El metro y sus sinverguenzas

Nepotismo de medio millón al mes. Esposa, hijos e incluso su suegra, son parte de los protegidos de Fernando Espino con cargo al presupuesto del Sistema de Transporte Colectivo.

El Metro, mis valedores, valedor, a su vez, del fregadaje. Que opera con números rojos y que para paliar tal situación las autoridades consideran aplicar un aumento en el precio del boleto. De esta manera y  de forma todavía velada preparan el ánimo de los usuarios para que no vayan a resentir el leñazo que significa ese incremento que vendría a añadirse al del gas y las gasolinas, la canasta básica y los servicios públicos. Siniestro.

Entre las razones que justifican el posible incremento se considera el envejecimiento del equipo, que desmedra el servicio que presta a los usuarios. Y qué decir de las corruptelas que se perpetran  en un sindicato que en materia de sinverguenzadas no iba a ser la excepción, comenzando con los manejos perversos de ese dirigente sindical de nombre  Fernando Espino,  que a lo impune practica un nepotismo desbozalado.  («Pero únicamente con miembros de su familia», lo defendía ayer mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins.)

Y un achaque más del transporte público por excelencia en esta ciudad capital: ese pleito feroz que por el sustancioso negocio de dos mil 300 plazas sostienen a estas horas las autoridades y los cupulares del sindicato. Y luego por qué las deficiencias que en el servicio sufrimos sus millones de usuarios. Y qué hacer con el Metro, valedor del fregadaje…

Aquí me dispongo a exaltar la presencia de ese benefactor de los pobres, que en México lo somos todos, si exceptuamos a los ricos. Hace apenas algunos ayeres, ya con un pie en el estribo, de pronto ahí, en el matutino:

«¡Hubo tentativa de sabotaje en las instalaciones del metro! ¡Se sospecha de incondicionales del chantajista líder sindical, ese Espino clavado en la piel de la nación!

Me indigné,  me le trepé (no a Espino, al vagón), y válgame,  que  Urge un examen antidoping a los celadores del Metro».

¿Que qué? Cruz, cruz. Me trepé en el vagón, y el estremecimiento en la columna vertebral: “Columna vertebral de transporte en la Ciudad de México, el sistema de Transporte Colectivo Metro está en crisis ante la falta de mantenimiento de sus vías, trenes e instalaciones”.

Y que de continuar así, el próximo año podría sufrir un grave colapso. Ajale, ¿y entonces los que viajamos en él? ¿Nosotros qué? Nomás me quedé pensando y, mis valedores:

¿Recuerdan ustedes cómo era el Metro todavía hace algunas décadas? Nuevo, flamante, rechinando de limpio y acabado de engrasar, que como entre nubes se deslizaba en sus rieles. ¿Lo recuerdan? Ayer observé el vagón que me tocó en suerte, mala suerte,  y aquella tristura.  El tiempo, constructor y destructor. Suspiré.

Y es que en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada y de días y días de trabajar todos los días, el flamante vagón ha envejecido, y qué melancólico: apenas arrastrado por el convoy, al tener que avanzar  le escuché aquel largo quejido que de las entrañas le brotaba, y de los redaños aquel pujar. Al jalón de arrastre todos sus nervios y costillares se pusieron a chirriar, chillaron al modo del animalillo al que aplastan al pasar. Lo oí jadear mientras avanzaba, y arrojar chisguetes de viento que desparramaban humanísimos tufos de entrepierna, sudor y sufrimiento recóndito (yo, aquella tristura). Bajé los ojos; el piso, desbastado hasta  el material de la base.

(Esto continúa el lunes.)

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