Del esperpento

Las cumbres caribeñas y el vecino imperial. Recuerdo el relato que a  bofetones de ironía, sorna  y desprecio, ridiculiza aquellas cumbres que de año con año y con el patrocinio imperial aderezaban dictadorcillos de los pueblos débiles, o no hubiesen permitido que los sojuzgaran los Trujillo y Duvalier. La síntesis del relato, con su sintaxis:

“Un ron jamaiquino en la cabeza. Un arrullo turístico de calypso. Mesa llena en esta última sesión del Vigésimo Congreso para la Unidad Caribeña. Presentes todos los delegados de las Antillas Mayores. ¡Menos Cuba! Los de las menores habían formado, en un conmovedor acceso de humildad, mesa aparte. Mar, hotel, puesta de sol…

Estados Unidos presidía, sentado entre Puerto Rico y Jamaica. República Dominicana y Haití, en los extremos opuestos de la mesa. Rivalidad. Se repetían los brindis a la memoria de Duvalier y Somoza. Se denostaba a Cuba, temido tiburón. Los EU. subsidiarían generosamente a los países ahí reunidos con el noble fin de verlos encaminados por la senda de la democracia, y esto a cambio sólo de algunos kilómetros de cada uno de ellos para la instalación de discretas bases nucleares.

La intervención de la orquesta sacó a todo mundo de sus asientos con un potpourrí de salsa, merengue y reggae. La vuelta a la mesa favoreció un feliz salto al campo cultural. Para la diversión del delegado gringo los antillanos se dedicaron a debatir ampliamente los méritos de cada isla en el terreno de las letras caribeñas: Espejito, espejito, ¿quién es el más colosal? El gringo sonreía, la luna llena alumbrando el Vigésimo Congreso para la Unidad Caribeña.

Diez horas de brindis, arduas discusiones. Por unidad se decretó el  esperado receso. Y se pasó a la cena a base de un menú diplomáticamente confederado: lechón, mofongo, mangú,  camarones y langosta, habichuelas coloradas, aguacate encebollado y arroz con frijoles negros. Tamaña cena decidió el aplazamiento definitivo del congreso hasta el año siguiente. Los antillanos mayores se retiraron a sus habitaciones en el Kingston Heights; los menores fueron trasladados en minibús hasta sus hoteles en la parte baja de la ciudad. El delegado de Martinica, atleta empedernido, se quedó frente al mercado, cosa de ejercitar las piernas y nalgas adormecidas por los titánicos silletazos del congreso. Deambuló por las calles oscuras disfrutando de la brisa fresca de aquel noviembre jamaiquino. El Caribe era en verdad una sola patria. Negros, chinos, mulatos, indios se amalgamaban bajo el ala protectora del águila estrellada, en un solo ser para juntar los pedazos, separados a golpes de historia, del viejo y siempre nuevo continente isleño.

Nobles pensamientos del martiniqués; su sombra sobre la pared se vio de repente acompañada. Martinica se dio vuelta esperando toparse con los ojos endurecidos de un gendarme francés. El rastafariano de medúsicas trenzas y haraposa apariencia lo empujó contra un muro garabateado de consignas. La cuchilla mohosa acarició el cuello del delegado: ¡Give the Money!

Ante el cosquillero de la navaja en su cuello el martiniqués contuvo el aliento. Luego, quebrada la voz y la mirada empañada por el miedo:

We are brothers, Caribes, Caribe, West Indies, undestand?

Una presión mayor en la yugular le cortó la inspiración. El asaltante le estrujó la camisa de motivos africanos, puso sus pies desnudos sobre los esbeltos dedos que sobresalían de las sandalias Made in Jamaica del asaltado. Con renovada urgencia: Shit, man, gime the money!”

¿Cumbres con EU? (Bah.)

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