando.
María pareció tranquilizarse, pero su actitud ya no fue la misma. “Pero Miguel, si estuvimos en esa misma esquina a la hora en que fuimos a cobrar nuestra pensión. Tengo miedo, Miguel, mucho miedo”.
– ¿Pero miedo de qué? A ver, ¿tienes algún hueso roto, te duele algo, te reventó un autobús, estás metida en un ataúd?
– Hablaron de que estamos muertos, Miguel. Lo dijo la televisión, y la televisión nunca se equivoca. Tomaría los datos de la policía, y la policía tampoco se equivoca. Le voy a rezar a la Virgen.
Silencio. Llegaba la media noche. Afuera comenzó a llover.
– Miguel, no quiero que estés muerto, tengo mucho miedo.
Afuera los ruidos se asordinaban. La pareja de ancianos había quedado absorta frente al aparato. La noche, electrizada, tenía un sabor a desdicha, a eso insondable de la vida y de la muerte.
– ¿Esto no será la muerte? Tengo miedo de estar muerta y no saberlo, Miguel.
Impresionado por la oscuridad de la noche, de la vida y de la muerte, Miguel no contestó, pero supo que estaban fatalmente solos. Ante la noticia de su muerte nadie se había ocupado de ellos.. ¿Por la propia, aplastante mediocridad? Y fue entonces cuando Miguel encontró la solución que cuadra a todos los pobres de espíritu viciosos de la televisión:
– Despreocúpate, mujer. Mañana, en el noticiero, se dirá si estamos muertos o no.
Eso, después de “nuestra” muerte en vida porque “perdimos” en Brasil. Y pensar que “pudimos”…
(Ah…)