Los rostros de México, mis valedores. Por desalentar la migración de artesanos sin empleo y campesinos sin tierra que por afanes de sobrevivencia dejan sus derrumbaderos de la provincia para buscarla en este hormiguero descomunal, a quienes andan en agencias de engrosar el río de migrantes les digo:
Paisanos de la provincia: ya no vengan a la ciudad capital. Abandonen toda esperanza de esta ciudad como tabla de sobrevivencia, porque si malo es el derrumbadero en que malviven hoy y peor la aventura del indocumentado en Texas, lo que es en este hormiguero –que tan monstruoso amontonamiento de humanos hemos terminado por deshumanizar, lóbrega paradoja-, ya es punto menos que imposible la empresa de sobrevivir. Si observasen ustedes los rostros del habitante de esta ciudad, sus facciones tensas. Y esos ojos…
Ah, los ojos de los que a lo ausente se apretujan en la calle, la avenida, el bulevar; de los que van, de los que cruzan a lo apresurado, rumbo a todos los rumbos, tantos de ellos sin rumbo…
Si vieran ustedes las miradas del capitalino asentado en la colonia periférica a esa hora en que, oscura la mañana, desde la esquina del barrio bajo lanzan largas miradas hacia el lado de la calle donde hace horas aguardan el autobús. Y es que al otro extremo de la ciudad los acecha el reloj checador de las nueve en punto, y ya en el microbús: ah, esas miradas del que se asoma por la ventanilla, porque el tránsito se arrastra a vuelta de rueda, y estamos a medio camino, y un retardo más significa el desempleo, la miseria extrema, el ambulantaje, y a sobrevivir con la venta de tarugaditas de plástico. En el metro, si vinieran a ver: esa que a lo desatinado, sacudidas y bamboleos, enjarra en su rostro menjurjes y con una cuchara se enchina las pestañas en tanto que esa otra cabecea de un sueño interrumpido a la viva fuerza de la necesidad. Si las vieran…
Si vieran las tensas miradas del vendedor que a cielo abierto y a pura garganta asalta a media calle al del volks y le apronta sus aguacates sin semilla –los del huicolito-, y el paquete de chicles y las tiznaderitas de artesanía con las que la mitad de los mexicanos sobrevive vendiéndolas a la otra mitad. “Diez varos le vale”. Ojos tensos, ojos ávidos, que van desalados detrás del posible cliente de una mendicidad disfrazada de limpiador de parabrisas. Si vinieran a verlos…
Ah, las tensas miradas de ese manojo de nervios que, tras el volante del volks, intenta rebasar la luz preventiva mientras se cuida de la tarascada de la patrulla azul, y trata de descubrir, cuadras adelante, la causa del embotellamiento y el huequito en la banqueta donde deshacerse de la cucaracheta y seguir a pie firme, o se nos frustra la cita, o se nos va el avión, o terminamos por mojar los pantalones, Dios…
Y las miradas de los desempleados que miran el amanecer recargados en las rejas de catedral, la cajita de herramientas al pie: yesero, albañil, fontanero, milusos; y los ojos de quienes dejan su vida encuevados detrás de la ventanilla de Rezagos Varios, o del ama de casa que hace cola frente al hidrante, el expendio de tortillas, de la leche de Conasupo…
Antes de venirse a esta ciudad imaginen los ojillos de esos muchachejos que por conjurar la realidad de una ciudad que imaginaron madre y les resultó madrastra, buscan la escapatoria en la “mona” de thíner o con cemento construyen sus castillos en el aire y andan por ahí sonámbulos, flotando en la irrealidad, la mirada ausente en una ciudad que los aplasta. Los rostros de la ciudad. (Vale.)